Venta del Washington Post: Fin de un ciclo

  • Un repaso histórico por la evolución del diario y sus grandes hitos.
  • ¿Podrá Jeff Bezos continuar con el legado de una cabecera tan importante?
  • «El Post terminó su ciclo pero el periodismo seguirá su sinuosa marcha, en medio de contradicciones, insuficiencias y sobre todo metido en las contradicciones de un modelo informativo de crítica al poder pero metido en los conflictos de empresa».
Foto: "The Washington Post" por Esther Vargas @ Flickr

Foto: «The Washington Post» por Esther Vargas @ Flickr


Por Carlos Ramírez

I

La venta del periódico The Washington Post por apenas 250 millones de dólares el 5 de agosto de 2013 y el anuncio oficial de un cambio de cabezal implicó el fin de un ciclo histórico del periodismo en los Estados Unidos: el de la prensa como servicio social que comenzó en 1965 con las protestas contra la guerra de Vietnam y los reportajes contra las mentiras del gobierno, y anunció en los hechos la necesidad de los grandes medios de comunicación de darle prioridad a aspecto financiero y empresarial. La decisión de la familia Meyer-Graham-Weymouth, propietaria del diario desde 1933, se basó en la caída de la publicidad, la disminución de la circulación y la competencia de internet, aunque asociado a dos de los temas que tendrá que discutirse con mayor intensidad si es que los medios escritos quieren sobrevivir: la definición de una política editorial en función de los intereses estratégicos y de seguridad nacional de los Estados Unidos y la inclinación conservadora de la sociedad estadunidense.

El tema editorial fue, en los últimos años, uno de los más delicados al interior del periódico. De hecho, la crisis estalló en 2008, justo con el arribo de Katharine Weymouth –nieta de Katharine Graham— a los cargos mayores del periódico: la crítica de lectores a la línea editorial “demasiado liberal” del periódico, a pesar del apoyo de la familia Graham al Partido Republicano. Inclusive, la ombudsman del lector del diario, Deborah Howell, había aireado el asunto en sus textos de respuesta a la crítica de los lectores y había señalado que el tono de reclamación de algunos lectores había sido acompañado con la cancelación de suscripciones. El rechazo de lectores llegó asociado a la baja en la publicidad y una drástica disminución en la circulación. El periódico quedó sorprendido por las críticas de los lectores conservadores y la cancelación de suscripciones y hasta su venta no pudo procesar ese hecho social.

Este hecho fue inédito y encendió las luces de alarma del diario pero no consiguió respuestas; las justificaciones de funcionarios del Post se dedicaron sólo a establecer las razones de la libertad de opinión, la búsqueda de un equilibrio entre conservadores y liberales y la necesidad de la pluralidad. Pero la sociedad norteamericana del 2008 había cambiado: los jóvenes rebeldes y movilizados de 1968 tenían ya sesenta años, habían abandonado sus rebeliones y luchaban por la vida en el duro y competitivo sistema de empleos. La reacción de rebeldía a los comportamientos de Richard Nixon se había neutralizado, luego de Vietnam se eliminó el modelo de llamado obligatorio a filas, la crisis de los rehenes en Irán en 1979 volvió a unir a los estadunidenses ante el enemigo externo, Reagan reactivó la economía y llevó a la Unión Soviética al desmoronamiento imperial y al fin de la guerra fría, Bush Sr. fijó el tema Irak en la agenda militar y geoestratégica, Clinton exhibió con Mónica Lewinsky la comodidad y la voluptuosidad del auge aunque fuera en empleos temporales, y Bush Jr. convirtió el ataque terrorista del 11 de septiembre en el factor miedo para la unidad interna.

Por tanto, el conflicto ideológico en torno a las opiniones publicadas en el Post pudo haberse considerado como lógico. Sin embargo, Donald Graham y Katharine Weymouth –hijo y nieta de Katharine Graman, respectivamente– carecieron de capacidad de entendimiento sociológico y político de la protesta de los lectores. La baja de circulación tuvo ciertamente que ver con las crisis económicas en el largo periodo 1980-2008, pero también con la mala comprensión que tenía el diario respecto a los lectores. Washington había dejado de ser liberal y paulatinamente, sin protestas sociales, se fue corriendo a la derecha. La ombudsman del lector del diario, Deborah Howell reveló en noviembre del 2008 que sólo en cuatro semanas se habían cancelado casi mil suscripciones por razones de quejas con la política editorial liberal.

El problema exigía un enfoque novedoso y decisiones igualmente inéditas. La concepción del periodismo mixto –liberales y conservadores– ha necesitado de un lector plural, uno con la capacidad de entendimiento del otro. Pero los lectores estadunidenses han estado siempre lejos de la tipología ideal debido a las razones mismas del enfoque geopolítico y de seguridad nacional del Estado norteamericano: ver enemigos debajo de cada piedra. Vista a la distancia, la confrontación de cierta prensa liberal contra Nixon no fue ideológica –a la larga resultó más reaccionaria la política de Reagan– sino reactiva a las agresiones de Nixon a la prensa, al autoritarismo en sus decisiones y la intolerancia del carácter del presidente. El Post, por ejemplo, era un periódico conservador moderado y se confrontó a Nixon por la perversión del poder y por la arrogancia en desdeñar los hechos que comenzaron a revelar los primeros indicios del asalto a las oficinas del Partido Demócrata en el complejo inmobiliario de Watergate. Los editorialistas del Post nunca pusieron el enfoque ideológico por encima del análisis de los hechos: la investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein se redujo sólo a la revelación de los secretos del grupo clandestino de la Casa Blanca para desprestigiar y atacar a adversarios y a probar con informaciones lo que los funcionarios negaban, no contra la línea conservadora del grupo gobernante y el Partido Republicano.

La inclinación conservadora de la sociedad washingtoniana –en el Distrito de Columbia donde se asientan los poderes federales y la élite del establishment político dominante– tuvo un indicio en 1982, ya consolidado Ronald Reagan en el poder: la creación en la capital federal de un diario conservador, marcado por el objetivo de la seguridad nacional en términos de la guerra fría: el The Washington Times pertenece a la Iglesia de la Unificación del reverendo Moon, un ultraconservador que está a la espera de la segunda llegada de Jesucristo a la Tierra. Bien diseñado, con colaboradores inteligentes y un lanzamiento sólido, el periódico se colocó inmediatamente en el espacio ideológico conservador de Washington y obligó al Washington Post a correrse paulatinamente a la derecha, sobre todo en materia de cobertura de la política exterior, dejando el espacio de crítica liberal al The New York Times. Sólo hasta el 2007 se fundó el periódico Político un poco cargado al liberalismo.

Al final, atrapado entre su historia de periodismo como servicio social y su estructura empresarial determinada por el mercado, el Post se quedó sin un perfil definido, liberal en algunas páginas y contenidos, conservador en opinión editorial, sin lograr el equilibrio ideológico ante una existente sociedad conservadora y con lectores exigiendo información crítica. Luego del activismo antibélico del largo periodo 1963-1975, con enfrentamientos callejeros y gobiernos sordos a las demandas de la sociedad, el tiempo político posterior a Vietnam fue conservador, pendular, diría el sociólogo Arthur Schlesinger Jr. En el ciclo 1980-2008 el conservadurismo se fortaleció en Washington y en la sociedad y el proceso se hizo más profundo después del desmoronamiento de la Unión Soviética en 1989, el envío de tropas a Irak para sacarlo de Kuwait en agosto de 1990 y los ataques terroristas del 2001 por parte de Al Qaeda y Osama bin Laden.

El papel activo del TWP en el periodismo de los Estados Unidos de los setenta se definió, a los ojos del lector, en función de dos confrontaciones con el gobierno del presidente Richard Nixon (1969-1974): la difusión en junio de 1971 de los Papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam y la investigación periodística del escándalo Watergate (1972-1974). En la primera mitad de los setenta, derivado además de las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam y las revelaciones del activismo ilegal de Washington en el derrocamiento de gobiernos extranjeros vía la CIA, el periodismo estadunidense pasó de la objetividad de los hechos a la investigación de los contextos.

El dato más revelador de ese periodo radicó en la capacidad de la prensa de ofrecer la credibilidad en informaciones basadas en fuentes no mencionadas aunque sí conocidas por los editores, como fue el caso de Garganta Profunda en los reportajes de Bob Woodward y Carl Bernstein en la investigación de Watergate; el arresto de cinco personas que estaban tratando de poner micrófonos en el cuartel general del Partido Demócrata en Washington derivó en una indagación que involucró a la Casa Blanca en labores clandestinas contra opositores. Paradójicamente, el fin de ese ciclo del TWP se dio precisamente en la coyuntura del 2013 en la que el gobierno de los EU decidió penalizar la difusión de seguridad nacional: varios periodistas han tenido que revelar fuentes ante la amenaza de cárcel y la periodista Judith Miller, del The New York Times, fue encarcelada en el 2005 por negarse a identificar a un informante. Con las normas usadas hoy en los EU, la indagación de Woodward y Bernstein hubiera sido imposible. Al comienzo de 2013 la Casa Blanca amenazó a Woodward por acusar al gobierno de manipular el debate sobre la discusión presupuestal como una forma renovada de intimidar a los críticos.

El tránsito de la prensa objetiva a la prensa de investigación ocurrió, como lo documentó el columnista Tom Wicker en su libro De la prensa, en la coyuntura de las guerras expansionistas de los EU: en Vietnam, los corresponsales extranjeros comenzaron a poner en duda el contenido de los boletines del Departamento de Defensa sobre batallas presuntamente ganadas y salieron a verificar los datos encontrándose con la sorpresa del engaño oficial; y en Washington los reporteros decidieron indagar el trasfondo de la guerra, lo que llevó al caso de los Papeles del Pentágono, el informe secreto en 47 volúmenes de la guerra en Vietnam, elaborado por el investigador Daniel Ellsberg para la Rand Corporation y difundidos primero por el The New York Times y luego por el The Washington Post, aunque éste acudió a la Corte Suprema de Justicia y ganó la libertad de expresión. Y Watergate fue asumido como una guerra expansionista interior en los EU.

Ese camino de profesionalización, autonomía e investigación de la prensa estadunidense no estuvo exento de problemas. En 1961, por ejemplo, el The New York Times tuvo en sus manos una nota del corresponsal Tad Szluc que revelaba la inminencia de una invasión de rebeldes anticastristas a Cuba, con la CIA como la parte actora, pero el presidente Kennedy llamó telefónicamente al director y propietario del NYT, Orvil Dreyfus, para pedirle el favor de diluir la denuncia porque estaban en riesgo vidas humanas, aunque en el fondo el temor de la Casa Blanca era alertar a Fidel Castro de la invasión. El diario aceptó los argumentos de Kennedy, le bajó tono a la nota y cargó con esa cesión de independencia, aunque en el fondo se trató de una compartición de intereses políticos e ideológicos; más tarde, ante el fracaso, el propio Kennedy confesó que se habría salvado de ese error si el NYT hubiera publicado la nota.

La crítica hacia los setenta tenía características especiales: operaba más sobre la opinión que sobre la revelación, las columnas y espacios editoriales eran como púlpitos, el principal analista, James Restos, del The New York Times, apoyaba sus comentarios desde una lógica calvinista, de pureza. Se podía criticar pero para ello los editores exigían estándares muy altos, además de que los articulistas mantenían buenas relaciones con el poder: no era una crítica para la alternancia sino para el mejoramiento de la calidad democrática, era la argumentación. Además, los espacios estaban bien definidos: las noticias no se aderezaban con comentarios, la acumulación de datos para ayudar a explicar los sucesos también debía de ser fría y sólo en las páginas de opinión se aceptaban los puntos de vista y las críticas. El periodismo de opinión venía del venero de Walter Lippmann, retirado a finales de los sesenta. Intelectual con sólida formación cultural, su estilo de reflexión era mesurado, con un cuidadoso manejo del lenguaje para aderezar las críticas, eludía la confrontación, su marco de referencia era la democracia, rechazaba la imposición imperial y trataba de escribir para ayudar a la gente a profundizar su reflexión. Si bien criticaba, de hecho formaba parte del establishment político. Su sucesor habría sido James Reston, del TNYT, también cuidadoso con la crítica y con objetivos de consolidar la influencia estadunidense.

Había, también, los periodistas críticos, radicales, sin complacencias. El columnista Jack Anderson, cuyo texto diario se publicaba en la sección de comics del The Washington Post y periodista formado como asistente del legendario columnista Drew Pearson, inició el periodo del periodismo de revelación de secretos del poder, normalmente los que mostraban los excesos imperiales de la Casa Blanca. En 1972 Anderson reveló que la empresa International Telephone and Telegraph había financiado a la oposición derechista chilena para conspirar contra la candidatura del socialista Salvador Allende en Chile, que finalmente ganó la presidencia pero fue derrocado violentamente en septiembre de 1973 con un golpe militar de Estado impulsado por la Casa Blanca y el secretario de Estado, Henry Kissinger, en particular. Anderson había inaugurado el columnismo de investigación y revelación de documentos secretos del poder.

El papel activo de la prensa estadunidense en la investigación de hechos de la realidad, más allá de la difusión pasiva, se convirtió en un dolor de cabeza para los gobernantes. Sin preocuparse por el ingreso publicitario pero cuidándose de alguna militancia ideológica, la prensa estadunidense abrió sus páginas a denuncias que tenían que ver con la seguridad de la nación, entre ellas el papel de la CIA en el derrocamiento de gobernantes. Anderson en el TWP y varios reporteros del TNYT abrieron la caja de pandora de las agencias de seguridad nacional. En este proceso, la prensa pasó de ser aliada pasiva del sistema a un punto de confrontación sistémica aunque sin llegar a la ruptura.

La evolución de las políticas editoriales de la prensa estadunidense se dio en medio de una crisis de credibilidad. Si bien los grandes periódicos pertenecían a grupos empresariales, familiares o corporativos, la estabilidad económica permitía la separación de los intereses publicitarios y económicos de las líneas editoriales. Sin embargo, la durísima crisis económica de comienzos del siglo XX comenzó a reventar a las empresas y, acicateados por la sobrevivencia, los periódicos condicionaron las páginas de información y opinión a los compromisos comerciales. Asimismo, los términos del ejercicio de la crítica aumentaron a finales de los sesenta y la primera mitad de los setenta por el clima de inestabilidad social que generaron las protestas contra la guerra de Vietnam en el periodo 1963-1975, además del clima de ruptura generacional que promovió la generación hippie, el consumo de LSD y marihuana, y el aumento de los divorcios. Los medios quedaron en medio de una desarticulación social casi completa.

Asimismo, los medios de comunicación enfrentaron la modernización de la información: la masificación de la sociedad por la televisión, el internet, la velocidad de las noticias y sobre todo los costos de impresión fueron reventando poco a poco a las grandes corporaciones periodísticas de periódicos y revistas, aunque con el dato singular de que las propias empresas se negaron a modernizarse antes de la llegada de la crisis. El TNYT y el TWP, por ejemplo, se resistieron a la nueva dinámica de la comunicación, se quedaron como diarios tradicionales, con estilos informativos de antes de internet y con reporteros ajenos a la dinámica cibernética de las noticias. Sin embargo, la reorganización de la sociedad le comenzó a dar mayor atención a las noticias por televisión y radio. Hacia finales del siglo XX, el columnista David Broder hizo un experimento: dejó de leer noticias en los medios escritos e inclusive en la radio y la TV y mantuvo su alto nivel de información sólo por la vía de los contactos sociales. La dinámica de la información dejaba las noticias impresas con atrasos hasta de doce horas por el proceso de impresión. Y ante el dinamismo de las imágenes, los textos largos fueron abandonados por los lectores.

La crisis de anunciantes, la declinación de lectores y los problemas en las organizaciones empresariales familiares han sido problemas constantes en los medios de comunicación escritos desde finales del siglo XX, pero pocos enfrentaron el desafío de la reorganización. El shock de la crisis se hizo a partir del dilema: prensa impresa o internet, cuando el desafío era la integración de plataformas interrelacionadas. Los periódicos escritos decidieron no cambiar formatos, contenidos y despliegues de páginas, pero los dueños no atendieron la parte principal del problema: la reorganización de los lectores. La guerra de Vietnam y la oposición interna al reclutamiento de jóvenes sacó a los lectores del conformismo y la prensa pasó a la información dinámica. Pero paulatinamente los medios ajustaron sus reacciones a participar del establishment corporativo, con las exigencias como empresas, la necesidad de aportar dividendos a los accionistas y los vaivenes del mercado bursátil donde comenzaron a cotizar.

El punto de ruptura social fue la guerra de Vietnam, sobre todo por el mecanismo de reclutamiento obligatorio: Kennedy había dejado 60 mil soldados en la guerra y Johnson y Nixon llevaron la intervención  alrededor de tres millones de militares, con un saldo final de casi 55 mil muertos cuyos nombres se localizan en un jardín entre el Lincoln memorial y el Obelisco, casi frente a la Casa Blanca. A lo largo de la segunda mitad de los sesenta, las manifestaciones pacíficas y violentas contra la guerra de Vietnam sacudieron la conciencia de los estadunidenses, y más cuando se cruzaron con las movilizaciones por los derechos civiles de los negros –hoy afroamericanos– bajo el liderazgo de Martin Luther King. Esas luchas no llevaron a enfrentamientos y más de doce mil detenidos en esos años, sino que enmarcaron los asesinatos de King en abril de 1968 en Memphis y del precandidato demócrata Robert Kennedy en California en junio también de 1968.

Jóvenes, estudiantes, padres de familia y ex combatientes –algunos de ellos condecorados– engrosaron las filas de las protestas civiles. En 1967 ocurrió una de las más simbólicas y recordadas: los miles de jóvenes que se dieron cita en los terrenos del Pentágono, el Departamento de Defensa, para quemar las tarjetas de llamados a filas, teniendo entre los invitados al entonces escritor radical Norman Mailer –cuya novela bélica Los desnudos y los muertos lo había proyectado en la cumbre de la literatura–; la historia de esa protesta se inmortalizó en el texto Los ejércitos de la noche, una muestra del periodismo narrativo y crítico. Y en 1968 las manifestaciones antibélicas llegaron hasta Chicago donde se celebraba la convención demócrata para escoger al candidato presidencial, hecho también destacado por Mailer en El sitio de Chicago. Lo paradójico de las elecciones presidenciales de 1968 fue que Nixon derrotó al candidato demócrata, el vicepresidente Hubert Humphrey, porque enarboló el discurso de restauración del orden público. Como presidente, Nixon aumentó la presencia militar de los EU en Vietnam. La polarización política se profundizó en una polarización social con indicios de enfilarse hacia una guerra civil.

Vietnam azuzó a la sociedad estadunidense y creó un ambiente de rebelión social que impactó en el mundo intelectual. Los medios de comunicación escritos se abrieron a esas demandas, aunque con las restricciones de las reglas tradicionales de la información; pero en Vietnam, en la zona de guerra, los corresponsales reprodujeron el ambiente antibélico con reportes sobre las mentiras oficiales: la guerra, en realidad, se iba perdiendo. El primer indicio ocurrió cuando los soldados enviaban a sus familiares, desde los campos de batalla, cartas contando la verdadera historia del conflicto y datos de derrotas sucesivas; algunos padres de familia inundaron las redacciones de los periódicos de cartas exigiendo una mejor calidad y profundidad en la información. El reporte de Seymour Hersh, en marzo de 1968, sobre la matanza de civiles en la aldea de My Lai fue el primer ejemplo del periodismo de investigación, una historia menos teatral que la contada por Woodward y Bernstein en Todos los hombres del Presidente persiguiendo la confirmación de datos sobre Watergate. En su libro sobre My Lai, que está a la espera de una película, de intriga y misterio y de indagación periodística, Hersh contó cómo se encontró con el primer dato de May Lai, cómo tuvo que hacer decenas de entrevistas para ir armando el cuerpo de la información y cómo el periodismo puso acento en uno de los temas más sensibles de la guerra: el abuso de la fuerza por los estadunidenses. El teniente Calley fue acusado del incidente y condenado, pero Nixon conmutó la cárcel por arresto domiciliario en un departamento del fuerte Benning, lugar famoso por entrenar a los boinas verdes, los Rambos de Vietnam. El caso de My Lai no profundizó uno de los temas que luego sería clave en las protestas juveniles: la objeción de conciencia, cuando una persona se niega a servir en el ejército por tener una conciencia pacifista; en 1966, el campeón de boxeo Cassius Clay recibió su tarjeta de reclutamiento obligatorio, se negó a cumplirla por objeción de conciencia, fue encarcelado, se convirtió al islamismo pacifista y cambió su nombre por Mohamed Alí, permaneció poco tiempo en la cárcel, le prohibieron pelear por tres años y perdió su empuje deportivo.

Vietnam había quebrado a la sociedad y había mostrado el lado oscuro del american way of life. La paz en Vietnam se firmó en parís en 1973, pero Vietnam del Norte siguió su guerra hasta aplastar a Vietnam del Sur y provocar en abril de 1975 una estampida de vietnamitas y estadunidenses que literalmente se colgaron de los helicópteros en el techo de la embajada para huir del país.

Después de Vietnam, los Papeles del Pentágono, Watergate y las revelaciones de las andanzas de la CIA derrocando gobiernos, el lector estadunidense regresó a la pasividad cuando como sociedad ya no fue molestada directamente por el poder; inclusive, en plena investigación periodística de Watergate, la atención social era mínima. Luego de Nixon y la breve estancia de Carter, los ocho años de Reagan llevaron a la sociedad estadunidense al confort y los ocho años de Clinton profundizaron la pasividad; inclusive, el escándalo Lewinsky formó parte de la picaresca del poder y no tuvo mucho efecto político en las masas. El conservadurismo de George W. Bush encontró una sociedad ya mediatizada, dominada por el síndrome del 9/11: un ataque externo contra el american way of life, el modo de vida estadunidense, no parte de la lucha territorial por el petróleo.

La prensa estadunidense también regresó las aguas a su nivel: la crítica se diluyó. Los libros de Woodward sobre las guerras de Bush, por ejemplo, dejaron de ser revelaciones y confrontaciones, y se contentaron con las descripciones internas de las élites políticas, demostrando con ello que Watergate no había sido una insurrección antisistémica sino sólo una investigación azuzada –como se supo después– por el entonces subdirector de la CIA, Mark Felt. El abuso del poder por parte de Reagan por vender armas a Irán para financiar a los contrarrevolucionarios de Nicaragua, la invasión a Panamá por Bush Sr., los descuidos de Clinton en el Medio Oriente al permitir el fortalecimiento de Al Qaeda, las mentiras de Bush Jr. sobre las –inexistentes– armas de destrucción masiva que justificaron la invasión a Irak y los endurecimientos de Barack Obama al perseguir medios para evitar filtraciones, el castigo a periodistas que revelan secretos y el escándalo por el espionaje masivo nacional e internacional encontraron a una prensa escrita desorientada, agotada y ya sin el espíritu de Watergate o y sin espíritu de denuncia de Vietnam, y sí muy preocupada por su viabilidad empresarial. El contrapunto Chile-Irak pasó de noche en las redacciones de los medios escritos.

Los medios escritos en los EU regresaron a su pasando anterior al ciclo crítico 1963-1980: de los tres objetivos señalados por Ernest C. Hynds –informar, influenciar y divertir–, el segundo entró en una declinación a partir de la llegada de Reagan y por el clima de agresión contra los EU por la comunidad islámica radical y vinculada al terrorismo. Los medios abandonaron la confrontación con el poder y dejaron de ser el contrapeso a los abusos del poder político y empresarial. Paulatinamente la prensa escrita regresó a su espacio de difusión objetiva de la realidad, dejando la investigación para casos menores. Los escándalos por periodistas que inventaron notas a finales del siglo XX sacudieron a medios prestigiados como The New Republic (Stephen Glass), el The Washington Post (Janet Cooke y recientemente con Fareed Zakaria) y el The New York Times (Jayson Blair y Judith Miller), entre muchos otros casos menores y lo llevaron a aumentar los controles de veracidad que desmotivaron a los periodistas y subieron los estándares para la denuncia.

El debate sobre el papel de la prensa en denuncias contra el poder se reabrió ligeramente en el 2005 con la revelación del ex director adjunto del FBI en los setenta, Mark Felt, era el famoso garganta profunda de la investigación Watergate del The Washington Post porque dejó la posibilidad de que esa indagación pudo no haber sido del todo periodística y noticiosa, sino parte de un operativo de manipulación burocrática por un grupo del FBI en contra del presidente Nixon. El dato mayor que ha sido soslayado es el que exhibe a Bob Woodward como un experto en inteligencia por su participación en esa área exclusiva durante su servicio militar, llevando informes secretos de la Marina a la oficina del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, en una de cuyas antesalas, por cierto, conoció a Felt y se hizo su amigo.

 

 

II

El 7 de agosto de 1981, treinta y dos años antes del anuncio de la venta de The Washington Post, el periódico Washington Star cerró sus puertas, luego de padecer una severa crisis económica; había sido un digno rival a lo largo de más de un siglo: el Star se fundó en 1852 y el Post en 1877. En el tercer cuarto del Siglo XX, los dos diarios disputaban a los lectores de la capital federal. Pero agobiado por las deudas y malos manejos, el Star se vio obligado a terminar su ciclo. Con preocupación y sinceridad, el Post le dedicó un sentido editorial: “su pérdida ha provocado tristeza, nostalgia, ira y preocupación, y la gente del Post ha compartido esos sentimientos”. En privado, un editor del Post le comentó a Katharine Graham, la dueña del TWP: “era un día triste para Washington y para la prensa”.

Esta última frase pudo ser el epitafio del The Washington Post el mediodía del lunes 5 de agosto del 2013 cuando el diario anunció la venta del periódico al dueño de la poderosa empresa Amazon, Jeff Bezos: fue un “día triste para Washington y para la prensa”. El Post había sido propiedad de la familia Graham exactamente 80 años, desde 1933 cuando Eugene Meyer, padre de Katharine Graham y bisabuelo de Katharine Weymouth, lo había comprado por poco más de 800 mil dólares en una subasta; en 1947, Meyer se retiró del periódico para atender su profesión de financiero y ascendió a su yerno Phil Graham, esposo de su hija Katharine, a la dirección; a lo largo de ochenta años el periódico como empresa familiar fue dirigido por la familia: Eugene, Phil, Katharine, Donald y Weymouth, pasando por etapas humanas muy duras como el suicidio de Phil por enfermedad mental, los tropiezos empresariales en los setenta y la competencia cibernética en los primeros años del siglo XXI.

La historia empresarial y periodística de The Washington Post estuvo plagada de altibajos, con más problemas que estabilidades; el problema siempre fue reconocido por su familia: la falta de experiencia y audacia empresarial de los Meyer-Graham-Weymouth, pero en uno de los capitalismos más salvajes en etapa, por si fuera poco, de expansión. En sus memorias Una historia personal, Katharine Graham contó sin retórica las veces en que el Post se acercó al abismo de la quiebra. De 1963 en que tomó el control del periódico hasta su retiro en 1991, Katharine pudo más o menos tener una certeza de su tarea cuando tuvo al mejor de los asesores empresariales, Warren Buffet, un inversionista financiero que supo conducirla por los vericuetos de las especulaciones accionarias, además de ser importante accionista bursátil del periódico. Al final, Katharine trabajó en las tres esferas del periódico: la dirección periodística, la conducción empresarial y las decisiones financieras, sacrificando dos cuando hubo de atender una, lo que impidió que el Post realmente se convirtiera en una empresa profesional, competitiva y metida en el mundo accionario. Hacia los ochenta, Katharine logró consolidar al Post entre las diez empresas mejor dirigidas de los Estados Unidos, pero ya sin regresar a la dirección del periódico donde Ben Bradlee tenía todo el manejo.

Antes del suicidio de su esposo, Katharine tuvo un papel social en el ambiente washingtoniano y se hizo de un lugar privilegiado por la presencia en su casa de importantes personajes de las élites de poder, una historia que ha sido contada por diversos personajes del establishment washingtoniano. Pero en 1963 se vio obligada por las circunstancias de su viudez a tomar la totalidad de las riendas del periódico y de la empresa pero sin tener experiencia ni liderazgo y siempre con el miedo de ser mujer en una empresa que decía que sólo podía ser dirigida por hombres. Paulatinamente, el Post se fue consolidando como una empresa-organización ordenada, sólida aunque no lo suficientemente fuerte para la competencia y las inversiones de expansión, pasando por traumas severos como la huelga de 1975 que llevó a los trabajadores a la violencia y el sabotaje, y que impidió la salida del diario durante varios días y obligó a los dueños a buscar la impresión en pequeñas empresas a lo largo de más de dos semanas. El problema no fue sólo el de reactivar la impresión sino solucionar la relación de la empresa con casi dos docenas de sindicatos. El periódico no podía operar agresivamente como las grandes empresas en materia laboral porque su función era la de denunciar abusos de poder.

El periódico se vio envuelto en situaciones contradictorias que la propia editora nunca supo explicar por la complejidad de las relaciones políticas y de poder en las élites dominantes que se mueven en un sistema de competencia y complicidad, no de clase: luego de una mala relación con el presidente Johnson por la guerra de Vietnam, consolidó una buena cercanía con el presidente Nixon en el arranque de su primer mandato, afianzó una relación personal con Henry Kissinger y pudo conducir al periódico a lo largo de las tempestades del estilo atrabiliario de gobernar de Nixon, aunque por Watergate las relaciones se rompieron hasta llegar al insulto de nixonianos a la editora. Inclusive, incidentes como el retiro de una invitación a la reportera de sociales del Post para cubrir la boda de Tricia Nixon por su estilo irónico de narrar, las relaciones de poder pudieron darse de forma inevitable. De ahí la importancia del papel del Post en la cobertura de los incidentes de Watergate, con los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein y el apoyo del director Ben Bradlee pisándole los talones a las irregularidades del gobierno de Nixon. A lo largo de los pesados meses de 1972, 1973 y 1974, no pocas amenazas y muchas ironías descalificatorias salieron públicamente de la Casa Blanca contra el Post tratando de inhibir las notas del diario.

La narrativa de Watergate merece un análisis frío, más allá de apasionamientos: dos reporteros ambiciosos y sin descanso llevaron a la dueña y al director a apoyar una investigación plagada de errores y omisiones, aunque exitosa en la colocación de Watergate en la agenda política fundamental. “Un robo de tercera categoría”, desdeñó el secretario de prensa de la Casa Blanca, Ronald Ziegler, y luego utilizó los tropiezos en informaciones equivocadas para descalificar al Post, aunque la mayor parte de la cobertura estuvo certera. Sin embargo, en 1974, antes de la renuncia, Nixon aceptó los errores de Watergate y Ziegler tuvo que disculparse en una conferencia de prensa. En agosto de ese año, acosado por el Congreso debido a la negativa de entregar información al fiscal especial, Nixon renunció al cargo de presidente de los Estados Unidos que había ganado por primera vez en 1968 con el 60% de los colegios electorales y había avasallado en 1972 con el 73% de los votos electorales. El sistema judicial logró triturar la popularidad de Nixon, ayudado, claro está, por la forma abusiva de ejercer el poder del presidente.

La parte aún no investigada del caso Watergate saltó apenas en el 2005: la identidad del informante estrella de Woodward y Bernstein, conocida además por la esposa de Woodward, la directora Graham y el director Bradlee. El dato sobre la identidad del informante no resultó anecdótico porque introdujo un elemento disruptor en el análisis de la investigación: Mark Felt, subdirector del FBI, y por ello con acceso a toda la investigación, fue el conductor de la investigación, confirmando datos, obligando a Woodward a razonar sobre otros y operando como el punto de referencia fundamental. Como el objetivo final de la investigación del Post fue demostrar una acción de encubrimiento de un delito operado originalmente por un equipo secreto de la Casa Blanca, el resultado siempre fue obvio: el desplazamiento del presidente, aunque en las reuniones eludían esa fase. Por tanto, falta por racionalizar el papel de Felt: ¿sólo ayudó a su amigo Bob, tuvo una motivación política la filtración de datos clave, hasta qué punto la comunidad de los servicios de inteligencia le puso una trampa a Nixon, cuál fue el grado de amistad real que tuvo Woodward con Felt si se conocieron los dos como parte de la estructura de los servicios de inteligencia y seguridad nacional, supo razonar Woodward las implicaciones política y de alta burocracia al tener al subdirector del FBI como su fuente fundamental? Watergate fue una cosa como investigación de dos periodistas y otra muy diferente con el subdirector del FBI como la fuente principal en la conducción de buena parte de la investigación. En su libro El hombre secreto da Woodward algunas pistas que deben profundizarse. En todo caso, la aparición de Felt como Garganta Profunda aportó un marco político, estratégico y de seguridad nacional a Watergate y a la investigación del The Washington Post.

Lo paradójico del caso Watergate, por otro lado, fue la incomprensión periodística. Los demás periódicos y estaciones de televisión comenzaron a seguir el asunto cuando ya Woodward y Bernstein había encontrado la punta de la hebra por la relación de algunos de los asaltantes a las oficinas de Watergate con funcionarios de la Casa Blanca, sobre todo E. Howard Hunt, ex agente de la CIA, jefe de la estación de la CIA en México en los sesenta y operador de labores clandestinas para altas oficinas del poder. The New York Times casi siempre estuvo detrás del Post, probablemente por el hecho de que en los años de Watergate 1972-1974 el Times no tenía director general o executive editor y esa función la desarrollaba el dueño y presidente Arthur Ochs Punch Sulzberger; James Reston abandonó la dirección general y el nuevo director general, A. B. Rosenthal, fue designado hasta 1977, lo que mezclaba los intereses empresariales del dueño con el dueño también como director general.

Por eso fue significativo el acto de mezquindad de la comunidad periodística: la investigación periodística que hizo historia y que provocó una investigación que obligó a la renuncia presidencial fue ignorada en 1973 por el premio Pulitzer, pero se corrigió el desdén por una carta escrita al Comité Pulitzer por los jurados McCord, James Reston (principal columnista y director general del The New York Times 1968-1969) y Newbold Noyes, aunque todavía le dieron a escoger al Post el grado del premio: servicio social o periodismo de investigación, y Bradlee escogió el de servicio social. Para entonces el caso Watergate ya era un asunto judicial imparable y un ejemplo del periodismo de investigación en el renglón de la persecución de las noticias.

De todos modos, el Post ascendió paulatinamente ya a la condición de un diario sólido hacia comienzos de los setenta, aunque pasó sin mucha significación en la segunda mitad de los sesenta durante la fase más grave de Vietnam y sobre todo de las protestas sociales en las calles de los EU. Así, no había sido sólo el asunto Watergate; más aún, Watergate no hubiera sido posible sin el proceso previo de reformulación de la organización periodística interna en el periodo 1969-1971: la autocrítica. En un libro armado por varios de sus ejecutivos (De la prensa, por la prensa, para la prensa y algo más…), el Post explicó la forma de recuperar la credibilidad de los lectores y posicionarse como un medio serio porque estaba inmerso en lo que la Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia había señalado como “una crisis de confianza entre el pueblo norteamericano y los medios informativos”: el Post creó una oficina interna que elaboraba memorándums para ejecutivos del periódico sobre los errores en las informaciones, las contradicciones, la valoración errática, y luego creó un pequeño espacio en sus páginas titulado For Your Information (Para Su Información), donde se aireaban autocríticamente esos problemas de credibilidad. Esa oficina operó como una especie de “asuntos internos” similar al de la policía: vigilantes que vigilaban a otros vigilantes.

Los temas principales de esta oficina de evaluación interna no sólo atendía la valoración en la exhibición de las notas ni el análisis de la construcción de despachos de prensa basados en información oficial, sino que comenzó a otorgar atención a las relaciones de la prensa con los poderes, con la guerra de Vietnam y con la oficina presidencial. Richard Harwood, director administrativo de la redacción del Post, calificó de pavloviana la relación de los periodistas con la Casa Blanca porque los medios respondían a condicionamientos y no a intereses sociales. Una columna FYI fue destinada a denunciar la infiltración de las comitivas de prensa en Vietnam por espías militares de los EU. Y otra profundizó la forma en que los corresponsales de guerra deberían de mantener la objetividad y la imparcialidad en un conflicto bélico. Esta oficina interna contribuyó a profesionalizar la tarea periodística y, sobre todo, a abrirse autocríticamente hacia los lectores para reconquistar su atención.

El grupo de inspección interna representó un mecanismo de verificación de la calidad y la valoración de las notas, las columnas y los editoriales, contribuyó a la modernización del lenguaje dejando atrás la especulación y obligó a los periodistas a ser más cuidadosos en la probatoria de sus indagaciones. En el Post, además, Katharine Graham estableció reglas estrictas para el apoyo de datos, obligando a los reporteros a usar una fuente anónima pero al mismo tiempo conseguir otra fuente de verificación. Así, el periodismo especulativo se vio obligado a la confirmación de datos para mayor veracidad. Sin ese proceso iniciado en enero de 1969 en el Post, los reporteros de ese diario no hubieran conseguido publicar notas del caso Watergate acreditadas a fuentes anónimas. Este mecanismo de profesionalización interna permitió el tránsito del periodismo de información al de investigación, inclusive aún antes de que la televisión irrumpiera en el ambiente de la difusión masiva de noticias. Algunos periódicos pasaron, también, de bocinas del poder a páginas de confrontación del poder e instancias de vigilancia contra los abusos de poder, abandonando el enfoque de la prensa pavloviana: sólo la que respondía a los timbres de condicionamiento.

Acicateados por la protesta social contra la guerra de Vietnam, los periódicos se vieron obligados a asumir mayor compromiso en las informaciones. En el territorio de batalla, en Vietnam, los corresponsables comenzaron por salir a los lugares donde los boletines del Departamento de Defensa decían que había habido batallas y bajas del enemigo tratando de verificar los hechos y para sorpresa de muchos se encontraron con enfrentamientos inexistentes, victorias imaginarias y bajas mayores a las cifras oficiales. Esa forma de darle mayor dinamismo a la prensa se coronó con la revelación, hecha por el reportero Seymour Hersh, de la matanza de civiles en el pueblo de My Lai en marzo de 1968 y publicada en el pequeño periódico St. Louis Post Dispatch; más tarde, Hersh publicaría el libro My Lai 14, lo que le valió premios pero sobre todo puso a Vietnam en la mira de las investigaciones periodísticas, casi en correspondencia con el involucramiento de intelectuales en las protestas, con el caso simbólico de Norman Mailer, ex combatiente de la segunda guerra mundial y en los sesenta una de las figuras disidentes más importante y estridente.

La relación de los reporteros con la guerra de Vietnam fue complicada por el papel de los editores y dueños en el establishment de las élites de poder en Washington. El Post, por ejemplo, tuvo que pasar por un proceso editorial y luego personal de su dueña: Katharine Graham, una figura destacada en la élite de personalidades de Washington donde se mezclaban funcionarios, empresarios y promotores de la guerra, tenía a su hijo mayor Donald alistado voluntariamente en Vietnam y a su hijo menor Bill en las protestas violentas contra la guerra, incluyendo dos arrestos en marchas, los extremos del conflicto. A nivel editorial, Graham, de formación conservadora, llegó a confesar en sus memorias que apoyaba la línea bélica de la Casa Blanca aunque marchaba de forma independiente. En los editoriales el Post defendía el argumento de la Casa Blanca de que el ejército estadunidense estaba en Vietnam para defender a un pequeño país del acoso de otra parte del país apoyada por el comunismo internacional. Paulatinamente el Post fue asumiendo la realidad y pasando de la crítica a la participación estadunidense.

En 1971, ya en la lógica de que la victoria estadunidense en Vietnam era imposible y con un Nixon comprometido a terminar la guerra de los demócratas Kennedy y Johnson, el Post se metió de lleno a la difusión de los Papeles del Pentágono, un reporte de 47 volúmenes y más de siete mil páginas de análisis de la guerra de Vietnam realizado por investigadores de la Fundación Rand para indagar las razones del conflicto en el sudeste asiático. Lo interesante del asunto fue que esa difusión se convirtió en uno de los alegatos más importantes contra una guerra ya perdida, no partió de una toma de posición de un periódico frente a la guerra, sino de una competencia del Post contra el Times: Una copia de los documentos fue filtrada al The New York Times por el investigador y coautor del texto Daniel Ellsberg, por cierto en la mira de Henry Kissinger por sus críticas a la política exterior, al grado de que un equipo de operaciones clandestinas de la casa Blanca asaltó el consultorio del psiquiatra de Ellsberg para obtener información que pudiera ser usada para desprestigiar al académico. Katharine se enteró de la publicación de la exclusiva un día antes del domingo 13 de junio de 1971, en una comida donde el propio James Reston, ejecutivo del NYT, le informó del bombazo periodístico. Sin embargo, el gobierno de Nixon logró una orden judicial para detener la publicación de otras partes de los documentos: pero el Post se hizo de otra copia y por su cuenta difundió el material; ante la orden judicial para detener la publicación, el Post llevó el asunto hasta la Corte Suprema y ésta decretó que no eran documentos secretos. Sin dar la exclusiva, el Post capitalizó el proceso judicial a favor de la libertad de expresión.

La historia de los Papeles del Pentágono llevó a una de las más duras confrontaciones de la prensa con el poder imperial, pero siempre en el espacio de la libertad de información. El 17 de junio de 1967, el entonces secretario de Defensa Robert McNamara (sirviendo a Kennedy y Johnson 1961-1968) encargó a un equipo de la Rand Corporation la realización de una investigación documental y analítica del involucramiento de los EU en Vietnam. El jefe de los investigadores fue el especialista en diplomacia de seguridad nacional Leslie H. Gelb, paradójicamente después redactor de temas de seguridad nacional del The New York Times, y en el equipo estuvo Daniel Ellsberg, un inestable investigador que se alistó a filas para ir a Vietnam a ver de cerca los acontecimientos.

El The New York Times logró la exclusiva de tener los documentos de manos de Daniel Ellsberg. El texto final, como le informó Gelb al secretario de Defensa Clark Clifford, aún del gobierno de Johnson hasta días después, el 20 de enero, le escribió una carta el 15 de enero de 1969. A Clifford le sucedió en la Secretaría Eliot Richardson, el 20 de enero, y duró hasta mayo de 1973. Gelb resumió el contenido de los documentos: 39 estudios en 43 volúmenes para sumar algo así como siete mil cuartillas. A pesar de la profundidad, el acceso a cables secretos de la CIA pero sin ningún documento de la Casa Blanca, el estudio contenía errores que el propio Gelb aceptaba en la carta introductoria. Al final, reconocía que era imposible ponerse de acuerdo con un enfoque unitario por parte del grupo de investigadores, seis en total, trabajando día y noche durante tres meses: muchos enfoques en poco tiempo. En su introducción de los documentos, Gelb trata de explicar algunas contradicciones citando nada menos que la novela Moby Dick, de Herman Melville, en la parte del esfuerzo para hacer coincidir enfoques diversos.

El índice de los documentos enumeraba seis capítulos y se titulaba: “United States. Vietnam Relations 1945-1967” y su autoría se acreditaba a “Grupo de Tareas sobre Vietnam”, dependiente de la oficina del Secretario de Defensa. Por cierto, las páginas estaban redactadas en hojas en blanco con máquinas de escribir mecánicas y sin márgenes de derecha porque no dio tiempo de pasarlo por alguna edición más cuidada. Entre los temas calientes estaba, por ejemplo, el de la estrategia de contrainsurgencia durante el periodo de John F. Kennedy 1961-1963, cuando los EU relevaron a Francia en la lucha contra los comunistas de Vietnam del Norte y ahí había datos sobre el Plan Hamlet o Plan de Aldeas Estratégicas para utilizar la contrainsurgencia contra las aldeas que ayudaban a los del Norte. Asimismo, dedicaba once volúmenes a justificar la guerra en las administraciones Truman, Eisenhower, Kennedy y Johnson. Como el texto fue entregado en enero de 1969 aunque terminado en 1968, nada involucraba al gobierno de Nixon que tomó posesión el 20 de enero de 1969.

El NYT publicó la información el domingo 13 de junio de 1971 pero al tercer día recibió una orden judicial para suspender la difusión. El The Washington Post vio con envidia periodística la edición de ese día del Times, mientras el Post llevaba la noticia de la boda de Tricia Nixon. Durante cuatro días los periodistas del Post buscaron tener acceso al documento y por relaciones con un despacho de abogados lograron una copia de 4 mil páginas de las 7 mil que tenía en su poder el Times. Un equipo de trabajo del diario de Washington trabajó largas doce horas para procesar la información y el domingo siguiente salió con la información, después de que Katharine Graham dijo por teléfono las palabras mágicas que estaba esperando Ben Bradlee, palabras que definieron el estilo de Graham ante informaciones con complicaciones políticas o de seguridad nacional: “de acuerdo, adelante. Publiquémoslo”, y que usó otro periodista para titular un libro sobre los años de Katharine Graham en el Post. De nueva cuenta el poder judicial ordenó suspender la publicación, pero el Post se movió en los tribunales y llevó el caso a la Corte Suprema donde se autorizó el uso de los documentos porque no afectaban la seguridad nacional.

El año de 1971 llevaría a su punto culminante la guerra en Vietnam y la oposición interna en los Estados Unidos, con los periódicos arrastrados por las protestas violentas y los arrestos; Nixon no acaba de entender la lógica de las protestas, al grado de que una noche salió a hurtadillas de la Casa Blanca y se acercó al monumento a Lincoln para charlar con un  grupo de manifestantes antibélicos; al final, Nixon dijo que seguía sin entender las razones de las protestas. En enero de 1969, cinco días después de que una copia de los Papeles del Pentágono ingresaron al Departamento de Defensa, Richard M. Nixon juró como presidente de los EU y prometió llevar a Vietnam a “una paz con honor”. Sin embargo, subterráneamente, ordenó la profundización de la guerra, autorizó bombardeos secretos, utilizó el criminal agente naranja como bomba química que no sólo contaminó la tierra sino que afectó la salud de los soldados estadunidenses, utilizó el napalm contra aldeas civiles, al tiempo que abrió las negociaciones de paz en París. En 1971 la guerra carecía de sentido, los reportes hablaban de que los EU nunca iban a ganar y aumentaban los regresos de soldados estadunidenses en bolsas plásticas negras. Ahí se localizaba la importancia de los Papeles del Pentágono: su contenido confirmaba que la guerra estaba perdida y que los EU habían fracasado.

En el periodo 1971-1976, el Post, recuerda Katharine Graham, pasó por tres casos desgastantes aunque importantes para situar al diario en el centro de la política: los Papeles del Pentágono, Watergate y una dolorosa huelga en 1975. Pero el saldo no debe quedarse sólo en el aspecto de la lucha de la prensa por espacios de libertad en confrontación con el Estado. Los análisis sobre Vietnam y Watergate parecían agotarse en los medios y en los intelectuales; sin embargo, hubo un sector importante en la configuración de nuevos espacios de participación de la prensa en el espacio público: el lector. El Post, aún sin tenerlo claro ni colocarlo como objetivo, pudo aprovechar la existencia de una sociedad política washingtoniana en transformación: la generación de la rebeldía, los jóvenes consumidores de LSD, el repudio a los abusos de poder, la mayoría silenciosa que no apoyaba Vietnam y los defensores de derechos civiles que llegaron hasta la capital federal forjaron una sociedad activa en defensa de sus derechos, mientras las élites periodísticas, incluyendo a la propia Katharine Graham, se movían en el establishment del poder de la capital federal y sede del poder ejecutivo.

Una generación activa de periodistas sustituyó a los tótems morales tipo James Reston, Walter Lippmann, Drew Pearson; había nuevos reporteros como Seymour Hersh, Tom Wicker, Gay Talese, Bob Woodward, Carl Bernstein, entre muchos otros, apoyados por escritores que comenzaron a escribir en los periódicos utilizando las técnicas de la literatura, como Mailer y Tom Wolfe, entre otros. La nueva generación de periodistas revolucionó el estilo, el lenguaje, la investigación de la realidad consolidando lo que Wolfe calificó, en 1973 como “nuevo periodismo” en práctica desde mediados de los sesenta; Wicker, por ejemplo, estuvo como miembro de la caravana de prensa de John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963 y escribió una larguísima crónica de dos páginas en el NYT basado en testimonios recogidos y luego fue convocado por los presos que se amotinaron en la cárcel de Attica, y luego escribió un libro ejemplar del periodismo social, de denuncia y de investigación. Hersh regresó a Washington después de haber denunciado la matanza de My Lai y se lanzó a revelar los expedientes secretos de la CIA alumbrando el papel nefasto de James Jesús Angleton, operador de contrainteligencia, y obligándolo a salir de la CIA. Talese mezcló la investigación con la reconstrucción de personajes usando la técnica de la novela y revolucionó el estilo.

Paulatinamente, una parte de la prensa estadunidense se colocó en el espacio intermedio entre la adhesión sistémica y la crítica opositora, no siempre con el apoyo o el aval de los dueños o editores; sin embargo, los editores aceptaron las nuevas formas de periodismo sin entender las complicaciones de sus propias relaciones de complicidad con el poder; por ejemplo, el equipo de Nixon llegó a confesar su incredulidad y enojo por las críticas en el Post a la administración si ellos sabían que Katharine Graham era una mujer conservadora y republicana. Pero había un espacio de vacío político: por ejemplo, Woodward siempre se confesó republicano pero no mezcló su ideología con su afán de investigador, o –una línea de investigación aún no profundizada– el caso Watergate mostró una crisis interna al interior del republicanismo entre facciones. La descomposición del poder iniciada por Vietnam, agudizada la crisis económica y acicateada por un nuevo sector social demandante de información crítica ayudó a los medios a consolidar sus espacios de modernización. En la capital del poder, Washington, –inclusive más que en Nueva York– se perfiló una sociedad washingtoniana ajena a los abusos de poder, en tanto que la clase política dirigente se había hundido en las irregularidades, aunque después se supo que esa oposición no era ideológica sino sólo de repudio al poder dictatorial.

El tiempo histórico de esa prensa duró poco: de las protestas en 1965 contra la guerra de Vietnam al colapso de Watergate en 1974; el ascenso al poder de Ronald Reagan en enero de 1981 reconstruyó la guerra fría y regresó a la sociedad a la realidad de la polarización, más aún con el surgimiento del terrorismo contestatario árabe en 1979-1980 con el asalto a la embajada de los EU en Teherán y la toma de rehenes estadunidenses por más de un año. Como respuesta a la política imperial, Estados Unidos entró en la lógica de la guerra no convencional: el terrorismo, que culminó con los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, y una mayor radicalización conservadora no sólo de la sociedad de la derecha sino hasta el sector de los progresistas. Impulsada por los efectos terroristas y el odio del radicalismo musulmán, la sociedad estadunidense se radicalizó hacia la derecha como mecanismo de autodefensa social. Y la prensa resintió esa nueva inclinación: sin lectores sociales regresó a su realidad empresarial.

El Post se consolidó en los ochenta como el periódico de la sociedad washingtoniana ya de regreso al conservadurismo, lo que sin duda le recortó posibilidades de desarrollo al periódico: su estilo, formato y lenguaje estaba hecho para la sociedad de Washington, en tanto que el The New York Times había logrado saltar los límites neoyorkinos para convertirse en el gran diario de la globalización geopolítica estadunidense y era visto como demasiado liberal para los intereses de la sociedad de la capital de la nación. Los dos diarios fueron limitados por su inserción en sus respectivas sociedades, los dos con dificultades para cambiar los hábitos visuales de sus lectores, los dos sin flexibilidades para incursionar de otra manera en internet y los dos con páginas diseñadas con resabios del pasado. El NYT, por ejemplo, pasó por problemas para incorporar el color y las fotos en su primera plana.

La sociedad lectora en Washington se fue avejentando, los jóvenes del 68 pasaron con el tiempo al conformismo laboral de la subsistencia, crecieron y se olvidaron de la protesta, los discursos del poder ya no asustaron a esa sociedad y la prensa se volvió vieja con ellos. En Nueva York el NYT pasó a ser la “vieja dama gris” con una sociedad progresista en materia de defensa de derechos individuales pero conservadora en su entorno geopolítico. Y en Washington el Post fue visto como el caballero sin pasiones.

 

 

III

En una entrevista otorgada al día siguiente del anuncio de la venta del Post, Donald Graham –hijo de Katharine Graham y tío de Katharine de Weymouth, la quinta editora de la dinastía– tuvo una explosión pesimista de sinceridad:

–Yo quise tener un periódico sano y próspero… y no lo hice. Me he decepcionado a mí mismo.

En una charla con el reportero Peter Perl, del Post, para esa parte de las noticias adelantadas que son los obituarios que se preparan antes de los fallecimientos –un género que logró captar Gay Talase en una nota sobre el redactor de obituarios del The New York Times–, Don dio algunas claves de sus objetivos. Por ejemplo, le dijo a Perl que le gustaría ser recordado no como el director del The Washington Post sino como el promotor de una fundación para ayudar a jóvenes sin recursos a terminar carreras profesionales en universidades privadas. Ése sería su legado, le dijo Don a Perl. Eso sí, su peor miedo era el de perder la empresa que había heredado de su abuelo y de su madre y que él pasaría a su sobrina, la hija de su hermana.

Los análisis posteriores al fracaso financiero del Post tendrán que venir con el tiempo y el conocimiento interno de la administración, aunque todos los datos hablaban de una severa crisis de publicidad y de circulación desde 2007, el periódico bajo el control de Don Graham y un año antes del ascenso de Katharine Weymouth. Mientras tanto, podrían adelantarse algunas estimaciones. Entre ellas, subrayar el hecho de que el The Washington Post fue un periódico local, en una sociedad local conservadora, sin manejo propiamente empresarial y atada a las reglas del juego bursátil. A lo largo de 133 años, el periódico se movió con altas y bajas. Fundado en 1880, tuvo una bancarrota en 1933 y fue comprado por Eugene Meyer, un banquero que formaba parte de la Reserva Federal, primer director del Banco Mundial, conservador republicano y contrario a la participación del Estado en la economía. En 1946 le entregó la dirección del diario a su yerno Philip Graham, esposo de su hija Katharine Graham. El periodo de Philip fue corto y se interrumpió por su suicidio en 1963, víctima de alcoholismo y una dura enfermedad mental. En el control del periódico le sucedió su esposa y viuda Katharine, quien duró hasta 1991; su lugar lo ocupó su hijo Donald hasta 2008 en que su sobrina y nieta de Katharine asumió el control del periódico y le tocó enterrar el proyecto familiar con la venta al dueño de Amazon.

A lo largo de ochenta años (1933-2013), cinco miembros de la familia Graham manejaron el periódico sin tener cada uno sólidos antecedentes periodísticos consolidados: Eugene Meyer era banquero, su hijo Philip tenía la especialidad de banquero, Katharine quedó viuda y tomó el manejo, Donald había sido soldado en Vietnam y patrullero de policía y la nieta Katharine se especializó en leyes, entró al Post como parte del despacho que asesoraba en leyes al periódico y finalmente quedó al mando del diario.

La historia del Post fue la de una empresa familiar; se abrió a accionistas como una forma de capitalizar y entró con muchas dudas a la bolsa de valores en 1971. Como empresa editorial y a pesar de su fama periodística, el Post nunca logró la confianza de los inversionistas porque las empresas bursátiles estaban obligadas a crecimientos audaces y a agresivos manejos especulativos. Katharine tuvo la suerte de contar con la amistad Warren Buffet, un exitoso inversionista con olfato para los negocios y la tranquilidad para eludir los baches especulativos. Pero al final Katharine consultaba algunas cosas con Buffet y éste se tomaba la libertad de aconsejar algunas ideas pero al final Katharine Graham tomaba las decisiones finales sin ser una empresaria especuladora. En sus memorias Katharine contó la forma en que con muchos temores le consultaba decisiones a Buffet y éste le sugería maniobras especulativas –legales pero audaces, como la recompra de acciones que le redujo liquidez a la empresa– que a veces Katharine no se atrevía a procesar.

El Post se centró en el medio periodístico, se expandió a la televisión y a periódicos locales, nada con suficiente fuerza como para constituir un emporio: los periódicos Express y Tiempo Latino, la revista Newsweek comprada en 1961, vendida en el 2008 y cerrada como impresa en 2010, Cable One, Grupo Slate (sitio web y la revista Foreign Policy, The Gazette y Southern Maryland Newspapers), una plataforma digital, una agencia para Facebook, un centro de salud y una empresa eléctrica. En los hechos el atractivo para los inversionistas era el periódico The Washington Post, el más importante en la capital federal, con algo de circulación en otras plazas y referente en asuntos en la prensa internacional, pero sin el posicionamiento foráneo del The New York Times, inclusive sin atractivo para lectores fuera de la capital federal Y con todo, la cotización de la acción del Post en la Bolsa de Valores nunca se fue a pique y cerró el año 2013 a 550 pesos por acción, contra 350 al comenzar el año.

En todo caso, el problema del Post fue que nunca se perfiló como inversión atractiva. Como empresa, el Post padeció la carga de otras pequeñas que le quitaban liquidez, el costo laboral fue siempre alto, la expansión periodística lo llevó a una plantilla de casi dos mil trabajadores, llegó a tener trece sindicatos negociando cartas laborales uno por uno. Pero con el apoyo de Buffet Graham ascendió el profesionalismo empresarial y en 1988 el Post apareció entre las cinco compañías mejor dirigidas de la revista Business Month, al lado de Apple, Merck, Rubbermaid y Wal-Mart.

Del lado periodístico Graham había contado desde 1968 con Ben Bradlee, designado director, hasta su retiro en 1991, el mismo que el de Katharine Graham. La recia personalidad de Bradlee, sus relaciones con el establishment kennedyano en Washington y la fama adquirida por su conducción de la información del caso Watergate ayudaron a perfilar al Post en la comunidad de Washington. Fuera de la capital federal, el Post tenía poca circulación, en realidad no competía con The New York Times, el nacional USA Today y otros diarios locales fuertes como Los Angeles Times, Houston Chronicle o Dallas Morning News y jugaba por su espacio en la opinión pública de D.C. Pero el ambiente mediático tenía en realidad escasa influencia en el atractivo empresarial bursátil. De todos modos, el Post fue proyectado a nivel nacional e internacional por Watergate, pero sin destacar más allá con alguna información.

En lo periodístico el Post nunca pudo tener controles éticos y profesionales internos: casos de plagio, falsedad en las fuentes e informaciones que tenían que ser consultadas con el poder le fueron restando valor al diario que se había consolidado con Watergate. El estilo profesional de Bradlee hacía descansar la enorme responsabilidad a los reporteros y sólo pedía la verificación de las notas. Este estilo de dirección periodística llevó al diario a un exceso de confianza que lo metió en duros conflictos de credibilidad de cara a los premios Pulitzer.

En 1980 estalló el escándalo de la reportera Janet Cooke, quien recibió el Pulitzer por una nota sobre un niño drogadicto de la calle pero después se supo que el personaje era inventado, una especie de resumen de varios niños; aunque el texto fue elogiado por Gabriel García Márquez como un ejemplo de ficción, en el periodismo fue condenado y Cooke tuvo que regresar el premio y retirarse del oficio, y el Post hubo de cargar con la crisis de credibilidad. En descargo, el asunto no fue exclusivo del diario; varios otros y algunas revistas fueron descubriendo que algunos de sus reporteros entregaron informaciones inventadas, plagiadas o tergiversadas. Lo malo para el Post fue que salpicó al entonces subdirector de asuntos especiales, Bob Woodward, el reportero de Watergate, y dicen que ahí se trocó su ascenso hacia la dirección general del diario, aunque el propio Woodward no había dado muestras de entusiasmo por el cargo porque siempre prefirió seguir persiguiendo la noticia que dirigir el diario.

De 1974 a 1991, el ambiente periodístico en Washington careció de golpes espectaculares. El Post se estancó en la propiedad principal como buque insignia pero no pudo ofrecer a sus inversionistas algunos otros atractivos para aumentar sus movimientos bursátiles. La propia Graham narra en sus memorias, cerradas en 1997, que la consolidación bursátil, aunque no con la suficiente fuerza, se debió a la gestión exitosa como empresa. El Post se centró en proteger la lealtad de sus lectores y sus ritmos de publicidad, con indicios de caída de la circulación ya en los comienzos del siglo XXI. La satisfacción periodística –Watergate y los Papeles del Pentágono– ayudó a consolidar al diario pero lo dejaron estancado. El diseño, el contenido, los estilos de redacción, el modelo periodístico ofrecido a los lectores y el respeto a las tradiciones le permitieron eludir grandes sobresaltos, pero lo fueron alejando de los nuevos lectores posteriores a Watergate y metidos ya en la dinámica del internet y la televisión, y con enfoques críticos respecto a las primeras planas de los diarios impresos por la persistencia de la vieja política de élites, aburrida para el lector que quería informaciones más veraces y reales con sus conflictos de corto plazo.

El retiro de Katharine y Bradlee –la pareja dinámica del periodismo de pelea– en 1991 dejó el Post en manos de Donald Graham, un eficaz pero anticlimático empresario, sin ideas nuevas ni impulsos rectores. El periodismo, por lo demás, había cambiado no sólo por la investigación de Watergate o el enfrentamiento al poder con los Papeles del Pentágono, sino por la ruptura generacional del 68, el periodismo narrativo de los escritores que irrumpieron festivamente en las primeras planas –Truman Capote, Norman Mailer, Hunter S. Thompson, Tom Wolfe y otros– y la generación posterior al 68 que no tuvo la preocupación de voltear al pasado. Los Estados Unidos habían superado el trauma de Vietnam con los primeros ataques terroristas del radicalismo árabe y el secuestro por más de un año de estadunidenses en la embajada de Washington en Teherán, agresiones ya contra ciudadanos americanos que fueron moldeando el perfil conservador del nuevo ciudadano imperial; los ataques terroristas del 2001 en Nueva York y Washington fueron asumidos como una agresión contra el modelo de vida de los estadunidenses. Por tanto, la política exterior logró una confluencia con los intereses del ciudadano de la calle. Inclusive, el escándalo Irán-Contra –la venta de armas autorizada por Reagan a Irán, violando el embargo por el caso de los rehenes, a cambio de dinero que se canalizó a la contra nicaragüense, un grupo disidente con los sandinistas en el poder– no encontró al lector

El Post se fue quedando sin el espacio político de sus lectores. En 1991 lo reconoció la propia Katherine Graham: Bradlee “había redefinido el Post para una generación de washingtonianos”. Pero al terminar el 2000, la euforia frívola de los dos gobiernos de Clinton, el auge económico y la victoria de George W. Bush habían dado al traste con esa generación y la nueva no fue entendida ni menos atendida por el Post. La gestión de Donald Graham, sin el encanto de su madre Katherine, y el papel de Leonard Downie como director 1991-2008 dejaron perder el espíritu del periodismo del Post, aunque su redacción acumuló premios Pulitzer aunque perdiendo lectores. Sin embargo, el Post ya no supo entender la lógica del poder en Washington y la conformación de una sociedad más conservadora, marcada ya por el avance de los derechos de las minorías. El ingreso del Post a la dinámica de internet fue caótico, sin un proyecto y sin comprender la dinámica de la comunicación por computadora.

En octubre de 2009 Downie publicó en la Columbia Journalism Review, la más prestigiada revista de periodismo, adscrita a la Universidad de Columbia, un ensayo sobre los desafíos de internet, una especie de grito de alarma sobre lo que venía como problema para el periodismo escrito. El texto, titulado “La reconstrucción del periodismo estadunidense”, hizo el primer recuento de daños del internet en las redacciones de los periódicos: la reducción de personal, la caída de la circulación, la generalización de las noticias, el abandono de sectores noticiosos para rescatar los más atendidos por los lectores, la reducción de veinte mil reporteros en el periodo 1992 a 2009 de más de 60 mil existentes, la baja de más de 160 corresponsales extranjeros, el cierre de oficinas de corresponsalías, la competencia de los diarios impresos con los blogueros. El periodismo escrito, para sobrevivir, tendría que reconstruirse en un nuevo escenario periodístico dominado por la comunicación instantánea vía la computadora.

Sin embargo, el texto de Downie pareció olvidar las partes más importantes: el reto de internet como sistema popular de comunicación, la reconstrucción del perfil del lector a partir del conservadurismo, las nuevas tecnologías de comunicación, el crecimiento del periodismo en televisión y la polarización política por cambios sustanciales en el ejercicio del poder –del ascenso del conservador Bush a la elección del afroamericano Barack Obama–, además de los derechos sexuales de las minorías. Por cierto, en este punto The New York Times tuvo varios sobresaltos en circulación y publicidad en los noventa cuando Arthur Ochs Sulzberger Jr. asumió la dirección total del periódico y abrió la información a temas homosexuales, a pesar de que la sociedad neoyorkina no es de las más conservadoras del país.

El internet y la nueva sociedad conservadora de los EU se convirtieron en un enigma para los hacedores de diarios impresos; algunos cambiaron diseño para hacerlos más dinámicos, otros redujeron el tamaño de las noticias, varios también acudieron a las infografías y al color, y pocos hicieron esfuerzos por fusionar las redacciones tradicionales con las de internet, y algunos otros crearon el sistema de blogs de sus colaboradores que llegaron a tener más interés y lectores que los espacios impresos tradicionales. Sin embargo, la sociedad lectora requería de un redescubrimiento: sus necesidades de información, sus pasiones sociales, sus deseos, los efectos de la crisis económica, las demandas de control de los órganos del poder, su visión crítica de la política por los abusos y los escándalos. Los periódicos prefirieron modernizarse en función de sí mismos y no en relación a la nueva sociedad posterior a Watergate y a Irak. Y luego se vino sobre los medios la crisis económica no sólo como problemas para la administración de las empresas, sino por los efectos sociales: empobrecimiento, jóvenes sin empleo, protestas sociales como las de Occupy Wall Street.

De ahí que el problema de la prensa norteamericana no haya sido sólo de organización empresarial sino de redefinición de políticas editoriales frente a los diferentes poderes de decisión y a una sociedad más crítica respecto a los medios. Al ser empresas comprometidas con anunciantes y con accionistas, la expectativa de los lectores pasó al último lugar de las prioridades de los medios como organizaciones privadas basadas en las utilidades y los accionistas.

Don Graham quedó atrapado entre el pasado Watergate-Papeles del Pentágono y el poder posterior a Irán-Irak-Al Qaeda. El año de 1991 comenzó con la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, unido al discurso de la victoria estadunidense en la guerra fría, además del relevo generacional en la clase política gobernante: de Bush padre a Bill Clinton en 1993, luego Bush Jr. y después Barack Obama, tres perfiles de políticos posteriores a Vietnam y a la lucha por los derechos civiles. De 1991 al 2001 Washington y la nación estadunidense descubrieron el colapso social y moral interno, el avance del terrorismo y el fortalecimiento de la hegemonía del imperio. En campaña dejaron de valer las ideas y dominaron las revelaciones de relaciones extramaritales de los políticos con aspiraciones de gobernantes, el auge económico con Clinton fortaleció la imagen de confort. En enero de 1998 estalló el escándalo Mónica Lewinsky con una revelación difundida por el sitio www.drudgereport.com: datos mostraban que el presidente de los EU mantuvo una relación sexual extramarital con la interna Mónica Lewinsky, de 22 años de edad. El asunto llevó a los medios a una parafernalia conservadora en un país más liberal en lo sexual.

La gestión de Donald Graham 1991-2008 careció de carisma. Internamente logró una consolidación de su liderazgo pero siempre estuvo opacado por su madre Katharine Graham y el director Ben Bradlee, ambos proyectados a la fama por los Papeles del Pentágono pero sobre todo por Watergate. Graham mantuvo la dirección del Post pero sin ningún asunto mediático que pudiera posicionarlo hacia afuera. El sucesor de Bradlee, Leonard Downie, mantuvo el nivel profesional del periódico, con los altibajos de casos de plagio y notas inventadas. Sin embargo, el principal escenario fue percibido por el Post aunque no asimilado en estructura interna: el internet, la redacción cibernética y los blogs. Los primeros años de internet, la segunda mitad de los años noventa, transcurrieron con un enfoque divisionario en redacciones: una para el impreso y otra para internet.

La labor de Don Graham se redujo a los saldos financieros y el Post no experimentó ninguna reorganización interna laboral, periodística o editorial. El conflicto con algunos lectores en el 2008 –ya el periódico en declinación– por la línea liberal se contestó con argumentos editoriales de equilibrios y no con alguna evaluación del cambio en el pensamiento político de la sociedad y alguna oferta para entender la nueva sicología social. La principal presión del Post se centró en el periódico conservador The Washington Times y su énfasis en la información de seguridad nacional. La competencia llevó al Post a aflojar un poco la crítica a la política exterior imperial. La preocupación de Downie pereció ser sólo la coacción de internet.

El arranque del siglo XXI comenzó en septiembre del 2001 con los ataques terroristas en Washington y Nueva York por parte de Al Qaeda, dirigida por Osama Bin Laden, un combatiente contra los rusos que invadieron Afganistán en 1978 y que había recibido fondos, armas y entrenamiento de la CIA. El siglo XX había cerrado con el caso Lewinsky. En el 2001 los EU recibieron la factura de su intervención en Afganistán e Irak. La elección de George W. Bush, hijo de George Bush padre 1989-1993, había sido un ajuste de cuentas interno contra Clinton en la candidatura de Al Gore, que fue vicepresidente de Clinton. El discurso republicano de Bush Jr. como candidato satisfizo a la sociedad: orden en las finanzas, recortes de impuestos y política exterior. En el periodo 1995-2001, los medios fueron asfixiados por el caso Lewinsky.

Del 2001 al 2008, los EU fueron atrapados por la vorágine de la guerra, el miedo al terrorismo que había estallado criminalmente en territorio estadunidense con el derribo de las Torres Gemelas en Nueva York y los más de tres mil muertos y el aval del congreso a la doctrina patriótica de Bush en materia de seguridad nacional y reducción de derechos para combatir el terrorismo; es decir, en la lógica del conservadurismo derivado de ataques externos al american way of life. Los medios se quedaron pasmados ante el nuevo escenario político; las denuncias contra los abusos de poder se habían trasladado de los grandes diarios —The Washington Post, The New York Times, Los Angeles Times y otros– a algunas revistas, aunque ya no Time ni Newsweek, que habían entrado ya a la ronda de la información resumida de la semana.

La sorpresa fue la revista New Yorker, que había destacado en los sesenta y setenta como un espacio del debate cultural y cuyo estilo de información estaba más en los términos de los reportajes largos en tiempo y espacio. Pero ante la desorientación y los intereses de los grandes diarios, de pronto New Yorker se vio lanzada a la información de denuncia: en el 2004, el reportero Seymour M. Hersh, que había destapado los crímenes de civiles en la aldea de My Lay en 1968 y luego había revelado los expedientes de operaciones secretas de la CIA para derrocar gobiernos, publicó en New Yorker las primeras revelaciones de torturas en la cárcel de Abu Graib, situada a unos veinte kilómetros de Bagdad, la capital de Irak. La denuncia llevó a los EU a un debate sobre el uso de la tortura aunque sin repercusiones: la seguridad de los EU sacrificaba los derechos civiles. Lo interesante fue que Hersh pareció ya no encontrar en el The New York Times el espacio para sus denuncias y se fue a la revista cultural más importante de los EU, donde tenían cabida más los cuentos que los reportajes. Si acaso, New Yorker había sido la revista que le dio cobijo a la filósofa judía Hannah Arendt en 1961 para publicar en 1963 reportajes sobre el juicio al nazi Adolf Eichmann, secuestrado por la policía judía en Argentina y llevado a Israel para juzgarlo y condenarlo a muerte por parte del holocausto; el texto de Arendt se publicó en varias partes ocupando más de la mitad de la revista.

Los medios quedaron moviéndose entre coordenadas estrechas. En el The Washington Post hubo dos casos de revelaciones sensacionales sobre la CIA y la crisis en la presencia militar en el Medio Oriente, aunque ya sin la aureola de Watergate o los Papeles del Pentágono. En noviembre del 2005 la reportera Dana Priest había publicado una investigación sobre la existencia de prisiones secretas de la CIA en el mundo para mantener detenidos y torturar a sospechosos de terrorismo; el asunto se complicó cuando hubo revelaciones de legisladores extranjeros en el sentido de que no hubo prisiones secretas sino vuelos secretos para reasignar a detenidos. Sin embargo, Priest había tenido razón: en septiembre del 2006 el presidente Bush reconoció, en un discurso, que sí existían prisiones especiales para acusados de terrorismo. Y en el 2009 la propia periodista reveló que Bush, el vicepresidente Cheney y algunos mandos del Consejo de Seguridad Nacional habían presionado al Post para evitar la publicación del reportaje pero que el director Leonard Downie había tomado la decisión de imprimir la historia, a pesar de las amenazas de la Casa Blanca de encarcelar a la reportera. Al final, la revelación se difundió pero no encontró espacio en el lector conservador.

En el 2009, ya el Post bajo la dirección conjunta de Weymouth y el director Marcus Brauchli, Woodward se encontró con un documento sobre la guerra en Afganistán que asumió como si hubiera sido una réplica tardía de los Papeles del Pentágono: un memorándum del general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas de la OTAN en Afganistán, en el que se reconocía prácticamente la derrota de las fuerzas aliadas; el entonces secretario de Defensa era Robert Gates, que había servido a los republicanos y había sido nombrado por Bush Jr. y mantenido en el puesto por Barack Obama en esos rasgos de continuidad de la política militar de la Casa Blanca. El reporte de McChrystal había sido calificado de secreto pero circulaba en niveles políticos, donde Woodward, al trabajar datos para su libro Las guerras de Obama, había conseguido una copia.

Kindred cuenta en su libro parte de la historia: reunión en el cuarto piso del Post entre el reportero y los editores, algo que recordaba los aires de los Papeles del Pentágono y Watergate, aunque en los setenta los funcionarios se cuidaban de amenazar a los periodistas con la cárcel por la violación de secretos de seguridad nacional. En aquellos tiempos los periodistas discutían qué era realmente la seguridad nacional y no tan fácilmente aceptaban los argumentos del poder; sin embargo, de aquellas fechas a las actuales, el poder político había logrado encarcelar a periodistas por difundir documentos secretos o negarse a difundir sus fuentes de información.

El documento de Woodward era delicado. El día de la reunión en el Post entre los editores hubo llamadas de la Casa Blanca y un enviado supuestamente del Situation Room presidencial. El argumento oficial decía que la publicación del documento sin una revisión antes pondría en peligro a las tropas en Afganistán. Ante este argumento, Woodward aceptó posponer la difusión hasta tener un artículo que dejara satisfechas a las autoridades. Se trataría del primer caso en que un periódico aceptaba la censura previa por razones de seguridad nacional; ciertamente había diferencias con los Papeles del Pentágono y Watergate; en los primeros no difundía planes futuros sino involucramiento pasado y en el segundo estaban las pistas de un grupo de choque en la Casa Blanca para dañar a los críticos o disidentes. La siguiente reunión tuvo a oficiales del Departamento de Defensa para revisar el artículo. El documento había sido censurado en algunas partes, sobre todo las que perfilaban futuras operaciones militares de los Estados Unidos en Afganistán. Y aunque el texto final publicado en la primera plana del Post el 21 de septiembre reflejaba sólo la información autorizada, de todos modos la apreciación de que la guerra fuera un fracaso condujo al gobierno de Obama a revisar el papel de los EU en la guerra, aunque a la larga no hubo cambios. Al interior del Post, Woodward vio al director Brauchli firme, como antes Bradlee y Downie, ante presiones de seguridad de la Casa Blanca.

Pero, en el fondo, los problemas del Post eran más complejos: nuevo perfil del lector, competencia de internet y gobiernos más audaces en las presiones contra la prensa.

 

 

IV

En 2008 Don Graham, con sesenta y tres años de edad, en realidad ya sin ninguna propuesta para el Post, pasó a retiro y le dejó la empresa a su sobrina Katharine Weymouth, nieta de Katharine Graham y bisnieta de Eugene Meyer. Su madre Katherine se había retirado a los setenta y cuatro años de edad. Don andaba en busca de soluciones, él mismo había ensayado proyectos y el periódico no levantaba cabeza. Obviamente que el nuevo editor debía ser de la familia, pero ahí sólo se encontraba disponible Katherine Weymouth, hija de la hermana de Don, con cuarenta y dos años de edad, en ese momento presidenta del área de publicidad, una de las más preocupantes por la caída de anunciantes. Weymouth había estudiado derecho y se había incorporado a un despacho jurídico que luego le daría asesoría permanente al Post y ella fue designada como la abogada de planta en el periódico en 1996, quién mejor que alguien de la familia. Poco a poco se fue interesando en el periódico, fue designada jefa de publicidad y luego presidenta de esa área.

Katharine careció del espíritu editorial de su abuela, le faltó formación en la redacción, nunca entendió la lógica de la información, aunque se confió en la inercia de un periódico en realidad con una buena posición editorial en Washington y con los problemas de ingresos al igual que todas las empresas. Si bien la abuela Katharine Graham tampoco tuvo tiempo para prepararse a un cargo que le llegó por el suicidio de su esposo Phil, sus primeros pasos al tomar las riendas del periódico fueron como directora editorial y tomar contacto con los reporteros y con la redacción y las noticias, y luego el aspecto empresarial, además de que en 1968 contrató a Bradlee. En aquellos tiempos, a mediados de los sesenta, el tamaño del periódico era manejable, los ingresos permanecieron estables y la circulación subía al calor de la profesionalización del personal periodístico. Del suicidio de Phil Graham a la crisis por las protestas contra la guerra de Vietnam en 1966 pasó en realidad poco tiempo, al grado de que los ciudadanos movilizados contra la guerra fueron al mismo tiempo suscriptores del periódico.

A Weymouth le tocó otro tiempo político, otro tiempo histórico y otro tiempo periodístico. Pero sobre todo, su arranque pareció querer dejar en claro que ella no sería una réplica de su abuela Kathie ni se movería en el pasado del Post viviendo de las glorias de los Papeles del Pentágono y Watergate. Su distancia de la práctica periodística fue clara, siempre se negó a ser reportera y estuvo lejos de la sala de redacción. “La reporteada no es para mí”, dijo ya como abogada. Su misión era la de salvar al Post de la crisis económica, aunque desconociendo el funcionamiento de una redacción. Por eso en el 2009 metió al Post en una gravísima crisis de credibilidad cuando ella promovió reuniones de lobistas con reporteros y funcionarios en su casa –aunque cobrando entradas bastante caras– como una forma de sinergia, aunque la propuesta fue tomada como una forma de negociar las noticias. El problema estalló cuando esas reuniones se promovieron con hojas de aviso que se repartieron sin control; cuando comenzaron las críticas porque había metido la credibilidad en una negociación con lobbies y fuentes, Weymouth dio marcha atrás pero sin reconocer su error. “Yo no soy una chica de periódico, no soy una chica online”, fue una frase que recogió Kindred para su libro sobre la historia del Post.

La falta de experiencia en la sala de redacción del periódico fue el peor pasivo y lastre de Weymouth. Tuvo un amor especial por su abuela pero sin convertirla en experiencia profesional. Loyd Grove, en un perfil sobre Weymouth, recogió la anécdota de que algunas personas en el edificio principal del Post deambulaba el fantasma de Katharine Graham y que el elevador se detenía en el piso del vestíbulo sin que nadie haya apretado el botón específico, y la leyenda urbana dentro del periódico decía que era el espíritu de Kathie. Aunque no explicó las razones salvo la buena suerte, Weymouth gusta ponerse el collar de perlas de su abuela. En el trato con la redacción Weymouth no define un estilo, lo mismo recibe a reporteros y funcionarios en su casa particular y ella descalza con su cuerpo de bailarina de ballet y horas de gimnasio, que en los pasillos del periódico pasea sin conectar con nadie. A veces parece más preocupada por los vestidos de moda que por las noticias, y se escuchan no pocas risitas en la redacción por su obsesión al ejercicio. En una de las cenas de corresponsales de la Casa Blanca, sin duda el evento periodístico de cada año por su significado político y la presencia del presidente de la nación, Weymouth brilló por su ausencia: fue anfitriona de una fiesta de pijamas de su hija en su casa.

La dirección del Post necesita de un involucramiento triple: hacia el interior, hacia las finanzas empresariales y hacia el poder político. Y Weymouth no se encontró cómoda en ninguno de esos tres niveles. Al tomar posesión como presidenta de la compañía en el 2008, su primera decisión fue designar a un director general editorial; si bien su abuela hizo no mismo con Ben Bradlee, de todos modos Kathie estuvo siempre junto a Bradlee en la toma de decisiones editoriales, de contenido. En cambio, Weymouth jubiló a Downie –con un paso anticlimático en la dirección editorial– y designó como director editorial a Marcus Brauchli. El mensaje fue claro: ella se dedicaría a la gestión social y empresarial del corporativo y dejaría a Brauchli en la gestión editorial. La gestión de Brauchli logró mantener el ritmo de la redacción, ganó, en el periodo 2008-2012, siete premios Pulitzer, cinco de la sala de redacción. Sin embargo, el Post estaba orientado en otro dilema, uno real: ¿prefería más Pulitzer o más lectores y anunciantes? Lo lógico hubiera sido suponer que se tratarían de objetivos interrelacionados, pero en la realidad implicaban la atención de la presidenta de la compañía.

Pero Brauchli duró poco, apenas cuatro años, insuficientes siquiera para acoplarse a los estilos o identificar la dinámica de las noticias: en noviembre de 2012, luego de perder la confianza de Katharine Weymouth, fue sustituido por Marty Baron, traído de la dirección general del The Boston Globe, periódico propiedad del The New York Times. En una de sus pocas entrevistas, Baron reconoció que los anunciantes estaban buscando más al The Wall Street Journal y al The New York Times y tenía más o menos claro que el Post “había perdido uno o dos pasos”. El efecto financiero fue grave en 2012: circulación e ingresos publicitarios se desplomaron. Sin embargo, la editora Katharine Weymouth no tuvo tiempo para analizar los resultados, replantear el plan de negocios y operar los cambios. A finales del 2012, justo en el escenario del nombramiento de Baron, la familia Graham pareció haber tomado la decisión de comenzar a evaluar la venta del periódico.

El dato poco analizado al interior del Post fue el mensaje dejado por el nombramiento de Brauchli: un periodista externo llegaba al diario que siempre había creado un mecanismo escalafonario interno. El asunto no fue menor. Los periódicos estadunidenses han desarrollado una forma de operación interna que requiere de atención y estímulo; por tanto, Brauchli llegó de fuera y su curva de aprendizaje fue mucho mayor en tiempo, espacio y línea histórica. Pero las prioridades marcadas por Weymouth nunca fueron claras, se movió entre la información impresa y la presión de internet, con la dinámica e inercia de la redacción hacia las noticias de denuncia política que ya no encontraban sectores sociales interesados. Su llegada de fuera llevó a Brauchli a meterse en las tensiones de la redacción; en diciembre de 2011, por ejemplo, realizó una reunión dominical en su casa con la élite de los reporteros y funcionarios para examinar la cobertura del periódico de la elección presidencial del 2012 que se perfilaba como caliente. La preocupación del director editorial tenía el contrapunto de la caída en los ingresos. Sin embargo, nunca profundizó en el tema de redefinir la política editorial –noticias y comentarios– en función de la reconfiguración de la sociedad, de la tensión política por el terrorismo y la guerra en Irak y Afganistán, y en la reorganización de la redacción para ir en busca de nuevos lectores.

A finales del 2012, Brauchli fue desplazado de la dirección editorial sin dar muchas explicaciones. Su gestión había sido funcional al nivel de Weymouth pero sin grandes iniciativas. En todo caso, parece que al interior del Post le acreditaron a Brauchli la filtración al exterior de la información sobre las reuniones previstas entre reporteros, lobistas y funcionarios que produjeron un tropiezo ético al periódico, al grado de que la ombudsman Deborah Howell publicó un artículo señalando sin tapujos que había sido un error ético. El cambio de Brauchli fue producto también de la falta de estabilidad en el diario, de los vaivenes cotidianos por la falta de resultados en circulación y utilidades, a pesar de que seguía ganando premios Pulitzer. Pero al interior del corporativo se tenía claro que los premios Pulitzer daban ciertamente prestigio al diario, pero no aumentaban la circulación ni los ingresos publicitarios.

La reunión de anuncio del fin de Brauchli en la dirección editorial reveló el estado de ánimo bajo de la redacción y de los funcionarios. De nueva cuenta Weymouth llevada a la dirección del Post a otro externo, Marty Baron, editor entonces del The Boston Globe, propiedad del The New York Times desde 1992. La frialdad en la redacción y la distancia de la editora Weymouth fue una evidencia de que el periódico atravesaba por una fase crítica de liderazgo. Baron traía a cuestas una buena dirección en el Boston y los premios ganados durante su gestión, pero en realidad con poca presencia en el ambiente periodístico de Washington y de los medios.

El relevo de Brauchli y el arribo de Baron a la dirección editorial del Post generaron un debate poco usual aunque existente. El columnista de medios y cultura del The New York Times, David Carr, publicó en noviembre del 2012 una columna crítica sobre la crisis de liderazgo de Weymouth. Carr había participado activamente en la película Page One: Inside The New York Times, una historia documental del diario neoyorkino. En su texto recogió la anécdota de Weymouth diciéndole a una reportera “vuelve a tu escritorio” cuando le pidió razones del cambio de editor. “Después de la reunión, el personal del Post regreso a sus escritorios preguntando si la señora Weymouth era capaz de dirigir la organización”. En sus cuatro años como presidenta y otros cuatro en el área legal y de publicidad parecieron no darle la experiencia en el manejo de las relaciones internas en el Post.

El problema del Post que encontró Carr fue la repetición de lo ocurrido en los sesentas cuando Katharine Graham se tuvo que hacer cargo del diario después del suicidio de su esposo. Pero ahí las fechas hablan de la educación profesional sobre los hechos: Kathie tomó la dirección del Post en 1963 y designó a Ben Bradlee director editorial en 1968, lo que le dio cuando menos cinco años de aprendizaje en la soledad de la oficina, aun cuando Bradlee tuviera una posición menor. En esos cinco años Kathie conoció a fondo el funcionamiento del periódico en la redacción. Su nieta Weymouth, en cambio, recibió la presidencia del Post e inmediatamente jubiló al experimentado Downie para colocar en la dirección del periódico al externo Brauchli, sin pasar por una etapa de entendimiento de los resortes sociales y periodísticos del diario. Para Carr, esta decisión de Weymouth desechó 40 años de continuidad periodística. Pero también hubo otra lectura externa: el Post fue incapaz de generar sus liderazgos internos. Por mucha buena voluntad, el nuevo director pasó muchos trabajos para integrarse a los engranes internos, aunque al final no se trataba de voluntad sino de aprendizaje.

Paradójicamente la relación de Weymouth con Brauchli, que debía ser la más cercana e interdependiente, paso a ser la más conflictiva por la falta de confianza. Los cuatro últimos meses de 2012 fueron de alejamiento en la relación y el fantasma del despido, llevando al periódico a falta de estabilidad interna por la especulación del relevo del director editorial. Y como en periodismo no hay control de hilos y por tanto tampoco control de daños, las razones de la salida de Brauchli se dieron en la especulación. Sin embargo, la esposa de Brauchli, Maggie Farley, colocó en su muro de Facebook un comentario que luego retiró pero que fue leído masivamente: “¿cómo el The Washington Post de la fama de Watergate se había convertido en un lugar donde no se puede decir la verdad al poder?”

Al final, los comentarios negativos sobre Weymouth y su capacidad/incapacidad para manejar la empresa se multiplicaron en el vacío de información en un periódico, quizá el peor error de administración de una empresa de esas características. Y si Weymouth usaba el argumento de que la gestión de su abuela Katherine Graham y de su tío Don no habían sido un camino cómodo sino lleno de tropiezos, errores y obstáculos, pero en la realidad las circunstancias de los sesenta eran diferentes a la segunda mitad del primer decenio del siglo XXI: competencia, crisis económica, internet y nueva generación de lectores.

El relevo de Brauchli por Baron fue a finales del 2012, pero los indicios revelaban que el Post ya no tenía salidas. La venta se anunció en agosto. Durante los primeros ocho meses de 2013 el nuevo director editorial Baron tuvo poco tiempo y menos espacio presupuestal para intentar cuando menos una reorganización del periódico. Sus credenciales en el Boston y antes en el The Miami Herald eran suficientes para redinamizar a la redacción, con experiencia en Los Angeles Times. Pero ese currículum aparecía con un dato que los dueños del Post no asimilaron: Baron nunca había vivido periodísticamente Washington; es decir, desconocía al lector de la capital federal, aunque pudiera tener un panorama de la sociedad adicional a donde llegaban algunos miles de ejemplares del periódico. Por ejemplo, Baron había coordinado la investigación del balserito cubano Elián González y en el The Boston Globe había denunciado los abusos sexuales de la iglesia en la plaza, dos temas bastante ajenos a los intereses de los lectores del Post. En todo caso, el columnista Paul Starobin, de la revista conservadora New Republic, vio la tarea de Baron como la de la Globelización del Post, en un juego de palabras del Globe de Boston y la necesidad de romper el localismo en los medios. La sección Metro del Post –noticias de la zona metropolitana– fue la que trabajó las primeras noticias de Watergate por su interés local. Pero en el nuevo enfoque del periodismo baron tendría que rebasar el límite geográfico de las noticias locales.

El problema de Baron no fue de eficacia sino de tiempo. Su contratación a partir del primero de enero de 2013 ocurrió ya en una fase de crisis presupuestal y de empresa del Post, algo que sin duda Baron ya sabía; lo que ignoraba, en todo caso, era que Don Graham y Katherine Weymouth estaban pensando seriamente en vender el diario. Los resultados del primer semestre fueron desastrosos y la familia propietaria carecía ya de algún plan para redinamizar financieramente a la compañía. Frente a la realidad de la contabilidad, ninguna propuesta de dirección editorial tendría valor. El plan de Baron de reorganizar el periódico para darle una presencia nacional debería contar con cuando menos cinco años. Los siete meses que tuvo Baron en el Post apenas le sirvieron para darse a conocer en la redacción y más o menos ofrecer algunos indicios de su estilo de trabajo. Hasta ahora Baron seguirá en el Post ya con los nuevos propietarios, aunque sin conocer el plan de trabajo del nuevo propietario.

El Post se vendió al dueño de Amazon, Jeff Bezos, en 250 millones de dólares, una cantidad pobre para un periódico de más de 130 años de edad, la fama histórica y el tamaño de la empresa. Sólo como punto de vista, el empresario mexicano Carlos Slim le prestó al The New York Times alrededor de 250 millones de dólares para salir de un aprieto y el crédito ha comenzado a ser liquidado. Lo peor es la información difundida días después de la venta del Post en el sentido de que los activos del periódico en realidad valían cuatro veces menos, algo así como 60 millones de dólares. El dato, revelado por la agencia Reuters,  aportó un punto de referencia: la venta promedio de un diario metropolitano en los EU ha acarreado una valoración de 3.5 a 4.5 veces las ganancias antes de intereses, impuestos, depreciación y amortización de la misma. Y datos de Morningstar señalaron que la división de periódicos del Post anotó el año pasado una cifra de 15 millones de dólares, sin incluir cargos de pensiones. También como referencia, el modelo de venta del Post podría establecer una cotización de venta del The New York Times por 5 mil millones de dólares, debido a que el corporativo neoyorkino es más grande y sólido que el Post, aunque con los mismos problemas de baja de publicidad.

La gestión de Weymouth duró realmente poco: tres años en el área de publicidad y casi cinco como presidenta, justamente los años de deterioro del periódico 2005-2013.

En un perfil de Katharine Weymouth publicado en el The New York Times el viernes 2 de agosto, tres días antes de anunciarse la venta, se dieron algunos datos de la compleja personalidad de la presidenta del Post. Lo interesante fue que la redactora del perfil dijo ignorar que ya se cocinaba la venta. Pero los datos vertidos en ese perfil arrojaban indicios de una distancia de la nieta de Katharine Graham de la redacción, su falta de comprensión hacia el oficio periodístico, su enfoque del periódico más como abogada que como editora o empresaria, sus pasiones por el gimnasio y no por las noticias. Y daba un dato demoledor de la caída de la circulación diaria del periódico en el periodo 2008-2013: 30% menos de ejemplares vendidos, al pasar de 673 mil 180 en el 2008 a 474 mil 767 en el 2013.

A Katharine Weymouth le estaba pesando ya el desplome del periódico, vis a vis la herencia de su abuela. Algunos cercanos, cuenta el perfil en el Times, recogieron una frase de la presidenta del Post: “¿voy a arruinar esto?”; decía también si iba a ser recordada como la que abandonó la responsabilidad de presidenta del periódico. No le tocó la mejor época, ciertamente, pero la de su abuela fue peor: Weymouth asumió el control total del periódico justo en la cresta del colapso de 2008. Sin embargo, ella misma sabía del desafío. En el fondo, no pareció tener un buen entendimiento con su tío, el retirado Donald en cuanto a la fusión de las ediciones impresas y digitales. El cobro por el acceso a la edición internet al Post ahuyentó a clientes. Las cosas comenzaron a complicarse al interior del Post cuando se difundieron las primeras comparaciones con su legendaria abuela Katharine Graham. Un columnista del The Guardian, un periódico inglés que ha sido comparado con el Post de Watergate por sus revelaciones sobre la CIA y el espionaje, caracterizó a Weymouth como “un desastre para un trabajo que, aparte de linaje, requería de calificaciones”. Como justificación Weymouth afirmó que su abuela tuvo que enfrentar, con aprendizaje, momentos complicados. A la reportera del Times Weymouth le dijo, en el perfil publicado días antes de la venta, su epitafio:

–Yo ciertamente espero ser una gran presidenta (del Post). Y si la gente quiere amarme, mejor.

 

 

V

En confesiones sentidas y sinceras en sus memorias, Katharine Graham tenía bastante claros los problemas del The Washington Post. Pasados los turbulentos años de 1970-1976, el periódico más o menos se estabilizó. Pero la dueña sabía que el fondo ocultaba nuevos retos. “Los problemas de dirección habían derivado, sobre todo, de mi falta de experiencia”, escribió, y se multiplicaron “sobre todo” por la falta de un verdadero socio en la cúpula. Al final de cuentas, el Post siempre fue un periódico familiar, de una familia, no un consorcio. Y ahí estaba parte de los conflictos: una empresa creciente, con más de mil trabajadores, con oficinas en todo el país y las principales ciudades del mundo, un centro de opinión pública con credibilidad, no podía ser manejado por una familia con experiencia profesional apenas derivada de la misma empresa y nula capacitación empresarial y menos financiera. Y a ello se agregaba un tema sensible y espinoso que la propia Graham entendía porque en ocasiones había contribuido a consolidarla: el sexismo; los años setenta seguían siendo socialmente conservadores, las mujeres apenas comenzaban a descollar en actividades fuera del hogar.

Hacia 1977, ya con una posición sólida en la opinión pública por luchas históricas y judiciales a favor de la libertad de expresión en su fase de responder al “derecho a saber” de la sociedad, el Post parecía haber perdido el punto de referencia editorial porque su escenario también había cambiado: Nixon se había ido, Gerald Ford había apaciguado las aguas turbulentas que dejó el estilo atrabancado de gobernar de Nixon, en enero de 1977 había tomado posesión Jimmy Carter como presidente y su campaña también liberó las tensiones conservadoras, la política exterior de los EU tomó el compromiso de defensa de los derechos humanos. En este contexto, los periódicos terminaron un agitado y agotador ciclo de confrontación con el poder, con los secretos de Nixon y con los grupos clandestinos. Los EU se enfilaban hacia pruebas decisivas de cambio en los enfoques diplomáticos, luego de la marca negra que dejó la participación estadunidense en 1973 en el derrocamiento del presidente chileno Salvador Allende y la larga represión de los militares golpistas. En Nicaragua la guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional avanzaba sobre posiciones territoriales con un gran apoyo internacional, dos conflictos en el llamado, sin rubor, “patio trasero” del imperio.

En este complicado contexto, el Post pareció hacer un alto en el camino. Katharine Graham escribió en sus memorias que la línea editorial se había extraviado, la sección nacional carecía de rumbo y la local no sabía a dónde quería ir, y la sección editorial, ya sin el demonio nixoniano, no alcazaba a asentar un enfoque del momento político. Si Bradlee consideraba que las cosas no estaban tan mal, Graham recoge una frase demoledora de Bob Woodward, ya ascendiendo en las posiciones dentro del periódico, que sacudió la complacencia del diario: “el periódico se está yendo a la mierda”. En el fondo, Katharine Graham ya no podía tener todo el peso del periódico, desde el editorial hasta el noticioso, pasando por el empresarial y el corporativo, además de intensificar su vida social entre las élites washingtonianas. Había llegado el momento de dar un salto cualitativo a una nueva organización empresarial de compartimentos. No había sido un defecto sólo del Post: por conflictos internos, el The New York Times había atravesado por lo mismo y el dueño tuvo que hacerse cargo, de 1969 a 1976, del manejo total del periódico, para regresar en 1977 a la separación del dueño de la empresa y un periodista como director general.

Por su papel al enfrentarse al poder presidencial en los setenta, el Post parecía cargar más responsabilidades de las derivadas de su funcionamiento como un medio de comunicación, importante pero colocado entre varios. En circulación, el Post participaba en una selecta lista de diez diarios dominantes en el mercado, aunque por Watergate llegó a estar entre los dos más importantes, junto al The New York Times. Ya a finales de los setenta el Post estaba siendo empujado a salir de su localismo washingtoniano. Sin embargo, Katharine dudaba entre dar ese paso que implicaría –a su entender– una mayor reorganización corporativa del grupo y una mayor atención empresarial. La familia Graham constaba, en el periódico, sólo con dos personas: Katharine y su hijo Donald, pues la demás familia estaba en posiciones menores en empresas fuera de Washington o en otras tareas ajenas.

Nacido en 1945, Donald Graham se había alistado por decisión propia para ir a combatir a Vietnam y había regresado para ser patrullero de policía en Washington. En 1971, a los 26 años de edad, Donald se incorporó al Post como reportero y en 1974, en plena euforia de Watergate, pasó a ser miembro de la mesa de directores, en 1976 ascendió a vicepresidente ejecutivo del grupo y en 1979, a los 34 años de edad y apenas con ocho años de periodista –uno de ellos como jefe de deportes–, fue designado director general —executive editor–, mientras su madre Katharine se podía dedicar ya a gestiones más empresariales, financieras y sociales. Sin conflictos como los Papeles de Pentágono, Watergate o la huelga que impidió al Post circular durante dos semanas y más bien con el tema de la guerra contra el terrorismo que tenía la simpatía de la sociedad, Donald tuvo una gestión de bajo perfil y a ello había contribuido el hecho de que Katharine Graham, en contraste, poseía una gran personalidad, formaba parte del establishment washingtoniano, era famosa por sus cenas a las que asistían toda clase de invitados de la élite local y de la élite internacional y atraía las luces del poder mucho más que su hijo.

Katharine dominó el ambiente alrededor del Post hasta su retiro total en 1991. En el periodo 1979-2000, el Post tenía que caminar cada vez más aprisa para tratar de mantenerse en el mismo lugar; Leonard Downie, el director editorial sucesor de Bradlee, introdujo el tema de internet y el Post no logró encontrar una estrategia adecuada, con lo que la separación de funciones afectó al periódico. En lo político, el Post padeció la buena relación personal de Katharine con el presidente Ronald Reagan, Bush padre se movió entre el fin de la guerra fría en 1989 y la guerra del Golfo en 1991 y los amoríos de Clinton pasaron de lado en la redacción del Post. La victoria de Bush Jr. encontró al Post en la polémica ideológica de la línea editorial en el 2005, más derivada por la polarización política del país por los ataques terroristas de septiembre del 2001 y la uniformidad de la clase política apoyando los planes de Bush Jr. para derrocar a Sadam Hussein, que al final provocó un corrimiento del periódico hacia posiciones más conservadoras para no decepcionar a sus lectores más radicales. En el 2008 el Post apoyó públicamente a Obama y desinfló cualquier crítica radical contra su gestión.

El papel de la gran prensa norteamericana en los dos periodos de Bush Jr. quedó como una marca negativa en el periodismo. Dos casos fueron reveladores; y aunque afectaron más al The New York Times que al The Washington Post, de todos modos mostraron las nuevas relaciones de poder entre la prensa y el poder. En el 2003 ocurrieron dos hechos relacionados con la cobertura informativa de la guerra en Irak: la reportera Judith Miller publicó en el The New York Times varias informaciones revelando maniobras de Sadam Hussein para acumular infraestructura destinada a la construcción de armas de destrucción masiva, sólo que meses después se supo que se trataba de información plantada por el gobierno de Bush con algo de complacencia de la periodista. En el mismo escenario, el The New York Times publicó un artículo de un colaborador revelando que Valerie Plame, la esposa del embajador Joseph Wilson, contratado por la CIA para indagar si Irak había comprado tubos de aluminio para construir fábrica de armas nucleares, era una agente activa de la CIA, en represalia porque Wilson había desmentido, también en el Times, que el presidente Bush había mentido en ese tema. Miller fue acosada para revelar sus fuentes, se negó y fue encarcelada, y luego confesó que los datos habían sido filtrados por Scott Libby, chief of the staff del vicepresidente Dick Cheney, había sido el filtrados de datos a Miller y contra Plame.

Para el 2012 el Post pareció darse cuenta, por primera vez, que las cosas andaban mal. Un reporte del The New York Times dio cuenta en febrero de 2012 los problemas internos del Post: la revelación de una reunión del director general, Marcus Brauchli, con reporteros, corresponsales y editorialistas. El pretexto fue la campaña electoral de noviembre de ese año, pero en el contexto de una disminución de circulación, publicidad e influencia. Los datos eran reveladores, de acuerdo con la contabilidad de la empresa Burrelles Luce: en el periodo 2008-2012, los años de Brauchli como director general, el periódico había bajado la circulación en casi 25%, 165 mil ejemplares menos, al pasar de 673 mil 180 copias a 507 mil 465; el asunto sería aún más crítico en junio de 2013 con una circulación certificada de 474 mil 767. En un escenario temporal mayor, de 2004 al 2013, diez años, el Post pasó de 760 mil 34 ejemplares de venta diarios a 474 mil 767, una caída de 37.5% más de 285 mil ejemplares perdidos.

Los problemas eran graves para el Post: menos ejemplares avisaban de baja de publicidad; los recortes de personal fueron generalizados, incluyendo el cierre de algunas corresponsalías en el extranjero. Hacia el 2012 el Post seguía luchando contra los fantasmas de Watergate, Bob Woodward-Carl Bernstein y Katharine Graham. Los periodistas del diario veían con escepticismo la dirección de Katharine Weymouth y la no-presencia de Donald Graham. La incomprensión de los editores hacia la nueva conformación de la sociedad washingtoniana –más conservadora, menos interesada en la geopolítica, decepcionada de la corrupción de los políticos, luchando por sobrevivir, ajena a la dirección del gobierno y apabullada por el internet ya en los teléfonos celulares– había roto los mecanismos tradicionales de lealtad entre el diario y sus lectores. Weymouth no parecía dirigir un periódico de personas sino una compañía de empleados, lo que llevó a una pérdida del entusiasmo en muchos de los periodistas del Post.

En los hechos y la competencia local, el Post había sido rebasado a la derecha por el The Washington Times y a su izquierda por Político, y en internet su sitio Slate se había estancado ante el dinamismo de Huffington Post. Durante años, el Post estaba colocado en el quinto lugar del ranking de importancia de los periódicos por su circulación y en el 2013 bajó al séptimo lugar. Su competidor el The New York Times había superado los problemas y en el 2013 se colocó en el segundo sitio con un millón 865 mil 318 ejemplares diarios y dos millones 322 mil 429 los domingos, arriba en 66% sobre las cifras de 2004. El Times y el The Wall Street Journal habían desplazado al tercer sitio en el 2013 al USA Today, quien durante años punteó en el primer lugar: el Today bajó 20% su circulación diaria.

A los problemas propios de la crisis editorial, de lectores y económica en el Post se acumularon quejas por los estilos personales de trabajar de sus editores. En los tiempos de gloria del periódico Katharine Graham y Bradlee tenían una permanente presencia física en la redacción y solían mostrar su apoyo personal a los reporteros que perseguían exclusivas, luego Donald Graham y Downie también mantuvieron los contactos personales, pero una nota del Times reveló que Weymouth y Brauchli carecían de sensibilidad para tratar a reporteros y empleados, establecieron formas impersonales de comunicación vía correos electrónicos y no circulaban con frecuencia por los pasillos de la redacción; hasta el conocimiento de los nombres de los periodistas, que le reconocían a Bradlee, Graham y Donald, les falló a Brauchli y Weymouth. Causó extrañeza, por ejemplo, que Weymouth se apareciera en la sala de redacción la noche de las elecciones del 2008 y que estuviera acompañada de su hija, pero siempre dejando un muro de incomunicación con los demás.

Los reporteros políticos de prestigio pasaron esfuerzos para quedarse en el Post. Uno de ellos, que declinó un empleo en la agencia Reuters, aceptó quedarse en el Post por la amistad de colegas; pero lo hizo con escepticismo: el Post ya no era lo que fue pero de todos modos seguía siendo un lugar para hacer buen periodismo. En efecto, el ambiente se había apagado: un reporte de noviembre de 2012 publicado en The New York Times contó la reunión de la presidenta Weymouth con la redacción para anunciar la renuncia del director general Marcus Brauchli y la designación de su sucesor Marty Baron, hasta ese momento editor del The Boston Globe, propiedad del The New York Times desde 1993. El clima de la reunión fue frío, al final la veterana periodista Valerie Strauss le preguntó a la dueña Weymouth las razones del cambio y la respuesta fue evasiva por la existencia de ciertas cláusulas de confidencialidad, pero destacó el tono displicente de la presidenta: “regrese a su escritorio”.

A finales del 2012, por los tiempos de venta, habrían ya comenzado las negociaciones de venta, de acuerdo con información conocidas después de la operación pública. De ahí las inexplicables razones de llevar a un nuevo director a un periódico en tránsito de cierre de un ciclo de propiedad. Pero el dato de esa reunión de presentación de Marty Baron como sucesor de Brauchli como nuevo director editorial traído de fuera de la empresa mostró la nueva relación entre los dueños y los empleados, ya no con la familiaridad de Katharine Graham, Bradlee, Donald y Downie. El relevo de Brauchli apenas cuatro años después de su arribo estaba enviando mensajes negativos hacia el personal sobre la inestabilidad en el cuerpo directivo del periódico, sobre todo porque en los medios estadunidenses los tiempos de consolidación de proyectos son mayores en tiempo y espacio; eso sí, los datos de la crisis en circulación y publicidad seguían causando estragos en las finanzas, al grado de que el periódico ya exhibía pérdidas en los periodos trimestrales y daba la impresión de que los dueños andaban en busca de chivos expiatorios. Al final, esos datos impactaron en el mercado bursátil donde cotizaba el periódico.

La columna de David Carr en el The New York Times, un columnista que abrió espacios en el periódico para observar críticamente a otros medios de comunicación, sobre el cambio de director en el Post hizo un recuento del estilo empresarial de manejar la empresa por la señora Weymouth, con mayor cúmulo de resentimiento que con estímulo a sus colaboradores. La caída de Brauchli fue precedida de enfrentamientos y reclamos de la dueña al director general, cuando el personal estaba acostumbrado al trato gentil entre Katherine Graham y Bradlee, y entre Donald Graham y Downie. El dato adicional era que Brauchli había sido seleccionado por la propia Weymouth y se lo había llevado del The Wall Street Journal al Post. Ya consumado el relevo, Weymouth circuló la versión de que Brauchli había renunciado cuando en realidad la situación entre los dos era insostenible y la dueña lo había sustituido, aunque lo movió a una posición más administrativa que periodística en la empresa. Un mensaje de la esposa de Brauchli en Facebook dejó la frase de que el Post había decidido ya no enfrentarse al poder.

Carr hizo un juego perverso de imágenes: comparar a Katharine Weymouth con Katharine Graham y sus errores de novata cuando tuvo que tomar el control del periódico después del suicidio –al estilo Hemingway: con una escopeta– de su marido Philip Graham y los tropiezos que tuvo en el camino, aunque se encontró con los Papeles del Pentágono y Watergate para ayudarle a consolidarse como editora en una línea amplia del tiempo –1963-1976–; en tanto que Katharine Weymouth arribó al poder en el Post al retiro de su tío Donald en el 2008 –en pleno colapso de la economía norteamericana y el periódico en declinación de lectores y publicidad–, con un director nombrado por ella pero luego confrontado por algunas filtraciones de sucesos internos y un fracasado plan de negocios, y al final sin mucha convicción respecto al periodismo, dando más bien la impresión de que su ascenso a la presidencia del periódico había sido una decisión de mantener a la familia al frente de la compañía.

Además de los estilos diferentes, los tiempos históricos de Graham y Weymouth eran diferentes, además de que es imposible la reproducción de pasiones y estilos en una familia. La gestión de Weymouth como presidenta duró apenas cinco años con todos los momios en contra y sin ninguna oportunidad periodística que hubiera colocado al periódico en el centro político, además de un clima profesional interno pasivo. Peor aún, el Post dejó pasar la oportunidad periodística del fin del gobierno de Bush Jr. y el ascenso de Barack Obama como una nueva figura liberal, y luego el Post quedó al margen de las revelaciones del espionaje ciudadano por parte del gobierno de Bush; de hecho, en efecto, el Post dejó paulatinamente de vigilar al poder y pagó el costo en una baja en la circulación.

 

 

VI

La prensa norteamericana tuvo un tránsito rápido de la descripción a la investigación y a la denuncia, y su papel fue revalidado cuando cumplió su función de vigilar al poder político en el escenario de Vietnam, una guerra de ocupación en medio de crecientes oposiciones internas. El columnista Tom Wicker contó aquella conferencia de prensa de Dean Rusk, secretario de Estado de los presidentes Kennedy y Johnson, en su viaje a Vietnam cuando el funcionario fue increpado duramente por los periodistas con preguntas-crítica; su respuesta reveló la incomprensión del poder hacia el papel de los medios: “¿quién votó por la prensa?”, la misma que había contestado ya el columnista James Reston en el The New York Times. Las repuestas eran innecesarias: la prensa sólo denunciaba abusos de poder y mentiras políticas, no ejercía el poder. La prensa logró frenar la guerra de Vietnam, aunque no pudo o no quiso frenar la invasión de Bush Jr. a Irak para derrocar a Sadam Hussein con el pretexto de la existencia de armas de destrucción masiva. Ante los hechos, los medios impresos en la guerra de Irak ya no pudieron ser los mismos de la guerra de Vietnam: la prensa ya no era el contrapeso del poder ni denunciaba abusos.

El The Washington Post fue, como todo medio de comunicación, producto de sus propias circunstancias: la punta de la hebra de Watergate, la investigación de dos reporteros y de la aún no explicada intención del subdirector del FBI Mark Felt para conducir a los reporteros hacia el final de la presidencia de Nixon; y luego de la audacia de Katharine Graham y Bradlee para seguir la pista de los Papeles del Pentágono y llevar la censura de Nixon a la Corte Suprema para ganar la libertad de expresión. En el camino, dos audaces editores, Katharine Graham y Ben Bradlee, fijaron el papel de la prensa como vigilante del poder. Fueron años, de 1968 a 1978, en los que la prensa estadunidense profundizó la investigación, confrontó al poder y defendió la libertad.

Pero el Post ya no pudo vivir de la fama ni se ajustó a la nueva realidad de una sociedad presa del miedo por los ataques terroristas en su territorio en el 2001 y viendo que lo que estaba en peligro no era una ética del poder sino su propio nivel y estilo de vida; además, el Post llegó tarde al internet, un espacio en donde la velocidad de la información convirtió el ayer en el anteayer o en el pasado y donde la irresponsabilidad del profesionalismo prohijó una sociedad menos exigente en materia de credibilidad de la información: los blogs derrotaron la velocidad de la impresión de ejemplares de papel y desplazaron a los profesionales formados en el cuidado en la elaboración de sus reportes. Agotado el impulso de Watergate, el Post se copió a sí mismo y se quedó patinando en el mismo lugar, aunque ya sin coyunturas favorables. La consolidación como empresa se agotó en el espacio editorial, la participación en el mercado bursátil exigió esfuerzos que la empresa no pudo dar y las crisis económicas minaron sus ingresos. Pero si la crisis fue ingobernable por parte de un periódico, el Post se falló a sí mismo al no comprender la conformación de una sociedad de Washington y de los EU post-Watergate, mantuvo su estilo de periódico de contenido ante lectores cada vez más superficiales y no contribuyó a la formación intelectual de sus seguidores.

La advertencia de Woodward en 1977 de que “el periódico se está yendo a la mierda” preocupó a Katharine Graham y no a Bradlee, lo que podría dar elementos para entender el agotamiento del periodismo Watergate: el conformismo del director y la empresarización de la dueña, con reporteros como Woodward que no se convirtieron en forjadores de alguna nueva generación de periodistas sino que prefirieron trabajar para sí mismos y sus proyectos profesionales personales abandonando el trabajo en equipo. La decisión de Woodward de no contribuir a la profesionalización se vio en el caso de Janet Cooke en 1980: el Post no verificó datos y una nota inventada ganó el Pulitzer, con el dato adicional de que Woodward era el responsable de esa área. Bradlee, por su parte, estuvo en la dirección del Post hasta 1991 pero ya sin ningún asunto especial en su carrera.

El Post se colocó en un lugar especial por los Papeles del Pentágono y Watergate porque fueron casos de confrontación con el poder y sus vicios autoritarios y exitosos porque el periódico se sobrepuso a los abusos de poder, pero luego no pudo configurar un nuevo estilo de periodismo porque los enfrentamientos con el poder eran contra una estructura política y el correlativo apoyo social en una guerra contra el terrorismo como nuevo némesis. El Post hizo bien al no magnificar Watergate ni vivir de esas glorias aunque no pudo evitar la referencia recurrente, pero ya no avanzó en la investigación de otros casos de abuso de poder ni en la profesionalización de sus cuadros ni en la identificación de los intereses de la sociedad. El Post no retrocedió pero no pudo avanzar y prefirió la estrategia del cangrejo de caminar hacia los lados. Bradlee tuvo que cargar desde 1977 con el peso del manejo periodístico del periódico, en tanto que Katharine Graham luchó bastante para consolidar a la empresa como viable en el mercado empresarial bursatilizado. Sin embargo, los caminos de Bradlee y Katherine se separaron, y la sinergia dejó de estimular la creatividad del periódico. Por lo demás, Katharine se dejó envolver por el glamour de la élite conservadora de Washington y Woodward también dejó de confrontar al poder –su libro sobre la CIA, Veil, fue informativo–, evidenció su simpatía conservadora por el poder militar –su libro Los Comandantes resultó más que elogioso– y sólo reveló intrigas burocráticas internas en las guerras de Bush, lejos ya de la enjundia del Woodward en Watergate.

El Post liberal quedó lastimado en el 2005 con las acusaciones de falta de equilibrio ideológico en la página editorial que obligó a una inclinación más a la derecha o cuando menos a limar algunas de las críticas al poder conservador. Washington, la sociedad local a la que estaba destinado el Post, se volvió más conservadora, a pesar de votar por Obama en el 2008 y el 2012, más por la carga emocional histórica de la lucha por los derechos civiles. La gestión de Katherine Weymouth luchó contra el fantasma de su abuela, quiso marcar un estilo propio, careció de un sentido político, fue acicateada por el cansancio de Donald Graham y no hubo supervisión del área editorial. El desplome de la circulación fue el mensaje de que el Post ya no respondía a las exigencias de los lectores. Y la mala gestión administrativa y empresarial terminó de agotar el modelo familiar de empresa. La cotización del Post en 250 millones de dólares fue el mejor dato del agotamiento del periódico: se malbarató para rescatar lo que se pudiera.

La venta del Post y el anuncio del nuevo dueño de que probablemente cambiaría de nombre cerró el ciclo histórico del periódico; aunque mantenga a la mayor planta de profesionales de la información, el Post será evidentemente otro por las prioridades del internet y la reorganización empresarial; el nuevo dueño, Jeff Bezos, tiene fama de ser un empresario audaz, con enfoques periodísticos más consistentes en la competencia empresarial que de comunicación informativa, con los ojos puestos en el internet. La venta podría estar mandando el mensaje equivocado del fin de los periódicos impresos, pero en realidad la venta del Post agotó un estilo de periodismo y no necesariamente anunció el principio del fin de los impresos, como lo revelan los datos de repunte de la circulación en medios que se modernizaron para competir con internet y con las nuevas exigencias de una sociedad harta de los chismes políticos de siempre.

Lo que viene para los medios impresos es el reacomodo del mercado de internet. Esta red es una herramienta de comunicación muy rápida  que no permite la reflexión y que responde a una parte de las demandas de información de la sociedad. En el Post usaron el internet para identificar el interés de los lectores por las noticias, pero con ello subordinaron el enfoque a la frecuencia de consultas. La percepción del interés de los lectores no sólo tiene que ver con las manifestaciones de éstos hacia ciertos temas, sino que el periodismo debe ser capaz de encontrar temas que pueden interesar a los lectores, aún éstos sin saberlo. Al final, la versión impresa es una especie de testigo del tráfico informativo en las carreteras digitales, puede imponer temas y tiene para sí la posibilidad del periodismo de reflexión, de conocimiento integral y de acopio de datos para toma de posiciones. Asimismo, los medios escritos siempre tendrán el espacio dominante del periodismo de ideas por el mecanismo de atención superficial que generan los despachos por internet; ello quiere decir que los medios escritos deben de replantearse los géneros periodísticos de opinión y de revelación, porque en materia de ideas la televisión es superficial y el internet encuentra a un usuario y no a un lector-ciudadano. Y los medios deben de identificar las nuevas exigencias de información de la sociedad.

Las empresas editoras de diarios impresos han resistido la crisis para evitar el colapso. Ciertamente, muchos diarios y revistas han cerrado y la contratación de reporteros ha bajado, pero en un escenario de diez años (2004-2013) la circulación de los medios bajó 12.5% –sobre una media de 30% en periódicos en particular– y una baja de sólo un millón, 267 mil 896 ejemplares. En los altos niveles, el periódico que registró el primer lugar en circulación a mediados del 2013 fue el The Wall Street Journal con 2 millones 378 mil 827 ejemplares, contra el USA Today que tenía el primer lugar en el 2004 con 2 millones 192 mil 098 ejemplares y que cayó en preferencias. Los datos estadísticos de Burrelles Lace muestran que los periódicos abajo del top de los primeros diez han bajado su circulación pero siguen vigentes; por ejemplo el lugar 100 vendía en el 2004 109 mil 592 ejemplares (Tucson Star, de Arizona), en tanto que el mismo lugar en el 2013 (The Daily News de Naples, Florida) registró ventas por 70 mil 055 ejemplares, una caída de 36% en el ranking de posiciones. El USA Today, por cierto, bajó del primer lugar en 2004 al tercer sitio en el 2013, con una baja de 24%. Los dos primeros indican preferencias de lectores: el The Wall Street Journal es buscado por inversionistas bursátiles, en tanto que el The New York Times se afianzó en la cobertura internacional; aunque sus cifras de ventas son altas, apenas se han mantenido en el mismo volumen de lectores durante quince años, sin ganar más.

El problema de la prensa, en suma, es de organización y de competencia, pero también de internet e identificación de lectores y sobre todo de replanteamiento del oficio periodístico. Aún no se han hecho los estudios cuantitativos o desagregados para saber las razones de la baja de circulación de los periódicos –la caída de la publicidad es cíclica de la crisis– y por tanto no se han reconocido los desafíos de replanteamiento del propio trabajo periodístico. Y entre todos los problemas, los que aquejan a la prensa norteamericana tiene uno que existirá para siempre como parte del modelo productivo y de competencia: el equilibrio –si es que acaso existe– entre una empresa que cumple un servicio social con una empresa que tiene que competir en el agresivo sistema corporativo privado. En el pasado, en una economía menos codiciosa y agresiva, había espacio para el periodismo de compromiso; hoy toda iniciativa periodística debe de tener un sólido plan de negocios en que se verá obligado a sacrificar contenido por solidez financiera.

Lo que queda, entonces, sería el periodismo menos ambicioso en lo empresarial, rudimentario en organización periodística, con profesionales dignamente pagados pero lejos de los contratos multimillonarios de los conductores de programas de televisión; y una prensa más local, aunque dinámica, más volcada sobre los temas de su entorno, en busca del lector inteligente que sigue asumiendo su destino a partir del conocimiento de la realidad, pero alejados del amarillismo que a veces vende periódicos y satisface las pasiones pero no contribuye a la formación social de los individuos. A partir de la experiencia más latina, el periodismo social, de contenido, con aportaciones inteligentes en una forma de ciudadanía. Y no debe desatenderse la configuración de los periódicos como empresas.

Los medios deben regresar a debatir la función del periodismo, volver a Lippmann y la dialéctica construcción de una voluntad común-fabricación artificial del consenso, el papel de la información –profunda, crítica, reveladora– para fortalecer la democracia en función del ciudadano con conocimiento de la realidad-real, rescatar el periodismo de reflexión de James Reston en el The New York Times, la ambición por ir a la causa de los conflictos como Woodward y Bernstein, la revelación de los secretos del poder como Jack Anderson, todo ello sin detrimento de un plan de negocios que dote a las empresas de viabilidad pero que no centre su funcionamiento en los dividendos a los accionistas. El Post y el Times son ejemplos de que el mercado bursátil no es espacio para empresas que tienen objetivos sociales porque sus tasas de utilidades están atadas al condicionamiento del producto.

Los Estados Unidos del 2013 no son muy diferentes a los Estados Unidos de los años setenta: los abusos de poder son los mismos, sea Nixon u Obama; en el verano del 2013 el periódico inglés The Guardian reveló la existencia de un programa de espionaje ciudadano oculto detrás de la chabacanería de un Obama populachero, que toma cervezas y va a comer hamburguesas; el programa de drones ha sido exhibido en el extranjero como un arma más criminal que de guerra, y los abusos contra detenidos por terrorismo bajo las anticonstitucionales leyes patrióticas requieren de mayores denuncias. La crítica de Woodward a las manipulaciones de la Casa Blanca en el pleito presupuestal del 2013 fue contestada con amenazas y en los medios se criticó más al reportero que al poder. A diferencia de los setenta, hoy los medios ya no explotan las fuentes anónimas por temor a demandas y van a la cárcel los que se nieguen a revelar a los jueces las identidades, terminando con uno de los avances democráticos de Watergate. Pero de todos modos, los casos de revelaciones de Wikileaks y del analista de la CIA en el 2013 han mostrado que de todos modos siempre existirán denunciantes en busca de periódicos dispuestos a jugársela por la denuncia. En suma, las condiciones hoy para repetir los casos de los Papeles del Pentágono y Watergate son prácticamente inexistentes pero los tiempos actuales tienen su propia dinámica y sus propias posibilidades profesionales.

 

 

VII

La venta del The Washington Post a un empresario audaz de internet dejó la percepción de que el periodismo de denuncia podría haber terminado su ciclo, aunque la vigencia del The New York Times estaría en sentido contrario. Lo que queda es sólo la certeza de que el Post fracasó como proyecto empresarial y que los desafíos del periodismo por internet estarían en el rumbo de aniquilar a otros medios impresos que no se modernicen como empresas ni replanteen algunas de sus políticas editoriales. A ello se debe agregar el hecho del costo del papel periódico creciente como una forma de presionar la circulación de los medios, junto a las nuevas prácticas publicitarias: por ejemplo, las empresas automotrices decidieron publicar sus spots en sus propios medios para reducir la compra de publicidad.

En lo político, el escenario estadunidense ha cambiado: Bush Jr. introdujo la política del miedo y Obama ha mantenido y profundizado esa línea de gobierno, ahora con persecución de periodistas que recuerdan a Nixon y a Kissinger. Llamó la atención de que las denuncias contra decisiones de espionaje ciudadano contra estadunidenses se hubieran publicado en el periódico The Guardian de Gran Bretaña y que las revelaciones de Wikileaks hayan sido hechas pior el The New York Times, Der Spiegel y The Guardian, rompiendo ya las exclusividades. Los periódicos de los Estados Unidos parecen más preocupados por ahorrar presupuestos y mantener sus lectores, aunque sin aumentar el sentido crítico en sus páginas. Inclusive, las coberturas políticas han bajado porque son noticias que no venden, al grado de que los acompañantes periodísticos a las giras presidenciales de Obama han bajado. Por ejemplo, el reportero de asuntos sobre medios Howard Kurtz escribió en el 2004 que en los delicados ocho meses de agosto de 2002 a marzo de 2003 el Post publicó más de ciento cuarenta notas en primera plana con declaraciones del gobierno, sin ninguna verificación de los datos circulados; en tanto, las revelaciones sobre los engaños de la Casa Blanca se colocaron en interiores, en las últimas páginas. El Post, pues, estaba en la lógica conservadora de Bush: en marzo del 2007 el ex director editorial del The New York Times reveló que Bob Woodward supo dos años antes que la esposa del embajador Wilson que reveló que Irak no había comprado tubos de aluminio para bombas nucleares era agente de operaciones de la CIA, pero ocultó ese dato mayor. El Post de Watergate había perdido su posición frente a los abusos del poder.

En lo social los medios han estado reacios a atender la reconfiguración de las atenciones de los lectores y su rechazo a las denuncias políticas. Asimismo, las coberturas de conflictos exteriores siguen atrayendo interés pero sólo cuando involucran la geopolítica estadunidense. En todo caso, se perdió la vinculación prensa-lectores como frente de resistencia contra los abusos de poder. El deterioro de la calidad de la política estadunidense también ha ahuyentado lectores: las notas sobre chismes sexuales han perdido atractivo desde Clinton. El efecto sicológico en la mentalidad estadunidense por los ataques terroristas del 2001 apuntalaron el miedo como fenómeno social durante los dos periodos de Bush Jr. pero también porque las estructuras políticas no se atrevieron a desafiar la política de temores sembrada por los republicanos, como se vio en el apoyo de legisladores demócratas a Bush Jr. y el silencio político de los demócratas ante las torturas de detenidos, los abusos de poder y las mentiras sobre Irak y Afganistán. En los hechos, la prensa ha ido detrás de las justificaciones oficiales sobre la guerra y hasta ahora nadie ha investigado las mentiras de Bush Jr. sobre las inexistentes armas de destrucción masiva de Hussein.

Los desafíos de la prensa impresa estadunidense van más allá de internet, circulación y publicidad: tienen que ver con su propia configuración como empresas en un sistema capitalista determinado por la codicia, la competencia y el individualismo, además de la crisis económica convertida ya en crisis social por la incapacidad de Bush Jr. para consolidar el auge de los noventa y de Obama para sacar al país del estancamiento. Entre otros, los retos de la prensa escrita podrían ser tres importantes:

1.- Construir corporativos empresariales que impidan que los medios escritos dependan solamente de circulación y publicidad.

2.- Romper con la restricción de la publicidad en las páginas principales del periódico y empujar los suplementos comerciales.

3.- Reformular los objetivos periodísticos a partir de los nuevos intereses de la sociedad ya no enfatizados en el corrupto sistema político.

4.- Acudir a las escuelas de periodismo para cambiar los programas de estudio que se basan en las concepciones del periodismo anteriores a los atentados terroristas del 2001.

5.- Enfatizar el periodismo de investigación en los temas sociales que puedan atraer la atención de los lectores, sobre todo de los jóvenes.

6.- Asumir el desafío de internet como un aliado en la conexión medios-lectores y no como una amenaza para la sobrevivencia de los medios impresos.

7.- Y, entre otros, el reposicionamiento más difícil: una prensa independiente en lo informativo pero dependiente en lo empresarial.

La venta del The Washington Post fue el aviso de un problema mayor, más aún que la caída de los ingresos publicitarios, que la baja en la circulación y que la competencia del internet: ¿cómo hacer compatible el negocio de una empresa en un sistema capitalista e inmersa en la bolsa de valores con una organización definida como de servicio social? La alarma del Post ha comenzaron a sonar también en el otro gigante de las noticias impresas, el The New York Times, el cual está saliendo de una severa crisis que lo llevó a solicitar un crédito de 250 millones de dólares al multimillonario mexicano Carlos Slim, a una tasa onerosa y casi de prestamista. Y aunque la publicidad y la circulación ha mejorado sustancialmente, el Times no quiere dejar hilos sueltos y ha tomado una decisión nada fácil y que está causando estragos en la organización interna: la vinculación cada vez más estrecha entre el área de finanzas con la de noticias, cuando la gran tradición del diario era la de mantener no sólo separadas sino prácticamente ajenas. De hecho, en el Post, la designación de la Weymouth como presidenta de la empresa se hizo en función de su experiencia empresarial y no de su incomprensión hacia el área de noticas.

La historia de la relación empresa-noticias en el Times acaba de ser contada por Joe Hagan en la revista New York y las versiones que recogió no fueron del todo halagüeñas para el área de noticias, la cual quedó muy sensible desde el 2003 por el escándalo del reportero Jayson Blair que fue descubierto inventando o plagiando textos y la renuncia obligada del director editorial Howell Raines; su sustituto Bill Keller tuvo a su cargo la reconstrucción de la confianza en la redacción y ante los lectores, ayudado por la jefa de redacción Jill Abramson; en el 2011, en medio de ajustes en la organización interna, Keller pasó a retiro y Abramson asumió el cargo de directora editorial. A finales del 2012 el dueño del periódico Arthur M. Sulzberger Jr. tomó la decisión de contratar a un ex director ejecutivo de la BBC de Londres para hacerse cargo de la dirección de finanzas del corporativo con la tarea primordial de aumentar los ingresos y encontrar nuevas formas de captación de liquidez.

Si la decisión fue inteligencia hacia la urgencia de recomponer el área empresarial, de todos modos desató conflictos de entendimiento entre el director financiero y la directora editorial, sobre todo porque el nuevo responsable de las finanzas, Mark Thompson, fue insistente en vincular su área con la de noticias; el temor radicó en la posibilidad de que el Times tuviera que comenzar a sacrificar noticias o enfoques editoriales en aras de explorar otras fuentes de ingresos. En el Times, recuerda Hagan, existen puntos de vista “cuasi religiosos” sobre “la santidad de la sala de redacción” contra la influencia de los intereses empresariales. Hagan quiso entrevistar a Abramson pero ella se negó a hacerlo con una frase que despertó aún más suspicacias: “¿quieres hacer que me maten?” El problema también ha radicado en el recorte de personal y recorte de gastos y por tanto en las malas percepciones de algunos sobre la forma de usar los recursos de la empresa por parte de los ejecutivos, por ejemplo algunos gastos de vacaciones de la directora editorial con su hermana a Cuba.

La presión por las finanzas ha obligado a los grandes medios a buscar soluciones en el exterior con contrataciones de ejecutivos externos. Ocurrió en el Post y causó problemas para articular a la tradición de la empresa a un director editorial importado de otras empresas periodísticas, como si el propio diario hubiera sido incapaz de preparar a sus propios editores. En el Times ocurrió lo mismo con Thompson, un editor-empresario de la BBC de Londres, una empresa pública, y además involucrado en el encubrimiento de casos de pederastia en sectores de la iglesia católica. Sulzberger recibió presiones del interior de la empresa para retrasar la contratación de Thompson y hasta para revertirla, pero el dueño veía en el nuevo ejecutivo a un audaz comercializador del internet.

Pero el problema es el Times, la edición impresa. Tradicionalista en su diseño como el Post, ha retrasado una nueva configuración de las páginas. La primera plana del Times sigue estando llena de muchas letras, apenas un par de fotos y en interiores se sigue rindiendo culto al texto. El blanco y negro en interiores lo hace un periódico viejo. Conocida como la Vieja Dama Gris, el Times siempre ha lidiado con obstáculos a la hora de los cambios. Le costó mucho trabajo, por ejemplo, introducir las fotos de color en la primera plana. Y sigue siendo un enigma tratar de identificar hasta qué punto el estilo de redacción y los enfoques de las noticias tienen amarrados a sus lectores, cuando muchas encuestas señalan que los lectores están hartos de los mismos problemas con los políticos, de la subordinación de los diarios a las políticas de seguridad nacional de la Casa Blanca y a los temas exclusivamente empresariales. El Times ha mantenido la lealtad de sus lectores pero no ha podido conseguir más. La curva demográfica estaría acercando ya a los periódicos a una revolución en el perfil de los lectores: los radicales que en los años sesenta tenían entre 18 y 25 años ahora andan en los sesenta, más asentados en las exigencias del capitalismo y ajenos ya a las marchas del pasado, por lo que sus prioridades de lectura son otras. Y a ello el tema insistido en este análisis: el reforzamiento de la mentalidad conservadora en una sociedad apanicada por el terrorismo que estalló violenta y criminalmente en territorio estadunidense en septiembre del 2001.

La audacia del nuevo director de finanzas del Times causó los primeros roces con el área editorial, sobre todo con la puesta en marcha de reuniones entre empresas y anunciantes con periodistas. Una experiencia parecida estalló en crisis en el Post: reunión de periodistas con funcionarios y lobistas cobrando cantidades extraordinarias a los asistentes, porque afectaba la autonomía de los reporteros. Pero los medios escritor en realidad están más que desesperados buscando nuevas formas de tener ingresos; y hasta ahora, los periodistas cumplían su trabajo ajenos a las necesidades financieras de sus periódicos. Hasta ahora la atención se centra en internet y en la cobertura mediática de las noticias; Hagan reveló en su texto que el Times está contratando más camarógrafos que reporteros, en tanto que periodistas tradicionales han sido despedidos.

El conflicto se está centrando en la dialéctica de la crisis de los medios: la necesidad de mayores ingresos vis a vis el espíritu de informar sin más preocupación que la veracidad de los hechos. Pero hasta ahora, los medios estadunidenses aún no tienen claro el perfil real del lector de prensa escrita o cuando menos una aproximación; han detectado el interés por internet, pero la vía cibernética carece de reflexión y se basa mayoritariamente en la velocidad de la noticia en su primer versión. Los blog de periodistas carecen de la exigencia de verificación de hechos y atiendan más a las noticias escandalosas de políticos y empresarios. De ahí que los esfuerzos de reorganización interna en la gran prensa escrita se basen sólo en anticipaciones de tendencias de lectura y no en un perfil. En el Times, reveló Hagan, existe el modelo de “curva de compromiso” de lealtad de los lectores; sin embargo, existe una percepción pantanosa del asunto: se percibe al lector en función de lo que quiere/puede pagar, no en lo que necesita. Ello puede llevar a lo que un periodista del Times le dijo a Hagan: “están vendiendo chucherías”.

Lo más significativo del paso audaz del Times de llevar a un director de finanzas que está trabajando con la sala de redacción para encontrar un estilo de periodismo que pueda reactivar ventas y publicidad  ha sido el hecho de que los medios están concientes de que se encuentran en un momento en el que se debate su existencia como prensa. La venta del Post alertó los focos amarillos y hasta rojos en algunos otros periódicos impresos, algunos de los cuales se encuentran en franca caída, como el Los Angeles Times que ha perdido el foco periodístico y no levanta la viabilidad empresarial. La esperanza de algunos medios escritos radica en el hartazgo de la sociedad de la superficialidad de internet y de la televisión, pero mientras ese estado de ánimo de manifiesta la prensa impresa tiene que resolver su viabilidad.

Entre muchos periódicos que han tenido que terminar su ciclo en el medio estadunidense, The Washington Post fue el más emblemático por los temas que lo colocaron en el centro de la atención en los setenta: los Papeles del Pentágono y Watergate. De ahí la importancia de indagar las razones –y sinrazones– detrás de la decisión de la familia Graham de venderlo por escasos 250 millones de dólares, una media de 3.1 millones de dólares por cada uno de los ochenta de existencia.

El Post terminó su ciclo pero el periodismo seguirá su sinuosa marcha, en medio de contradicciones, insuficiencias y sobre todo metido en las contradicciones de un modelo informativo de crítica al poder pero metido en los conflictos de empresa. El nuevo dueño, Jeff Bezos, carece de algún indicio de ejercicio de la información para confrontar al poder y es un gran negociante de espacios de internet. Ahí es donde se percibe que el viejo The Washington Post, el de los Papeles del Pentágono y Watergate, no tiene destino histórico en su nueva etapa.

 

 

VIII

Bibliografía básica

Para evitar un texto académico se eliminaron las citas al pie de página. De todos modos, toda la información fue tomada de los siguientes libros y documentos en internet:

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