Comunicación y divulgación de la ciencia

La aportación de la academia

Foto:”Museo de Ciencias Stephen Hawking de El Salvador”, por Carlos Rodriguez Mata @Flickr.

Foto:”Museo de Ciencias Stephen Hawking de El Salvador”, por Carlos Rodriguez Mata @Flickr.

El divulgador de la ciencia no sustituye o desplaza al científico, sino que lo incorpora al proceso de divulgación como una voz autorizada que interactúa con aquellos actores sociales a quienes la labor del científico afecta. A su vez, tampoco relega al público al papel de un receptor pasivo o acrítico de la información científica, sino busca estimular el potencial dialógico del escucha como interlocutor, es decir, como participante activo en una interacción que aspira a convertirse en dialógica: aprehender y comprender, desde el marco de su experiencia vivencial, el sentido y el impacto de la ciencia como parte orgánica, integral, de la vida colectiva.

Por: Felipe  López  Veneroni

I

Como toda disciplina, el estudio de la comunicación no es el resultado de una única teoría. En la construcción y definición del campo problemático que reclama como propio y que, a su vez, lo vincula con otras disciplinas análogas (desde la sociología y la ciencia política, hasta la lingüística y la economía), intervienen diversos puntos de vista epistémicos y conceptuales que se engarzan dentro de un determinado paradigma, como lo define Thomas Kuhn (1998), es decir: dentro de un determinado modo de concebir el conocimiento, establecer sus normas y reglas y delimitar los procedimientos metodológicos que lo validan ante la comunidad científica.

Más que hablar de una teoría o de una ciencia de la comunicación, es pertinente precisar si nos referimos a la teoría funcionalista de la comunicación, a la teoría estructuralista, a la de sistemas o la fenomenológica, ya que cada una tiene implicaciones particulares en el modo de entender y plantear los problemas de investigación, en la forma de delimitar el objeto de estudio e incluso en cómo se traducen estas cuestiones al mundo práctico.

Ahora bien, el hecho de que existan diversos paradigmas no implica, como subraya Kuhn, que éstos se anulen mutuamente. Los postulados de la relatividad no implican que la mecánica clásica esté equivocada in toto, del mismo modo en que el paradigma monetarista en la teoría económica no anula la validez de muchos de los postulados del materialismo histórico, o bien, del modelo de la economía mixta de Keynes. Kuhn se refiere a esta situación como la coexistencia de varios paradigmas que se disputan el predominio  –sin que ninguno lo alcance completamente–  de uno o varios campos de conocimiento.

En el caso que nos ocupa, las diferentes teorías que han buscado definir y delimitar el campo de la comunicación pueden agruparse, de manera muy esquemática para fines de la exposición, en tres paradigmas fundamentales:

1. El paradigma sistémico funcionalista está sustentado en los estudios empíricos sobre las preferencias de audiencias y los efectos de los mensajes radiales entre los electores norteamericanos de la década de 1930 de Lazarsfeld y Schramm y en la teoría matemática de la información, que Claude Shannon desarrolla para la ATT en la década de los cuarenta a fin de mejorar la calidad de las señales en el servicio de telefonía.

Parte de una diferenciación entre un emisor especializado y un receptor generalizado y entiende la comunicación como un proceso instrumental, tecnológicamente mediado, que opera en términos de circuitos que se abren al momento de la transmisión y se cierran al momento de la recepción. En tal sentido, el proceso de la comunicación se materializa como una actividad técnico-profesional ligada a la reproducción especializada del discurso en términos de publicidad, mercadotecnia, relaciones públicas, producción audiovisual, periodismo o, también, divulgación de la ciencia.

2. El paradigma crítico dialéctico está sustentado en una revisión crítica de la categoría marxista de ideología y su dependencia de la estructura económica. Para los teóricos de esta escuela, la característica del capitalismo moderno es subvertir el orden: la estructura económica pasa en buena medida a depender de la superestructura ideológica gracias, precisamente, a la capacidad de reproducción mecánica (y electrónica) de los mensajes a través de los medios y las tecnologías de la información.

Entienden a los medios no como espacios de libre discusión o deliberación, sino como constitutivos de lo que llaman industria cultural de masas. Si el trabajo es el instrumento de explotación material de las masas modernas, al apropiarse el sistema de la riqueza socialmente producida, la industria cultural de masas es el instrumento de explotación espiritual de las masas modernas, al apropiarse del tiempo libre del sujeto y alienarlo y enajenarlo de sus verdaderos intereses a través de la promoción de una lógica del consumo publicitario y la reducción de lo cultural a sus niveles más básicos e inicuos.

3. El paradigma lingüístico-antropológico está sustentado en una perspectiva filosófico humanística, en el sentido de considerar a la comunicación no como una actividad técnico- profesional, ligada a la mediación tecnológica, sino como una propiedad ontológica del Sujeto (todo ser humano por el sólo hecho de serlo es, ante todo, un sujeto comunicante), ligada a la mediación dialógica, que se materializa antropológicamente en la producción y el pensamiento simbólicos.

Más que un proceso instrumental, la comunicación constituye un modo de interacción social, el espacio de intersubjetividad que permite estructurar una cohesión relativamente racional sobre el individuo, la comunidad y el cosmos. Comunicar es operar interactivamente dentro de un determinado horizonte histórico y cultural que permite generar una comunidad de sentido; en tanto que no hay lenguaje privado, sino que éste es siempre compartido, la comunicación es la construcción y transformación del espacio público por excelencia: aquel donde la deliberación y la argumentación lógico racional no sólo es posible sino que nos compete a todos.

 

II

Señalo que estos paradigmas no son exclusivos de la comunicación, sino que son relativos a las diversas disciplinas de lo que se denomina región epistemológica de las ciencias sociales y las humanidades (Foucault, 2008). De estos modelos, quizás el más conocido es el sistémico funcionalista. Por regla general su semántica –emisor, receptor, ruido, retroalimentación, entropía–  y su modelo teórico –transmisión/recepción de mensajes a través de uno o varios medios con una finalidad específica–, se ha establecido como el paradigma dominante de la comunicación, pero sobre todo el que más ha influido en lo que para muchos constituye una extrapolación y confusión entre dos universos completamente distintos: el de la operación instrumental de la información y el de la interacción social comunicativa.

Otro tanto ocurre con el paradigma crítico-dialéctico. La obra fundamental de sus fundadores, La dialéctica del iluminismo, abre un espacio de reflexión crítica respecto de las ideas del progreso técnico de Occidente y cómo éste, en tanto que racionalidad instrumental, lejos de conducir a la emancipación colectiva, ha revertido negativamente el conocimiento científico (en su vertiente de tecno-ciencia (Echeverría, 2003) hacia la dominación política y económica y la degradación del ambiente material (ecología) y del ambiente humano (cultura).

Me concentraré entonces en el paradigma lingüístico-antropológico porque éste es el menos conocido en nuestras latitudes y porque considero que ofrece el mayor rigor epistemológico y conceptual y se abre a la mayor complejidad analítica.

Podemos concebir una sociedad sin periodismo, sin radio y televisión o aun sin escritura; lo que no podemos es concebir una sociedad sin lenguaje. El lenguaje antecede todas las formas especializadas de reproducción del discurso. Del mismo modo en que, como lo han hecho notar E. Cassirer y el L.Wittgenstein tardío: no es el lenguaje el que se deriva de la lógica, sino la lógica la que se deriva del lenguaje, puede decirse que la comunicación no se deriva de los medios tecnológicos sino, por el contrario, éstos sólo han sido posibles en la medida en que prexisten comunidades de sentido lingüísticamente fundadas.

El giro hacia una concepción lingüístico-antropológica de la comunicación parte del estudio crítico no de las señales, cuanto de la articulación de sistemas de signos y símbolos. Primeramente, que todo signo y símbolo son artificiales y convencionales, vale decir, son una creación cultural y su relación con lo que representan no es inmediata sino, todo lo contario, mediata. Nos permiten referir aquello que no necesariamente está presente, aquello que ya ocurrió o aun aquello que todavía no existe, o bien, que no guarda una relación con nada en particular (un número) pero que aun así significa algo (Cassirer, 2005). El signo no sólo es indicativo de algo (como la señal) sino que su función se amplía a la designación; el símbolo, a su vez, alcanza una función significativa.

III

Al transferir el objeto de la comunicación a lo lingüístico, este paradigma lleva a cabo un proceso de reducción lógica análogo al que planteó Demócrito para las ciencias naturales. Es decir, así como toda la materia puede ser reducida a su estructura atómica, aquí podemos decir que todo discursivo –desde una obra literaria hasta un enunciado lógico formal, pasando por una conversación– se puede reducir a su estructura simbólica. El signo y el símbolo cumplen una función análoga a la del átomo en las ciencias de la naturaleza. Así como en éstas el átomo se convierte, directa o indirectamente, en el objeto de estudio, el signo y el símbolo –como entidades abstractas o como elementos estructurados en una determinada forma discursiva–  se convierten en el objeto de estudio de la comunicación.

Desde el punto de vista de este paradigma, la comunicación estudia, por un lado, las estructuras de significación por las cuales nos referimos al mundo y a la realidad y, por el otro, las interacciones que se desprenden de éstas y cómo se traducen en formas concretas de entendimiento (Chomsky, 1978). Por otra parte, tampoco diferencia al emisor del receptor, como si cada uno fuera una entidad especializada, sino que los integra en términos de interlocutores con competencias lingüísticas análogas.

Puesto que no hay nada que nos sea más común y compartido que el lenguaje mismo (de otra manera el emisor no podría enviar ningún mensaje al receptor), todos los actores sociales son, o cuando menos tienen potencialmente la capacidad de ser, de manera simultánea, enunciantes y escuchas que, al entablar una interacción lingüística mediada en el marco de una comunidad de sentido o universo de referencia simbólico común, recrean continuamente las estructuras de significación para generar nuevos sentidos.

El problema aquí ya no es el “quién dice que, a quién, cuándo y cómo” sino una interacción más compleja, que incluye al escucha o “receptor”, es decir: qué es lo que se quiere decir (intención y sentido); qué es lo que se acaba diciendo (configuración formal del mensaje) y, acaso más importante, qué es lo que se entendió.

Simplemente entre los primeros dos elementos de la interacción –el qué se quiere decir y qué es lo que en realidad se dice–  hay un universo de complejidad que no se resuelve de forma mecánica. Con enorme frecuencia lo que decimos no es  lo que queríamos decir y con regularidad estamos reformulando y reinterpretando nuestros enunciados
y proposiciones. Añadámosle lo que el interlocutor a su vez aporta (cómo capta, traduce y re-significa lo que decimos) y podrá advertirse la verdadera complejidad del fenómeno comunicativo (esto sin tocar las implicaciones que tiene traducir de un lenguaje ordinario a otro, o bien, de un campo de significación  –el lógico matemático, por ejemplo–  a otro, como el del lenguaje ordinario).

Desde la perspectiva del paradigma lingüístico-antropológico, la comunicación es un atributo de la sociedad en su conjunto y la función práctica de quien la estudia no se limita únicamente al campo analítico (semiótica) o interpretativo (hermenéutica), sino que se traduce en una práctica de la clarificación (pragmática). El comunicólogo no es un especialista que configura mensajes para un fin determinado, sino más bien un facilitador de la interacción comunicativa: busca generar las condiciones racionales para que, a través de una clarificación de temas centrales y de los términos que mejor nos permita comprender y referirnos a ellos, pueda florecer una mediación dialógica cuyo objeto es a un mutuo entendimiento y construir un acuerdo racional sustentando en la deliberación y en una lógica argumentativa (Habermas, 1992).

IV

Aunque habría que hacer un trabajo de calibración teórica más serio, no considero que la divulgación de la ciencia  –que estaría contemplada dentro de una lógica comunicacional en tanto que opera desde un universo de referencia simbólico común y recurre a estructuras de significación vigentes en una comunidad de sentido–  sea esencialmente ajena a estos tres paradigmas.

Desde luego, la divulgación puede verse desde una perspectiva sistémico funcionalista, en la que el divulgador asume una suerte de papel protagónico, en el que se asume como responsable del mensaje o emisor especializado del conocimiento científico. En su versión más básica, su función sería propiamente dicha la de informar, es decir, dar a conocer y presentar a un público determinado datos, referencias y noticias referente al mundo de la ciencia, traduciendo a un lenguaje periodístico u ordinario lo que el científico ha construido como una proposición lógico formal o una ecuación matemática.

En un segundo nivel de complejidad podría no sólo informar, sino formar, es decir, ampliar la percepción social de la ciencia fomentando una cultura científica más rica, través de programas didácticos, cursos introductorios, diplomados o, como Universum y ¿Cómo ves?, a través de exhibiciones, publicaciones, videos o programas radiales. En este nivel, el trabajo de la divulgación necesariamente supone una mayor interacción con el público y requiere de una relación interdisciplinaria con pedagogos, diseñadores gráficos, fotógrafos y artistas.

Por otra parte, la divulgación de la ciencia también puede entenderse desde una perspectiva crítico-dialéctica, en la que el objeto mismo de la divulgación radique en presentar las oposiciones culturales, ecológicas, económicas y políticas que supone la investigación científica. El divulgador científico asumiría, desde esta perspectiva, un papel más crítico: pondría la información científica en relación con las condiciones de vida de la sociedad, para tratar de dilucidar los efectos tanto positivos como negativos de la ciencia.

¿Cuáles son los riesgos de las centrales nucleares? ¿Qué relación guarda la tecnificación de la economía con la degradación del medio ambiente? ¿Hasta qué punto las presiones comerciales y políticas afectan el quehacer científico, distorsionando su potencial creativo justamente en sentido contrario, es decir, a la producción de armamento o tecnología cada vez más letal? Estas interrogantes formarían parte integral de la acción misma de la divulgación y, consecuentemente, no sólo tendrían un impacto informativo, sino también formativo en el sentido de promover una conciencia crítica respecto de la investigación científica y el desarrollo tecnológico.

El divulgador de la ciencia no sustituye o desplaza al científico, sino que lo incorpora al proceso de divulgación como una voz autorizada que interactúa con aquellos actores sociales a quienes la labor del científico afecta. A su vez, tampoco relega al público al papel de un receptor pasivo o acrítico de la información científica, sino busca estimular el potencial dialógico del escucha como interlocutor, es decir, como participante activo en una interacción que aspira a convertirse en dialógica: aprehender y comprender, desde el marco de su experiencia vivencial, el sentido y el impacto de la ciencia como parte orgánica, integral, de la vida colectiva.

En este contexto, el divulgador no se convierte en un especialista del mensaje científico, ni mucho menos en una autoridad del discurso científico como tal, sino en un agente mediador entre quienes producen el conocimiento, es decir, la comunidad científica y los grupos sociales directa e indirectamente involucrados por el conocimiento y la actividad científicos (tanto en sentido negativo de afectación como en un sentido positivo de beneficio). Su labor consiste no sólo en informar sobre las actividades científicas, sino en tratar de traducir a términos de entendimiento común  –fundamentalmente lingüísticos–  los conceptos y logros de la ciencia, así como en clarificar las formas de locución y referencia para centrar los puntos de discusión  debate.

Así, el divulgador de la ciencia procuraría acercar a los actores sociales con la comunidad científica y a ésta con aquéllos, estableciendo las bases de un posible mutuo entendimiento basado en una racionalidad argumentativa. Para ello más que operar como una suerte de intermediario o mensajero (uno piensa, metafóricamente, en Prometeo y vean cómo le fue) entre el científico y la sociedad, es necesario involucrar e incluir tanto al científico como al actor social en la construcción de estas bases.

Los instrumentos para esta labor pueden ser, efectivamente, los medios mecánicos y electrónicos de información, así como los espacios educativos o de debate y deliberación pública, como el Congreso o las instituciones de educación. Pero lo fundamental, y en esto hay que insistir, no es la tecnología en sí mismas, sino el sentido del uso social que se le dé a ésta. A su vez, el uso de técnicas discursivas como la metáfora, la analogía y en general de los recursos de la imaginación simbólica, tendrán un efecto más positivo en la medida en que la divulgación científica esté orientada:

1) A la inclusión tanto del científico como de los actores sociales como parte integral de la interacción comunicativa y

2) A generar mecanismos de comprensión que permitan al actor social incorporar el conocimiento científico como parte de su mundo de vida, sólo a partir del cual puede darle sentido.

De ahí que la primera tarea de la divulgación, desde el tercero de estos paradigmas, no sea meramente la del ajuste o adecuación de los términos científicos a una forma más sencilla, sino la de la comprensión del sentido: tanto de lo que el científico ha querido decir (i.e., “no hay puntos de referencia universalmente válidos”) como de lo que los públicos pueden y quieren entender (¿Cómo? ¿Entonces todo es relativo?). Y esa es precisamente la labor de la mediación: plantearse a medio camino entre la estructura lógica del discurso científico y la lógica estructural del discurso de sentido común para tratar de favorecer una empatía, un encuentro del entendimiento.

En última instancia de lo que se trata es de construir una plataforma común de sentido que posibilite el mutuo entendimiento entre el modo en que la ciencia significa el mundo, las expectativas que el sentido común tiene de la ciencia. No es un problema estrictamente técnico, sino más bien etnográfico: la primera condición para “convencer” al otro, para interactuar con él/ella, es tratar de comprender su punto de vista, cómo piensa, qué expectativas tiene.

Vemos entonces una operación que se despliega en un doble sentido:

a) La ciencia es capaz de alterar el sentido de un término corriente al incorporarlo a la lógica de su estructura discursiva, o bien, de generar nuevos términos para referirse a una realidad o a un proceso de la realidad que no se había contemplado

b) Pero también, la sociedad es capaz de retomar esos términos para incorporarlos a sus interacciones semánticas cotidianas, aun cuando no necesariamente se utilicen con la misma precisión o en el mismo sentido en que fueron científicamente acuñados.

 

 

Bibliografía

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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México.

 

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