Ley sobre desapariciones

Coja, pero camina

«Finalmente, medio siglo después que se oficializó la práctica de un delito tan deleznable en el país, México ingresó al grupo de naciones que tienen una ley sobre Desaparición Forzada. Lo hizo, obviamente, en forma tardía y con amarres legales que no permiten escalar en la exigencia de responsabilidades hasta los mandos jerárquicos más altos del ejército, la marina o las policías federales.
Llamada Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, fue emitida por el Congreso de la Unión en octubre de 2017 y promulgada un mes después por el presidente Enrique Peña Nieto como “de orden público, interés social y observancia general en todo el territorio” de la república».

Por José Reveles

Además de permitir la impunidad de altos mandos como perpetradores, tampoco satisfizo la petición reiterada de que se contara con un cuerpo de policía e investigación especializado para ubicar el paradero de los desaparecidos. Se trata de más de 33 mil oficialmente aceptados, pero muy posiblemente con casi el doble de esa cifra detectados en denuncias, casos comunicados a alguna autoridad y extraviados en registros poco confiables, manipulados, aportados por una gran variedad de instituciones de gobierno de los tres niveles: municipal, estatal, federal. Estos registros constan en estadísticas que no se parecen entre sí y que desconciertan a la sociedad, a las familias de las víctimas y a las organizaciones defensoras de derechos humanos.

La nueva legislación introduce un tema que igualmente había sido ignorado en las normas mexicanas, que es el de la desaparición cometida por particulares. Establece penalidad más alta si es una autoridad o servidor público quien perpetra y consiente este delito o auxilia y permite por omisión que ocurra, aunque no participe directamente en el hecho delictivo. También prevé condenas de 25 a 50 años de prisión a cualquier particular “que prive de la libertad a una persona con la finalidad de ocultar a la víctima o su suerte o paradero”.

Crea la nueva ley una Comisión Nacional de Búsqueda de Personas para evitar dispersión de esfuerzos y recursos, para centralizar información, así como un Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas. La necesidad de crear estas dos nuevas instancias confirma, por sí misma, la caótica masa de datos existentes. Esto incluye las muestras de ADN de los familiares y la falta de confiabilidad en los registros y en los sistemas de búsqueda empleados hasta ahora, si es que los hay. Todo esto se da en un ambiente en el cual los familiares de desaparecidos han tomado la iniciativa de exhibir y sustituir la inacción de las autoridades y han creado grupos de “buscadoras”, “de rastreadores”, que ya han localizado fosas clandestinas -sin acompañamiento oficial en la mayor parte de las ocasiones-, lo mismo en Veracruz, a donde grupos de varias entidades acudieron en abril de 2016 en solidaridad y apoyo a familiares de desaparecidos, que en otras entidades.

Y es que la práctica de ocultar cadáveres bajo la tierra, en socavones de minas, en pozos y cuevas naturales, se replica lo mismo en Guerrero, Sinaloa, Coahuila, Estado de México, Chihuahua, Baja California y muchos otros sitios del país. En campamentos han sido halladas herramientas y lugares precisos donde hipotéticamente habría “cocinas” para deshacer cuerpos en ácido y diésel, empleando tambos metálicos de 200 litros; múltiples instrumentos para desmembrar cuerpos primero y después para triturar pequeños residuos de huesos humanos ya calcinados.

Era urgente y absolutamente necesario crear la Ley de Desaparición Forzada de Personas en el país de los desaparecidos.

Aunque se le mire coja, incompleta, diseñada para no permitir castigo a la cadena superior de mando militar o policial; sin una policía especializada  y de acompañamiento que debía haber estado bajo el mando de un Consejo ciudadano y del sistema nacional de búsqueda; con rendijas evidentes para la impunidad y sin apegarse estrictamente a los mandatos internacionales de convenios que México ha suscrito y ratificado; con un presupuesto magro de 500 millones de pesos, cantidad similar a la que tenía unos tres años antes el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas, gremios cuyas víctimas suman varios cientos, pero no una multitud comprobable de decenas de miles como los desaparecidos; de todos modos hacía falta hace medio siglo una Ley para sistematizar, tratar de entender el fenómeno, investigar de fondo, unificar la estadística con verdad, identificar patrones y perfiles de los perpetradores, mapear zonas geográficas de alto riesgo; buscar vivas primero a las personas desaparecidas y darse a la tarea de identificarlos en automático, cuando aparezcan cuerpos confinados en las fosas, porque ya habrá un banco genético confiable con la aportación voluntaria del ADN de los familiares.

Se estará partiendo, no de cero, sino de algo quizá peor: de una estadística contaminada y mentirosa que ha sido alimentada durante años por la desidia, la insensibilidad, el encubrimiento, los intereses de la política y la corrupción, la necesidad de ocultar y propiciar impunidades mil, la no rendición de cuentas, la fragmentación del país en muchos Méxicos. Se trata de esa misma balcanización que permitió a los gobernadores ser dueños de vidas y haciendas hasta apoderarse de dineros del erario y de otros caudales que ni siquiera existían sino que ellos mismos engordaron con endeudamientos de miles de millones, como se puede constatar, estado por estado, con el hecho insólito de que este país tenga, al mismo tiempo, a nueve ex mandatarios en prisión, perseguidos, capturados en el extranjero y en vías de extradición, más otros en la lista de espera.

En materia de corrupción, de asesinatos dolosos y desapariciones, el gobierno mexicano en su conjunto perdió la brújula y el control hace muchos años y hace falta un mayúsculo esfuerzo de reconstrucción solamente en esos asuntos.

Como señala el Informe Ejecutivo que preparó el Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, A.C., cuando estaba por visitar México una misión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a finales de 2015:

“Por el lado de la desaparición forzada de personas o desaparición por particulares, se carece de un registro específico. Este dato se tiene que obtener, indirectamente, de los registros de secuestro, del registro que alguna procuraduría, como la de Coahuila, guarde sobre personas no localizadas o del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, (ya) que en ningún caso desagregan la información de esas personas desaparecidas”.

En el documento, el Centro Diocesano analiza constantes en Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Durango, a partir de 2009, cuando comenzaron a difundirse las desapariciones “como una situación generalizada y no vinculada a movimientos sociales, políticos o religiosos, y sin que las víctimas tuviesen relación alguna con el crimen organizado”.

Según cifras de homicidios dolosos y secuestros (tomados éstos como dato indirecto de desapariciones, puesto que no existen tales clasificaciones ni registros específicos hasta ahora) de los siete años que hay entre 2008 a 2014, el nivel más alto de la violencia homicida en el noreste del país (se incluye Durango, que no pertenece estrictamente a esa región), se alcanzó en 2011, cuando se recrudeció la división y el conflicto armado entre el Cártel del Golfo y Los Zetas. En cambio, los secuestros y/o desapariciones no dejaron de incrementarse año con año, sobre todo en Coahuila.
El Centro Fray Juan de Larios es de las muy escasas organizaciones serias y comprometidas que se han atrevido a apuntar hacia una mucha más grave y francamente catastrófica realidad numérica de las desapariciones en México.

Cuando el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), de la Secretaría de Gobernación reconocía un total nacional de 26 mil 599 personas desaparecidas, en sus cifras ubicaba 9 mil 512 en las cuatro entidades analizadas, poco más de la tercera parte del total nacional en solamente Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Durango.

Si la cifra negra de No-Denuncia era en 2010 de 92 por ciento; en 2011 del 91.6 por ciento; en 2012 de 92.1 por ciento y en 2013 hasta del 93.8 por ciento (según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública del INEGI, Instituto Nacional de Geografía e Informática), “podría haber hasta 9 veces más de personas desaparecidas de las que se aceptan”, escribió el Centro que opera desde Saltillo. “Sostenemos la hipótesis de que entre el gobierno federal y los estatales se pretenden ocultar las cifras reales de desaparecidos para manipular la percepción de gravedad y evadir su responsabilidad de frenar y atender el fenómeno; de otra manera no se entiende por qué los datos registrados en las procuradurías locales y en la PGR no se reflejan en el RNPED”.

“La cifra total estaría rondando (en esa hipótesis) el millón de personas desaparecidas o no localizadas; más de 400 mil para la región noreste. La disparidad de las cifras solo refleja incertidumbre y la necesidad de contar con registros reales y confiables”.

Más allá de este cálculo extremo y gravísimo, lo cierto es que el número de personas desaparecidas que mantiene Gobernación como cifra oficial ya supera los 33 mil casos. Ojo: son los pendientes de resolver, son los jóvenes, mujeres y hombres, además de los menores y los ancianos cuyo paradero se desconoce hace semanas, meses o años. Son los remanentes después de que las estadísticas se modificaron a la baja en por lo menos dos ocasiones, cuando los registros se ajustaron desde el escritorio, simplemente cambiando la metodología de clasificación y conteo, pero sin que autoridad alguna, organización o persona particular diera el nombre o presentara físicamente en público a un solo individuo “ex desaparecido” y vuelto a la normalidad.
Por eso la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) pudo revisar los registros de 57 mil 861 personas reportadas como desaparecidas entre 1995 y 2015, de las cuales (asienta en su Informe Especial sobre Desaparición de Personas y Fosas Clandestinas en México, 7 de abril de 2017) pudo corroborar en esa condición a 32 mil 236. Más allá de la metodología de desglose, de la imposible constatación de miles de casos y la comprobación de miles más, lo real es que hubo esos 57 mil 861 “registros” de desaparición, en un momento dado, en varias dependencias oficiales y en una exhaustiva búsqueda hemerográfica.

La CNDH cumplió con su papel y descubrió el mayor número de agujas en el difuso y contradictorio pajar de las estadísticas no unificadas, no coordinadas, no aglutinadas en un banco de datos central, equívocas y por ello nunca merecedoras de confianza desde la sociedad y desde los colectivos de familiares en búsqueda.

Para confirmar el caos, resulta verdaderamente antológica la respuesta oficial de la Procuraduría General de Justicia del estado de Coahuila a una solicitud de información sobre el número de personas desaparecidas que esa dependencia tendría identificadas allá por 2015:

“… Después de una búsqueda exhaustiva (…) no es posible proporcionar la información que solicita el recurrente (el propio Centro Larios), ya que no existe una clasificación que se realice respecto
de los reportes de desaparecidos. Informo que únicamente dentro de esta Subprocuraduría todos los casos tienen el carácter de ‘personas no localizadas’. El hecho de clasificarlas obligaría a turnarlas a las áreas correspondientes, como pudiera ser, por ejemplo, de un secuestro al Grupo Especial de Secuestros, etc…”

De ese tipo de procuradurías y de sus averiguaciones previas obtiene su información el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED de la Secretaría de Gobernación). Exactamente igual se alimenta de datos de averiguaciones previas de la Procuraduría General de la República, en cuyo catálogo de delitos o en las carpetas de investigación la desaparición de personas se subsume o queda clasificada muchas veces como delincuencia organizada o secuestro.

Sólo de esa manera se explica que no aparezcan en las listas del RNPED personajes que se han vuelto icónicos en México por la lucha incansable y sin tregua que han sostenido sus familiares para lograr su aparición con vida. Desaparecidos en la cruel realidad, luego fueron desaparecidos de las listas oficiales de los desaparecidos.

Algunos ejemplos: Dan Jeremeel Fernández Morán, ejecutivo de Seguros ING Afore, visto por última vez el 19 de diciembre de 2008 en Saltillo, cuando ya no llegó a recibir a su madre Yolanda a la terminal de autobuses (luego se supo que fueron militares sus plagiarios). Francisco Ocegueda Ruelas, de 23 años y a punto de terminar su carrera de ingeniero industrial, llevado de su casa en Tijuana por hombres armados en febrero de 2007 (su padre Fernando Ocegueda Flores fundó la asociación Unidos por los Desaparecidos, desde donde ha hecho al menos 32 búsquedas en fosas clandestinas y en lotes baldíos). El joven ingeniero José Antonio Robledo Fernández, de 32 años, llevado con violencia por hombres armados en Monclova, la tarde del 25 de enero de 2009 (sus padres hallaron a varios de los culpables, pero los jueces los han ido liberando).

De registros tan descuidados obviamente deriva la inconsistencia de las cifras de desaparecidos en todo el país. Habrá que tomar a la estadística oficialmente reconocida como apenas el piso, la base mínima aceptada sobre la cual, con la nueva Ley de Desapariciones, hipotéticamente se podría reconstruir una “verdad histórica” en torno al que es, sin duda alguna, el más sensible, doloroso y absurdamente desatendido tema de derechos humanos en México: el de los desaparecidos.

Es importante pensar que por cada persona desaparecida en México hay por lo menos 5 o 6 familiares de su entorno que son dañados y marcada su cotidianeidad por ese delito de lesa humanidad. Y entonces la población afectada sube de las decenas de miles a los cientos de miles de ciudadanos heridos de por vida por esta inhumana y pluriofensiva práctica.

Y los falsos positivos, además

En la narrativa mexicana sobre violaciones a los derechos humanos muy poco se han elaborado análisis y teorías a cargo de expertos e investigadores en torno a los falsos positivos, un fenómeno criminal cometido por militares, policías y grupos paramilitares al servicio del Estado, que invariablemente parecería estar precedido por una desaparición forzada.

Sin embargo, la perversa práctica, que describiremos a continuación, parece haber evolucionado y también pueden ser creados falsos positivos artificialmente tras una masacre o un enfrentamiento armado, para adjudicarle a las personas privadas violentamente de la vida una identidad, un actuar inventado o una pertenencia a algún grupo criminal que les eran ajenos antes de ser asesinadas. Ocurre entonces que a esos cuerpos se les “desaparece” (de manera forzada) la personalidad que como humanos tuvieron en vida y a la cual deberían tener derecho una vez muertos.

Fue en Colombia, durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) con su política de “seguridad democrática” cuando se dieron unos 5 mil casos de falsos positivos, que no eran otra cosa que jóvenes citadinos o campesinos inocentes, secuestrados y asesinados por militares, quienes luego eran presentados como guerrilleros caídos en combate. Eran vestidos con uniformes camuflados de las FARC. Cuando se descubrió que las balas en los cuerpos no estaban en los uniformes, las fuerzas armadas decidieron primero secuestrar y desaparecer, confinar en instalaciones castrenses, vestir a los capturados y luego victimarlos frente a un pelotón de fusilamiento. Tenía que hacerse a unos metros de distancia para que no apareciera el fogonazo de los disparos en los uniformes y en los cuerpos.

Esta inhumana práctica se dio después de la Directiva Ministerial 29, firmada por el ministro de Defensa Camilo Ospina, el 17 de noviembre de 2005, y el Decreto 1400, del 25 de mayo de 2006, emitido por el presidente Uribe para premiar a los cuerpos del ejército y a los soldados y oficiales que más bajas mortales hubiesen logrado contra la guerrilla. Resultado: el ejército se dedicó a buscar jóvenes en barrios y en el campo para ultimarlos y presentarlos como caídos en combate y como prueba del éxito del gobierno en su guerra al narcotráfico y a la guerrilla.

A final de cada mes se premiaba a los miembros de las fuerzas armadas que registraran el mayor número de combatientes dados de baja: recompensas en dinero, permisos de vacaciones, capacitaciones en el extranjero y ascensos en el ejército, describe un estudio de Edgar Villa y Ernesto Cárdenas, de la Universidad de la Sabana y la Universidad Externado de Colombia titulado “La política de seguridad democrática y las ejecuciones extrajudiciales”. Este tipo de incentivos “generó un afán desmedido por mostrar resultados satisfactorios en la lucha contra los grupos al margen de la ley”. El error, dicen los autores, “fue dar por seguro que los militares respetarían las leyes y los derechos humanos”. Citan la declaración de un general:

“… Uno de los incentivos que nos otorgaban a los comandantes de contraguerrilla de cada batallón era una licencia por todo el mes de diciembre a los pelotones que más sumaran muertos en el año. O sea que si mi pelotón del Batallón Cabilio era el que más había dado muertos, yo y mi gente salíamos todo el mes de diciembre (…) También se nos dijo que el soldado que más bajas diera sería incentivado con enviarlo al
Sinaí o a un curso fuera del país”. (Sinaí, en Egipto, en donde Colombia mantiene un batallón desde las épocas de los tratados de paz entre Israel y Egipto, como uno de los países garantes por parte de Naciones Unidas, a cuyos miembros va relevando y antes los lleva a visitar Jerusalén, el Valle de los Reyes, las Pirámides de Egipto).

Los autores dicen que el gobierno promovía los incentivos, “pero no tenía manera de comprobar si los muertos eran o no guerrilleros”. De hecho se daba dinero para que la inteligencia militar detectara la presencia de agentes ilegales, se planeaba una operación e iba una brigada que operaba sin controles. Si no había resultados, siempre estaba el recurso de los falsos positivos; se pagaba entonces a un informante ficticio, quien era premiado con una recompensa, pero tenía que dar parte del botín a los comandantes “para que consiguieran víctimas y armas para ponerle al cuerpo”. El resultado era “un civil que hacían pasar por guerrillero, dos semanas de permiso para el soldado y felicitaciones para el oficial encargado”. Describió a su manera el fenómeno Philip Alston, relator especial de Naciones Unidas para las Ejecuciones Extrajudiciales, después de que hizo una visita in situ a Colombia en junio de 2009:

“Miembros del ejército matan al individuo. Luego se manipula el lugar de los hechos para que parezca que la persona fue dada de baja legítimamente en el fragor de un combate. A menudo se hace una fotografía en la que sale vistiendo uniforme de guerrillero, con un arma o granada en la mano. Las víctimas suelen ser enterradas de manera anónima en fosas comunes y los asesinos son premiados por los resultados conseguidos en la guerra contra la guerrilla (…) Miembros de la fuerza de seguridad en Colombia perpetraron un número significativo
de ejecuciones extrajudiciales en un patrón que se fue repitiendo a lo largo del país”.

Decíamos que la denominación de falso positivo no está incorporada al lenguaje cotidiano de la prensa, los expertos, los familiares de víctimas u organizaciones civiles defensoras de los derechos humanos en México. Pero la práctica sí es común en los últimos años y sobran ejemplos de esta falsificación de la realidad en aras de mostrar triunfos en la guerra contra la delincuencia organizada. Citaremos algunos pocos:

-Los estudiantes del Tec de Monterrey, Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, fueron acribillados por tropas del ejército antes de salir del Campus en la madrugada del 19 de febrero de 2010. Sus cadáveres fueron movidos y falsamente colocados afuera, se les sembraron armas largas y la milicia afirmó en sus reportes que eran sicarios que habían llegado en una camioneta y agredido a los soldados. Los militares no pudieron explicar por qué los cuerpos tenían destrozadas las cabezas con objetos contundentes, como la culata de los fusiles. Eran alumnos de excelencia y en expedientes judiciales siguen apareciendo hoy como criminales. Se les secuestró su personalidad; se les colocó un disfraz delincuencial que no existe.

-Los 35 cuerpos abandonados en la vía pública en Boca del Río, Veracruz, el 20 de septiembre de 2011, y los 26 exhibidos bajo el Arco del Milenio en Guadalajara, Jalisco, el 24 de noviembre siguiente. Está confirmado que no eran zetas ni matazetas, sino ciudadanos jóvenes y menores de edad capturados al azar, desaparecidos y luego fríamente asesinados para infundir terror, tal como se describió en páginas anteriores, donde se dan los nombres y ocupaciones precisas de las víctimas. Son falsos positivos y seis años después no hay certeza sobre quiénes cometieron esos crímenes.

-Cuando en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, un comando armado masacró a 16 adolescentes y jóvenes en una fiesta en la madrugada del 31 de enero de 2010, el entonces presidente Felipe Calderón, desde Japón donde se encontraba en gira, dijo que los asesinados eran pandilleros y que todo se originó por la delincuencia organizada y el narcomenudeo. Resulta que las víctimas eran otra vez estudiantes de excelencia y deportistas que celebraban un cumpleaños.

Tuvo razón Luz María Dávila, la madre de dos de los asesinados al decirle a Calderón, el último día del novenario a los jóvenes: “usted no es bienvenido a Ciudad Juárez”, porque si los asesinados fueran hijos suyos, buscaría hasta debajo de ls piedras a los culpables; tendría qué disculparse de decirle pandilleros a muchachos buenos, estudiosos, deportistas, que solamente se estaban divirtiendo”.

Calderón construyó con sus declaraciones a un grupo de falsos positivos para apuntalar su absurda ecuación, aplicada en su mandato, de que entre más muertos, más éxito en la guerra contra el narcotráfico y la delincuencia organizada. El lavado de conciencia de ese ex mandatario le costó 3 mil 300 millones a las arcas nacionales, cantidad que destinó al programa “Todos somos Juárez” en tiempos del gobernador priista Jesús Reyes Baeza, ese mismo año sustituido por su correligionario César Duarte Jáquez, hoy acusado de corrupción. Inversión multimillonaria cuyos resultados fueron muy pobres y más bien se diluyeron en los discursos y en las promesas.

Este texto es un adelanto de un libro de próxima aparición sobre el mismo tema.

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