Malayerba:

Cómo cuesta sobrevivir en Culiacán


Por José Reveles

(Fragmento de la presentación en la Feria del  Libro, Palacio de Minería, febrero de 2017)

Javier Valdez Cárdenas (asesinado el 15 de mayo de 2017) se nos revela en este libro como un consumado fotógrafo del habla, de las inflexiones populares, de los giros idiomáticos que produce eso que se ha dado en llamar la cultura del narco.

No cualquiera puede lograrlo. Leyendo a Javier recuerdo a un Ricardo Garibay; oído privilegiado, escritor de excelencia, onomatopéyico ilustrado. Me viene también a la memoria el Fernando del Paso de sus primeros pasos, con José Trigo, en donde describe un personaje y un cuerpo en “fetales y fecales” posturas.
Si con su olfato aguzado el periodista Valdez describe situaciones, va al lugar de los hechos, exprime los datos para darlos digeridos a sus lectores y a sus escuchas a fin de que ellos sientan como que estuvieron allí mismo, junto a cuerpos acribillados y charcos de sangre, junto a cristales hechos añicos y carrocerías como coladeras; el escritor Valdez recrea, reinventa y reinterpreta con la precisión que solamente nace del arte. Reconstruye los entretelones físicos y los recovecos del alma de situaciones y personajes de carne y hueso, desde los que sufren y sobrellevan múltiples violencias, hasta los que se excitan y gozan con la adrenalina a todo lo que da, pasando por los efímeros exitosos morros del narco y sus bellas acompañantes, más efímeras aún.
Morros, morras y morritas. Placosos, tiras, cuernos de chivo. Maletines de colores, intercambiables a capricho, repletos de billetes verdes. Sepelios y novenarios en donde los rezos y sollozos se mezclan con pánico y sudores. Balaceras en medio de velorios y panteones. La atmósfera densa, rece quien rece o sin importar quién lleve flores o ex votos junto a la diminuta capilla de San Malverde.
Ni siquiera para los niños, los morritos, son desconocidos términos como miras telescópicas, chalecos antibala, jámer perronas, los rifles erre-quince, los ge-tres, los cuernos, las uzi. Admiran y reconocen las escaleid, las camionetonas lobo, las bemedobleú, pero también las cheyén, las minicúper. Batos de primaria que aún no tienen 10 años, pero que guardan videos hiperviolentos en sus celulares y los muestran a sus compañeritos de escuela para ganar popularidad, para infundir respeto –“son mis amigos”, sueltan con orgullo señalando a los agresores–, para ir trepando desde muy temprana edad por la escala narcosocial, por el camino sin retorno de una profesión que en Sinaloa se viraliza todos los días como única aspiracional y para la que, para mayor atracción, ni siquiera se necesita estudiar.
Candidatos a buchones, prepotentes a no poder, morros a veces todavía ni veinteañeros, achichincles que se dan cuenta de su desvalida existencia hasta que su capo es capturado o abatido, estos morros son retratados por el autor en una sola línea: “de una, pasaron de la gloria a la escoria”.
Entre las más de 70 crónicas de Malayerba no encontraremos lecciones de moral, del deber ser, finales felices o el triunfo eterno del bien contra el mal. Todo el libro es una inmersión, con sus riesgos, a los usos y costumbres de una existencia siempre en el borde del peligro. (Nadie que viva en Culiacán puede sentirse intocado, inmune, ajeno o privilegiado. Ni siquiera el autor, acribillado de ocho balazos a media calle y en pleno día hace más de siete meses). Nadie que lea este libro dejará de conmoverse, meter sus pies en los zapatos del otro, reír o llorar con los personajes. En el plano lúdico-intelectual, nadie dejará de experimentar las sorpresas que siempre depara la difícil facilidad de narrar que logra Javier Valdez en grado de maestría.
Y toda lectora o lector sentirá más de un vuelco en el corazón.

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