Un análisis de su injerencia frente a la fragilidad del Estado mexicano y la lucha por los derechos de las audiencias
No. 153-154 / enero-diciembre 2024 / ensayo
Susana Herrera Guerra
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE SAN LUIS POTOSÍ
Resumen: Las industrias culturales del entretenimiento en América Latina se han desarrollado y fortalecido por la influencia que ejercen sobre los poderes formales, a partir del uso de un poder fáctico. En el caso de México, este poder ha sido ejercido en el ámbito de los medios electrónicos, a través de los canales que operan actualmente en la señal de televisión abierta; en el caso de este análisis, observaremos la presencia de un jugador dominante: Televisa. El peso y la injerencia de los poderes fácticos, como la radio y la televisión, han mostrado la fragilidad del Estado mexicano y su limitada presencia ante la apuesta mercantil de la información. Si bien en 2014 la Ley Federal de Radio y Televisión impulsó reformas sustanciales, especialmente con referencia los derechos de las audiencias, estos fueron marginados frente a los poderes fácticos, lo que ha llevado a la propuesta de la autorregulación y los Códigos de Ética. Con esto, el control de los tiempos de programación y, especialmente, sus contenidos y espacios publicitarios quedó en manos de las industrias mediáticas lo que convirtió a las audiencias en meras receptoras con limitados canales de participación para la ciudadanía. Por ello, la gestación de un movimiento de resistencia y debate, desde las audiencias, ha impulsado una nueva agenda para la participación de las audiencias en México, al publicarse la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el 12 de mayo de 2021, y declararse inconstitucional la modificación aprobada en 2017 al artículo 256 de la Ley, con lo que resurge la vigencia del mismo y el restablecimiento de la facultad del Instituto Federal de Telecomunicaciones con respecto a los lineamientos sobre los derechos de las audiencias.
Abstract: The entertainment cultural industries in Latin America have been developed and strengthened by the influence they exert on formal powers, through the use of factual powers. In the case of México, this power has been exercised in the field of electronic media, through the channels that currently operate on the open television signal; for that matter, we must observe the presence of a dominant player: Televisa. The weight and interference of factual powers: Radio and Television, have shown the fragility of the Mexican State and its limited presence in the face of the commercial bet of information. Although the Ley Federal de Radio y Televisión promoted substantial reforms in 2014, especially related to the rights of audiences, these were marginalized in the face of the factual powers proposing, instead, the possibility of Self-Regulation and Ethics Codes. With this, the control of programming times, and specially, its content and advertising spaces, were left to the hands of the media industries, turning their audiences into information and advertising recipients, and with limited channels for citizenship participation. For this reason, the development of a movement of resistance and debate, from the audiences, has been managed to promote a new agenda in México, ending with the resolution of the Suprema Corte de Justicia de la Nación, published a resolution to the Law approved in 2017 and related to the 256 article, declaring it unconstitutional, and thus resurfacing its validity and the reestablishment of the power of the Instituto Federal de Telecomunicaciones, with respect to the guidelines and the audiences rights.
En América Latina, la radio y la televisión, como industrias culturales, se han sometido al modelo mercantil, desde la producción de contenidos generales, hasta en los espacios de información y análisis periodísticos. Específicamente en México, Emilio Azcárraga Vidaurreta, fundador de la XEW y posteriormente del consorcio Televisa, incursionó en la industria mediática mexicana con la concesión de radiodifusoras y canales de televisión. Las alianzas estratégicas que el empresario llevó a cabo, tanto con el gobierno en turno y partidos políticos, como con los grupos empresariales, fueron replicadas subsecuentemente por sus socios y competidores, haciendo evidente el uso de un poder fáctico que, en no pocas ocasiones y momentos históricos, ha influenciado y hasta maniatado a los poderes institucionales.
La forma de interacción entre las fuerzas y los mecanismos del poder, con la industria nacional del entretenimiento, ha construido y fortalecido un statu quo a partir de la segunda mitad del siglo XX; lo que ha hecho posible la aprobación de un marco normativo benéfico para su crecimiento y fortalecimiento. Así, las alianzas entre las televisoras y radiodifusoras del país con los grupos empresariales y políticos, a partir de la influencia económica y el poder político han sido utilizadas por Emilio Azcárraga Vidaurreta y sus herederos y sucesores Emilio Azcárraga Milmo y Emilio Azcárraga Jean; Ricardo Salinas Pliego y Benjamín Salinas Sada, en TV Azteca; así como Olegario Vázquez Raña y Olegario Vázquez Aldair, en Imagen TV; hasta Francisco Darío González Albuerne en Multimedios y Grupo Milenio.
Este ensayo reflexiona sobre cómo el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), así como la propia Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, y sus posteriores modificaciones, se han visto rebasados, o por lo menos maniatados, por la influencia que las industrias culturales mediáticas han ejercido sobre la legislación y los poderes institucionales, en un ejercicio evidente de poder fáctico. Expondremos lo anterior a través del proceso transitado por las legislaciones del 2006, 2014 y 2017 con respecto al derecho de las audiencias, y su marginación y limitación. Abordaremos desde el empoderamiento hasta la afectación de estos derechos luego de que las reformas llegaron a otorgar el poder de autorregulación de los denominados Códigos de Ética a las industrias culturales. Además, observaremos un movimiento organizado, emanado desde las audiencias, que puede ser considerado como de resistencia y que logró revertir dicha resolución y permitir expectativas sobre futuras modificaciones a la legislación vigente.
Entre los poderes fácticos y la normatividad del Estado mexicano
La industria cultural latinoamericana, desde la última década del siglo XX, ha consolidado su penetración e influencia, a partir de la conformación de corporativos mediáticos en manos de un puñado de empresarios, sobre todo en el ámbito de la televisión. De esa forma, sólo unos cuantos negocian y controlan la producción y contenidos que crean bajo sus intereses a través de la información que se difunde a través de sus espacios informativos y canales de trasmisión, con ello reciben ganancias económicas por publicidad y venta de tiempos y también, su presencia, influencia y poder políticos frente a los Estados nacionales.
El investigador Enrique E. Sánchez Ruíz precisó en el año 2009 cómo en esta concentración de emisores mediáticos, específicamente en México, existía un “jugador” dominante: Televisa. Al respecto, y como reflexión de ese proceso de continuidad, Sánchez Ruiz observó cómo: “Las industrias culturales altamente concentradas suelen adquirir por consecuencia un vasto poder cultural e ideológico, que a su vez se transforma en poder político” (Sánchez, 2009:195).
Para el caso, y si bien el poder político se encuentra institucionalizado a través de una suma de normas y acciones concretas, conformando así su poder legal, e instrumentado a partir de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, también podemos identificar instituciones, grupos o individuos, quienes bajo alianzas y negociaciones, públicas o en privado, han impulsado modificaciones y reformas a la legislación vigente, para el beneficio de sus intereses particulares o de grupo, y así sumar resultados favorables a partir de ejercer un poder no constitucional, sino fáctico.
El Diccionario de la Real Academia Española define el poder fáctico como “el que se ejerce en la sociedad al margen de las instituciones legales, en virtud de la capacidad de presión o autoridad que se posee”; y con referencia al concepto de “poder”: “tener expedita la facultad o potencia de hacer algo” (RAE, 2023).
Comúnmente esos poderes de facto controlan o ejercen influencia sobre ciertos actores o áreas del gobierno en turno, ya sea en partidos políticos, órganos reguladores (o “autónomos”) y secretarías de Estado, a quienes presionan para favorecer sus intereses y maniatan la capacidad de acción del Estado, a partir de negociaciones no públicas ni transparentes. Es decir, “coaccionan por sus intereses privados, en detrimento de los públicos” (Brambila, 2012:66).
Fátima Fernández Christlieb reflexiona en la raíz etimológica del poder fáctico; factum es decir, hecho, y si se une ésta a la palabra poder, el significado se relaciona con una supremacía en “actos, en fuerza, en dominio” (Fernández Christlieb, 2009: 224).
Así, el poder fáctico se relaciona con una forma de poder no construido desde las estructuras políticas formales o el gobierno, sino desde entidades o grupos que desde su capacidad de gestión, distinción y prestigio, ejercen influencia significativa en las sociedades, en variadas ocasiones de manera informal pero con un impacto considerable en las decisiones económicas y políticas de las naciones. Entre las y los autores que han abordado la temática del “poder fáctico” podemos nombrar a Gaetano Mosca (1986), Vilfredo Pareto (1935), Robert Michels (1949) o Giovanni Sartori (1987)
En este punto surge la pregunta: ¿Quiénes han ejercido y ejercen un poder fáctico en América Latina y especialmente en México? El texto La Democracia en América Latina observa cómo el poder real (fáctico) es asumido por instituciones o grupos. Además, se identifican grupos de interés (empresariales, mercados internacionales, instancias calificadoras de riesgo y organismos internacionales de crédito); el narcotráfico (por su capacidad de control sobre el aparato estatal, el territorio y la economía informal); y los medios de comunicación (a partir de generar agenda, en manos de grupos económicos subordinados, en contubernio o conflicto frente al poder político) (PNUD, 2004:156; Aceves, 2013).
De igual manera, el Segundo informe sobre la democracia en América Latina, publicado en octubre del 2010, observó la prevalencia de estos poderes fácticos:
Grupos económicos, empresarios y el sector financiero, 79.7%; medios de comunicación, 65.2%; iglesias, 43.8%; sindicatos, 31%; poderes ilegales: mafias, narcotráfico, guerrilla, paramilitares, 26%, organizaciones de la sociedad civil, 12.8%; y sector indígena, 3.2%. Sobre los poderes formales […]: Poder Ejecutivo, 36.4%; Poder Legislativo, 12.8%; y Poder Judicial, 8.5%” (Caputo, 2010:146).
Desde esos datos podemos verificar cómo las industrias culturales en América Latina, particularmente la televisión y la radio, han logrado obtener en las últimas décadas la concentración de capital, inversión y ganancias, bajo un sistema de alianzas entre el gobierno en turno y quienes ostentan el control de la industria mediática. Por ejemplo, Canal Caracol en Colombia, Unitel en Bolivia, Venevisión y Telesur en Venezuela, Telefe en Argentina o Red Record y Red Globo en Brasil.
El caso de México es semejante, aun cuando se observa una particularidad a partir del papel preponderante de Televisa, empresa que comenzó y se mantiene a la cabeza en el negocio de las telecomunicaciones, al que posteriormente se sumaron TV Azteca, Multimedios en 1968 en Monterrey y, a partir del 16 de octubre de 2016, Imagen Televisión; lo que resulta evidente que los consorcios continúan bajo los mismos parámetros de organización y control, incluso en producción de contenidos.
En resumen, observamos la gestación y operación de un poder fáctico bajo una historia de larga duración, que inició al crear redes de influencia y poder desde su creación y que permanecen hasta nuestros días, con lo que fortalecen sus intereses en materia de concesiones y regulaciones del espacio radioeléctrico. Sin embargo, debemos enfatizar que el Estado mexicano también ha obtenido beneficios del poder fáctico, sobre todo a partir de la emisión de mensajes (contenidos) basados en una reserva de sentido conveniente a sus intereses partidistas, ideológicos y electorales con el fin de conservar y fortalecer el statu quo.
Unión irreversible: La televisión y el poder
En el siglo XX y con la consolidación del Estado mexicano, la industria mediática se construye y fortalece, con la radio en primera instancia y, posteriormente, con la televisión; ambos como medios de producción, difusión de información y de entretenimiento. Así, ubicamos históricamente la primera transmisión radiofónica el día 9 de octubre de 1921, en Monterrey, así como Veracruz y Chihuahua (Fernández y De Brassi, 1976). Otro ejemplo es lo hecho por los hermanos Gómez Fernández, quienes con el patrocinio del empresario Pedro Barra Villela, comenzaron un programa radiofónico musical (Mejía, 1989).
Posteriormente en 1930, y ya con el apoyo del Estado nacional, fundan, con capital norteamericano, la estación de radio que será un parteaguas en materia de entretenimiento para México y América Latina: la XEW – NBC (Cruz Valencia, 2011).
Para el caso, resulta importante comentar que, con la inauguración y puesta en marcha de la XEW, Emilio Azcárraga Vidaurreta conformó, con alianzas nacionales y norteamericanas, radiodifusoras ubicadas en distintas regiones del país, lo que con el paso de los años daría forma a la industria de la radio y la televisión mexicanas. Todo ello con un Estado nacional que, si bien mostraba signos de consolidación, también evidenció su limitada capacidad de acción frente al poder de difusión mediática y, sobre todo, las cuantiosas ganancias económicas originadas por la transmisión de contenidos y productos.
A la par de la acumulación de poder – político y económico – de las empresas mediáticas de radiodifusión, se crea la Cámara de la Industria Radiofónica, organismo que fue impulsado por el presidente Lázaro Cárdenas. El nacimiento de la televisión mexicana fortaleció esta estructura de poder.
Así, el grupo O´Farril-Alemán adquirió la concesión del Canal 4 (XHTV), Emilio Azcárraga fundó el Canal 2 (XEW-TV) y Guillermo González Camarena, el Canal 5 (XHGC). Posteriormente Azcárraga absorbería a sus competidores bajo la fórmula Televisión Vía Satélite, S.A. de C.V. (Televisa) y con la anuencia del entonces presidente de México Miguel Alemán Valdés.
El marco normativo bajo el que operó Televisa, como consorcio monopólico, se fundamentó en la Ley de Comunicaciones Eléctricas de 1926, promulgada por el presidente Plutarco Elías Calles, el 23 de abril de 1926 (Álvarez, 2007). Posteriormente, la Ley de Vías Generales de Comunicación y Medios de Transporte de 1931 saldría a la luz, con fundamento en esta primera legislación, aprobada como decreto en el período del presidente Pascual Ortiz Rubio (Abascal, 2000).
La Ley General de Vías de Comunicación de 1932 y la Ley de Vías Generales de Comunicación de 1940 tuvieron como finalidad orientar el debate sobre la necesidad de encauzar la vía de comunicación hacia el interés público, con énfasis, por un lado, en el poder que ya alcanzaba la televisión en manos de los intereses comerciales privados y, por el otro, la necesidad de mantener el control del Estado sobre su regulación (Cruz, 2011: 95).
La Ley Federal de Radio y Televisión: Una legislación cambiante… a modo
La Ley Federal de Radio y Televisión de 1960 aparece bajo un contexto marcado por el desarrollo y por la influencia de la radio y la televisión en México, lo que generó la necesidad de su regulación mediante una normatividad que considerara tanto la parte operativa, al ser una vía de comunicación, como su orientación; es decir procurar sus intereses particulares y económicos, así como un sentido social-cultural (Cruz, 2011:95). Al respecto la discusión del proyecto de Ley se centró en tres aspectos:
“El derecho a la libertad de expresión; el dominio de la nación sobre su espacio territorial y de los medios por los que viajan las ondas electromagnéticas; y la consideración de la radio y la televisión como servicios de interés público, que tienen una finalidad cultural, informativa y recreativa” (Díaz, 2007: 14).
Con la aprobación de la Ley Federal de Radio y Televisión en 1960, si bien los medios de comunicación se caracterizaron no sólo como una vía de comunicación de servicio público, sino también como entes de interés público. Sin embargo, con el paso de los años y la injerencia directa de los grupos empresariales, fueron los intereses comerciales privados los que modificaron su estructura y aplicabilidad (Mejía, 1991:28).
Así, las reformas sucesivas a esta ley se harían sobre la forma y no sobre el fondo de las mismas para no confrontar, – ni mucho menos afectar -, los privilegios de los grupos empresariales y, quizá, en acuerdo con los propios monopolios televisivos (Cruz, 2011:105).
La creación de la Ley Federal de Telecomunicaciones tuvo como contexto la reforma al artículo 25 de la Constitución, promulgada en febrero de 1983, y se relacionó con la instauración de una economía mixta (pública, social y privada), la inversión privada e impedía, en la letra, la proliferación de monopolios.
El comienzo de ese viraje político se asoció con la privatización de los satélites mexicanos y la desmembración de Telecomunicaciones de México (y con ella Telégrafos de México); esto derivó en la promulgación de la Ley Federal de Telecomunicaciones, el 7 de junio de 1995, misma que no sólo mostró cambios sustanciales frente a las modificaciones anteriores, sino que resultó un antecedente directo para la creación de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL) el 9 de agosto de 1996 (Cruz, 2011: 106).
Fragilidad y entrega del Estado mexicano. Propuesta, discusión y modificaciones contemporáneas a la Ley Federal de Radio y Televisión
El comienzo de un nuevo régimen priista en manos de Ernesto Zedillo en 1994 avizoraba la posible ruptura de un sistema presidencialista mantenido por décadas y en manos de un solo partido político. En 1995, el cambio se manifiesta primero en la composición de la Cámara de Diputados y con él, la creación -a partir de representantes de diversos partidos- de la Comisión Especial de Comunicación Social.
Esta comisión buscó “realizar una consulta pública ciudadana dirigida a salvaguardar la libertad de expresión, robustecer el derecho a la información y adecuar el marco jurídico existente en materia de medios electrónicos de comunicación” (Cruz, 2011:108).
De esa forma inicia el tránsito por un largo camino, caracterizado por la lucha de una fracción de partidos políticos (sobre todo de orientación izquierdista y/o progresista), por promover iniciativas a la Ley Federal de Radio y Televisión y a la Ley Federal de Telecomunicaciones para limitar el poder fáctico de los medios, al promover la asignación de concesiones en manos de organismos autónomos, la modulación de contenidos, especialmente educativos y culturales, y el derecho de las audiencias.
Además, las organizaciones civiles y sociales obtuvieron un peso considerable en las discusiones. Sin embargo y, de manera reiterada, continuaron prevaleciendo los acuerdos implícitos entre el poder político – sobre todo el presidencial -, y los medios de comunicación para aprobar iniciativas que, impuestas sobre las propuestas hechas por los diputados y el senado de la República, beneficiaron en ese momento a las televisoras privadas sobre todo a Televisa y TV Azteca, ya que Multimedios Televisión ha tenido menor presencia e influencia.
A unos meses de concluir su mandato, el 11 de abril de 2006, Vicente Fox publicó el decreto por el que se buscó reformar las leyes federales de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones (Villamil, 2009:103). Una parte neurálgica de dicho decreto fue la explotación del espectro radioeléctrico, liberado tras la transición del modelo analógico al modelo digital sin la injerencia, control, ni obligación de realizar ningún pago al Estado por su explotación y uso comercial (Hernández Ochoa, 2007:137-138).
Y aunado a esta modificación se integró el incremento en el porcentaje de tiempo en publicidad por los concesionarios de las televisoras y la configuración de un nuevo órgano regulador: la Comisión Federal de Telecomunicaciones, misma que permitió la designación discrecional de los comisionados de la Cofetel y la limitación de nuevas concesiones para canales de televisión (Villamil, 2009:119-120).
Tras su aprobación, y llamada extraoficialmente como “Ley Televisa”, este instrumento legal comenzó un largo proceso, mismo que llevó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a declarar inconstitucionales los artículos 28 y 28 – A.[1] Otro aspecto que también evidenció la supremacía de los poderes empresariales mediáticos fue la eliminación del artículo 17-G, el cual limitaba las asignaciones de las mismas en “subastas públicas” – restringiendo así la capacidad de compra a los aspectos económicos y mercantilistas -, otorgando al Estado la posibilidad de seleccionar propuestas desde aspectos ligados al contenido, más que a la cantidad a ofertar.
Finalmente, y con relación al artículo 16, se hicieron dos modificaciones. Por un lado, la duración de las concesiones, misma que establecía un período fijo de 20 años, frente a la vigencia de hasta 20 años. Por el otro, se eliminaba la posibilidad de un refrendo automático y se establecía la licitación de las mismas (Butler, 2009:263).
Cabe destacar que la precipitada aprobación de la Ley Federal de Radio y Televisión de 2006, especialmente sus modificaciones – las cuales fueron derogadas posteriormente -, tiene su raíz en la injerencia del poder mediático-empresarial en el ámbito político, especialmente a partir de la manifiesta incapacidad del entonces presidente Vicente Fox Quesada; quien desde sus inicios mostró una falta de pericia política y un sometimiento consciente al statu quo.
Ese escenario de falta de autoridad y pericia políticas se fue enrareciendo cada vez más, sobre todo por las elecciones a la presidencia del año 2006 y la necesidad de los partidos políticos (PAN y PRI) de adquirir mayores espacios de campaña en los medios de comunicación (Ortega, 2006: 253-254). De tal suerte que, “la reforma se presentó como “una moneda de cambio” que atentó contra el interés público, toda vez que se otorgaron privilegios legales a particulares de la industria por tiempos de promoción electoral de candidatos y partidos políticos de radio y televisión” (Cruz, 2011:145).
Esto conformó un precedente para que, en el periodo presidencial de Enrique Peña Nieto, se publicara -en el Diario Oficial de la Federación– la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión (LFTR), misma que entró en vigor el 13 de agosto del 2014, derogando a la Ley Federal de Telecomunicaciones y la Ley Federal de Radio y Televisión.
Si bien, en esta se rectificaron los puntos ya aprobados en la Ley Federal de Radio y Televisión, sobre el papel rector del Estado en el aprovechamiento, explotación y uso del espectro radioeléctrico, así como lo referente a la otorgación y vigencia de las concesiones, lo cierto es que las adhesiones y modificaciones posteriores reforzaron la evidente influencia e injerencia de los poderes fácticos.
Es decir, el peso de las televisoras en unión con los grupos políticos y empresariales logró el sometimiento del Estado mexicano y sus instituciones. Sin embargo, aun en ese entramado se observa, a través del movimiento de resistencia y debate que se gestó desde la organización de las audiencias, la posibilidad de un nuevo panorama para nuestro país.
El derecho de las audiencias
Observamos cómo, en este juego de poderes, el equilibrio entre las fuerzas que se enfrentaron resultó en pesos y contrapesos, mismos que condicionaron las ventajas y beneficios que se obtendrían, en el mismo campo de poder. En el caso de la regulación que se aprobó con referencia a las audiencias, la capacidad de organización y resistencia, desde los grupos organizados, logró romper con la sólida estructura de los poderes fácticos impuestos.
La Reforma de Telecomunicaciones y Radiodifusión, impulsada y promulgada en el año 2014, significó un avance frente a lo pugnado por las audiencias desde 1977, al integrar en una legislación su derecho a la comunicación y la información. En esta reforma se dedicó el Capítulo IV a las audiencias, especialmente los Artículos 256 a 261.
Cabe destacar el Artículo 256, ya que en este se definieron los derechos de las Audiencias sobre la elección y crítica de los contenidos, especialmente con referencia a la publicidad, información periodística y noticiosa; además, aborda temáticas como el respeto a los horarios en la programación, el derecho de réplica, la discriminación y los derechos humanos (LFRT,2014:99).
Asimismo, los lineamientos generales sobre los derechos de las audiencias provocaron un amplio debate que terminó por generar dos controversias constitucionales, entre 2016 y 2017. La primera por parte del Ejecutivo Federal en contra del Congreso de la Unión y del IFT y la segunda por parte del Senado de la República, en contra del IFT.
Posteriormente – y bajo la presión de los poderes fácticos en nuestro país –, la Cámara de Diputados aprobó una iniciativa para reformar la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, el 26 de abril del 2017, misma que fue enviada a la Cámara de Senadores el 26 de octubre del mismo año, aprobando así las reformas a dicha Ley y modificando en forma radical el capítulo “Derechos de las Audiencias”; con lo que se reducía en forma sustancial el marco de derechos que, con previa discusión y debate, se había conseguido (LFT, 2017; Mora, 2017).
Las modificaciones volvieron a empoderar a los concesionarios de las industrias culturales mediáticas para hacer uso de sus propios “Códigos de Ética”, lo que hacía factible el hecho de que pudieran “autorregularse”, incluso sin “estar sujetos a convalidación o revisión previa o posterior, del mismo Instituto Federal de Telecomunicaciones, o de alguna autoridad; es decir, se retomó un modelo que en otros países ha fracasado” (Mora, 2017).
La autorregulación se asoció no sólo con los contenidos televisivos de entretenimiento, sino también con la publicidad y, especialmente, con el derecho a la información, vertida por las industrias culturales y absorbida por las audiencias.
En el mismo sentido, el Senado de la República aprobó la nula obligación – por parte de los concesionarios de las televisoras -, para distinguir y diferenciar en su programación, la información noticiosa de la información pagada a través de contratos de publicidad; esto quitaba al público la posibilidad de identificar los límites entre la información noticiosa y la que se ofrece como publicidad y opiniones (Mora, 2017).
La aprobación de las controversias planteadas significó un retroceso frente a los avances aprobados en la legislación anterior, especialmente con referencia al derecho a la información y la comunicación; así como, negar la posibilidad ciudadana de participar en la regulación y el código de ética, como una audiencia activa.
Y si bien se buscó reproducir, por las televisoras – y para su propia conveniencia y fines -, el modelo en el que las audiencias han sido concebidas como “conglomerados de individuos pasivos, aislados, manipulables, irracionales e ignorantes” (Lozano, en Becerril, 2012:14), a partir de una evidente preservación del modelo comercial; también, y en contraste, se generó en diversos sectores sociales, la conciencia de defender- por las audiencias y a través de los artículos 6º y 7º de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos– el derecho a la expresión, la información y la comunicación.
Especialmente resulta de interés la formación de un movimiento de resistencia y respuesta frente a la aprobación de estas adhesiones y modificaciones a la Ley, comenzando con el juicio de amparo interpuesto por la Asociación Mexicana de Defensorías de las Audiencias en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a fines del año 2017.
Posteriormente, la conformación de un frente unido llamado #NuestrosDerechosdeRegreso, integrado por organizaciones de la sociedad civil, académicos, periodistas y defensores de audiencias, y en especial la Asociación Mexicana de Defensorías de Audiencias (AMDA) y la Asociación Mexicana de Derecho a la Información, entregaron un pliego petitorio el 19 de marzo de 2019 a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y a las dos Cámaras del Congreso de la Unión. En este argumentaron la inconstitucionalidad de las modificaciones y adhesiones hechas a la “Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión en materia de Derechos de Audiencias, Defensorías de Audiencias y Atribuciones del órgano regulador (IFT), por estimarlo violatorio a los artículos 1º, 2º, 6º y 28º de la Carta Magna” (Hernández, 2019).
Finalmente, estas acciones dieron como resultado la última resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el 12 de mayo del 2021, en donde declara inconstitucional la modificación aprobada en el año 2017, sobre el artículo 256 de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión.
Con ello, se evidencia el hecho de cómo la reforma aprobada anteriormente había establecido un control discrecional de los medios por parte de los concesionarios y, en asuntos como los códigos de ética, las diferencias entre publicidad e información noticiosa y la autorregulación. Incluso, la determinación de inconstitucionalidad de estas acciones ofrece un panorama alentador para la lucha ciudadana en favor de los derechos y respeto de las audiencias.
Cabe destacar que esta sentencia no podrá ser impugnada nuevamente bajo las mismas bases que se derogaron legalmente, por lo que el IFT deberá publicar nuevos lineamientos para la Defensa de las Audiencias (AMEDI, 2020; Contreras, 2023:57-59).
Por ende, este movimiento en pro del derecho a la información y comunicación de las audiencias abre un panorama en el que, más allá de consumidoras y usuarias de las industrias culturales, las audiencias se han convertido en ciudadanos participativos en relación con estas, es decir como “sujetos complejos que se constituyen y mueven en distintos espacios, y que no existe una sino varias audiencias segmentadas que responden a los patrones de diferenciación preponderantes” (Sánchez, 2016:110).
Reflexión final. Un Estado sobrepasado
Si bien la industria de la radio y la televisión mexicana fue creada bajo un modelo económico mercantil y de consumo, el Estado mexicano, a través de sus instituciones, logró alentar y presionar a la industria del entretenimiento (Televisa) con el fin de incluir contenidos educativos y culturales (“Ven conmigo” o “El que sabe, sabe”).
Estos contenidos fueron reemplazados paulatinamente por aquellos con los que Televisa obtuvo cuantiosas ganancias, resultado de los lazos que estableció con los poderes políticos y empresariales, y el Estado nacional, quien se vio marginado y limitado frente al poder que ejercía Televisa.
Con la entrada al modelo neoliberal se planteó la posibilidad de reformar la Ley de Radio y Televisión, de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión y tanto en la aplicación como en las reformas consecuentes que se hicieron a la misma, se comprueba la fragilidad del Estado mexicano, frente a la injerencia de los poderes fácticos (las industrias mediáticas mexicanas).
Este empoderamiento de las industrias culturales mediáticas se reforzó con las modificaciones hechas en el año 2017, con referencia a los derechos de las audiencias, atribuyendo a esas industrias la posibilidad de mediar y definir los contenidos noticiosos de los derivados de la publicidad, a través de la autorregulación y los códigos de ética; así como la posterior resolución de inconstitucional, a través del amparo interpuesto por la AMDA ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por último, podemos observar a través del recorrido hecho por la legislación mexicana, y su relación a las industrias culturales mediáticas, cómo los poderes fácticos han logrado sobrepasar los poderes formales del Estado mexicano y sus instituciones, manteniendo su área de influencia y control.
Sin embargo, y de forma alentadora, un factor que ha escapado a la estructuración y control de estos poderes fácticos ha sido la capacidad de resistencia y organización de las audiencias, por el derecho a la información y la comunicación, lo que sin duda plantea una nueva relación entre las audiencias y la industria mediática mexicana.
Notas
- Esto solo fue posible cuando el Legislativo, en su Cámara Alta, impulsó una controversia frente al poder Ejecutivo y la Cámara Baja del mismo Legislativo – quienes en forma conjunta habían impulsado y aprobado la ley -, “situación que generó dentro del gobierno una herramienta jurídica hasta entonces no ejercida en el ámbito federal, la acción de inconstitucionalidad. Este instrumento de Estado busca eliminar la imposición de una mayoría parlamentaria que apruebe una legislación que pueda contradecir a la Carta Magna” (Carranza, 2009:128).
↑
Fuentes
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