No. 151-152 / 2023 / ensayo
COLABORACIÓN INVITADA
Sandra Liliana Osses Rivera
UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA
Y la educación tiene que ver siempre con una vida que está más
allá de nuestra propia vida, con un tiempo que está más allá de
nuestro propio tiempo, con un mundo que está más allá de
nuestro propio mundo… y como no nos gusta esta vida, ni este
tiempo, ni este mundo, querríamos que los nuevos, los que vienen
a la vida, al tiempo y al mundo, los que reciben de nosotros la
vida, el tiempo y el mundo, los que vivirán una vida que no será
la nuestra y en un tiempo que no será el nuestro y en un mundo
que no será el nuestro, pero una vida, un tiempo y un mundo que,
de alguna manera, nosotros les damos… querríamos que los
nuevos pudiesen vivir una vida digna, un tiempo digno, un mundo
en el que no dé vergüenza vivir.
Jorge Larrosa
Cuando pensamos en las particularidades de la formación en comunicación es difícil
discernir, incluso dentro de nuestra propia experiencia, eso que es particular del campo
respecto a la formación. Por ello, la invitación a escribir sobre las experiencias y
escenarios de la enseñanza y la formación en Comunicación es un desafío que asumo más
desde la reflexión sobre mis propias experiencias que desde fuentes teóricas.
En el 2022, se cumplieron treinta años desde la primera vez que “dicté una clase de
Comunicación”. El escenario era un colegio masculino de educación secundaria en el que
impartía como única profesora la asignatura vocacional de Comunicación a los seis cursos
del bachillerato. Las memorias de esa experiencia están coloreadas con recuerdos
especialmente divertidos de mi propia inexperiencia; pero, sobretodo, de la sensación de que
estar en medio de un grupo de personas como la responsable de que “aprendan” era una
tremenda responsabilidad que, al mismo tiempo, me generaba una gran satisfacción.
Retorno a ese momento porque fue clave para pensar en la posibilidad de asumir mi rol
como comunicadora en varios mundos: el de la producción, el de la gestión, el de la
educación. De ese mi primer trabajo formal resultó una tesis de pregrado con un nombre
rimbombante: Propuesta y manual piloto para la implementación de la comunicación como
asignatura vocacional en el bachillerato, al que he vuelto a propósito de este texto. En la
relectura, y con la distancia de los años, me he sorprendido al encontrar elementos que
efectivamente siguen hoy guiando mi experiencia en los procesos educativos: comprender la formación desde una mirada
intersubjetiva; por ende, la relación pedagógica como un proceso comunicativo; en el cual
se articulan teoría, práctica y crítica bajo cuatro principios: diálogo,
afectividad, disfrute y respeto (Osses, 1992).
Esos elementos siguen muy presentes en mi
labor docente y son para mí casi obvios. Sin embargo, al conversar con otros profesores y
profesoras universitarias en carreras de Comunicación me doy cuenta de que no es una
obviedad, que no es un camino del sentido común el de pensar que la “enseñanza” de la
comunicación debe estar vinculada a una forma particular de pedagogía. Y me pregunto:
¿Qué es eso particular? ¿Cuáles fuentes moldean o dan forma y sentido a mis prácticas
docentes? ¿Cuáles son dichas prácticas y qué podemos aprender de ellas?
Es muy interesante esto de reflexionar sobre las propias prácticas porque nos permite vernos en ellas y también preguntarnos por cuán única es la experiencia de los y las
formadoras de la comunicación en determinados contextos. Sobre esas tres preguntas
planteadas propongo desarrollar este texto.
Las fuentes de la práctica
Persiguiendo la fuente, o las fuentes que han definido mi ejercicio docente, me encuentro
con algunos momentos significativos.
Mi vínculo temprano, alrededor de los 12 años, con el trabajo comunitario que
desarrollaban las monjas de mi colegio en un barrio cercano, me llevó, al estar ligado a los
grupos apostólicos, a seguir un camino de participación hasta que me gradué a los
16 años. La pelea con los principios confesionales de la educación que ha derivado en mi
convencimiento de que la educación, en cualquier nivel, debe ser laica y la inclinación por el
trabajo orientado a la participación son los principales saldos de esta experiencia. En los
años en que cursé mi bachillerato a finales de la década de 1980, la teología de la liberación por una
parte y la incorporación de elementos comunicativos como una de las experticias de la
educación apostólica, por otra, me enseñaron prácticas de manera casi inconsciente.
En el pregrado la elección por el énfasis de Televisión educativa, que estaba ligado a la comunicación para el desarrollo, me llevó por los caminos de una comunicación pensada como posibilidad de transformación e incidencia. Pero también, como canal posible para influir en los rumbos del país que vivía una transición política. En Colombia, la influencia de los discursos de la educación popular,
la comunicación alternativa, la teología de la liberación y las propuestas contrahegemónicas
ligadas a los campos de la comunicación-educación y la comunicación política marcaron la
formación de una gran cantidad de comunicadores y comunicadoras que buscábamos un
espacio diferente a la comunicación organizacional, la publicidad y el periodismo. Estos
discursos, alineados con la aparición de iniciativas comunitarias de comunicación,
educación y reconocidos como potente forma de participación y resistencia, configuraron
muchas de las iniciativas que allanaron caminos nuevos para poblaciones marginadas y
actores emergentes en un país que, tras pactar una serie de acuerdos de paz y
desmovilización de grupos guerrilleros, logró construir un nuevo pacto acrisolado en la
Constitución de 1991.
A finales de la década de 1990, muchos estábamos
comprometidos con la apropiación del nuevo pacto, los procesos de participación y
reconciliación, y reconocíamos la potencia de la comunicación para lograrlo. En ese
momento, las improntas de los teóricos sociales latinoamericanos forjaron el campo y, por
supuesto, marcaron lo que quienes llegamos a las universidades (muchos cuando declinaba
el auge participativo y los recursos públicos para iniciativas de comunicación participativa)
definimos como digno de ser enseñado. No se trataba de una influencia que pudiera
generalizarse en la academia, pues estos campos convivían con otros y dialogaban o reñían
con enfoques más generalizados de la comunicación, especialmente los que tenían énfasis en
periodismo y comunicación organizacional. Pero, lo que sí podemos fijar como una
tendencia común era la de incluir en los currículos de las carreras de Comunicación, aunque
fuera de manera tangencial, textos provenientes de los estudios culturales y debates sobre el
rol de esta disciplina en el cambio de la sociedad como un horizonte ético. Esta inclusión
pasaba, casi que obligatoriamente, por la lectura de Jesús Martín Barbero y Néstor García
Canclini, entre otros latinoamericanos.
En adelante, registro las múltiples entradas que hicieron parte de los trabajos que durante
una década adelanté en procesos de paz, comunicación comunitaria y estrategias
participativas de comunicación, los cuales me llevaron a identificar caminos híbridos entre
lo que se define como propiamente académico y lo que hace parte del “hacer”, volcado casi
siempre al lado de la metodología.
Una vez que se ha salido del ámbito universitario para adentrarse en lo local es difícil
ignorar lo aprendido, lo vivido. Varias veces he afirmado que no soy una “académica de
nacimiento”, tratando de aludir esa diferencia que siento, de formas más o menos evidentes,
con mis colegas que han realizado su carrera completa en el campo de la formación en
comunicación. Alguna vez, de hecho, no fui admitida como profesora de planta en una
institución porque consideraron que más que catedrática yo era tallerista…; y sí, soy más eso
y más educadora popular que docente universitaria, muchas veces. Pero de vuelta a los
territorios, luego de volar durante periodos no tan largos a la vida docente, siento a veces
esa distancia del lenguaje académico que nos separa del sentido común y nos sitúa en
direcciones más lejanas de la vida cotidiana de la gente.
Tal vez esas distancias definidas por vectores que direccionan el quehacer en sentidos
diferentes (a veces casi opuestos) ha sido lo que me obliga a buscar una especie de puntos
medios en la práctica docente. A poner la luz, como se dice en el dicho popular, “ni tan
cerca que queme al santo, ni tan lejos que no lo alumbre”. También esa realidad me ha
llevado a reforzar la crítica a miradas dicotómicas, a acogerme a posturas que coinciden
con el quiebre de dualismos ontológicos y a buscar rutas que pueden resultar
experimentales o, por lo menos, poco ortodoxas en los procesos de formación y también de
investigación en el ámbito académico.
Lo propiamente comunicativo
Si bien son los currículos los que definen los contenidos que se incluyen en la formación
de comunicadores y comunicadoras, no es a esto que se limita el proceso educativo. La
conceptualización realizada en América Latina sobre los campos de comunicación ha
definido un espacio particular:
De ahí que cuando se especifica «campo académico» no es a las prácticas sociales de
comunicación (masivas o no) a las que se hace referencia, ni a las instituciones que se han
especializado en su ejercicio y en su control social, sino a aquellas que toman a estas como
su referente, es decir, las que son realizadas principalmente por universitarios, dentro o
fuera de las instituciones de educación superior, con el propósito general de conocer,
explicar e intervenir en la transformación intencionada de las prácticas sociales de
comunicación (Fuentes Navarro, 1991: 229).
Esta delimitación ofrece parte de la respuesta, pero no alude a las prácticas a través de las
que se enseña la comunicación, lo que es un asunto más difícil de abordar porque existe una
relación estrecha entre formación y comunicación que se complejiza cuando se aborda
desde una perspectiva educomunicacional como la que ya antes declaré.
No se trata, pues, de educar con el instrumento de la comunicación, sino de que la
comunicación misma se convierta en la vértebra de los procesos educativos: educar con la
comunicación y no para la comunicación. En esta perspectiva de la comunicación educativa
como relación y no como objeto, se re-situan los medios desde un proyecto pedagógico más
amplio (Soares citado en Mungioli, M., 2017: 23). [1]
Y también se resitúan las mismas prácticas pedagógicas si se concibe, tal como lo propone
Freire (2005), el proceso de enseñanza-aprendizaje como un proceso comunicativo que se
basa en el diálogo y la mediación.
Así, para decirlo en palabras sencillas, no es posible enseñar y aprender la comunicación si
no es dentro de un proceso comunicativo, lo que implica que las prácticas pedagógicas
deberían, entonces, corresponder a formas propiamente comunicativas (que no
necesariamente mediatizadas) y estar orientadas a la producción de sentido. Esto también
significa pensar en el proceso de enseñanza-aprendizaje de forma relacional.
Las prácticas pedagógicas
Como lo describí anteriormente, las experiencias que imprimen alguna particularidad a mi
ejercicio docente se comprenden en la relación pedagógica, buscan responder a la
particularidad de lo comunicativo y son parte de un contexto histórico por lo que,
posiblemente, se trata de prácticas compartidas por ciertos profesores y profesoras en
ciertos espacios académicos colombianos, pero que han sido escasamente sistematizadas.
Por esto, intentaré describir algunas de estas prácticas [2]que considero significativas y
pueden alimentar el debate y la reflexión sobre la enseñanza y la formación en
comunicación.
Entreaprendizajes
Al pensar en el centro de mis prácticas pedagógicas, pienso más bien en un “entre”. La
pedagogía como una relación, como una posibilidad, como una construcción de vínculos es
más que una entrega en la cual alguien que sabe da algo a alguien que no; en la cual yo, que estoy
en este lado, le entrego algo a otro que está al otro lado y, por el contrario, concebimos la
pedagogía como aquello que está entre los dos. Lo que yo pongo de experiencia y el otro
pone de experiencia que se cocina en el centro transformándolos a los dos, alimentándolos;
por eso, hablo de “entreaprendizajes”. Se trata de lo que tenemos entre manos los, las
estudiantes y yo, que es normalmente una construcción de un objeto de estudio, la
comprensión de una problemática, el reconocimiento de una teoría o la puesta en marcha de
investigaciones en que los estudiantes se involucran.
De la cosa pedagógica hace parte mi relato, porque en la lógica de que no hay iluminados,
sino personas que ponen en el centro su capacidad y deseo de aprender, la experiencia es
parte de lo compartido a partir de relatos, de lecturas apropiadas, de cuestionamientos, de
interpretaciones y de productos puestos en medio de la relación pedagógica, y en eso está el
entreaprendizaje. Entonces en el intercambio es más importante la pregunta que las
respuestas, la búsqueda que las certezas, la escucha que los discursos extensos o las
exposiciones.
La experiencia como centro
Ya se ha anunciado, pero es vital pensar en la experiencia como el centro de la posibilidad
de aprendizaje. No hablo de la experiencia desde la situación anecdótica, tampoco desde la
dimensión del tiempo transcurrido, ni como práctica en oposición a la teoría, o como
experimento; sino, más bien, desde su capacidad de vincular la vida, el sentido y el lenguaje,
incluso, fuera de su definición teórica.
Tal vez por eso se trata de mantener la experiencia como una palabra y no hacer de ella un
concepto, se trata de nombrarla con una palabra y no de determinarla con un concepto
Porque los conceptos determinan lo real y las palabras abren lo real. Y la experiencia es lo
que es, y además más y otra cosa, y además una cosa para ti y otra cosa para mí, y una cosa
hoy y otra mañana, y una cosa aquí y otra cosa allí, y no se define por su determinación sino
por su indeterminación, por su apertura (Larrosa, 2006: 472).
La experiencia más bien comprendida como existencia, como aquello que nos acontece,
entonces, desde la posibilidad de afectación, desde el reconocimiento de que las cosas que
están en el “entre” (los objetos de aprendizaje) nos generan algo, nos hacen traer al cuerpo,
al sentimiento, a la cabeza, al discurso cosas que pueden ser un correlato de nuestra propia
vida; no porque seamos los protagonistas directos necesariamente, sino porque nos
convocan de alguna manera. Cada quien porta su vida y su experiencia, es imposible
prescindir de ella. Está en todo: en la forma de vestir, hablar o callar; en las múltiples
pertenencias que configuran la identidad; en los consumos culturales; en la manera de
aproximarse a los y las otras; en los entornos. La experiencia siempre está ahí; solo debe
ser convocada a la relación pedagógica.
Cuerpo, juego y reflexividad
Si la experiencia es el centro, el cuerpo y la corporalidad no pueden estar ausentes. La idea
de Francisco Varela (2011) de que la mente no está en el cerebro sino en todo el cuerpo
implica reconocer que el conocimiento no es mera racionalidad; también debe ser
encarnada para dar paso al aprendizaje. Volverse experiencia sensible. Lo que está lejos de
mí, fuera de mí, es muy difícil de comprender. Aquí aparece el juego como un elemento
importante. He trabajado algo que llamo dispositivos pedagógicos, que son aquellos
disparadores de la experiencia que permiten pasar del cuerpo y el relato a la reflexión
situada y dar cuenta del mí mismo en el proceso de aprendizaje. Traigo al aula muchas de
las prácticas aprendidas en la educación popular, en los procesos de intervención, en la
dinámica institucional, en la vida cotidiana (juegos, música, actividades lúdicas, círculos de
palabra, literatura, refranes, lectura en voz alta, piezas audiovisuales, etcétera) que luego de ser
ubicadas en el “entre”, permiten dar cuenta de cada uno, cada una y hacer explícito lo
aprendido. El objetivo de aprendizaje es el que define el dispositivo, que no es otra cosa
que un pretexto para el pensamiento, el diálogo, la pregunta. Y en este punto es
fundamental decir que el dispositivo no es sino una posibilidad, un camino y no el objeto de
aprendizaje ni su objetivo. Por tanto, está en el exterior, pero tiene como misión llevar a los
implicados al “entre” (relación pedagógica) y al adentro (reflexividad).
Entonces, cuerpo, juego, reflexividad; diálogo, participación, co-construcción y
colaboración no son herramientas, sino son los lugares por donde pasa la relación
pedagógica. Un dispositivo puede ser espectacular o llamativo, pero si no tiene la
capacidad de convocar la experiencia, implicar el cuerpo, vincular a los sujetos
reflexivamente y facilitar el diálogo para construir el aprendizaje, no será el indicado.
Pueden incorporarse “juegos pirotécnicos” —como les llamo metafóricamente a las
herramientas tecnológicas, espectaculares, que se usan en los procesos educativos— que son
aquellos dispositivos que proveen instantes en los que llevamos la mirada al cielo y
disfrutamos el show de luces y sonidos que nos saca de nosotros, pero debemos regresar la
mirada a la tierra. Estas son herramientas muy útiles para cambiar la perspectiva y tomar
distancia necesaria, pero no suficientes si rápidamente se olvidan. Es necesario que nos
permitan un vínculo significativo con la vida, que para cada uno y cada una adquieran
sentido.
El contexto
El contexto es clave. Todo proceso educativo exige reconocer la dinámica en que se sitúa la
relación pedagógica, las coordenadas espacio temporales tanto de quienes constituyen la
relación como del objeto que está “entre” para aprender. Es decir, si tú y yo hablamos de la
modernidad, lo que está entre nosotros es el concepto y los referentes que tenemos sobre
ella, pero está también lo que significa para ti y para mí, y la comprensión de qué es hoy y
cómo se leyó en el siglo XIX. Entonces, todas esas coordenadas se ponen en acción ahí (en
el “entre”) desde las múltiples voces que convergen en la relación pedagógica: estudiantes,
docentes, autores, personajes, agentes, etcétera. Esto exige situar el lugar de enunciación de cada
quien: desde dónde se habla, desde dónde se decide hablar, desde dónde se escucha y se
decide escuchar lo cual implica reconocer el contexto propio. En consecuencia, se
mantienen varias coordenadas en diálogo: las de quienes participan en la relación
pedagógica, las del objeto de aprendizaje y las de la realidad contextual en que se ubica el
proceso educativo, para situar solamente algunas.
Para quien enseña, esta práctica implica varios desafíos: reconstruir con los y las
estudiantes los marcos contextuales, los mapas sobre los que se orienta la relación
pedagógica y hacerlos evidentes en el objeto de aprendizaje; lograr que en la relación
pedagógica se expliciten los lugares de enunciación de las y los estudiantes y exponer su
propio lugar de enunciación como docente.
En la construcción del contexto, uso mucho el tablero, muy desorganizadamente porque
trato de trabajar sobre lo que ellos traen de sus lecturas, lo que entendieron, lo que captaron,
que está siempre mediado por su experiencia. Se propone construir los mapas entre todos,
entender dónde están las categorías, sus jerarquías y niveles, qué significan para los
diversos agentes, cómo se definen desde diferente enfoques o perspectivas teóricas, qué
autores los han desarrollado, dónde están los sentidos comunes detrás de las categorías, qué
precisiones hay que hacer para no asumir lecturas erradas o descontextualizadas.
Evidentemente, el diálogo, la participación, la construcción colectiva y la colaboración
están siempre ahí.
Los mínimos en la relación pedagógica
Finalmente, me parece importante exponer los que considero los mínimos (no puntos de
llegada sino de partida) o los acuerdos para establecer relaciones pedagógicas críticas,
humanas y dignas. Sintetizo los que considero más relevantes:
En cualquier relación, pero sobre todo en una pedagógica, reconocer a los otros como
interlocutores válidos es clave; reconocer que las y los jóvenes que están al frente mío en
un salón de clase lo son, que lo que dicen es importante, que tengo que escucharles, que al
igual que yo son plenamente humanos, plenamente humanas.
También es imperativo visualizar y visibilizar en la relación pedagógica el valor por la vida
y por la dignidad. Eso implica que las y los estudiantes no sean instrumentalizados (para
hacer el trabajo duro de una investigación sin recibir crédito, o como parte de una
competencia despiadada, por ejemplo) y que el aprendizaje sea crítico, pero que conduzca a la
esperanza y les permita descubrir horizontes de futuro en la construcción de sus propias
vidas.
Una educación que pretenda ser emancipadora debe fomentar la responsabilidad y la
autonomía. Llamar la voluntad a los procesos de aprendizaje significa reconocer la
potencia: qué somos capaces de hacer, de criticar, de comprender, de transformar, de
incorporar en el proceso educativo y de qué manera aportar a los entreaprendizajes y
reconocer los aportes de los demás en la relación.
Reconocer que el poder es dinámico implica no ceder a una pretendida horizontalidad
inexistente en cualquier relación social, sino más bien integrar las subjetividades, las
posibilidades de la acción, la solidaridad y la cooperación como parte de las construcciones
pedagógicas y, por tanto, proyectar la apropiación y generación del conocimiento en medio
de la identificación de las manifestaciones del poder en la construcción de diálogos y
vínculos.
Otro mínimo que es máximo para mí, sobre todo por lo difícil que resulta, propone luchar
de manera permanente contra los dualismos, las generalizaciones y los modelos o esquemas
como imagen única de la realidad y evitar las simplificaciones en la construcción del
conocimiento. Esto implica centrar el proceso educativo en el pensar.
Reflexión final. Fortalecer la autonomía
Para finalizar, quiero plantear una reflexión sobre el impacto, por llamarlo de alguna
manera, de nuestras prácticas pedagógicas en las y los estudiantes. No creo que se le pueda
atribuir nada específico a nivel actitudinal a nadie por asistir a una clase o a un ejercicio
pedagógico; no lo concibo como una relación causal.
Es posible afectar, en el sentido amplio de la afectación, a algún estudiante alguna vez,
entrar en el momento de sintonía en el que lo que uno propone le sirve como provocación
para algo más importante en su vida, pero no es causa–efecto. No es porque somos
excelentes docentes, o porque usamos las mejores didácticas que alguien resulta ser
destacado.
Pueden darse actitudes inmediatas y valoraciones positivas; incluso, aprendizajes apropiados
(“no se me olvida el juego que hicimos en el que aprendí tales cosas”); pero no como efecto
generalizado de unas prácticas pedagógicas particulares porque sería como pensar que a
todos y todas les pasa lo mismo. Esa interpretación deja afuera la experiencia y la libertad.
Cuando se habla de una educación para la libertad (Freire, 2005), no se está hablando del
ejercicio de un sujeto sobre otro para transformarlo, no se piensa que un sujeto puede
conducir a otro a un efecto esperado. Los educadores somos una dentro de múltiples y
variadas experiencias y relaciones que acontecen a las y los estudiantes a diario. Por eso,
creer que podemos cambiarlos y, por ello cambiar el mundo, es una trampa mortal. Pero lo
que sí podemos hacer es fortalecer la autonomía y la esperanza que son elementos vitales
para el cambio.
Notas
- Traducción propia↑
- Agradezco la generosidad del profesor Jorge Rivas Zurita, profesor de la Universidad Minuto de Dios quien
me facilitó la transcripción de la entrevista que realizó conmigo en el marco de su investigación: El cambio
social y su relación con las prácticas pedagógicas implementadas por profesores de programas de
Comunicación Social – Periodismo en Bogotá DC.↑
Fuentes
- Freire, P. (2005) Pedagogía del oprimido. México: Siglo XXI. Editores
- Fuentes Navarro, R. (1992) Un campo cargado de futuro. El estudio de la
comunicación en América Latina. ITESO/Maestría en Comunicación Guadalajara. - Larrosa, J. (2006) Algunas notas sobre la experiencia y sus lenguajes. Estudios
Filosóficos 55. Pp. 467-480 - Mungioli, M. C. P., Viana, C. E., & Ramos, D. O. (2017). Uma formação inovadora
na interface educação e comunicação: aspectos da Licenciatura em
Educomunicação da Escola De Comunicações e Artes da USP. Revista
Latinoamericana de Ciencias de la Comunicación, 14, Pp. 219-228. - Osses Rivera, S. (1992) Propuesta y manual piloto para la implementación de la
comunicación como asignatura vocacional en el bachillerato, s.p.