No. 155 / enero-junio 2025 / ensayo
Delmar Ulises Méndez-Gómez
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA, IZTAPALAPA
Resumen La escucha tiene un sentido universal, pero encuentra su singularidad a partir del significado que las culturas le adjudican. Mediante un acercamiento etnográfico en un pueblo tseltal en Chiapas, se ofrece una reflexión en torno a la práctica relacionada con el a’yel; es decir, “la escucha”, con la cual se construyen saberes colectivos. Las palabras son sensoriales, tocan y movilizan a quienes la oyen. Por lo tanto, la comunicación es posible no sólo en tanto que alguien habla, sino en la disposición de escuchar y devolver la palabra.
Abstract. Listening has a universal meaning, but it finds its uniqueness in the meaning assigned to it by different cultures. Through an ethnographic approach in a Tseltal town in Chiapas, this paper offers a reflection on the practice of a’yel, that is “listening”, through which collective knowledge is constructed. Words are sensorial, they touch and mobilize those who hear them. Therefore, communication is possible not only as long as someone speaks, but also in the willingness to listen and return the word.
La escucha tiene un sentido universal, pero encuentra su singularidad a partir del significado que las culturas le adjudican. El oído, órgano que capta los fonemas del mundo exterior y el interno —el cuerpo que habitamos —, provee de la capacidad para identificar sonidos que se traducen en significados en la vida social (Merleau-Ponty, 1999). Como el crujido de los intestinos cuando se tiene hambre, hasta el sonido de un trueno que anticipa una lluvia torrencial. “A través de la escucha somos capaces de elaborar complejas categorías conceptuales […], mediante las cuales se significan las experiencias sonoras” (Domínguez, 2019: 94-95).
Hay culturas que movilizan más ciertos sentidos fisiológicos que otros. Un ejemplo de ello es la tseltal, en la cual la vida-mundo se despliega a través de la escucha; pero siempre en correspondencia con los demás sentidos. Esta es una práctica necesaria que permite el aprendizaje de saberes colectivos desde temprana edad. La socialización de dichos saberes se da con el despliegue de la palabra. Sólo que ésta logra su objetivo cuando es recibida por oídos que escuchan. Como plantea Domínguez
adquirimos una cultura aural como producto de habernos socializado en un grupo que modela nuestra percepción. Este proceso forja nuestro primer marco de interpretación de la realidad a través de los sentidos, y es el mecanismo mediante el cual nos adherimos a una cultura y la incorporamos (2019: 99).
Aprender a escuchar es una de las primeras enseñanzas para interpretar la realidad y establecer relaciones con las personas y con otras formas de vida. Las formas de vida se refieren a las entidades anímicas como el ch’ulel (alma, consciencia, conocimiento, lenguaje, aliento) y el lab‘ (nagual), que tienden a manifestarse a través de los sueños. El mundo onírico es sónico, de allí la relevancia de saber escuchar e interpretar. También la fauna y sus múltiples manifestaciones, así como las entidades sagradas: montañas, ríos, cuevas, agua; todos se comunican a través de sonidos y formas materiales que se perciben con la vista.
La escucha es situada pues nuestros primeros referentes sonoros se vinculan con la tierra-territorio donde nacemos y crecemos. En los pueblos tseltales en Chiapas, dispersos en las regiones Altos, Norte y Selva, hay distintos referentes sonoros a partir del paisaje, las condiciones geográficas y climatológicas en los que se ubican. Si es tierra fría o caliente, selva o montaña. El contexto incide en el reconocimiento del espacio, pero ese reconocimiento también sucede porque se verbaliza: alguien le pone nombre, interpreta y confiere un significado. Hay aves que se desconocen entre un pueblo y otro, y eso implica tanto el nombre como el canto. El quetzal, por ejemplo, xmank’uk’, se reconoce en las tierras selváticas y no así en las partes montañosas y frías. Esto no quiere decir que, posteriormente, alguien socialice su existencia. No obstante, no se da sin antes reconocer, nombrar y compartir sus características.
La escucha, en el orden de la vida cotidiana, está presente en todos los aspectos. Aprender a tejer se hace mientras se mira el cruce de los hilos y también al escuchar la forma en que deben trazarse. Sembrar milpa se realiza arrojando las semillas en los agujeros y escuchando las distancias y la profundidad en que deben quedar enterradas. La enseñanza de la música tradicional, los cantos, los rezos y los mitos pasan por la escucha. De la misma manera, los consejos e indicaciones que la gente adulta comparte a la generación más joven para saber dirigirse por la vida-mundo. Esto último es la parte que busco compartir: la relación entre palabra, escucha y diálogo en la construcción horizontal del conocimiento; es decir, el p’ijilal, el saber. Para ello expongo breves casos obtenidos durante un trabajo de campo realizado en algunas comunidades tseltales de Tenejapa en el 2024.
Sentir escuchando
El oído es uno de los sentidos vitales para aprender el lenguaje y establecer comunicación con las personas. En la concepción de los pueblos tseltales, el oído posibilita la escucha, la cual es nombrada como a’yel (también como a’iyel, según la variante). Aunque dicha nominación no sólo alude al acto de escuchar, sino al de “sentir, percibir, probar, tomar y entender”, además de “realizar una acción” (Polian, 2018). La palabra, un verbo, y también sustantivo, está ineludiblemente vinculada con lo sensorial: el tacto, el gusto y el olfato. Al decir a’yel, el conjunto sensorial se dispone para no disociar la escucha de los demás sentidos.
La escucha también implica sentir. Esta es una de las singularidades culturales de los pueblos tseltales, incluso tsotsiles y tojol-ab’ales, pues en el acto de escuchar la palabra de quien habla, aparece uno de los elementos sustanciales que constituye a toda persona: el o’tanil, el corazón. Esto puede develarse cuando la gente dice “a’yaway binti ya’y awo’tan”: “escucha lo que tu corazón siente”; nominación que también puede interpretarse como “siente lo que tu corazón escucha”. La escucha, por lo tanto, alude a una dimensión afectiva. En palabras de Edith Calderón, es la “forma de nombrar lo que en el sentido común se conoce como emociones, pasiones, sentimientos y afectos” (2014: 11). Uno de los aprendizajes que se comparten desde la infancia es justamente que el corazón es el centro de las personas y que las palabras, compuestas de afectos, nacen de allí.
Esta idea suele enunciarse explícitamente cuando dos personas se encuentran y alguien de ellas dice: chola ka’ytik (“cuéntanos para sentir/escuchar”). Asimismo, existe otra nominación ya x-a’yanotik (“conversamos”); pero que se asocia con el verbo a’yinel (“escuchar”). En este sentido, todo acto de escucha está interrelacionado con los afectos, porque se comprende que las palabras afectan y suscitan algo en el corazón de cada interlocutor. Por lo tanto, una conversación o un diálogo se logra al establecer una misma reciprocidad entre escucha y palabra. De allí que la construcción de los saberes en torno a la vida-mundo y la socialización del conocimiento se da en este marco.
Vale la pena indicar, por supuesto, que no se trata meramente de una práctica orgánica o idealizada, como si no existieran tensiones, pues la palabra, nombrada como k’op, también puede cercarse o esconderse cuando alguien no está dispuesto a hablar ni a escuchar. El k’op, entonces, se transforma en conflicto, que también lleva el mismo nombre en tseltal. Lo interesante es cómo del significado de k’op, en tanto voz, palabra y diálogo, se transforma en problema y es, a través de la negociación, de la intermediación de las personas, que vuelve a retornar a su sentido horizontal. “Todo pasa por el k’op, como conflicto y como palabra, paradójicamente comprende, por un lado, la causa-consecuencia y, por el otro, la solución misma” (Méndez-Gómez y Pérez, 2023: 27).
En suma, la escucha, en principio, es dialógica al permitir la comprensión mutua o, en su defecto, el desacuerdo cuando no hay la apertura ni la disposición de recibir y regresar la palabra de quien habla. Un ejemplo de ello es la percepción compartida que cierta gente adulta manifiesta al notar cómo las generaciones más recientes han cambiado. Pocas veces se involucran en actividades comunitarias debido a intereses como migrar a las urbes, entre otros, y dejan de lado los saberes colectivos y las formas en que se recrea la vida en la comunidad. A su vez, la juventud percibe extemporánea a la gente adulta pues no comprende las formas de comunicarse en el presente por los cambios acelerados de la vida, así como por las necesidades laborales y educativas que persigue los de menor edad. Cabe señalar que esta no es una condición generalizada; sin embargo, es una constante en ciertos pueblos. ¿Cómo, entonces, volver a la escucha sentida? ¿Cómo lograr una comunicación horizontal entre las generaciones?
Los horizontes de la escucha
La primera parte de esta reflexión expuso brevemente la práctica que deviene de un “saber” tseltal de la escucha. ¿Cómo se materializa y se expresa en la vida cotidiana? Un ejemplo de ello es lo que sucede en las asambleas si tomamos como caso el pueblo de Tenejapa específicamente del paraje de Matzam. Es verdad que la asamblea es el lugar de la palabra y escucha que está conformada, principalmente, por la comunidad masculina, al ser los hombres los propietarios de la tierra. Sin embargo, hay mujeres que también participan, pero esto se da ante la falta de una figura masculina en la familia. Aquí vale la pena indicar que esta condición masculinizada de la asamblea ha comenzado a cambiar debido a la demanda de las mujeres más jóvenes que apelan por el derecho a la participación colectiva. Como se puede intuir, el cambio gradual se debe a la posibilidad de la escucha de los hombres y a la sensibilidad de apoyar los cuestionamientos de las mujeres.
La asamblea es, por así decirlo, la voz colectiva, representada mayoritariamente por los hombres. Aunque es importante decir que la toma de la palabra durante la reunión no se da sin antes consultar a las mujeres lo que piensan en torno al tema o la problemática a tratar y solucionar. Este diálogo es el primero que se da de manera interna en la casa. Allí se plantean las cosas y se acuerda algo en común que luego se comparte en la asamblea. En uno de los eventos en la comunidad, se tocó el tema de la limpia de los mojones; es decir, donde se establecen los límites territoriales entre un terreno y otro, así como entre un pueblo y otro. El comité fue el primero en plantear la situación: había pasado varios años que los mojones no se limpiaban y era importante actualizarlos. Los jóvenes debían participar para que reconocieran los límites de su tierra. El tema era cómo invitarlos y cuándo. Después de una larga tarde planteando propuestas y de una constante reiteración entre lo que uno decía y lo que el otro planteaba — la reiteración entendida como la repetición de una misma idea para escucharla y no olvidarla, no como redundancia o falta de atención — , se acordó que si el hijo mayor de la familia no podía, podría ser el siguiente o quien estuviera en disposición. En una asamblea no hay palabra que no cuente, es la expresión máxima de autonomía.
El comité anunció que el recorrido y la limpia de los mojones se haría de manera colectiva entre los padres e hijos, pero también podían sumarse quienes quisieran de la familia; incluso, las mujeres. Esto se planteó no como una obligatoriedad, sino como una invitación y compromiso. Aquí la “escucha sentida” apareció. En primera instancia, al comprender que para que la persona aceptara la invitación se le debía plantear la importancia de reconocer los linderos territoriales y la importancia de cuidar y respetar la tierra del vecino. En segunda, al comprender que era parte de un deber y saber colectivo de la memoria y su transmisión. A través de una familia que pude visitar, noté cómo el padre apelaba al afecto, es decir, al corazón. Al hijo mayor le comunicó lo que la asamblea acordó. El padre luego le dijo:
A’yaway te binti ya kalbet kala’ tat, ya xbanjo’tik ta smesel te yejtal k’inaltike. Jich ya anop banti ya stsak’ sba te k’altike sok te sk’inal a tajune.
Escucha [para sentir] lo que te voy a decir querido hijo, vamos a ir a limpiar los mojones de nuestra milpa. Así sabrás dónde se junta nuestra milpa con la de tu tío.
Mientras el padre le hacía la invitación, aprovechó para contar al hijo cómo conoció los mojones por el abuelo, lo cual daba cuenta de la transmisión generacional sobre un conocimiento del territorio. En la anécdota, planteaba la alegría de que el abuelo fuera responsable de invitarlo a caminar pues como indicó: “para conocer la tierra hay que caminarla”. El hijo escuchaba con interés y preguntaba algunas cosas del abuelo. Lo que al principio fue una invitación, pronto se transformó en rememoración; una manera de conocer cosas que él no había escuchado con anterioridad. El joven, sin manifestar rechazo, aceptó.
Durante el recorrido para limpiar los mojones, padres, hijos e hijas caminaban en caravana visitando un terreno y otro. Mientras se limpiaban y cambiaban las piedras, que son la marca de los límites, los adultos les decían cómo saber reconocer las medidas, el comienzo y fin de una milpa. Las veredas y árboles también se tomaban como referencia de los linderos. La escucha y la vista se disponían para el reconocimiento.
Wokolawal yu’un tal akoltayon, jich ya awalbey ya’y anich’an k’alal xjul yorail sna’ stojol ek, banti ay te sk’inale”
Gracias por haber venido, así le dirás [para que sienta] a tu hijo cuando llegue el tiempo de que sepa dónde está su tierra.
Si bien el padre no puede saber si acaso su hijo permanecerá en la comunidad, cuando menos tiene la certeza de que ha compartido la información a uno de sus hijos. Y en él queda la continuidad de dicho saber, que agradeció con un “wokolawal“.
La socialización y enseñanza de un conocimiento sobre el territorio se develó como un deber horizontal de la escucha, que es también el del “saber”, pues uno y otro no están desunidos, se necesitan para la comprensión de los sentidos que conlleva vivir en comunidad. Es mediante una escucha compartida y recíproca que la palabra logra su objetivo: promover un cambio, una acción.
Saber escuchar con sentido
Escuchar no sólo es el “simple acto” de reconocer sonidos ni de interpretarlos, sino de construir significados sobre la vida-mundo y sobre cómo las personas se unen a ésta. La escucha nunca es pasiva, por el contrario, implica una continúa reflexión sobre las palabras y los diálogos, pues para saber comprender y responder se necesita de la atención.
En la experiencia compartida se devela que la palabra y la escucha son indispensables. De hecho, cuando las personas acuerdan algo, no siempre se toma nota ni ningún registro de por medio, sino todo es mediante la palabra: el única aval de lo pactado. De allí que si alguien falla a su palabra, equivale a fallar a su persona, a su credibilidad. Cuando la gente adulta convoca e invita a la juventud a participar en las actividades relacionadas con la comunidad y el territorio, se busca la continuación de los saberes colectivos. No hay un documento que los garantice, más que el compromiso que la persona asume una vez que le es compartida la invitación. En este sentido, la “escucha sentida” se expresa en los modos en que se comunican las intenciones; es decir, a través de invitaciones, remembranzas y consejos para los cuales el vínculo afectivo es necesario para saber qué es lo que a la gente los une con el territorio.
Si bien la juventud también tiene la posibilidad de enunciarse, cuando se trata de hablar sobre los intereses relacionados con la vida fuera de las comunidades suele ser objetada por la gente adulta que no siempre aprueba que las mujeres y los hombres jóvenes migren a otras partes, pues se teme a que ya no regresen. Sin embargo, esta idea no siempre es así. Los retornos se dan cuando hay un vínculo estrecho con la tierra-territorio al que se pertenece. De allí que la posibilidad de la escucha no sólo debe venir de la gente joven, sino de la adulta. Sin el compromiso transgeneracional difícilmente se sostiene la práctica del a’yel; o bien, del “saber escuchar con sentido”. Es a partir de la correspondencia y la corresponsabilidad entre las personas — hombres y mujeres, niños, niñas, jóvenes, adultos, adultas, ancianos y ancianas — que la horizontalidad comunicativa es posible. Tanto vale la palabra de una niña, sus sentires y pensares, como la de una mujer adulta. Y es a través del acompañamiento, de los diálogos y las conversaciones que la práctica del a’yel se estimula. La escucha, la palabra y el afecto movilizadas al mismo tiempo.
Un punto no menos relevante es que la práctica del “saber escuchar con sentido” puede ser de utilidad para cuestionar las formas en que se realizan los trabajos etnográficos, en los que se privilegia la observación legitimada por las propias disciplinas occidentales que edificaron la técnica. En los registros etnográficos es necesaria la escucha de lo que se cuenta; pero también la del propio espacio-territorio, de la experiencia onírica, del sonido ambiental, entre otras manifestaciones. Recordemos que la lengua es la forma en que se materializa y nombra la vida-mundo. Comprender los sentidos lingüísticos de los pueblos es reconocer, como en este caso, la existencia de un saber cultural de la escucha. De allí que, para cuestionar las técnicas oculares, es importante comprender cómo las culturas se relacionan y conviven, a partir de los sentidos humanos aurales con los que interpretan los significados de la vida social.
Antes de finalizar, me parece valioso compartir que, aun cuando en este breve ensayo no se enfatiza la presencia de las mujeres, la escucha y palabra de ellas sucede también en otros espacios y de otras maneras. Hay cosas que se relatan entre murmullos, como susurrando secretos; otras que se cuentan entre carcajadas; unas más, a través de la añoranza y la remembranza. La escucha podría suponerse excluyente; es decir, en hombres y mujeres. Pero si algo he aprendido del trabajo de campo, es que la vida-mundo no es dicotómica, sino dual. En efecto, se manifiestan relaciones de poder entre quienes pueden tomar la palabra y quiénes permanecen en el lugar de la escucha sin revelar su sentir. Pero el poder es contingente, cambiante. Una muestra de ello es cómo en el marco de las asambleas, las mujeres han tomado la palabra. Esta es una deuda pendiente, que es fundamental acompañar para comprender los procesos en que la verticalidad del poder se disloca.
Fuentes
- Calderón Rivera, E. (2014). Universos emocionales y subjetividad. Nueva Antropología, (81), 11-31. Recuperado de: https://www.scielo.org.mx/pdf/na/v27n81/v27n81a2.pdf
- Domínguez Ruiz, A. L. (2019). El oído: un sentido, múltiples escuchas. Presentación del Dosier Modos de escucha. El oído pensante, vol. 7, (2), 92-110. Recuperado de: https://www.redalyc.org/pdf/5529/552972594009.pdf
- Guilles, P. (2018). Diccionario multialectal del tseltal-español. México: INALI; CIESAS.
- Merleau-Ponty, M. (1999). Fenomenología de la percepción. Barcelona: Altaya.
- Méndez-Gómez, D. U y Pérez Pérez, E. (2023). Voces desde los territorios: ‘Carretera de las culturas’ San Cristóbal de Las Casas-Palenque y el sentipensar de los pueblos originarios en Chiapas. Antrópica. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades. Vol. 9, (18), 67-91. Recuperado de: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=723878083004