No. 149 / Enero-junio 2022 / Reseña
Leonardo Mastromauro
UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE
Prácticas espaciales. Función pública y política del arte en la sociedad de las redes
Cecilia Guida
Chile, Metales Pesados, 2021.
Hay varios textos que en los últimos años han intentado reflexionar acerca del los vínculos que articulan el arte, el espacio público y la esfera política; sin embargo, muchas veces en esos textos (incluso en aquellos que se pretenden más radicales) hay siempre uno de los dos términos de la relación que se da por sentado: a veces son los conceptos arquitrabes de la política moderna que se convierten en algo intocable; otras veces es la misma estructura de la práctica artística que termina autocelebrándose. Sea come fuere, las veces en las que se ponen en cuestión los dos términos son muy raras.
El ensayo crítico de Cecilia Guida, Prácticas espaciales. Función pública y política del arte en la sociedad de las redes, publicado en Italia en 2012 por la editorial Franco Angeli y ahora en castellano por la editorial chilena Metales Pesados, se sitúa en esas excepciones. Y más que dar soluciones, plantea preguntas. Acá no se trata ni de analizar simplemente la evolución que ha marcado y definido las estrategias con las cuales el arte se ha reconfigurado a sí mismo en la sociedad contemporánea, ni examinar solamente la manera con la que ha ido modificándose el espacio público a la luz de las nuevas tecnologías comunicacionales, económicas, sociales, políticas y estéticas. Se trata más bien de situarse en una zona liminal para ver cómo se modifican mutuamente los dos polos de la relación sin que haya algo que opere de manera apriorística y acrítica; un enfoque metodológico mediante el cual las comunidades, las prácticas, los espacios físicos y virtuales, y las estrategias construyen una estructura teórica y práctica donde los elementos están en una relación de continuidad.
Por ello, los nuevos medios no son simplemente técnicas, sino “nuevos espacios habitables y ambientes comunicativos reticulares, cada vez más globales” (Guida, 2021: 7); “el network colaborativo es el modelo organizativo de referencia desde la economía a la política, en la educación o en la ecología”, “y […] en el espacio real y virtual, público y privado, individual y colectivo, se superponen continuamente”.
Tal como señala la autora en el prefacio a la edición española, a diferencia de conceptos como el de arte público, la expresión prácticas espaciales opera como una palabra clave y remite a “la expansión del espacio y del tiempo en las experiencias artísticas basadas en la comunicación que tienen lugar en los contextos públicos”( 8) tanto en modalidad online que offline. “Este texto —escribe la autora— quiere ser una contribución para interpretar la producción artística que no habita los lugares establecidos, sino los espacios públicos de la sociedad contemporánea» (251)”. Al considerar el propósito del libro y las diferentes capas teóricas que lo atraviesan y lo construyen, el mismo ensayo se constituye como una verdadera red de nudos en la cual conceptos, prácticas y transformaciones muestran la manera con la que un proyecto colectivo y participativo se va desarrollando en un espacio común.
El libro se articula en tres capítulos. En el primero se analizan las maneras mediante las cuales, a partir de los noventa, la introducción de los nuevos medios comunicacionales y la globalización han reconfigurado el concepto de público entendido tanto como espacio, así como conjunto de personas. Si, por un lado, internet ha permitido la constitución de otros espacios de agregación social, expandiendo la noción de espacio público que hasta aquel entonces remitía solamente a los lugares físicos, por otro lado, la conexión entre las personas hace que se empiece a utilizar el término comunidad, subrayando el carácter relacional que subyace al proceso en cuestión.
El segundo capítulo, a partir de la introducción de nuevas tecnologías (desde la fotografía, el cine, la televisión hasta internet) que han reconfigurado el espacio de la ciudad, analiza los cambios que han marcado la función social del arte. Los eventos de los futuristas, los ready-made de Duchamp, las manifestaciones Dadá, los proyectos constructivistas, los eventos de Fluxus, los happenings de Kaprow y las experiencias situacionistas se configuran como predecesores de las prácticas espaciales.
A partir de esta constelación de experiencias, los noventa se presentan como el período histórico en el cual esas prácticas empiezan a cristalizarse en proyectos de colaboración entre artistas y comunidades, tal como demuestra el caso de Culture in Action de Chicago (1993) analizado en el texto. Es también el período en el cual se empiezan a producir las teorías más influyentes al respecto: el new genre public art, de Suzanne Lacy, remite a prácticas que “se basan en la activación de un proceso comunicativo, requieren la participación activa de las personas en las fases proyectiva y productiva, y se sirven de métodos y modalidades propias de la actividad política, […]” (120); la estética conectiva, de Suzi Gablik, que se enfoca en la “construcción del “sí” y del conocimiento compartido” (139); el dialogue-based public art, de Grant Kester, mediante el cual “la figura del artista es definida en términos de disponibilidad a la apertura, a la escucha […] y a la aceptación de una posición de dependencia del público/colaboradores” (ibídem); y la estética relacional, de Nicolas Bourriaud, que destaca la “orientación propia de una generación de artistas cuyas obras se caracterizan por ser participativas, contextuales y, de hecho, relacionales” (140).
“A partir de los noventa, la obra de arte se hace práctica espacial, se disuelve en prácticas de tipo participativo basadas en la comunicación, el intercambio de ideas y saberes” (147). En este contexto se sitúa Cittadellarte del artista italiano Michelangelo Pistoletto, a quien está dedicada una entrevista: se trata de un “lugar colectivo donde el arte se hace compromiso civil y social mediante la actividad desarrollada por oficios autónomos” (176).
A partir de ese contexto, el tercer capítulo analiza las experiencias artísticas producidas en el espacio de la web a partir de la segunda mitad de los noventa, cuando empiezan a experimentarse prácticas de mailing list, plataformas de discusión y softwares experimentales con el propósito de desarrollar nuevas formas de sociabilidad, de construcción del conocimiento compartido y de acciones políticas que configuran el presupuesto para la construcción de nuevas subjetividades.
En este contexto se analizan experiencias como la de Eva y Franco Mattes, que “escenifican un suicidio, mostrando a miles de personas online un hombre con una cuerda alrededor del cuello, colgado en el techo de un cuarto en desorden, que durante horas apenas se mueve” (192). Este experimento produce diferentes reacciones en el mundo de los usuarios de internet: hay quien piensa que es broma, quien toma fotos con el celular, quien se ríe. Aparentemente, solamente una persona llama a la policía.
Destacan también, en esa multitud de obras analizadas, el trabajo del colectivo indio Raqs Media Collective que, mediante la obra Opus, empezada en 2001, produce una plataforma para compartir trabajos; y el proyecto WikiArtpedia, la Enciclopedia Libre de Arte y las Culturas Telemáticas, realizada por el artista Tommaso Tozzi junto con estudiantes de la Academia de Bellas Artes de Carrara.
Al seguir la genealogía de la relación entre espacio público y prácticas artísticas que el ensayo dibuja, en el lector se genera un entramado de preguntas abiertas que cuestiona directamente el mundo del arte y sus operadores: ¿quién es artista y quién espectador? ¿Y esas categorías podrían ser capaces de analizar el mundo contemporáneo? ¿Qué ocurre cuando los artistas empiezan a trabajar con las comunidades particulares? ¿El mismo concepto de artista sigue teniendo valencia en las experiencias contemporáneas de resignificación del espacio público? ¿Estamos seguros de que deberíamos seguir ocupando el termino de obra con respecto a procesos que tienen función civil, de mutuo apoyo y de construcción de políticas alternativas concretas? ¿Qué ocurre cuando al espacio público se superpone el espacio común?
El texto, más que entregar soluciones, genera dudas; pone entre paréntesis los parámetros arquitrabes que caracterizan los conceptos de espacio y de práctica para cuestionar la perspectiva rizomática que se produce a la hora de situar el debate en el espacio liminal en el cual las fronteras y los confines conceptuales se vuelven borrosos, donde lo que era parte del público ahora es parte fundamental de la realización de la obra; donde el mismo concepto de obra de arte empieza a disolverse en las urgencias políticas, civiles y sociales; donde la ciudad sustituye el museo, donde los bienes se vuelven comunes.
Al ser las prácticas espaciales una herramienta crítica capaz de abordar los cambios históricos que diseñan las relaciones entre espacio y quehacer, una perspectiva que podríamos imaginar como relación de continuidad con lo que el texto plantea, y que de hecho se esboza en las reflexiones finales, es tratar de situar las prácticas espaciales en el contexto de la problematización de lo común, de los bienes comunes y, siguiendo a modo de clímax los términos, de las personas comunes: “el “devenir otro” de los sujetos y el intercambio del bien común —que de una u otra forma el texto pone de manifiesto— son los elementos sobre los cuales reflexionar para reconstruir un proyecto político de democracia en la sociedad de las redes”(252). Probablemente, esta es la tarea con la cual los nuevos artistas, curadores, operadores del mundo de la cultura y de la comunicación, estudiantes e investigadores que quieren acoger la propuesta de la autora, tienen que lidiar. Las preguntas siguen abiertas.