El cognitariado como productor

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No. 150 / Julio-diciembre 2022 / Ensayo

Florencia Davidzon

COMUNICÓLOGA, POLITÓLOGA Y CINEASTA INDEPENDIENTE

Resumen: El presente ensayo propone una reflexión sobre el rol de los comunicadores dentro de la era del capitalismo digital: ¿para quién trabajamos y para qué?

Abstract: A reflection about the communicator’s role inside digital capitalism new era; for whom we work, for which propose.


En su texto El autor como productor (1934), Walter Benjamin dilucidó el quehacer de los intelectuales y artistas frente a la contienda del capitalismo y el proletariado. Él se preguntó: ¿para quién escribir?, ¿cuál es la autonomía y libertad de un creador literario? Y lo más importante, indicó la importancia de cuestionar la función de la obra dentro de las relaciones de producción de una época. Para Benjamin, el escritor, más que abastecedor del aparato de producción, debía ser un ingeniero dedicado a la tarea de transformar la realidad y lograr la emancipación. De este modo, “el progreso técnico es para el autor como productor, la base de su progreso político” (Benjamin, 2004: ).

Casi un siglo después de las reflexiones de Benjamin, nos encontramos ante un panorama en el que podemos decir que en el pasado “el explotador” tenía cara, nombre y apellido. Podía ser de algún modo fácilmente identificado a partir de la organización de los sistemas de explotación. Pero hace tiempo que eso no es así. Si bien es sabido que el pasado no fue mejor, el presente que habitamos en el capitalismo contemporáneo no es alentador. Los futuros que se diseñan en el contexto actual no van en la dirección de vislumbrar un espacio más fortalecido en el plano de la autonomía y las libertades creativas para el pensamiento crítico o la producción literaria, artística o intelectual en cualquier sentido. No estamos construyendo proyectos de mundos posibles para sujetos más emancipados.

En particular, los comunicadores hemos perdido de algún modo el rol hegemónico en esta materia y los periodistas dejaron de ser los encargados en proveer información de calidad o que tenga una tendencia “correcta”, como diría Benjamin, a favor de la formación de conciencias más advertidas para tomar decisiones inteligentes o formadas respecto a nuestras propias vidas en lo individual y en lo colectivo.

¿Cómo ha llegado a ocurrir esto? Hoy, en el contexto del capitalismo digital, los trabajadores dedicados a la comunicación ya no son los encargados de nutrir, velar o abogar por un mundo con hombres y mujeres más críticos, más libres ni más dueños de sus vidas. Por supuesto, no se trata de idealizar la función de los comunicadores como los garantes del conocimiento y la divulgación neutral o más pertinente al desarrollo cultural; pero el ejercicio de esa tarea involucraba ciertamente, al menos como ideal, un compromiso ético y un quehacer orientado a la construcción de una sociedad informada, pensante y participante.

Hoy los comunicadores parecemos ser simplemente mediadores de la discursividad imperante en los sistemas de circulación cooptados por el capital en la lógica del hiperconsumo. Se espera de nosotros que agreguemos aceite al motor del sistema para que todo siga funcionando; “servidores o rutineros” como los llamaba Benjamin. Y, en cierta medida, eso hacemos los trabajadores que ofrecemos nuestras capacidades cognitivas a cambio de un sustento. Es el cognitariado al servicio del sistema, como lo llamó Fraco Berardi (2003). Pero, ¿cómo sería refuncionalizar la reflexión de Walter Benjamin en el contexto del cognitariado contemporáneo? Hagamos un repaso necesario para pensarlo.

¿De qué hablamos cuando hablamos de capitalismo digital?

El capitalismo se ha transfigurado. En la actualidad, la faceta de economía digital no sólo se presenta como variante y opción dominante frente a la economía industrial que se desarrolló a principios del siglo pasado. La economía digital se ha consolidado e impuesto como la vía de evolución del sistema. Ha dejado atrás la productividad asociada en la modernidad tardía a los bienes materiales durables; aquella en la que se producía y se comercializaban productos físicos, así como transacciones mediante servicios a cambio de honorarios valorados por el tiempo y el esfuerzo.

Cada momento histórico se rige por un paradigma. Y al interior del paradigma dominante de una época se definen las necesidades y los múltiples roles de las personas en sociedad. El sistema fábrica es una estructura social; también, el tipo de humanidades que requiere para funcionar.

El acelerado y vertiginoso mundo contemporáneo dejó atrás el modelo del capitalismo industrial que operaba y se organizaba desde una cosmovisión taylorista o fordista en el cual los sujetos sociales tenían diferentes roles y valían en tanto fuerza laboral en una cadena particular de montaje con el fin de cubrir los procesos productivos de ese sistema. Así, como lo representa muy bien la película Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin, un sujeto era simplemente un eslabón en la cadena de producción. El trabajador se ocupaba únicamente de una porción del engranaje.

A diferencia del artesano o del experto de cualquier oficio, el trabajador del capitalismo industrial no tenía la visión ni la experiencia total de lo que producía, pues su trabajo se ajustaba sólo a participar de un fragmento de la cadena de producción masiva. Del obrero, así considerado en sus acciones repetitivas, no se esperaba su creatividad ni su potencialidad humanas. Se denominó proletariado a esos trabajadores acotados a su rol de mano de obra, hacedores, calificados o no, para cumplir una función en el sistema productivo.

En los tiempos que corren, las personas ya no sólo somos explotadas en tanto trabajadores por una paga, cuyo monto es siempre cuestionable, a cambio nuestra fuerza de trabajo físico. Tampoco somos explotados exclusivamente en lo que concierne a nuestro trabajo intelectual o creativo, bajo la forma del cognitariado; es decir, de un saber hacer que se pone al servicio del sistema. En esta nueva fase del capitalismo, el sistema busca generar ganancias no sobre lo que hacemos física o creativamente, sino sobre nosotros mismos como mercancía. Somos consumidores, pero también el producto que generará ganancias en las expectativas del sistema. Nuestra identidad y representación individual y subjetiva es también explotada por el sistema. Esto genera que nuestros movimientos y comportamientos en las redes sociales digitales produzcan un usufructo al capital del que nosotros no somos beneficiarios, sino productos.

Hemos llegado a la fase en la cual somos los seres humanos consumidores y usuarios de servicios digitales; los que, con nuestra participación voluntaria –aunque de cierto modo inconscientes de los alcances–, nos volvemos al mismo tiempo la materia prima del engranaje en este sistema. Así, en el capitalismo digital, del que ya se ha escrito y hablado desde hace más de veinte años, no sólo se mantienen las desigualdades; por el contrario, éstas se acrecientan o agudizan mientras se generan más ganancias sobre el capital material, pero, especialmente, sobre un nuevo tipo de capital: el inmaterial. Éste abarca tanto el usufructo rentista de lo que produce el conocimiento que genera nuestra navegación y la comercialización de ella como nuestros consumos por nuestro acceso y circulación, y por los consumos simbólicos en los mundos paralelos digitales: consumo de servicios, de vestimenta virtual, de identidad de avatares, de juegos o contenidos varios.

La era digital, o el capitalismo reticular (Manuel Castells,1995), sagazmente nos ofrece una excitación especular insistente que atrapa nuestra atención a través de imágenes que convocan con denuedo todo tipo de deseos y la búsqueda de su satisfacción. Es un sistema que nos aliena en la medida en que nosotros mismos participamos de su alimentación y contribuimos, sin saberlo, con nuestra propia participación voluntaria. De tal modo, nos hacemos presa del aparato de consumo y no sólo de bienes materiales y servicios, como antaño, sino de ideales, imágenes e identidades especulares.

Lo novedoso de este sistema de alienación es que está desplazando, incluso, el interés por la satisfacción de las necesidades básicas o los ideales de calidad y durabilidad para una consistencia en el bienestar. El capitalismo digital nos mantiene en el anhelo de la producción significante en la que el recurso más preciado son las condiciones imaginarias o especulares de la identidad. Estas carnadas simbólicas tienen el poder de hacernos continuar andando en el continuo consumo a través de la invitación de “conectividad”, “interacción”, y hasta bajo la promesa hipócrita, y un tanto cínica, de “participación”.

Sobre esto último, José Van Dijck (2013) hace hincapié en cómo se presenta la participación asociada con la idea de colaboración humana “altruista”; pero ésta no resulta ser más que una apelación que invoca a lo “comunitario” cuando lo que ciertamente se da es una modalidad compleja y no espontánea que está entre la interacción humana y la interacción no humana. Las plataformas, agrega, han construido en sus dispositivos y su diseño unas gramáticas de producción para organizar su operatividad y su usabilidad; pero, además, posicionan materia significante (es decir, simbólica) que se encarga no sólo de significar, sino de que eso sea aprendido e incorporado. Hay una construcción simbólica sobre los conceptos de “popularidad”, “gustabilidad o preferencias”, entre otros.

De esta manera, la tecnología y su automatización planificada direccionan la sociabilidad humana y, por eso, para ella no deberíamos referirnos a los nuevos medios como “medios sociales”, sino como “medios conectivos” (Van Dijck, 2013). Sin embargo, los usuarios parecieran no percatarse o interesarse tanto sobre esta distinción no menor. En parte, porque esto presenta grandes implicaciones sociales, interviene y define lógicas organizativas y cognitivas que se despliegan en la sociedad y que privilegian, por ejemplo, el valor de la cantidad por sobre calidad y cualidad de los contenidos. Las plataformas crearon y establecieron los conceptos de “hacerse/volverse amigos”, “me gusta”, “marcar tendencias”, etcétera. Establecieron la validez y univocidad de estas concepciones en este paradigma. De este modo, contribuyen a establecer percepción y realidad a través de jerarquías sociales en las que algunos usuarios se vuelven “poderosos” o “influyentes/influenciadores” por el peso de las cantidades de seguidores o de los “me gusta”; pero, por sobre todo, por la propia fuerza del sistema que perpetúa y hace más visible lo invisible a partir del procesamiento de datos y el uso de algoritmos.

En este contexto, ¿qué es la “conectividad”?

La respuesta es simple: la conectividad es vivir en perpetuo contacto y aparente toma de posición, y en disputa discursiva en los sistemas digitales. Se trata de ejercer una actividad que, de manera perversa, está promoviendo confrontaciones estériles. En el pasado, autores diversos como Antonio Gramsci (1947) y más tarde Eliseo Verón (1977) desarrollaron teorías sobre cómo las luchas sociales y la dominación primero se dan de forma discursiva y luego tienen consecuencias en la vida social. Su perspectiva era que el funcionamiento resultante de lo social es fruto de la disputa discursiva donde se imponen sistemas de pensamiento y se establecen el o los discursos hegemónicos.

El desafío actual de este sistema, que busca auto perpetuarse, es hacer que ese funcionamiento cerrado continúe hasta el infinito y que genere presencia, interés y, por sobre todo, controversias; muchas y álgidas confrontaciones. Se estimulan entonces las discrepancias y la polarización mediatizada a fin de garantizar el continuo flujo de conversación.

El trabajo enfocado en garantizar la conectividad social digital lo realizan hoy diversos actores. Entre ellos están los comunicadores. Además, “los marketineros” están interesados en incentivar la “interactividad”. En particular, compañías con modelos de negocio que viven de la publicidad, tales como Facebook, Google o Netflix, operan con el fin de que se hable de ellas y para que los usuarios vivan en ellas. Al lograr más tráfico en torno de sus productos y servicios, su valor incrementa de la mano de más anunciantes.

Hoy es cada vez más común entonces que la comunicación sea economía y la economía sea comunicación. Se han integrado estos dos campos potenciándose mutuamente en la medida en que la comunicación capitaliza y abona la explotación de nuestra libido, nuestras fantasías y deseos proyectados en las pantallas. Así, no importa tanto de qué se hable en las redes sociodigitales pues, mientras se hable y no se deje de hablar, se producirá la conectividad e interacción necesarias para garantizar el robustecimiento del sistema digital que capitaliza el tránsito de datos y las transacciones.

Para quienes se vuelven profesionales del discurso en circulación resulta fundamental que los usuarios de las redes sociodigitales o los servicios digitales, como mencionamos, sigan incentivando el tráfico hacia ciertos contenidos y el el scrolling permanente del usuario sin importar la calidad o la tendencia, la veracidad o pertinencia del contenido discursivo. Un claro despropósito en cuanto a las expectativas que planteaba Walter Benjamin para el ejercicio de la comunicación y del autor como productor a favor de la emancipación.

Los críticos del funcionamiento de la publicidad desde sus comienzos han objetado que ésta creaba necesidades. En el caso del modelo actual, bajo el capitalismo digital, es evidentemente que el sistema y las reglas imperantes de internet no han creado por sí mismas la motivación gregaria de la humanidad; es decir, el deseo de socializar. Sin embargo, sí han incentivado y potenciado de manera monopólica y no regulada la explotación de esa necesidad humana. El ser humano históricamente ha buscado empatía e inclusión y, en este modelo neoliberal digital, se exacerba esta motivación humana; se le da espacio, energía e inversión para que las personas ingresen y vivan en el mundo digital, circulen dejando de hacer otras actividades y consuman contenido sin fin para que las las empresas y corporaciones capitalicen económicamente su tiempo de navegación.

Según Del Prado Flores (2018 / FALTA NÚMERO DE PÁGINA), “En la era de producción actual, los capitalistas de la tecnología no hacen otra cosa que potenciar nuestra necesidad de comunicación llevándola al extremo, al hiper-consumo bajo la fórmula del tecno-capitalismo —ofreciendo sus bondades vestidas de tecno-utopías—, y desplazando otras dimensiones de la condición humana, que también emos y requerimos, como una vida reflexiva y contemplativa”. Esto, vale la pena recordar, no se ha dado de forma casual ni azarosa.

Según Morozov (2018), el auge y el gran crecimiento de las empresas big tech, piezas clave de la new economy, se debió en parte al hecho de que muchas plataformas han ayudado en su momento a luchar contra las crisis que se venían acumulando en el capitalismo industrial. Éstas han ayudado a muchas instituciones y ciudadanos a complementar presupuestos y rentas con nuevas fuentes de ingreso sobre la expansión inmaterial, reduciendo además drásticamente los costos. El big tech, así entendido, no es el síntoma de la crisis económica mundial, sino más bien se contempla sobre todo como una solución a los problemas que se venían acumulando; una suerte de salida del New Deal diseñado por Keynes e implementó por Roosevelt en la década de 1930 (la política intervencionista del Estado americano para luchar contra los efectos de la gran depresión). Este modelo fue amparado por todos los sectores ideológicos de la sociedad, desde la izquierda y el centro hasta la derecha, por diferentes motivos.

Sin embargo, como Morozov demuestra, la estrategia vía big tech ha logrado comprar tiempo, pero no ha solucionado la gran crisis mundial y económica en la que estamos hundiéndonos. Por el contrario, lo que sucederá, según él, es que a través de la “panacea” temporal del big tech se multiplicarán las contradicciones del sistema actual y muchos de sus elementos harán de este mundo un espacio más jerárquico, o vertical, y más centralizado. Por ejemplo, Facebook, dueño también de Instagram, WhatsApp y de todos los emprendimientos dedicados a desarrollar la discursividad de universos paralelos virtuales cada vez más interesados en expandir y crecer la experiencia de la vida social virtual por sobre la real. De allí su nuevo enfoque y nuevo nombre como compañía “Meta” o Metaverse.

Existen varios críticos sobre esta situación, voces que hacen denuncia teórica, periodística o documental, y que comentan y denuncian los peligros de la transformación social que el capitalismo digital, con sus universos virtuales, ofrece. Sin embargo, la mayoría de la población sigue prefiriendo participar del capitalismo digital. Incluso, los productores profesionales de sentido, tales como escritores, editores, diseñadores de imagen y de contenido, entre otros, continúan participando y acatando las reglas establecidas, consciente o inconscientemente, a través de su trabajo asalariado que denominamos cognitariado. Este trabajo muchas veces recrea lo banal y lo efímero, y contribuye a generar las ganancias en la era de la sociabilidad vendible.

Baudrillard (1996 / FALTA NÚMERO DE PÁGINA), hace más de tres décadas, en Videoculturas del fin de siglo, reflexionaba preocupado sobre la hiperrealidad: “la inmanencia, la transparencia, la obscenidad digital, donde todo secreto está expuesto, revelado, transparentado”. Sobre esto mismo, Del Prado Flores (2018) advirtió que las redes digitales profundizan esto y fungen como espacio para la expansión de una “comunicación pornográfica”, donde lo íntimo se transmite sin reservas. E, inspirado en Levinas, advierte que “la sensualidad privada pierde su encanto al perderse el diálogo, la distancia, la diferencia, el respeto y la alteridad de lo otros” (2018 / FALTA NÚMERO DE PÁGINA).

De esta manera, observamos que estamos en continuo histórico con este fenómeno, pero hoy no sólo se profundizan los problemas, sino que también irrumpe un parteaguas. Hace dos décadas, Eliseo Verón (2003) hizo un análisis sobre el acontecimiento mediático de la televisión masiva en Está ahí, lo veo y me habla. En su texto deconstruyó la enunciación y desmenuzó las gramáticas de producción de los programas de noticias en los que el protagonista era el sujeto que estaba del otro lado de la pantalla, el conductor o presentador de un noticiero. Antes había un único protagonista emisor del discurso con autoridad para ser actante, pero hoy esto se atomiza en una multiplicidad de actantes. Además, no está ya sólo del otro lado de la pantalla como un protagonista, diseñador solitario o productor de contenidos; sino, y por sobre todo, los actantes están detrás de cada teclado. Somos todos los usuarios de la red.

Esta es una advertencia que también estaba contenida en el texto de Walter Benjamin (1934) cuando indicó que la exacerbación de los escritores como comentadores, como lectores del periódico, ganaba terreno en extensión, pero perdía fuerza en profundidad y en calidad respecto del trabajo de los escritores. Sucede así en los tiempos que corren, en los que somos nosotros los de este lado de la pantalla los que oímos, leemos, aprendemos y entregamos nuestra data, y a veces opinamos como co-productores enunciatarios del contenido. Ganamos en horizontalidad a la hora de producir contenido. Cada vez necesitamos menos de la mediación de las grandes instituciones; pero, al mismo tiempo, se banaliza la producción y calidad no solo literarias, por supuesto, sino también críticas y reflexivas respecto a nuestro mundo y nuestro momento histórico.

Este proceso es lo que algunos analistas contemporáneos con mirada optimista o “integrada”, como Carlos Scolari (2008), recuperan del texto de Alvin Toffler, publicado 1980, La tercera ola, y popularizan bajo el nombre de pro-sumidores, al yuxtaponer la idea de productores con consumidores. Lo cierto es que no hacemos lo suficiente como población protagonista atomizada para cambiar las reglas imperantes de un sistema desigual. Sólo seguimos repitiendo el scrolling de nuestras pantallas, posteando “me gusta” y dando acceso a la recolección de datos por la que no somos retribuidos al tiempo que no abandonamos la red.

Quisiera invitarlos a reflexionar sobre el rol de los comunicólogos y sus alternativas en este sistema como parte del cognitariado en términos de Franco Berardi (2003). Una palabra híbrida que aúna dos conceptos: 1) el trabajo de la cognición y 2) la producción de semiocapital unida a la esencia de ser proletariado. Como se planteó al comienzo, cada sistema diseña a sus sujetos y los roles de humanidad que requiere para su funcionamiento. El cognitariado es la nueva clase trabajadora que aporta los conocimientos que requiere este modelo capitalista digital porque la fábrica de hoy requiere de energía mental y de energías psíquicas. Este sistema requiere de aquellos que alimenten la circulación de discurso de producción y consumo. De quienes nunca pongan en duda su funcionamiento ni su validez, un modelo que requiere de investigadores, escribas, provocadores y magos del entretenimiento. Si en el pasado necesitábamos de instituciones para mantener un sistema, tal como lo describió Althuser (1970) refiriéndose a las instituciones educativas y las escuelas, hoy necesitamos de los community managers y de muchos otros para hacer girar la discursividad encausada en las redes sociales digitales.

En aras del mercado laboral y la oferta contemporánea de puestos, muchas personas se sumaron al colectivo de trabajadores digitales, diseñadores, investigadores, ingenieros de sistemas, programadores, comunicadores, etcétera. Recordemos que los comienzos de internet tenían una visión académica y utópica de compartir conocimiento y de ser horizontal. Fue después, cuando pasó a la fase comercial, que empezó a explotar como medio y muchos pioneros trabajadores continuaron allí. Algunos ingresaron motivados respondiendo a la demanda de energía creativa, con la promesa de valoración de su individualidad como trabajadores, algo que no se contemplaba ni permitía en el viejo modelo de capitalismo industrial taylorista. Sin embargo, los trabajadores que se sumaron al engranaje digital nunca accedieron a la promesa de emancipación.

Los comunicólogos somos una pieza clave de la ideología imperante virtual. Fungimos, al comienzo, como una clase privilegiada en ascenso y nos incorporamos entusiastas a ser parte de la producción virtual bajo la promesa de mayor felicidad, más conocimiento y más experiencias; pero no pudimos escapar al sufrimiento y a los males del sistema capitalista, como todos los demás cognitariados, por dos cuestiones según Franco Berardi (2003): el sistema creyó que podía crear una clase virtual a su servicio, pero se olvidó y desestimó que los trabajadores pertenecen a cuerpos sociales y también poseen cuerpos eróticos/carnales. Por eso los comunicadores también somos presa, como clase emergente del modelo, y son parte del cognitariado.

¿Cuál sería entonces el rol de los comunicadores como parte del cognitariado en el contexto de los nuevos medios?

Durante el siglo XIX, y aún entrado el siglo XX, la sociología fue la disciplina aliada de los gobiernos, fuente de información para planificar y gestionar la dirección del destino social. Luego, los medios masivos de comunicación como la radio, el periódico y, sobre todo, la televisión, impusieron su lógica para apaciguar o movilizar a la sociedad detrás de los intereses de sus enunciadores. Claro está, la publicidad acompañó con sus herramientas persuasivas y de creatividad a los que podían pagar sus servicios.

De ese modo, se gobernaba desde los medios tradicionales masivos de contenidos informativos, de entretenimiento o culturales, de manera unidireccional.Desde ese lugar de poder se intentó, posteriormente, imponer y lograr efectividad en las redes sociales digitales. Pero, para que esto sea asequible, se ha debido actualizar el discurso, acomodarlo a la lógica y reglas de los nuevos medios, en los que el contrato de lectura implícito e imperante como se mencionó, es la interactividad, la participación y la promesa de comunicación horizontal.

Volvamos a la pregunta: ¿cuál es el rol de los comunicadores en este sistema más allá de reproducir la discursividad hegemónica? ¿Es el rol del comunicador promover que la población hable, participe y continúe enunciando su opinión pública incesantemente? ¿Los comunicadores deben promover la mercancía inmaterial en circulación? ¿Deberíamos interferir activamente en la calidad de los contenidos que se consumen? ¿Nos corresponde hacer curaduría? ¿Es nuestro rol incidir directamente en la discursividad de lo que conversa una sociedad a través de los medios digitales contemporáneos?

Vivimos aceleradamente sin detenernos a pensar críticamente en el rol de la comunicación hoy. Esto trae consigo consecuencias catastróficas para la salud de una sociedad democrática. En la velocidad de ir de prisa en la vida y de llegar a ningún lugar se vuelve muy fácil en el ámbito comunicacional perder el rumbo. De este modo es como si las palabras no tuvieran consecuencias o simplemente se las llevara el viento. Como seres sociales, vivimos en un contexto de semiosis infinita; pero, en el entorno actual, esta verborragia es incentivada desde el capitalismo digital, es estimulada para que funcione de manera estéril y no genere mayores contraindicaciones.

¿Qué aportan los comunicadores en el mercado actual de trabajo? ¿Deberían robustecer y legitimar al servicio del capitalismo reticular los conceptos de colaboración y participación, y así generar más tráfico de info-tecnología? Resulta curioso que el capitalismo anterior, el industrial, se expandió cobijado por la ideología liberal y abogó por los derechos de las personas como principio básico y, por encima de todo, el de la propiedad privada. Se esperaba que el mercado autoregulara los intercambios y, si bien también hoy se desea y se aboga por la no regulación, se desprecia el cobijo simbólico de la ideología liberal anterior. Hoy el capitalismo digital está dispuesto a avanzar y despojarse de sus ideas pasadas tan defendidas, tales como el valor de la individualidad, la libertad y la privacidad e intimidad de las personas.

El imperativo ser en primera persona; de estar en boca de todos en los medios. ¿Para qué exactamente?

En el modelo actual, la autonomía y el trabajo sin patrón, el llamado info-trabajo, requiere que los trabajadores por cuenta propia ejerzan múltiples estrategias para ser escuchados. Esto puede explicar que al abrir las redes sociales uno encuentre una abundante y desbordante demanda de atención comercial o ideológica de parte de diversos comunicadores que compiten por atraer la atención de los usuarios.

La llamada “actividad productiva independiente” en realidad es dependiente de un proceso organizado por los automatismos de la cadena de los medios tecnológicos. Estos medios demandan una adecuación al sistema. Su estrategia es despojar de derechos laborales conquistados y ofrecer en cambio flexibilidad laboral. La reflexión sobre esto es lo que nos apremia en el texto de Walter Benjamín, quien, ya en 1934, pide que pensemos las condiciones de producción intelectual de nuestra época y no seamos solamente abastecedores de contenido en el sistema, sino que participemos del rediseño del sistema mismo en el propio proceso de producción creativa, a favor de la emancipación y del pensamiento crítico.

Por eso, no es sólo agotador vivir alimentando la constante autopromoción narcisista digital en las redes para el trabajador independiente de la comunicación, sino que es siniestra la trampa, la prisión y la dependencia que genera. Esto parece ser la norma y la máxima en la cultura tecno-liberal que ha inyectado la necesidad constante hacia la competencia y la auto-explotación.

A diferencia del asalariado de antaño, que cumplía horario, tenía jefe y se sentía alienado en su tarea porque no se solicitaba su creatividad o inteligencia al cien por cierto, el trabajador autónomo de nuestros tiempos se ve obligado a identificarse con su tarea las veinticuatro horas del día y a estar preso de esta identidad mercantilizada. Por eso, los nuevos medios, sobre todo las redes sociodigitales, están llenos de personalidades hiperdemandantes de atención en un mercado desregulado, pregonando que brindan soluciones, llenos de certezas e impostando una felicidad claramente fingida.

Hoy los egos en expansión del cognitariado en su distribución digital resultan ofensivos y agotadores. Además, esto podría traer consecuencias cuando los medios se vuelven prácticamente soportes de venta sin agregar realmente valor más que constituir el espacio de un medio mercantil. El peligro y la respuesta podría ser que los usuarios dejarán de usarlos o los reemplazarán por otros medios que no les hagan perder tanto tiempo en cuestiones que no les interesan en absoluto o los interrumpen constantemente.

Por ahora, los egos cada vez se intensifican más. En la economía digital ha cobrado un lugar destacado el concepto de “reputación”, una variable importante que articula la posibilidad de destacar y de subir en la jerarquía social tanto como de perpetuar las desigualdades y condenar a la mayoría a la invisibilidad. Porque, para que unos ganen, muchos tienen que perder.

Se ha establecido que de nuestro orden jerárquico en la red depende nuestro capital social, nuestras redes de confianza, nuestra honestidad y otras muchas más cualidades, y esto se presenta como algo natural y neutral; pero esta posición es cuestionable por varias razones. Hay muchas evidencias sobre el peso de los algoritmos y sobre cómo nuestra clase social, nuestra etnia, nuestra cultura y nuestra historia familiar, o patrimonio, influyen de forma significativa en el ranking de posiciones.

Al parecer antes y después del documental El dilema de las redes sociales (2020),la población general acepta los resultados de lo que arrojan las redes sin cuestionarlos. Hoy “valora” lo popular por sobre lo certero, lo atinado, lo validado o lo correcto. Pero, resulta más curioso que el comunicador también parece obnubilarse y perderse en el poder hipnótico del “dataísmo” y olvidarse de que los resultados no son propios de la tecnología, sino de una cultura que los construye y los permite. Resulta inquietante que haya, inclusive, muchos dispuestos a magnificar estas falacias tanto como los que, pudiendo dar cuenta de esto, no se oponen a ellas.

El trabajador de la comunicación históricamente estaba motivado para incidir en la opinión pública, para reconstruir, estimular o intervenir el relato colectivo. Creía tener un rol social: informar a la masa para construir una sociedad más educada que pudiera discernir mejor sobre las cuestiones públicas y aportar en el engrandecimiento de las instituciones de su comunidad. Sin embargo, bajo el capitalismo digital, en cual se potencia lo fragmentario y el individualismo, y en el que ya no hace sentido trabajar para la configuración de un concepto de “pueblo” o al servicio de las tomas de decisiones de un “nosotros”, el rol del comunicador es el de generar diálogos para construir ciertos acuerdos en medio de la diversa “multitud” (Virno Paolo, 2016). Ser comunicador se vuelve un verdadero reto.

Los comunicadores en el capitalismo digital

En la era actual, la era post-humanista, y cada vez más neo-feudal, los comunicadores adoptan diversos roles sociales. Al igual que en la era anterior del capitalismo industrial y en el humanismo, un rol posible era develar los hilos que encubrían las decisiones de unos cuantos que afectaban a la población para ayudar a las comunidades a la autodeterminación de su presente y futuro. En nuestro presente se podría continuar con esa tradición y elegir la liga de los “apocalípticos”, los escépticos o los trabajadores que optan por la desobediencia y la insurrección a través de la comunicación. Desde allí, ejercer como asesores, teóricos e intelectuales que ofrecen pensamiento crítico y trabajan sintiéndose incómodos con el statu quo y que por eso procuran cambios en el mundo que les toca vivir. Escriben y accionan desde múltiples lugares para modificar el presente o lo “real”. Porque saben que lo simbólico tiene impacto en la construcción de lo material y su práctica cotidiana los vuelve panaderos simbólicos de sus comunidades

Por otra parte, está la opción de sumarse a la liga de los “integrados”; las filas de los que están satisfechos con el mundo tal cual es, con sus reglas escritas y no escritas, y buscar con su profesión progresar, hacerse un espacio para liderar esta realidad ganando para sí visibilidad, actuando en competencia y trabajando para expandir su voz y ocuparse en evangelizar sobre las bondades de la nueva era. Son los que se dedican hoy a crear agenda sobre lo cotidiano. Motivan a avanzar por el camino lineal hacia el progreso tecnológico y profundizan la dirección unilateral del modelo actual. En este contexto, dedicarse a la comunicación sería lo mismo que dedicarse a la economía, según Berardi (2003), donde la informatización de las mercancías produce elasticidad en la circulación y mantiene el proceso fluido. Para los que se inclinan por este segundo camino, dedicarse a la comunicación es una progresiva sumisión de esta disciplina al modelo económico.

Y tú qué eliges ser: ¿apocalíptico o integrado?

Tal vez no sea tan simple decidirse, o no se pueda tomar una elección sobre esta dicotomía planteada, o elegir entre opciones binarias cerradas. Nuestra realidad post humanista nos enfrenta a dilemas donde las alternativas y los escenarios son difíciles de simplificar y segmentar en dos colores, blanco o negro.

Vivimos en contextos donde es difícil sostener nuestra existencia material y, por ende, para “sobrevivir” optamos por el camino de los “integrados”. Requerimos operar en este mundo en el que la realidad no deja de desafiarnos constantemente. No obstante, esto no es justificante suficiente para volvernos ciegos o dejarnos atrofiar en nuestra racionalidad y nuestra responsabilidad social.

¿Cuál es la perspectiva? En esta economía omnipresente, y respaldada por la recopilación masiva de datos, sumergidos en un modelo que no avanza hacia el “nirvana igualitario”, como sostuvo Morozov (2018, p. 21), donde se nos da sólo un estado de bienestar temporal, paralelo, digital y privatizado, nos adentramos en un sistema de demanda de servicios más baratos, con condiciones de trabajo más precarias y donde más allá de algunas pocas start-up temporales, hay sólo pocas empresas tecnológicas que se reparten el mercado a partir de diferentes modelos de negocio de “plataformas”: Google, Facebook, Microsoft y Amazon, y en el que lo freemium no continuará, sino que es probable que se incremente un modelo económico rentista. La comunicación y los comunicadores fungirán como mercenarios de estos patrones en sus dimensiones de información, entretenimiento, cultura y educación.

Sin embargo, nuestros valores, esos que configuran quiénes somos, nuestra humanidad y el futuro de nuestra especie, reclaman de una mayor y constante reflexión ética en nuestro quehacer. Se trata de optar por mantener vivas las preguntas: ¿para quién hacemos lo que hacemos?, ¿queremos prestar nuestra inteligencia y nuestra creatividad para desarrollar esta innovación?, ¿?, ¿es realmente necesario este otro objeto, promover este nuevo servicio o esta o aquella campañas de comunicación?

Apunte final. ¿El rol del comunicador consiste en ser el peón del sistema actual?

Aunque hoy pareciera que todo está permitido, y todo se puede y vale, urge cuestionarnos: ¿desde nuestro lugar de comunicólogos podemos hacer alguna diferencia? No tengo muchas respuestas, pero sí una muy grata información derivada del intercambio cotidiano con varios colegas. No es cierta la frase: “si yo no lo hago, otro lo hará”. A muchos nos preocupa esto mismo y estamos dispuestos a no participar con nuestro trabajo en incentivar la circulación del discurso envolvente.

Es momento de recordarnos que nuestro rol también es hacer lo correcto, invitar a la duda y al cuestionamiento, y, primordialmente, no anularnos como analistas de los discursos. Se trata de obligarnos a potenciar nuestras capacidades a fin de ofrecer alternativas a la organización de la vida personal y la colectiva para seguir estimulando el pensamiento dentro y fuera de internet. La manera parece ser importante. Lo dijo Benjamin (1934) cuando señaló que el escritor (en este caso, el productor, comunicador y el cognitariado contemporáneo) debe enseñar a otros a escribir el modo que conviene. Animar a la producción indicando el modo y renovando el sistema.

Está en cada uno decidir si trabaja para los constructores y productores simbólicos del imaginario utópico de ciudades inteligentes, de una realidad virtual paralela, de ayudar a posicionar cuentos de hadas ocultando sus oscuridades, estimular ciertos consumos y adicciones; una sociedad de control, de privaciones o de infelicidad. Pero, también en nosotros está el poder de optar por ser actantes, grandilocuentes o últimos del ranking digital de la deconstrucción anónima de los muchos conceptos sociales en circulación que se erigen como únicos posibles en nuestra era.


Fuentes

  • Althuser, Louis, (1970). Aparatos ideológicos del estado. Argentina:Edicion Quinto Sol.
  • Baudrillard, Jean (1996). Videoculturas de fin de siglo. España: Cátedra.
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  • Benjamin, Walter (2004).El autor como productor. México: Editorial Ítaca.
  • Berardi, Franco (2003). La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global. España: Traficante de Sueños/Mapas.
  • Castells, Manuel (1995). La ciudad informacional. España: Editorial Alianza.
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