Identidad y Virtualidad. Aproximaciones desde la Comunicación

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Presentación: Nociones básicas sobre identidad y virtualidad

No. 150 / julio-diciembre 2022 / ensayo

Colaboración invitada

Gabriel Pérez Salazar

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE COAHUILA


Identidad y virtualidad: Aproximaciones desde la comunicación
Gabriel Pérez Salazar
México, Editorial Tintable, 2021


1.1. Un día en la vida de un friki-profe

Son las 6:30 am y comienza mi día. Mientras desayuno me conecto por unos minutos a Facebook desde mi dispositivo móvil. En el grupo de Star Trek que sigo, se habla de las nuevas series que en los siguientes años continuarán esta saga creada en 1966 por Gene Roddenberry. Reacciono con un corazón. Es 4 de mayo. Mis notificaciones están llenas de memes que repiten: May the 4th be with you! Comparto uno particularmente emotivo con la imagen de Grogu[1]. Ya en la Facultad, minutos antes de iniciar mi clase de las 8:00 am, aún me da tiempo de hacer una publicación en mi muro con un par de referencias académicas sobre cultura digital.

Soy plenamente consciente de la manera en que todas estas acciones dan indicios de algunos de mis rasgos identitarios. Mi afición a Star Trek de ninguna manera se opone a mi autoasignada condición como trekkie[2]. Hay en mi friki[3] corazón lugar para ambos universos narrativos, a un lado de El Señor de los Anillos, Harry Potter, el MCU[4] y muchísimos otros productos culturales. La cultura pop juega un papel fundamental en algunas de mis relaciones sociales. Desde ahí conecto no solo con muchos de mis amigos, sino también con mi hijo, a quien inicié desde muy temprana edad en la afición por el eterno duelo entre jedi y y es capaz de distinguir sin problemas un personaje vulcano de un romulano.

Igual sucede con el mundo académico al que pertenezco desde hace casi un par de décadas. Una porción relevante de mis publicaciones en esta plataforma sociodigital, tiene que ver con reflexiones sobre mis líneas de investigación, con calls for papers, oportunidades laborales para profesores-investigadores y memes que revelan las dificultades de enfrentarse al implacable Revisor #2.

Cada una de mis enunciaciones, en todas mis cuentas y representaciones virtuales, contribuyen a generar una narrativa de quién soy… o al menos, de aquello que permito a los demás saber de mí. Esta conciencia, es la misma que entró en juego cuando esa mañana elegí qué ropa ponerme para ir a trabajar. En esta época del año ya hace calor, por lo que la playera de Dark Side of the Moon de Pink Floyd, me pareció bien.

Esta es la esencia de este libro.

En las siguientes páginas hablaremos sobre identidad y su manifestación en los espacios virtuales. Se trata de una aproximación desde el campo académico de la Comunicación, que partirá de una serie de definiciones conceptuales en este apartado introductorio. Luego, en los subsecuentes capítulos que integran esta obra, se presentará una selección de abordajes a partir de dos miradas específicas: la ontología fenomenológica de Sartre y las reflexiones sobre el sí mismo de Mead, a las que se sumarán muchos otros acercamientos conceptuales, desde muy diversas corrientes y marcos interpretativos.

Esta selección, apoyada en la Filosofía y en la Sociología, responde a la necesidad de establecer los procesos identitarios como una manifestación esencialmente comunicativa. A partir de ambos autores, argumentaremos que, desde las Ciencias Sociales, una aproximación al estudio la identidad debe partir de su manifestación, es decir, de los procesos de sentido y las puestas en común que socialmente se generan a partir del ser.

Sin duda, se trata de un planteamiento que pudo haber sido diferente[5]. Cada abordaje sobre la identidad lo es, y refleja las trayectorias epistemológicas y las áreas de interés particulares de sus autores, en las que se expresan algunos rasgos identitarios que nos constituyen. Como plantearemos a lo largo de esta obra, no podría ser de otra manera. Incluso la producción académica (y especialmente desde las Ciencias Sociales) parte de lo que esencialmente somos quienes la generamos, al menos en el momento en que lo hacemos.

Así, en términos generales, la intención es plantear algunas interrogantes en torno a la identidad ¿En qué consiste esta categoría? ¿Cómo ha sido descrita? ¿Qué apreciaciones han surgido en torno a ella? Enseguida haremos un recorrido general que nos permita acercarnos a la identidad, desde una perspectiva teórica.

1.2. Aproximaciones a la identidad como categoría conceptual

Con base en autores como Giddens (1997), Giménez (2000), Mead (2009), Branaman (2010) y Hall (2010); podemos decir que la identidad es un concepto que tiene que ver con la distinción, con todos aquellos atributos que nos hacen reconocibles, tanto ante los demás, como desde nuestras propias auto concepciones. La identidad parte de una dicotomía fundamental: el yo en oposición al no-yo (es decir, el otro).

El primer énfasis que haremos en este acercamiento tiene que ver con la identidad vista como un proceso. Lo que el yo considera sobre sí mismo y lo que los otros asignan al yo, se encuentra en constante transformación, dependiendo de una gran cantidad de factores de tipo tanto personal como contextual. La identidad es flexible, fluida (líquida, propone Bauman, 2005). Lo que hoy somos, mañana puede cambiar, y no solo en los evidentes términos etarios (antes, yo era joven, hoy la primera palabra que viene a mi mente es maduro, luego seré mayor); sino también en función de otros cambios que atravesamos a lo largo de nuestra vida, que median en cómo somos vistos por los demás, y que pueden ser ideológicos, de pertenencia, roles sociales, etc. Desde Berger y Luckmann, esto además tiene una serie de implicaciones de causalidad circular muy importantes, en lo que identifican como una estructura estructurante:

Una vez que cristaliza, [la identidad] es mantenida, modificada o aun reformada por las relaciones sociales. Los procesos sociales involucrados, tanto en la formación como en el mantenimiento de la identidad, se determinan por la estructura social. Recíprocamente, las identidades producidas por el interjuego del organismo, conciencia individual y estructura social, reaccionan sobre la estructura social dada, manteniéndola, modificándola o aun reformándola (2006: 214).

El segundo aspecto central en términos de la identidad, es que toda construcción del yo parte de la interacción con los otros. Sin desestimar de ninguna manera la capacidad de agencia[6], se piensa que tanto lo que el yo define sobre sí mismo, como lo que el otro le atribuye, parten de la interacción social. Por ejemplo, ante mi nacionalidad como mexicano, desde el conjunto de construcciones sociales disponibles, esta dimensión anticiparía una serie de preconcepciones sobre mi persona que, ciertas o no, encuadrarían una posible interacción en términos de puntualidad, confiabilidad, desenfado y muchas otras consideraciones de tipo personal que han sido estereotipadas a nivel global a través de muy diversos productos culturales. En la actualización de cada interacción, estas posibilidades serían confirmadas o refutadas, y cada una de mis acciones contribuiría a presentarme ante los demás como eso que soy. Las reacciones de aquellos con quienes llegase a interactuar, podrían en alguna instancia confirmarme si efectivamente soy tan puntual como creo ser, o, en todo caso, llevarme a un replanteamiento de mí mismo. Retomando a Berger y Luckman (2006), hay un interjuego recíproco entre lo que los demás creen sobre mí (que es la dimensión social de mi identidad) y lo que yo creo de mí mismo (dimensión personal). Entenderemos la identidad como la intersección de estas dos dimensiones.

La otra implicación de este aspecto relacional sobre la identidad, es que se trata de un proceso que ocurre fundamentalmente a partir de una forma muy concreta de práctica social: la comunicación. En dichas interacciones tiene lugar un intercambio de sentidos, una serie de puestas en común que reflejan la esencia del ser. En términos de Giddens, “no somos lo que somos, sino lo que hacemos” (1997, pág. 96); es decir son nuestras prácticas, enunciativas o de cualquier otra clase, lo que revelan a los demás lo que somos; sobre todo si consideramos las nociones de Austin (1962) y Searle (1994) sobre el hacer con las palabras y los actos del habla, respectivamente.

Aunque profundizaremos en esta discusión en los siguientes capítulos, conviene destacar la importancia que tiene la comunicación en los procesos de construcción de la identidad, tanto ante los demás, como en la conformación del yo. En términos de la identidad social que proyectamos hacia nuestro entorno, cada acto comunicativo parte de lo que somos, de nuestra ontología fenomenológica; es decir, de las manifestaciones conscientes e inconscientes de nuestro ser. Sin embargo, como sugiere Mead (2009), hay una serie de símbolos significantes que contribuyen a nuestra propia objetivación, a ser conscientes de nosotros mismos y con ello dar lugar a la (re)elaboración constante del yo. Así, no solo somos socio-signos para aquellos con quienes interactuamos, sino también para nosotros mismos. Esta es la base de la Teoría Comunicativa de la Identidad[7], a partir de autores como Hecht y Hopfer (2010).

En tercer lugar, la identidad es múltiple. Con esto, se quiere decir que el yo se manifiesta (y construye) a través de una infinidad de ámbitos y elementos. Algunos tienen que ver con la constitución física del sujeto: complexión, estatura, color de piel, cabello y ojos; etc. Otros, parten de su pertenencia a diversos colectivos de tipo cultural: religión, etnia, etc. Los hay también de naturaleza política: nacionalidad, militancia, etc. Trabajos relativamente recientes, hablan además de aspectos que parten de los consumos culturales, sobre todo cuando estos tienen una relevancia simbólica particular, como la devoción a un equipo deportivo, o sumarse al fandom[8] de alguna serie, autor literario o género musical. Cada ámbito de interacción, con cada sustancia relacional, permite la manifestación de diversas dimensiones de la identidad, a veces de manera más o menos discreta[9], y en ocasiones, como una gama de variables simultáneamente evidentes y reconocibles que se entrecruzan y que pueden ser difíciles de separar.

La identidad como noción, cuenta con una serie de antecedentes históricos, a los que sólo nos referiremos muy brevemente. Por ejemplo, en la Psicología, se habla de Freud y la construcción del yo, más o menos al mismo tiempo que autores de la Sociología como Marx, Weber, Durkheim y Simmel se refieren a las estructuras constituyentes del sujeto, entre finales del siglo XIX y la primera parte del XX (Giddens, 1997; Hall, 2010), luego de las profundas transformaciones derivadas de la Revolución Industrial que dieron lugar a la migración a las grandes ciudades, con los consiguientes replanteamientos en función los sentidos colectivos e individuales de pertenencia. Posteriormente, como Branaman (2010) plantea, la discusión sobre el ser da lugar a otras posturas y consideraciones, que se ubican tanto en el Posestructuralismo como en el Posmodernismo. Siguiendo a este autor, mientras que para Foucault la identidad conduce a nuevas formas de control social, para autores como Baudrillard y Bauman, el énfasis está puesto en los procesos de fragmentación que sufre el sujeto a consecuencia de los masivos y veloces flujos de información a los que nos vemos expuestos. En contraste, para Giddens y Beck, a pesar de dichos procesos, el individuo mantiene una esencia constitutiva a lo largo del tiempo y de los múltiples entornos en los que puede ubicarse:

La identidad del yo no es un rasgo distintivo, ni siquiera una colección de rasgos poseídos por el individuo. Es el yo entendido reflexivamente en función de su biografía. Aquí identidad supone continuidad en el tiempo y el espacio; pero la identidad del yo es esa continuidad interpretada reflejamente por el agente (Giddens, 1997, pág. 72).

La esencia de la identidad para este autor tiene que ver con la continuidad. “La identidad de una persona no se ha de encontrar en el comportamiento ni -por más importante que ello sea- en las reacciones de los demás, sino en la capacidad para llevar adelante una crónica particular” (1997, pág. 74). Se trata de un planteamiento en el que las trayectorias históricas del yo resultan fundamentales para entender lo que se es, tanto como proceso introspectivo, como de representación ante los demás. En los siguientes capítulos hablaremos de cómo estas narrativas biográficas, en tanto constituyentes identitarios, pueden ocurrir a partir de diversos dispositivos tecnológicos.

En este contexto, Goffman (1981) resulta un referente fundamental en la reflexión sobre la dimensión social de la identidad. Apoyándose en la metáfora del teatro, para este autor, el sujeto es capaz de distinguir dos estados en términos de las prácticas que realiza: de escenario, cuando es consciente de que se encuentra en una posición en la que es perceptible ante los demás, y ajusta su comportamiento en consecuencia; y tras bambalinas, cuando no hay ninguna representación (performance) en función de alguna posible audiencia de su ser. La consciencia de mi ser que es (entre otras cosas) simultáneamente académico, melómano y friki, corresponde precisamente a esta primera posibilidad.

En su planteamiento, Goffman (1981) habla de máscaras para referirse a las prácticas que son realizadas por los sujetos a partir de los roles sociales asumidos y accesorios que tienen la función de manifestar o confirmar aquello que se es. Dado que los actores sociales no pueden disociarse de sus respectivos roles, para este autor, la idea de las máscaras nada tiene que ver con una pretensión de engaño, sino de una representación que parte de los patrones culturales establecidos en relación con dichos roles, muy en el sentido de lo que ya habíamos visto con Berger y Luckmann (2006). Los accesorios, por otro lado, constituyen signos que contribuyen a la identificación del ser, y están dados por elementos como la vestimenta (como mi playera de Pink Floyd), el arreglo personal (el largo del cabello, dejarse o no el vello facial, en el caso de expresiones de género masculinas) e insignias (en el más amplio sentido de la palabra); entre otros.

Algunos de los planteamientos de Mead (2009) y Giménez (2000) guardan una estrecha relación con esta propuesta de Goffman (1981), de manera que es posible reconocer la existencia de al menos tres aspectos en torno a los cuales se construye la identidad de los sujetos: atributos identificadores, su trayectoria (que es una secuencia de prácticas performativas) y su pertenencia a colectivos (muchos de los cuales dan lugar a roles, con sus respectivos accesorios y máscaras). Mientras que los atributos identificadores se refieren a aspectos que ya hemos mencionado, y que son de naturaleza tanto física como idiosincrática, las trayectorias tienen que ver con la historia de sus representaciones sociales ante los demás. Como ya habíamos mencionado, los actos de expresión de identidad no están sujetos a momentos únicos, sino que se trata de procesos constantes. Desde el punto de vista del sujeto, su identidad atraviesa por continuas transformaciones, en tanto estructura interpretativa y de sentido, así como de manifestación de su ser. En función de los otros, hay una secuencia histórica de interacciones y manifestaciones del yo, a través de las cuales lo que se es ante los demás, se va modificando también.

Lo anterior implicaría que puede haber una relación directa entre la cantidad y fidelidad de los acontecimientos sociales que construyen la identidad de una persona, y las posibles correspondencias que existan entre lo que el yo considera de sí mismo, con lo que los demás perciben e interpretan; un poco como en la ventana de Johari.[10] En otras palabras, si el historial de interacciones ha sido reducido o lejano en el tiempo, es probable que aquello que un sujeto identifica de sí mismo, pueda diferir significativamente de los atributos identificadores que le son socialmente asignados[11]. Por el contrario, si los acontecimientos de interacción y de construcción de sentido sobre el sujeto son más o menos frecuentes y/o recientes, es más probable que el sentido de sí mismo ante los demás y frente a sus propias autoconcepciones, tienda a guardar una correspondencia más cercana.

Evidentemente, en esta ecuación también entran en juego las correspondencias entre lo que se es y lo que el sujeto presenta ante los demás de sí mismo. Por muy diversos motivos, una persona puede proyectar hacia el otro rasgos que no necesariamente coinciden con su esencia como ser. En algunas ocasiones, esto puede tener que ver con la necesidad de pertenecer a algún colectivo determinado; aspecto que Noelle-Neumann (1974) desarrolló ampliamente en su teoría de la espiral del silencio. Por ejemplo, en comunidades con características fundamentalistas donde la supervivencia social depende enteramente de la conformidad y el apego a las normas, esto puede ser particularmente notable; independientemente del tipo que sea: política, religiosa, académica, y hasta por hábitos de alimentación (veganos / carnistas), etcétera. Si bien es posible concebir la posibilidad de establecer este tipo de proyecciones no coincidentes hacia los otros de manera sostenida a lo largo del tiempo (especialmente cuando puede ser la diferencia entre la vida y la muerte, como históricamente ha sido en regímenes dictatoriales), lo anterior ocurre con un muy notable desgaste de recursos personales, como estabilidad emocional, energía y confianza en los otros. Como es evidente, las discontinuidades entre la esencia del ser y la representación que se haga ante los demás, no necesariamente tienen que ver con actos deliberados de deshonestidad, sino muy frecuentemente, con algún tipo de sobrevivencia, así sea simbólica.

Cuando el contexto en el que ocurren las interacciones sociales tiende a ser menos demandante en función de estas aparentes conformidades y apegos estatutarios, es posible concebir entonces representaciones del yo que tengan una mayor correspondencia con la manera en que cada sujeto se concibe a sí mismo. El entorno juega un papel muy importante en las enunciaciones que reflejan lo que se es, e intervienen procesos muy complejos de negociación entre lo que se refleja de uno mismo y lo que los patrones culturales establecen que debería ser manifestado. Esta es una discusión que retomaremos en el capítulo cuatro, cuando hablemos de la identidad en función del género.

En relación con lo anterior, hay un tercer aspecto sobre la experiencia social de la identidad, que consideramos oportuno reiterar: las identidades colectivas (Giménez, 2000; Wolton, 1999). Esta dimensión se construye alrededor de un núcleo determinado de símbolos y representaciones sociales que son compartidos por una comunidad, y que puede darse desde una muy amplia diversidad de factores, que van desde aspectos lúdicos (como los consumos culturales a los que ya nos hemos referido), productivos (la pertenencia a un determinado centro de trabajo o escolar), de tipo institucional (como la adscripción a una asociación de beneficencia o religiosa), políticos (como la nacionalidad y sus posibles expresiones de nacionalismo) o de naturaleza cultural, como un grupo étnico o la identidad regional; entre otras posibilidades.

En todos estos casos, la distinción se pluraliza, de tal manera que el yo se convierte en un nosotros. Dice Habermas:

De nuestra identidad hablamos siempre que decimos quiénes somos y quiénes queremos ser. Y en esa razón que damos de nosotros se entretejen elementos descriptivos y elementos evaluativos. La forma que hemos cobrado merced a nuestra biografía, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separarse en la descripción de nuestra propia identidad de la imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconocidos por los demás (2007, pág. 115).

El nosotros se manifiesta de forma separada de aquellos que no pertenecen, es decir, de los otros. Además de ocurrir una interiorización de los patrones culturales de los colectivos a los que pertenecemos (Giménez, 2000), como Spivak (1985) ha sugerido, existe una tendencia a representar la alteridad desde creencias estereotipadas. Cuando esto ocurre y se manifiesta en actos que son el resultado del ejercicio de alguna forma asimétrica de poder, se dice que ha habido un proceso de otrificación. Para este autor, la otrificación es prácticamente inevitable en todos los procesos sociales de identidad colectiva. Esta relativamente apocalíptica concepción sobre el otro, parte de la idea de que la alteridad con frecuencia es percibida como una fuente de competencia o de amenaza, tanto física como simbólica: el equipo deportivo rival que se establece como obstáculo ante la victoria, el inmigrante que es enmarcado en un discurso demagogo como un adversario desleal en el mercado laboral, o en el devoto de una fe distinta que vive tradiciones ajenas a las propias.

En algunos casos, como Berger y Heath (2008), plantean hay ocasiones en que se recurre al empleo de emblemas y distintivos no tanto para denotar la afiliación con un grupo determinado, sino más bien para distinguirse de algún otro en particular, con el que no se desea ser relacionado. En este sentido, Smaldino (2019) plantea que no es posible (ni deseable), expresar cada faceta de la identidad, en virtud de su multidimensionalidad. Dependiendo del contexto, los sujetos recurren a repertorios[12] específicos en la expresión de sus rasgos identitarios. Uno de los criterios de adaptación que han sido identificados, tiene que ver precisamente con esta distinción, es decir, las particularidades que implica destacar una faceta concreta del yo. Por ejemplo, en México, dentro de la comunidad geek, existe una gran cantidad de seguidores de Star Wars, pero muchos menos de Doctor Who[13]. Según este planteamiento, ante representaciones sociales más o menos equivalentes en torno a estos dos productos culturales, en una convención como la Animex[14] en Monterrey, yo tendría mayores posibilidades de destacar mi whovianismo por encima de mi afición por la saga de Lucas. Algo similar opera a partir de las aficiones deportivas y las insignias de pertenencia que se portan en eventos públicos.

Por otro lado, resulta claro cómo en las relaciones colectivas con la alteridad, entran en juego intereses institucionalizados que encuadran al otro en función de aquello que pudiera incidir de alguna manera en una posición de poder. En las retóricas embaucadoras de la praxis política, es precisamente desde la otrificación donde hemos observado que se construye la relación simbólica de quien es señalado como ajeno, y suele recurrirse a estos grupos en la búsqueda de explicaciones superficiales y falaces sobre la causa de algún problema. Para el régimen nacionalsocialista alemán, los judíos, gitanos, comunistas, homosexuales, personas con discapacidades y disidentes políticos, fueron representados de esta manera; y su otrificación basada en un proceso de deshumanización llevó a las terribles consecuencias que todos conocemos. Racionalizaciones similares tienen lugar desde todo tipo de instituciones. En las religiosas, la feligresía suele representar la posibilidad de un ejercicio del poder, no solo en lo económico, como fuente de recursos, sino también en el ámbito político y en el simbólico. El fenómeno del otro se convierte en un recurso discursivo de poder[15].

Desde un análisis sociohistórico, Todorov (1991) se refiere a las representaciones colectivas que ocurrieron entre los siglos XV y XIX, a partir de los procesos de colonización. Potencias como España, Francia, Inglaterra, Holanda, Portugal, Alemania e Italia (cada una de ellas en su momento), casi sin excepción hicieron una construcción del otro que iba desde una superficial e ingenua narración de lo exótico en el mejor de los casos, hasta la franca negación de todo aquello que no correspondiera con los patrones estéticos y culturales centroeuropeos. Este tipo de otrificación enfatizó la diferencia entre lo civilizado (lo europeo, claro está) y lo primitivo, y en buena medida constituyó la base de una retórica racista y etnocéntrica que prevalece en la actualidad.

La crítica a la sociedad de masas hecha desde los más radicales acercamientos de la Escuela Crítica de Frankfurt (especialmente evidente en Horkheimer y Adorno, 1994; aunque ya anticipada desde Ortega y Gasset, 2003), llevó a consideraciones similares en relación con los productos culturales, haciendo una distinción entre el alta y la baja cultura. Evidentemente, tales encuadres no son sino una reminiscencia del etnocentrismo europeo, en las que, por ejemplo, se establece que la única música digna de ser escuchada es la llamada clásica. Por extensión, quienes llevan a cabo consumos culturales de formas culturales alejadas de estos patrones estéticos (convertidos en auténticos referentes axiológicos), son frecuentemente otrificados a partir de términos como naco[16], corriente, y vulgar.

Así, los actos de otrificación pueden ir desde procesos cognitivos internos como el temor o la suspicacia dirigida a la alteridad grupal, hasta su actualización en prácticas discriminatorias; es decir, en las que se da un trato diferenciado, se excluye a un determinado grupo o se limitan sus derechos fundamentales, sin que haya otra razón más que la pertenencia a un colectivo determinado, que puede ir desde rasgos étnicos y religiosos, hasta los dados por sus consumos culturales.

Para Castells (1997), las identidades colectivas dan lugar a tres posibilidades en su elaboración: legitimadora, de resistencia y proyecto. La primera es aquella que es impuesta desde las instituciones hegemónicas, como una forma de racionalizar y extender su control. Un ejemplo de ello en México fue el proyecto de identidad como país basado en el mestizaje[17], impulsado por diversas ideologías nacionalistas desde el S. XIX. Durante el periodo posrevolucionario en la primera mitad del Siglo XX, los mecanismos de construcción de esta identidad se apoyaron tanto en la educación pública de Vasconcelos, como en los discursos reiterados en las industrias culturales (entre los que destaca la llamada Época de Oro del cine nacional y la música popular), con brutales consecuencias en la diversidad étnica y la identidad social de los pueblos originarios.

La identidad de resistencia, como su nombre lo sugiere, surge en los grupos subordinados y/o excluidos, en oposición a la identidad legitimadora. El levantamiento zapatista en México a mediados de la década de 1990 es un ejemplo de ello, sobre todo en términos de lo que dicho modelo del mestizaje había implicado para las comunidades indígenas.

La identidad proyecto, por otro lado, no necesariamente parte de una oposición, sino que, con base en los elementos culturales disponibles en un contexto determinado, los actores sociales “construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social” (Castells, 1997, pág. 30). Aunque este autor presenta como ejemplo a las feministas, que plantean un nuevo modo de relación social alejado del patriarcado; se trata de una propuesta que en algunos puntos involucra también a muchos grupos de las comunidades LGBTQ+[18], asunto que ampliaremos en el cuarto capítulo.

Como hemos establecido hasta este punto, en buena medida, la identidad es un asunto de distinción, de separar lo que se es de lo que no, tanto en el plano individual como en el colectivo. Esta es una de las discusiones centrales desde la teoría de los sistemas sociales, como ha sido planteada a partir de autores como Von Bertalanffy (1976), Luhmann (1984) y Maturana y Varela (1990) (entre otros). En trabajos anteriores (Pérez, 2016), hemos sugerido que la identidad también puede ser entendida como una condición autorreferencial del sistema de conciencia reconociéndose a sí mismo en oposición a su entorno, y en particular, hacia otros sistemas de conciencia con los que se relaciona. Cuando hablábamos anteriormente de escenarios de interacción, acá nos referimos a acoplamientos estructurales posibilitados por el sistema comunicación.

Dado que la identidad puede referirse a un conjunto de estructuras interpretativas de carácter tanto interno (en su autorreferencialidad) como externo (al ajustarse en función del entorno), se manifiesta simultáneamente como estructura primaria (en tanto patrones longitudinalmente consistentes del yo) y como hiperestructura (en la interiorización de rasgos colectivos del entorno). En ambos casos, son el resultado de todos aquellos acoplamientos estructurales que han tenido lugar en el pasado, por lo que dicha autorreferencialidad, debe entenderse como una operación de preservación de la estructura misma ante la alteridad, ante el entorno en el que se ubica el sistema, en sus planos individual y grupal. Tal entorno está dado por una complejidad similar: otros colectivos y otros sistemas de conciencia con los cuales ocurren también una infinidad de acoplamientos estructurales, que se ajustan de forma interna en operaciones autopoiéticas de morfogénesis, para mantener su existencia. El alter es igualmente importante en los procesos de autorreferencialidad, y sus estructuras internas de sentido se orientan igualmente hacia la distinción.

En síntesis, podemos decir que estos han sido algunos de los principios fundamentales en la concepción de la identidad:

1)Es una operación de distinción sustentada en la autorreflexión.

2)Está sujeta a un constante proceso de cambio.

3)Se construye a partir de la interacción comunicativa.

4)Tiene múltiples ámbitos de expresión y construcción.

1.3. Virtualidad e identidad

Por otro lado, nuestro abordaje contempla una segunda categoría de análisis: la virtualidad. Desde Lévy (1999), esta noción alude a un espacio de representación simbólico en el que tienen lugar procesos de interacción social que se actualizan a partir de diversas dimensiones, entre las que destacan tiempo y espacio. Lo virtual suele ocurrir a partir de rompimientos espaciotemporales, en los que estas dimensiones se actualizan en función de los participantes en los procesos relacionales. Por ejemplo, se dice que un acto comunicativo es virtual, porque ocurre en tiempos y/o espacios distintos para quienes intervienen en él[19]. El sentido, la puesta en común implícita a toda comunicación, puede generarse de forma sincrónica (es decir, en tiempos coincidentes, pero espacios distintos) o bien, de manera asincrónica (en tiempos y espacios diferentes).

Desde esta concepción, es claro que lo virtual no necesariamente implica el uso de tecnologías digitales. Un intercambio epistolar a través del servicio postal, podría dar lugar a una conversación virtual. Sin embargo, diversas tecnologías impactan en la agilidad con la que en la actualidad ocurren estos intercambios y la convergencia digital ciertamente han modificado la velocidad con que pueden ocurrir los procesos de interacción virtuales. Si se cuenta con los medios de acceso y las competencias necesarias, hoy es posible establecer actos comunicativos virtuales de forma prácticamente instantánea.

Nuestro planteamiento implica la reflexión de la identidad, tanto desde aspectos generales, como en términos de lo virtual. Se trata del cruce de dos categorías en las que enfatizaremos las particularidades que implican los procesos de interacción mediados por lo digital, y que ha sido objeto de reflexiones previas, cuyos antecedentes revisaremos en las siguientes páginas, luego de plantear algunas consideraciones básicas en relación con la manifestación social del yo en el ciberespacio.

Una de las dimensiones analíticas sobre la identidad y la virtualidad más destacadas en función de nuestro argumento central, tiene que ver con las posibilidades de representación del yo. Como hemos dicho, en este cruce se parte de una condición problemática espaciotemporal que está por actualizarse, en la que la co-presencialidad casi nunca ocurre. Quienes participan en un proceso de interacción virtual, aunque pueda ser sincrónico, frecuentemente se encuentran a distancia. Esto tiene muy profundas implicaciones en términos de los atributos identificadores planteados por Giménez (2000).

Cuando ocurre una interacción no virtual, hay una gran cantidad de rasgos personales que, de forma inmediata e inevitable, funcionan como socio-signos, y que llevan a la operación automática de los patrones interpretativos/enunciativos que ya hemos mencionado. La identificación de ese otro con quien se establece un intercambio, parte, en primer lugar, de variables evidentes en apariencia: edad, expresión de género, nivel socioeconómico, etc.

En concordancia con la noción de la comunicación orquestal de Winkin (1990), en todo acto de interacción comunicativa, entran en juego una muy amplia variedad de estímulos simultáneos a partir de los cuales se genera el sentido. El yo¸en tanto signo complejo (o texto, dirían algunos semiólogos), en su encuentro con el otro, da lugar a una gran cantidad de indicios de lo que, al menos en apariencia, se es (Goffmann, 1981).

Así, en los espacios físicos de interacción, hay límites más o menos claros a las posibles manipulaciones que es posible hacer sobre estos rasgos. Por ejemplo, una persona difícilmente puede incidir en las percepciones de los demás sobre su edad (claro, dentro de determinados rangos en función de diversas condiciones personales de vida). Un niño no puede pasar por anciano. Un investigador de edad madura, no tiene la apariencia ni el comportamiento de un estudiante que acaba de adquirir la mayoría de edad. De igual forma, una persona de estatura reducida no se puede hacer pasar por jugador de basquetbol profesional y un cantante negro, no puede pasar por alguien blanco (ni aunque sea el Rey del Pop). El resto de este tipo de variables presenta una serie de límites similares.

Como es obvio, incluso en los espacios físicos de interacción social, puede haber lugar a la manipulación intencional de algunos de estos signos. Por ejemplo, un hombre transgénero puede lograr una expresión de género que corresponda a la de un varón. En ese caso, le serían asignados patrones culturales de interacción, justamente a partir de esta forma de presentar su yo ante los demás. Los mismo en el caso de una mujer trans, quien recibirá de inmediato todo el peso de la estructura heteropatriarcal, sin ninguna consideración a las condiciones de su nacimiento. De manera parecida, una persona de edad avanzada, puede recibir un trato preferencial en un espacio público, porque este ser específico está estructurado de tal forma en muchas culturas.

Esto ocurre porque en dichos espacios de copresencia, hay una infinidad de canales perceptuales a la disposición de los sujetos sociales en interacción, que llevan a una mutua identificación (insistimos, dentro de rangos razonables y con niveles de incertidumbre que, aunque pueden ser relativamente bajos, nunca son del todo inexistentes).

Cuando nos encontramos ante una configuración de interacción virtual, muchas de estas posibilidades desaparecen o pueden reducirse sensiblemente. En la actualidad, basta con un número de telefonía móvil para crear una cuenta en la mayor parte de las plataformas sociodigitales, sin que haya mayores verificaciones. Bajo este escenario, es posible dar lugar a representaciones identitarias en las que los signos aportados pueden diferir de los rasgos físicos reales de una persona. Aunque tal fenómeno es comúnmente nombrado como cuenta fake, en este trabajo le llamaremos perfiles no analógicos, en función del sesgo valorativo que implica el primer término.

Algunos de los principales antecedentes en este sentido están dados por los trabajos de Reinghold (1993) y Turkle (1997). Con base en sus experiencias en las comunidades virtuales existentes en los servicios BBS[20] y los grupos de Usenet[21] disponibles durante la primera mitad de la década de 1990, ambos coincidían en señalar que en muchas ocasiones, la construcción de la identidad virtual descansaba en un nombre de usuario (que muchas veces no revelaba ningún rasgo específico)[22] y en una secuencia de interacciones. En términos de Giménez (2000) y Giddens (1997), el ser de un usuario se iba revelando a los demás a partir de las trayectorias que ya hemos mencionado, dejando ver, en cada interacción una parte de su esencia ontológica. En buena medida, esto se debía a las interfases de la época. Recordemos que se trataba de una etapa previa a la invención de la WWW por parte de Tim Berners-Lee[23], cuando el acceso se daba a través de pantallas que sólo eran capaces de desplegar los 256 caracteres del código ASCII[24].

En este contexto, Turkle (1997) señalaba que los patrones de interacción social obedecían a un conjunto de estructuras primarias[25], que dejaban de lado muchos de los patrones habituales en los espacios físicos. Por ejemplo, según esta autora, la raza[26], que es una variable con un muy notable peso cultural en los Estados Unidos, dejaba ser evidente en las formas de relación entre los usuarios en este tipo de plataformas. Igual que el sexo o la edad. Así, al carecer de este tipo de indicios de identidad por las limitaciones de la interfase, el otro era construido en cada enunciación, en cada mensaje y respuesta, y no de manera apriorística.

Sin embargo, la evolución en las plataformas sociodigitales, poco a poco fue permitiendo que el sujeto contara con mayores recursos para su auto representación. El hipertexto y la multimedialidad característicos de la WWW se conjuntaron con nuevas modalidades de acceso a Internet a partir de 1995, año en que la NSF[27] dejó de administrar sus troncales y se comenzó a ofrecer el servicio de acceso a la red a personas ajenas a los círculos académicos. A través de ISPs[28] como Prodigy y Compuserve, los usuarios ya no tenían que limitarse a los identificadores que les eran asignados por un administrador de cuentas y podían empezar a utilizar sus propios nombres. Ya para la década del 2000, muchos servicios además permitían el uso de una imagen asociada a un nombre de usuario. Más tarde, con el surgimiento de servicios de redes sociodigitales como son caracterizadas por Boyd y Ellison (2007), se hizo habitual que, además de poder elegir un nombre de usuario sin prácticamente ninguna limitación o verificación, se emplearan imágenes de perfil, avatares y una más o menos amplia gama de variables que contribuyen a la representación del yo en estos espacios virtuales, como lugar y fecha de nacimiento, lugar de residencia, historial académico y laboral, entre otros datos.

Toda esta información da cuenta de lo que se es a los demás, o al menos, de lo que el sujeto dice ser. Con esta base, se han realizado una gran cantidad de trabajos sobre la construcción de la identidad en los espacios en línea, que enseguida revisaremos brevemente, a partir de posibilidades como la exploración de representaciones alternativas no analógicas y la inclusión de aspectos relacionales colectivos.

Como Rettberg (2017) plantea, la manifestación de las identidades en línea ocurre desde diversos formatos y situaciones: visuales, escritas y de datos[29]. En el primer caso, evidentemente se encuentran aquellas imágenes que son elegidas para un perfil, así como selfies y fotografías en las que aparece la persona en cuestión. Sin embargo, como Yus (2018) sugiere, toda imagen que es compartida, contribuye a la construcción de la identidad, en tanto signo portador de sentidos del ser. En algunos casos se ha observado que hay usuarios que ni siquiera se incluyen a sí mismos en estas imágenes, sino que utilizan fotografías de alguna persona significativa (pareja, familiar), de algún lugar, equipo deportivo o incluso de su mascota (Pérez, Aguilar y Carabaza, 2011; Liu, Preotiuc-Pietro, Samani, Moghaddam y Ungar, 2016). En todo caso, se trata de representaciones identitarias que están sujetas a patrones culturales particulares (Zhao y Jiang, 2011), por lo que pueden cambiar dependiendo de su contexto, así como de la plataforma digital de que se trate (Zhong, Chang, Karamshuk, Lee y Sastry, 2017).

En esta línea, destacan los hallazgos de Lindahl y Öhlund (2013), quienes encuentran que usuarios de servicios como Instagram expresan diversos grados de frustración ante el uso extendido de filtros y otras modificaciones en las imágenes de perfil, de forma que se crean representaciones que son percibidas como falsas. A pesar de que hay una mayor libertad en la representación del ser (en relación con los espacios físicos), estos autores sugieren que puede haber un impacto negativo en la imagen de quienes hacen modificaciones claramente exageradas de sí mismos. Esto está relacionado con los esfuerzos que hacen algunos usuarios para mostrarse de la manera más atractiva posible de acuerdo con los valores estéticos predominantes (Gurrieri y Drenten, 2019) o en el caso de jóvenes varones, para resaltar su masculinidad (Lyons y Gough, 2017).

En lo que tiene que ver con el segundo aspecto en el planteamiento de Rettberg (2017), los elementos escritos que ocurren en comentarios y publicaciones, corresponden a las ya mencionadas narrativas que habíamos encontrado en Giménez (2000). El tercer tipo que plantea este primer autor, se refiere a los perfiles de datos que las distintas plataformas y apps generan automáticamente a partir de las acciones y asociaciones que las personas usuarias llevan a cabo.

Este último tipo de identidad ha sido abordada por autores como Hardjono y Pentland (2019), Scheuerman, Wade, Lustig y Brubaker (2020), quienes señalan cómo los algoritmos actualmente presentes en casi todas las plataformas digitales de interacción social, construyen registros que dan cuenta de quién es cada usuario, en términos de sus reacciones, comentarios, contenidos compartidos y elementos a los que se dedica mayor atención (publicaciones, videos, imágenes, anuncios, etc.). Se trata de una proyección mayormente inconsciente del yo (tras bambalinas, según Goffman, 1981) que, desde las lógicas económicas de Facebook, Twitter, TikTok, Amazon, Google y muchas otras entidades similares, permite definir patrones de consumo sumamente detallados. Si bien esto parecería no tener mayores implicaciones en función de una representación social de la identidad, sino más bien atender a asuntos relacionados con la privacidad y el mercadeo digital; como Burkell (2016) señala, sus consecuencias inciden en la construcción de las narrativas personales, como parte de la construcción identitaria y el derecho al olvido digital.

Adicionalmente a lo reportado por este autor, podemos decir que el tipo de páginas y grupos que son seguidos por los usuarios se convierte en información pública, lo cual revela mucho de nosotros mismos y de nuestros intereses y aficiones. En Twitter, por ejemplo, cualquier persona que consulte nuestro perfil puede saber cuáles son las cuentas que seguimos. No es lo mismo para nuestra identidad social estar atentos a las publicaciones de políticos de derecha ultraconservadora, que de centro-izquierda progresista.

Facebook opera a partir de lógicas similares. Lo que desde la perspectiva de las plataformas es considerado como un factor relacional a partir del cual se sugieren nuevos contactos y se modifica el orden de lo que es mostrado en el newsfeed[30] (y que en consecuencia tiene el potencial de incrementar el tiempo que se permanece en la app), desde el punto de vista de los otros usuarios, se convierte en una suerte de resumen de lo que, como ya hemos identificado desde Goffman (1981), constituye parte de la representación del ser tras bambalinas, en virtud de tratarse de manifestaciones identitarias que no necesariamente son llevadas a cabo de manera consciente sobre lo que proyectan hacia los demás.

Otros abordajes sobre la identidad virtual, tienen que ver con la manera en que se construyen los perfiles en línea. A pesar de las aparentes facilidades (Vaast, 2007) que ya hemos señalado para la creación de representaciones no analógicas, Tosun (2012) y Bullingham y Vasconcelos (2013) encuentran que la mayor parte de los usuarios tienden a hacer construcciones virtuales de sí mismos, que son fundamentalmente coincidentes con sus rasgos identitarios reales. Algunas de las principales razones de esto tienen que ver con el mantenimiento y prolongación de sus redes sociales (es decir, el conjunto de vínculos con familiares, amigos y conocidos).

Cuando no es así, en ciertos casos se ha encontrado que las expresiones alternativas de la identidad virtual pueden ocurrir como una forma de exploración de aspectos como el género (Kitzie, 2019) o la raza (Nakamura, 2002), o bien, como una estrategia para la protección de personas que han pasado por situaciones de abuso (Haimson y Hoffmann, 2016) o que están en proceso de recuperación de alguna adicción (Best, Bliuc, Iqbal, Upton y Hodgkins, 2018). Incluso, en algunas ocasiones este tipo de identidades son creadas con propósitos lúdicos (Page, 2014).

Otras aproximaciones al fenómeno de la construcción de perfiles con discontinuidades analógicas, más bien se centran en preocupaciones sobre la seguridad en línea (Tsikerdekis y Zeadally, 2014). La identidad digital es vista desde una perspectiva en la que se habla de embaucadores y víctimas, donde estos primeros pueden tener intenciones que pueden ser instrumentales (como lograr algún beneficio económico), de tipo relacional (incrementar su capital social) o identitarias (preservar su reputación en línea), como sugieren Buller y Burgoon (1996).

Como es posible observar a partir de estas dos tendencias, podemos sugerir, en primer lugar, la existencia de acercamientos académicos que parten de una postura fenomenológica, cuyos principales objetivos tienen que ver con la comprensión de este tipo de representaciones identitarias, y por otro lado, investigaciones en las que se señala a quienes realizan esta clase de prácticas, a través de términos que implican juicios de valor, incluso cuando se trata de aspectos que pudieran encontrarse dentro de ámbitos estrictamente personales, como la expresión de género.

Sin embargo, es importante destacar que este asunto es ciertamente complejo en virtud de que, como Irshad y Soomro (2018) y Zou, Roundy, Tamersoy, Shintre, Roturier y Schaub (2020) han reportado, en los espacios virtuales hay agentes que, aprovechando el anonimato y las posibilidades para la construcción de representaciones identitarias no analógicas, llevan a cabo prácticas delictivas, como el acoso y el robo de identidad.

Así, nos encontramos ante una serie de tensiones entre quienes hacen representaciones alternativas como parte de sus derechos a llevar a cabo su construcción y expresión identitaria, así como también, a partir de los riesgos que puede implicar para algunas personas usuarias este tipo de irrupciones. Como Haimson y Hoffmann (2016) han señalado, el fenómeno ha sido abordado de distintas maneras por quienes administran plataformas sociodigitales, a partir de acciones que no siempre logran equilibrar la seguridad en línea, con el derecho de las personas a la (re)elaboración digital de sí mismas. Hay en este caso, tensiones sistémicas que constituyen el punto de partida a partir del cual, por un lado se establecen normas y regulaciones en torno a la identidad en el ciberespacio; y por el otro, los usuarios construyen sus propias narrativas del yo.

En lo que tiene que ver con la identidad en línea y la expresión de rasgos colectivos, podemos encontrar una amplia variedad de trabajos que han estudiado algunas maneras en las que se expresa la interiorización del complejo simbólico al que hacía referencia Giménez (2000). Como ya hemos visto en Rettberg (2017) y Yus (2018), los usuarios hacen representaciones de sí mismos a partir de diversos elementos visuales y narrativos. En este sentido, se ha encontrado que este tipo de recursos suelen ser utilizados para la expresión de distintas identidades colectivas, entre las que podemos mencionar las laborales (Hallam, 2012; Kissel y Büttgen, 2015), deportivas (Monaghan, 2014), familiares (Visa, Serés y Soto, 2018) o la pertenencia a algún fandom (Courbet y Fourquet-Courbet, 2014; Andreallo, 2020); entre otras posibilidades. En mundos virtuales como Second Life, se ha encontrado que los avatares suelen ser diseñados para buscar una apariencia socialmente aceptable, a partir de rasgos colectivos como raza, género y sexualidad (Martey y Consalvo, 2011). En algunas ocasiones, las imágenes de perfil inclusive pueden ser empleadas para sumarse a algún movimiento de concientización o protesta social (Gerbaudo, 2015; Kim, 2015; Allmark, 2018).

Uno de los movimientos sociales que destaca en la búsqueda de antecedentes sobre la representación digital de la identidad y que ampliaremos en el cuatro capítulo, tiene que ver con abordajes desde el género, en temas como el feminismo y las identidades LGBTQ+. En relación con este primer grupo, como Crossley (2015) observa, este tipo de expresiones del ser, además de constituir una forma de movilización con altos niveles de visibilidad en línea, como en el caso de #MeToo (Kunst, Bailey, Prendergast y Gundersen, 2019), contribuye a la interacción con adversarios, así como la integración de comunidades virtuales solidarias, aspecto en el que coincide con lo estudiado por Subramanian (2015) y Jackson (2018). En este sentido, Sills, Pickens, Beach, Jones, Calder-Dawe, Benton-Greig y Gavey (2016) plantean que la manifestación del feminismo como factor de identidad en línea, puede dar lugar a narrativas contrahegemónicas en las que se expresen sentidos de apoyo mutuo y de oposición a tradiciones machistas.

Sin embargo, cuando en los entornos virtuales se manifiesta una identidad relacionada con el feminismo, como Dixon (2014) sugiere, aunque por un lado es posible encontrar el ya mencionado respaldo (especialmente en comunidades relativamente homogéneas), en espacios abiertos de Facebook y, sobre todo, en una red con las características de Twitter, también suelen observarse expresiones de intolerancia, acoso y troleo[31]. Dicha interacción con la alteridad no necesariamente implica un diálogo constructivo, sino en muchas ocasiones, más bien lo contrario. Esta forma de ataque basado en la identidad es un asunto que ha sido descrito por autores como Ortiz (2020), quien encuentra que puede manifestarse en prácticas discriminatorias desde los grupos hegemónicos[32] hacia los marginalizados, y que puede tener como consecuencia la modificación de las expresiones identitarias en algunas personas, para evitar este tipo de situaciones.

En este mismo sentido y a partir de las diferencias culturales en la expresión de la identidad en línea planteada por Zhao y Jiang (2011), Chang, Ren y Yang (2018) encuentran que en jóvenes mujeres chinas, la imagen de perfil es empleada de forma más sutil para representar un nuevo feminismo, en relación con sus contrapartes occidentales. Este tipo de manifestaciones colectivas de la identidad, además ocurre en algunos contextos geográficos en los que prevalece una profunda brecha digital de género, como es el caso de la India (Subramanian, 2015).

En relación con la expresión en línea de las identidades LGBTQ+, más allá de experimentar formas de acoso similares a las observadas en torno a los colectivos feministas (Edstrom, 2016; Nagle, 2018), autores como Fox y Ralston (2016) reportan que los espacios virtuales brindan a estos grupos información sobre estas identidades de género, aprendizajes sobre el desempeño de sus roles y la posibilidad de vincularse con sus pares, en buena medida gracias al relativo anonimato que es posible lograr, así como a las estructuras conectivas de las plataformas sociodigitales (Manduley, Mertens, Plante y Sultana, 2018).

En el caso de quienes atraviesan procesos de reelaboración y revelado de sus identidades de género, autores como McConnell, Néray, Hogan, Korpak, Clifford y Birkett (2018) coinciden en señalar que estas personas negocian las distintas limitaciones estructurales implícitas en los entornos físicos y virtuales a los que pertenezcan, de forma que suelen tener lugar una manifestación fragmentada en sus expresiones del yo, en un estado de tensión entre la construcción de su propio ser, y la aplicación de estrategias que reduzcan las posibilidades de ser marginados de sus espacios significativos (especialmente los laborales y núcleos familiares conservadores). Algunas de estas tácticas consisten en la creación de perfiles no analógicos y el cambio en las opciones de privacidad de sus cuentas. En todo caso, según Foster (2019), aquellas personas que se involucran en prácticas de activismo digital en torno a sus identidades de género y a favor de los derechos de sus comunidades, logran establecer articulaciones más exitosas entre las autodefiniciones de sus identidades, con sus respectivas representaciones sociales.

En las referencias especializadas sobre la manifestación de la identidad en Internet, además del género, es muy frecuente encontrar estudios sobre la raza, especialmente en contextos donde esta dimensión cultural atraviesa prácticamente todo tipo de interacciones, como en Estados Unidos y Europa. La mayor parte de los trabajos en este sentido hablan de cómo las estructuras sociales que se manifiestan a partir de esta dimensión se trasladan al ciberespacio, de manera que es posible observar tanto discursos racistas (Keum y Miller, 2018; Bliuc, Faulkner, Jakubowicz y McGarty, 2018), como movimientos sociales entre los que recientemente destaca #BlackLivesMatter (Rogers, Rosario, Padilla y Foo, 2020) y espacios de resignificación y reapropiación de sus diversas manifestaciones (Nakamura, 2002; Litchfield, Kavanagh, Osborne y Jones, 2018; Hamilton, 2020).

Aunque en América Latina también se presentan una gran variedad de tensiones raciales, en general, su abordaje académico más bien suele ser hecho desde consideraciones como el clasismo y la noción de la etnia, que en términos generales es descrita como la pertenencia a un determinado grupo con el que se comparten antecedentes históricos y culturales que brindan un sentido compartido de pertenencia, lo que permite a algunos autores eludir la ideológicamente problemática noción de raza.

De cualquier forma, en idioma español, los trabajos en esta línea son más bien escasos y no del todo recientes. En general, la mayor parte de los estudios encontrados hablan del uso de Internet por parte de diversas comunidades indígenas, que tienen como intención el fortalecimiento de su identidad colectiva (Monasterios, 2003), en aspectos como la representación de sus tradiciones, costumbres e idioma (Godoy, 2003; Gómez, 2004), en contextos de globalización e hibridación cultural (Grillo, 2006; Zebadúa, 2011). En las referencias en inglés el panorama es diferente. Los trabajos más actuales hablan de cómo integrantes de comunidades autóctonas se apropian de diversas tecnologías digitales para mantener sus identidades colectivas en sus procesos de migración (Titifanue, Varea, Varea, Kant y Finau, 2018; Harris, 2020), así como de las tensiones que surgen al interior de diversos grupos derivadas de distintas interpretaciones sobre la descolonización de dispositivos móviles y redes sociodigitales (Showalter, Moghaddas, Vigil-Hayes, Zegura y Belding, 2019; Wagner y Fernández-Ardèvol, 2020).

Como hemos podido observar en esta revisión del estado de la cuestión relativa a la identidad y los espacios virtuales (que, por otro lado, de ninguna manera pretende ser exhaustiva), hay una serie de manifestaciones del yo que han sido estudiadas recientemente, entre las que hemos destacado aquellas que tienen que ver con el género, la raza/etnia y diversos colectivos que las personas integran.

En términos de Castells (1997), muchos de estos trabajos plantean la existencia de tensiones a partir de identidades legitimadoras, que frecuentemente se manifiestan de manera intolerante y discriminatoria ante identidades de resistencia y de proyecto. La manifestación de la identidad en la virtualidad, desde una perspectiva sistémica, puede ser entendida como una operación autopoiética, sobre todo en estas dos últimas instancias. Por ejemplo, la participación en grupos solidarios hacia la expresión de identidades de género distintas a las heteronormadas, contribuye a que el sujeto negocie la representación de su propia identidad, a la vez que puede fortalecerla. Lo mismo en el uso que diversas comunidades indígenas realizan de las TIC para preservar y proyectar al entorno destacados elementos de su identidad cultural.

En este contexto, las plataformas sociodigitales operan como espacios de interacción social, en los que la identidad se expresa, construye y redefine de manera constante. El yo digital se enfrenta a ese otro de manera múltiple y compleja, a partir de referentes que en ocasiones están profundamente anclados en lo físico, y en otras, resultan totalmente deslocalizados y asincrónicos. Como todo dispositivo sociotécnico, se trata de herramientas de comunicación estructuralmente determinadas por sus administradores y los intereses económicos y políticos que las posibilitan; a la vez que entornos en los que los usuarios ejercen su capacidad de agencia en la construcción de su mismidad. Lo otro, el no-yo, ubicado detrás de la pantalla, emerge de muchas maneras, a veces como mero espectador mudo y anónimo (y que sin embargo ahí está); en otras, como un apoyo solidario ante una identidad compartida; y en no pocas ocasiones, como un ente del que no se reciben más que enunciaciones de otrificación, al amparo de un avatar no analógico cual máscara goffmaniana en la más oscura de sus posibilidades. Ese otro que se manifiesta de tal manera, que pudiera incluso robar mi identidad, es a fin de cuentas parte de las múltiples interacciones que se establecen en los distintos procesos de distinción en los que participamos.

Con esta base, en los siguientes capítulos plantearemos un conjunto de reflexiones y discusiones específicas sobre la identidad, sus procesos y manifestaciones como acto comunicativo en los entornos virtuales. Así, en el siguiente apartado, haremos una revisión desde el pensamiento filosófico de Sartre, donde hablaremos de cómo la identidad puede ser entendida en torno a los fenómenos del ser, lo cual implica una esencia ontológica desde la que todos nos manifestamos a nosotros mismos. Luego, con base en Mead, reflexionaremos sobre la dimensión social que implica el mí mismo, que se construye en una compleja relación intersubjetiva en la que el yo y el mí participan de la reconfiguración constante del ser a partir del otro. El cuarto capítulo está dedicado a una de las dimensiones más significativas en los procesos de interacción comunicativa, el género. Como hemos ya adelantado, ante el fenómeno dado por la distinción, ubicar al otro en términos de esta dimensión implica un muy socialmente relevante punto de partida en la interacción. El quinto capítulo atiende al plano de la ciudadanía, donde abordaremos esta cuestión desde una perspectiva cultural que nos llevará a plantear profundas reflexiones en torno a las manifestaciones del yo en los contextos democráticos.


Notas

  1. Popularmente conocido como Baby Yoda.
  2. Nombre que se da a quienes son seguidores de Star Trek.
  3. Adjetivo que en Latinoamérica suele asignarse a quienes manifiestan una intensa afición por productos de ciencia ficción y fantasía, a través de formatos como el cine, series de televisión, anime, manga, comics; así como mercancía derivada de tales géneros y medios (figuras de acción, modelos a escala, disfraces, etc.). En España, el sentido de la palabra más bien se relaciona con personas que hacen una adopción intensa de diversos dispositivos tecnológicos (gadgets), en cercanía con el término geek usado en la cultura anglosajona.
  4. Por sus siglas en inglés: Marvel Cinematic Universe.
  5. Otras rutas posibles podrían llevar por la noción de la identificación de Lacan, o desde la ontología de Heidegger.
  6. En términos muy generales, la agencia ha sido definida como la capacidad de los sujetos para tomar decisiones y actuar de manera contingente en función de sus propios intereses y necesidades. Se trata de un término que frecuentemente es relacionado con el de estructura, que representa los límites dentro de los cuales es posible la acción social (Barnes, 2000). Ante esta tensión entre agencia y estructura, han sido propuestas distintas definiciones, entre las que destacamos la de Emirbayer y Mische, quienes definen agencia como “el involucramiento construido temporalmente por actores de diferentes entornos estructurales -los contextos relacionales temporales de acción- que, a través de la interacción del hábito, la imaginación y el juicio, reproduce y transforma esas estructuras en una respuesta interactiva a los problemas planteados por situaciones históricas cambiantes” (1998, pág. 970).
  7. Communication Theory of Identity, en el original.
  8. Fenómeno que, desde un determinado producto cultural, da lugar a un relativamente intenso involucramiento, que más allá del consumo en sí mismo, en ocasiones puede manifestarse a través de la participación en comunidades en las que se comparta dicha afición, así como en la generación de obras derivadas de dicho producto cultural. Algunos ejemplos son los ya mencionados trekkies (Star Trek), whovians (Dr. Who), otakus (productos culturales japoneses, como manga y anime), potterheads (Harry Potter), etc.
  9. Me refiero al sentido matemático de la palabra, es decir, como algo cuantificable, finito.
  10. Representación gráfica en cuatro cuadrantes creada por Joseph Luft y Harrington Ingham, desde la psicología cognitiva. El primer cuadrante (área libre) representa lo que yo y los demás sabemos de mí mismo, el segundo (área ciega), lo que yo no soy capaz de ver de mí, pero los demás sí; el tercero (área oculta), lo que yo conozco de mí, pero los demás no y el cuarto (área desconocida), lo que ni yo ni los demás sabemos de mí.
  11. Recordemos por ejemplo, el misterio de Greta Garbo, quien no permitió ser fotografiada en sus últimos años, de tal modo que su imagen (es decir, su identidad social), se mantuviera por siempre como en el punto más alto de su estrellato.
  12. En el original, el autor habla de subconjuntos (subsets), sin embargo, hemos optado por una traducción más idiomática que literal para preservar el sentido original.
  13. Serie inglesa de ciencia ficción transmitida por la BBC desde 1963.
  14. Convención de anime y videojuegos.
  15. En función de la estructura capitalista que predomina en la actualidad, desde las llamadas industrias creativas y otras entidades económicas, es posible observar que la identidad es también fuente de poder económico, al desarrollar una oferta de todo tipo de productos desde lo identitario, no solo a partir de los ya mencionados fandoms, sino también desde la identificación de nichos aparentemente contraintuitivos (como colectivos ambientalistas y otras identidades proyecto [Castells, 1997]), que al final son también vistos como mercados hiper especializados, que llevan a cabo consumos nada despreciables.
  16. Término despectivo que en México es usado para referirse a personas con poca educación, ignorantes o torpes (Academia Mexicana de la Lengua, 2017).
  17. Este proyecto de nación tenía como uno de sus ejes centrales la homogenización cultural de la población, en detrimento de la diversidad dada por las múltiples etnias que habían logrado sobrevivir a la Colonia española y al periodo posterior a la Independencia durante el Siglo XIX.
  18. Por las palabras en inglés: lesbian, gay, bisexual, transgender, queer. El signo de más (+) implica la posibilidad de ampliarlo a otras formas de manifestar y experimentar la sexualidad, como el trasvestismo, la intersexualidad, el pansexualismo, la asexualidad, la demisexualidad; entre muchas otras posibilidades. Es importante mencionar que no hay consensos en torno a las letras que pueden integrar estas siglas, de forma que hay quienes, desde una perspectiva incluyente, las extienden a L.G.B.T.Q.I.A.+. Dada la amplia diversidad de posibilidades de construcción de identidades colectivas en torno a la sexualidad, lo más probable es que, sin importar la cantidad de letras que puedan ser agregadas, algún grupo pueda resultar involuntariamente marginado.
  19. Este lugar es, precisamente, el ciberespacio.
  20. Board Bulletin Service, por sus siglas en inglés. Se trataba de relativamente pequeñas comunidades que operaban a través de accesos directos a un servidor por conexión telefónica directa bajo el modo dialup, apoyados en plataformas que no requerían de acceso a Internet. Los servidores eran mantenidos por usuarios particulares, y permitían tantos usuarios de forma simultánea como líneas telefónicas se tuvieran disponibles.
  21. Grupos de discusión en línea surgidos de forma previa a la liberación del acceso a Internet en 1995, en los que se abordaban una gran cantidad de temas, tanto académicos, como de interés general (estos últimos bajo el prefijo .alt), que permitían incluso compartir documentos adjuntos en formato hexadecimal.
  22. Por ejemplo, en esta época, mi nombre de usuario me fue asignado por la universidad en la que estudiaba y estaba dada por el prefijo al (por alumno) más mi número de matrícula.
  23. El código de la World Wide Web es publicado el 20 de diciembre de 1990 (Berners-Lee, 1999).
  24. American Standard Code for Information Interchange, por sus siglas en inglés. Tabla de valores numéricos para la representación de caracteres en sistemas de cómputo, con base en 8 bits, establecido a inicios de la década de 1960, hasta su reemplazo por el código UNICODE, de 16 bits, a finales de los 80´s.
  25. Desde la teoría de sistemas, las estructuras primarias son aquellas que se crean al interior de los entornos en los que se tiene relación, sin influencia de normas de otros contextos.
  26. La raza representa una variable sumamente problemática, tanto en su definición como en su observación. Según autores como Gannon (2016) e Hita (2017), se trata de una variable de tipo cultural, de un constructo elaborado a partir del colonialismo del S. XIX. Ese es el sentido con el que esta autora emplea este término. No obstante lo anterior, resulta importante señalar la existencia de una discusión en este sentido. Según Wade (2017), para 1985, el 50% de los antropólogos biológicos y el 70% de los biólogos conductistas admitían la existencia de razas dentro de la especie humana. Planteamientos como los de Andreasen (2000) y Pigliucci y Kaplan (2003) sugieren nuevas formas de definir esta categoría desde una perspectiva cladística, es decir, a partir de grupos integrados por ancestros comunes. En el presente documento, conscientes de que su demostración biológica ha sido reiteradamente refutada (Obach, 1999; Thompson, 2006), nos adscribiremos a la noción de raza desde una perspectiva cultural, es decir, como un constructo social y no una realidad genética que pudiese determinar capacidades y comportamientos.
  27. National Science Foundation, por sus siglas en inglés.
  28. Internet Service Providers, por sus siglas en inglés.
  29. En el original, el autor habla de representaciones cuantitativas.
  30. Secuencia de notificaciones que son mostradas a los usuarios en función de sus contactos, y que está determinada por un algoritmo.
  31. Forma de acoso que tiene como principal intención la provocación.
  32. La autora se refiere particularmente a hombres blancos conservadores.

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