La cenicienta invisible

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Escritores trotamundos en un México inocente

No. 145 / enero-junio 2020 / visuales: foto ensayo

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Ramón Ángel Acevedo Arce

FOTÓGRAFO DOCUMENTAL Y CRONISTA

El turismo se reduce fundamentalmente al entretenimiento
de ir a ver lo que ha llegado a ser banal.
Guy Debord

No pocos han sido los escritores extranjeros que, sintiéndose cautivados por México, publicaron sus impresiones sobre diferentes comunidades de este gran país: Artaud sobre la sierra tarahumara; Lowry y Calvino sobre Oaxaca; Lawrence, Kerouac y Burroughs sobre la Ciudad de México; Huxley sobre Tecate, y otros tantos más.

Ensenada, ciudad litoral del estado de Baja California, quedó acerbamente descrita en la pluma del poeta beat Lawrence Ferlinghetti en La noche mexicana (The Mexican Night, 1970). En su crónica de viaje del 24, 25 y 27 de octubre de 1961, no la dejó bien puesta, ni a sus calles, ni a sus olores, ni a sus comidas: “… todo ese tufo a comida de mierda aún está aquí […]”. “Tres días aquí y ya no lo soporto. Me iré mañana. ¡Sucias calles de la Ciudad de Mierda! Es como morir; supongo que no hay escape, aunque la gente aquí se sonríe mutuamente de vez en vez y actúan como si tuviesen en alguna parte una esperanza secreta“.

La Ensenada de hoy, bien diferente a la de callejuelas polvorientas y de hedores penetrantes que descubrió Ferlinghetti desde su habitación del Hotel Plaza hace ya casi 60 años, posee, sin duda, evidentes atractivos naturales y turísticos.

Los proscritos en el fregadero de la ciudad

Sin embargo, en esta pequeña ciudad de no más de 550.000 habitantes (“un ranchito en donde todos se conocen“, según un poeta y amigo ensenadense), se reproducen, lo mismo que en cualquier urbe, los barrios oficiales y los barrios prohibidos, los personajes “respetables” y los personajes proscritos, los sueños consagrados y los sueños interdictos.

En efecto, entre terminales camioneras, pequeños talleres de sastre, llanteras, santerías, puestos de venta de tacos de barbacoa, carnitas de puerco y elotes asados, bazares de ropavejeros y libros de segunda mano, en medio de perros vagos husmeando desperdicios, entre burdeles y canciones que brotan como efluvios melancólicos desde oscuras cantinas, transcurre la vida anónima de numerosos personajes outsiders que el oleaje aséptico de la modernidad barrió de lo permitido y lo visible.

El vagabundo, el bolero, la prostituta, el borracho, el vaquero, el orate, los músicos callejeros, el yonqui, la modista, la peluquera del barrio, los viejos que subsisten vendiendo en las calles (el fotógrafo de instantáneas, el vendedor de palas, de dulces o de nieve), el migrante oaxaqueño cuyo american dream quedó varado en este puerto y sobrevive ofreciendo baratijas; todos ellos transitan por las zonas de la intemperancia de “El Bajío”, Miramar y otros andurriales que prefieren evitar los americanos bien vestidos. Son estos los sectores que el turismo y las buenas conciencias ensenadenses desterraron de su imaginario, por considerarlos el fregadero de esta ciudad llamada, no sin razón, “la bella Cenicienta del Pacífico”.

Tras los sucios cristales de una ventana

Fue en estos suburbios sombríos donde pude ver el espectáculo descarnado de la verdadera vida de este puerto herido. Durante varias semanas deambulé por sus callejuelas, hice fotografías, registré algunas notas, y compartí con hombres y mujeres que muchos ciudadanos “probos” consideraran vagos o inservibles.

Durante mi segunda estadía en la ciudad, y en uno de estos barrios, fotografié a una viejecita pobre y rugosa que contemplaba un paisaje miserable tras los sucios cristales de una ventana, como evocando un sueño juvenil incumplido. Mientras escribo estas líneas, observo su rostro, calculo sus años, y la imagino joven veinteañera con alguna “esperanza secreta”, quizás cruzándose en una calle con aquel poeta güero, cuarentón y espigado, siguiéndolo con su mirada, esa misma mirada que, casi 60 años después, languidece inexorablemente en su fotografía. Me pregunto: ¿ella mira hacia afuera o adentro de sí misma? ¿En qué horizonte gris se quedaron empantanados sus sueños?

Una hipérbole provocadora

Las últimas palabras de Ferlinghetti en la crónica de marras, fueron enfáticas y lapidarias: “Dejen que entre el océano y lo sepulte todo”. ¿Qué pensaba encontrar este escritor al visitar esta ciudad que le resultó insoportable? Desconfío que haya querido encontrar, en la frontera del México de los 60, ciudades pulcras y anodinas, o que buscara simplemente una “zona de ocio para ir a ver lo que se ha convertido en banal”, como fue definido el turismo de manera acertada por el francés Guy Debord. Desconfío, digo, porque esta actividad en aquellos años no era la gran industria que hoy conocemos y, ante todo, porque sus palabras contradicen la concepción de los beatniks, quienes concibieron el viaje como un aprendizaje casi místico-espiritual, y no como un mero itinerario hedonista sustentado en el entretenimiento y el placer.

Aunque Baja California no quedó bien parada en la visión de Ferlinghetti (Tijuana y Mexicali tampoco se salvan de su crítica. De esta última dirá: “otro pueblo polvoriento, simplemente peor”), y aunque estemos tentados a desechar sus imprecaciones y jeremiadas como las de un típico turista burgués, La noche mexicana no es para nada un libro insubstancial (prueba de ello son sus notas sobre Oaxaca y Mitla en donde se involucra con estos parajes de manera sensible). Quizás su sentencia sobre Ensenada no debiera ser leída literalmente, sino como una suerte de hipérbole de su prosa poética escrita con un cierto espíritu de rebeldía y provocación, pues nadie efectivamente puede amar u odiar una ciudad en tres días, que fue el tiempo que permaneció en ella. Su vacilación (que no alcanza a ser una palinodia), la deja entrever en estas palabras: “Atónito en la tierra del polvo. Si me quedara un rato quizá aprendería a amar esta tierra”.

Sólo se ama lo que se conoce

Como fotógrafo y cronista sé de sobra que para conocer un lugar debemos empaparnos profundamente de aquello que registramos, deteniendo nuestra mirada en la entidad humilde de los seres y las cosas, pues, en rigor, sólo podemos amar aquello que conocemos y con lo que nos identificamos. Y aunque no es forzoso que tengamos que amar una ciudad (aun conociéndola), no cabe duda que amamos nuestra condición de observadores-viajeros a todo trance, atentos y abiertos a nuevos horizontes, independientemente del polvo y los olores, de los kilómetros recorridos, del jergón donde reposemos nuestra osamenta, de las personas queribles o despreciables que nos crucemos en el camino, y de cuantas vicisitudes más nos depare el transitar. Porque si hay algo que nos distingue de un turista, es el amor por lo que hacemos y la disposición a encontrar belleza y poesía en todo aquello que los demás consideran insignificante o deleznable, ensanchando así nuestros pulmones, expandiendo nuestra mirada hacia otras vidas posibles, enriqueciendo infinitamente con ellas nuestra manera de ver el mundo y de sentir.

“Dejen que entre la luz y que ilumine lo invisible”

Se comprenderá, entonces, que mis impresiones sobre Ensenada difieren con mucho de las escritas por Ferlinghetti (al que no por ello dejo de admirar). A esta ciudad que me acogió amistosamente, y en gratitud a todos aquellos hombres y mujeres desdeñados que me permitieron conocer el rostro oculto de esta Cenicienta herida, yo digo: “Dejen que entre la luz y que ilumine lo invisible”… pues, como ya sabemos, el turismo, la publicidad y los medios masivos se encargan demasiado del consumo de lo visible y de lo banal; y con las intenciones que todos conocemos.

Mujer bebiendo

 

 

 

Mujer con bolso

 

 

 

Pareja de amantes

 

 

 

Trapero

 

 

 

Fotógrafo de instantáneas

 

 

 

Bolero

 

 

 

Vagabundo

 

 

 

Operario de una llantera

 

 

 

Vendedor de libros usados

 

 

 

Joven Yonqui

 

 

 

Love México

 

 

 

Santería

 

 

 

Vendedor de nieves

 

 

 

Vendedor de periódicos

 

 

 

Músicos callejeros

 

 

 

Ranchero en una terminal camionera

 

 

 

Ranchero con sombra

 

 

 

Vendedor de palas

 

 

 

Vendedor de dulces

 

 

 

Anciana en una ventana