Las imágenes no pueden decir no, por Sol Worth

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No. 146-147 / Invierno 2020-2021 / Traducción

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Sergio José Aguilar Alcalá

UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Extimacies: Critical Theory from the Global South*



El valor de Sol Worth: lo que la comunicación no puede decir
Introducción a la traducción

El reconocimiento de grandes pensadores del campo de la comunicación, autores multi-citados y trabajados, es reconocer su labor como piezas esenciales que aportaron una concepción, una idea o una lectura, radical en su momento (aunque sea cliché hoy), para la conformación de nuestra disciplina. Es decir, no es sólo el reconocimiento de la genialidad de cierta parte de su obra (o toda su obra), sino de lo fundamental que su obra tiene para conformar el campo mismo de la comunicación.

Difícilmente se podría señalar eso de Sol Worth, un autor cuya valoración (ironías del nombre propio) es menor para el campo de la comunicación de hoy a pesar de haber dedicado su obra al estudio y pensamiento de la comunicación visual, en un interesante y complejo diálogo con la antropología y los estudios de cine que estaban en discusión en la época que le tocó: el periodo de la pos-Segunda Guerra Mundial y hasta la década de 1970, en la cual se asentó en la academia norteamericana el pos-estructuralismo europeo (particularmente el francés).

Me parece que la obra de Worth puede servir como punto de articulación para una renovación interesante del campo de la comunicación visual o, por lo menos, para revisitar preguntas propias que le conforman. También considero que la presente traducción es un excelente punto de partida, y es mi intención que sea un modo de aproximarse a la desconocida obra de este pensador peculiar, cuyo trabajo puede conformar un espacio para pensar nuevamente, porque es necesario pensarlo de nuevo, una ontología de nuestro campo disciplinario a través de la visualidad.

El título original de este artículo es “Pictures Can’t Say Ain’t” y fue publicado por primera vez en 1975. La versión aquí traducida aparece en la obra compilatoria Studying Visual Communication(University of Pennsylvania Press, 1981), editada por un colega de Worth, el profesor Larry Gross, tras su muerte. El artículo atravesó ligeras modificaciones para adecuarse a la cualidad compilatoria de ese libro.

Sol Worth tuvo una educación dedicada a la pintura, y sus primeros trabajos profesionales fueron como fotógrafo y realizador audiovisual en películas y comerciales. Parecía natural que su trabajo académico estuviera encaminado a la investigación de la comunicación visual, a la que le dedicó las últimas décadas de su vida. A modo de hipótesis respecto de su trabajo académico, y en palabras del editor de la obra compilatoria antes mencionada

El eje principal que corre por el trabajo y escritos de Sol Worth es la pregunta por cómo es comunicado el significado a través de imágenes visuales. […] Worth estaba convencido de que los medios visuales son formas de comunicación que, aunque fundamentalmente diferentes del habla, pueden y deben ser seriamente examinados como modos en los que los seres humanos crean y comparten significados (Gross, 1981: 1) [Traducción propia][1]

Me parece que el texto donde esto es llevado de modo más explícito, de entre las obras que componen esa compilación, es este artículo, que se ha optado por traducir como “Las imágenes no pueden decir no”. Worth se plantea aquí un ejercicio ambicioso: tratar de distinguir el estudio de las imágenes del estudio del lenguaje verbal a partir de una comunicología de la imagen, es decir, una reflexión que pueda responder a qué y cómo comunican las imágenes. El trabajo insiste en partir el estudio propio de las imágenes del estudio de las imágenes a través del lenguaje verbal; es decir, estudiar las imágenes con teorías, conceptos y metodologías de la literatura, la semiótica en lo general o la narratología. Me parece que esta tarea es esencial hoy; aunque, como el propio Worth lo indica en su escrito, esto es distinto a pensar el hablar sobre las imágenes. Más adelante señalo esto.

Quizá la tesis principal de este texto podamos parafrasearla como: “Las palabras dicen, las imágenes muestran”. El corazón del artículo, en referencia a su título, alude a que mientras el lenguaje verbal tiene la capacidad formal y estructural de plantear negaciones (además de preguntas, un tiempo condicional, voz pasiva, etcétera), las imágenes sólo pueden mostrar (afirmar) algo en tiempo presente; es decir, las imágenes no pueden decir no. Una imagen muestra algo, pero no puede la imagen, por sí sola, negar lo que está mostrando. Un ejemplo muy sencillo a considerar: la misma fotografía de un hombre fumando puede funcionar como un comercial de una marca de cigarros y como una imagen para evitar que la gente fume.

El lector quizá piense que esto ya era propio de la semiótica; piénsese en los conceptos de anclaje y relevo en el anuncio de pasta analizado por Barthes (1986: 35). No obstante, lo interesante es que Worth plantea esta premisa como el punto de partida para una discusión teórica de la imagen en una dimensión distinta a la semiótica de la publicidad: trata de establecer un campo de la ontología de la imagen misma. Nos señala en el texto aquí traducido que

[…] el criterio Verdadero-Falso no puede ser aplicado en las imágenes […], incluso, las imágenes no pueden “hacer” proposiciones. Decimos de enunciados verbales que son “no verdaderos” o “falsos”, o incluso “puras tonterías”. Muy raramente, si es que alguna vez, hablamos de ese modo de las imágenes (Worth, 1981: 174).

Como bien lo probaría el tiempo, cuando el gobierno de Donald Trump presenta “hechos alternativos” a una fotografía bien vale la pena preguntarse si no estaban haciendo una disertación académica contra esta idea. Pero lo que se rescata es que, aún presentándose como un “hecho alternativo”, es curioso pensar que la desestabilización del estatuto de verdad siempre fue una discusión estéril para Worth, en tanto que la imagen nunca gozó de un estatuto de verdad, pues no se hablaba de ellas en ese sentido.

Me gustaría quedarme con la idea de hablar de ese modo de las imágenes para apuntar un lugar donde el trabajo de Worth, e incidentalmente el trabajo de una traducción, empatan: la dimensión del habla. Y en un sentido más radical, ésa es la dimensión que la psicologización del campo de la comunicación ofusca, atacha, con la que no se mete: el habla como un acto, más allá del estudio de un mensaje. El campo de conocimiento que siempre estuvo enfrascado en esa discusión es el psicoanálisis, por lo que resulta inevitable meterlo a este debate.

Para Worth, es esencial el reconocimiento de una intención en la comunicación. La condición fundamental para el reconocimiento de un mensaje como tal, es decir, el requisito mínimo para que un mensaje sea entendido como un mensaje, es el reconocimiento de una intención por parte de quien emite ese mensaje. En otras palabras, las cosas que no interpretamos como un mensaje son aquellas de las que no reconocemos una intención. Nos comenta Worth:

Nuestro uso del término intención es muy cercano al de Grice (1957), quien señala que el enunciado “‘A quiso decir X’ es más o menos equivalente con ‘A dijo X con la intención de inducir una creencia a través del reconocimiento de esta intención'”, y que “no solamente debe X haber sido dicha con la intención de inducir cierta creencia, sino también el que enuncia debe haber supuesto una ‘audiencia’ que reconozca la intención detrás de lo que dice”.

Como sabemos, la disciplina entera de la comunicación descansa en el fundamento de este reconocimiento de la intención. En buena medida, el concepto mismo de “comunicación” es la puesta en común de una intención, de modo que el otro reconozca una intención mía, incluso cuando esa intención reconocida es un engaño, y actúe en consecuencia. Esta estructura es fundamental, por ejemplo, desde que en la mesa mi acompañante me pregunta si me puede molestar con la sal y yo interpreto su intención de pedirme la sal para echársela a su comida hasta que, en un anuncio publicitario, aunque no conozca a su realizador, reconozco la intención de hablar de la marca X de detergente y no de café, la marca Y de detergente o automóviles.

La teoría crítica de mediados del siglo pasado advirtió innumerables veces del posicionamiento de una ideología aún en mecanismos “simples” como los juguetes infantiles o la ropa para mujer. Por su parte, la performatividad del lenguaje nos invita a distinguir entre el habla como un señalamiento del estado de las cosas y el habla como un acto en sí misma. Este campo, cuya figura más importante quizá sea John L. Austin, es de donde deriva la distinción psicoanalítica entre el enunciado y la enunciación. Pero entonces, ¿qué aporta el psicoanálisis para la filosofía del lenguaje?

Lo que el psicoanálisis aporta al campo de la performatividad del lenguaje, y a la crítica a la ideología, es que sí reconoce como una operación fundamental del habla humana esa necesidad de velar la enunciación con tal de que los enunciados carguen validez, operación que funciona tanto para el receptor como incluso para el propio hablante. El inconsciente no es ese espacio “antes de lo consciente” o “bajo lo consciente”, sino que habita en una dimensión negativa al interior de la conciencia misma. Bajo esta premisa, la comunicación no sería sólo el campo donde hay un reconocimiento de intenciones con los que se negocia, lidia o bajo cuyo engaño se cae, sino, fundamentalmente, hay intenciones y mensajes cargados con las formaciones del inconsciente.

Toda comunicación trae consigo la necesaria incomunicación misma, la incomunicación de la enunciación que posibilita la existencia del enunciado. Mientras que el enunciado es lo que se dice, la enunciación no sólo es “el lugar” desde el que se dice, sino que ese lugar es la condición de posibilidad de unos enunciados y no otros, y es la condición de posibilidad para la colación de las formaciones del inconsciente, en los chistes, los lapsus, los equívocos, los sueños y (atendiendo al tema de esta traducción) me aventuraría a señalar que también de las “imágenes imposibles”, tema que fue extensamente tratado justo por Jacques Lacan, en sus estudios sobre topología, nudos y cuerdas.

Ahora, dado que esta enunciación es la que posibilita los enunciados, pero no es una enunciación que sea clara, transparente, ni siquiera para el propio emisor (que ya no sería un sujeto total que pueda dar cuenta de lo que dice), se vuelve evidente que en toda interacción siempre habita un tercero, más allá del “emisor” y “receptor”. Este otro tiene la posición estructural de sancionar la interacción misma, de poner sus condiciones para que esa interacción sea tal, otorgando su rol como “emisor” y “receptor” a dichos agentes, así como desvanecer su propio rol como garante de sentido.

McLuhan (un autor que, irónicamente, es tan poco leído al interior de la disciplina) ya había señalado algo parecido para el funcionamiento de los medios de comunicación: esta Otredad gasta más energía en desvanecer su función como estructuradora de la relación de la comunicación misma que en estructurarla. Por ello, lejos de comunicarnos de manera transparente, o de “re-inventar” nuevas formas para hacerlo, la Otredad condiciona la relación misma con el mundo. Aunque esto no se encuentra explícito en el trabajo de Worth, quien nunca hace señalamientos al psicoanálisis, bien podemos leerlo en este texto, como cuando nos señala:

En mi opinión […] el mundo no se nos presenta directamente; en el proceso de convertirnos en humanos, aprendemos a reconocer la existencia de objetos, personas y eventos que encontramos, y determinamos las estrategias por las cuales articulamos, interpretamos y asignamos significado con y hacia ellos.

Es aquí donde Worth reconoce a esa terceridad, esa Otredad, como fundamental para “convertirse en humano”. Los objetos no están ahí dados en su existencia natural con la que interactuamos, sino que los objetos y nuestra propia subjetividad son resultado de una relación con una Otredad que los fundamenta. Para el psicoanálisis, en su sentido más radical, esa Otredad es el lenguaje mismo, que no se agota en el reconocimiento del significado de las palabras (semántica), sus relaciones y reglas al interior de un sistema de idioma (sintáctica) o el uso que los hablantes tienen de ella (pragmática). Hay una dimensión material del lenguaje mismo, que pre-condiciona todo modo de hablar sobre las imágenes.

Entendamos esta dimensión con una reflexión sobre la labor de traducción misma. Escribe Worth:

En las imágenes hechas por máquinas (la fotografía y el filme) suponemos un productor de imágenes libre de cualquier valoración. Ese productor (la máquina) no dice verdades ni mentiras, sino que lo dice “como lo es” (Worth, 1981, p. 175).

La dimensión material del lenguaje, para la que Lacan (1988) acuñó el término motérialisme (combinando palabra, mot, y materialismo, matérialisme), es justo lo que el psicoanálisis aporta a la desestabilización del estudio psicologizado de la comunicación. El hecho de que en inglés funcione usar sustantivos sin número [neither truth nor falsehood], pero en español debamos lidiar con incluir un artículo que le otorgue una cualidad numérica y, por lo tanto, una dimensión ontológica, supone un equívoco y problemas filosóficos con los que debemos trabajar; problemas que no son fáciles de transmitir de una lengua a otra. ¿Realmente creemos que da lo mismo elegir entre “ni la verdad ni mentiras“, “ni la verdad ni la falsedad”, “ni la verdad ni una mentira”?.

Considérese el problema que se presenta más adelante en el texto, donde entran en combinación términos como lie, fake, a fake, fakes y falsity, a partir de la distinción entre false photograph y a fake. He optado por “fotografía falsa” y “una falsedad” para esta dupla. No niego las objeciones que se puedan entablar a esta elección, pero el punto es justo que asumo las consecuencias de la elección en tanto recordemos que esto no implica asumir las consecuencias de un potencial error, pues el equívoco del lenguaje no es una equivocación en la traducción (suposición que caería en la ingenuidad de encontrar un modo transparente de relacionarse con la idea más allá del lenguaje), sino la intromisión de la dimensión material del lenguaje para imponerse en la comprensión de nuestra relación con el mundo y lo que vemos en él.

¿Cuántas discusiones tan interesantes se ha perdido la disciplina de la comunicación por no querer detenerse a pensar que, en español, decimos “la verdad” sin referirnos a una verdad específica (pues hablamos de una cualidad, o de un lugar), mientras que cuando decimos “la mentira” sí hablamos de una mentira específica (pues hablamos de un caso que atenta contra la cualidad, contra el lugar)? Este tipo de cosas nos perdemos cuando seguimos enfrascados, en la segunda década del siglo XXI, en creer y promover como manual de buenas prácticas que “si una información no es verificable y de interés público entonces no es noticia” (Berger, 2018: 7), apostando por un intento bastante ingenuo de salvar al periodismo que, a pesar de sus buenas intenciones, poco conseguirá frente al tremendo golpe a su credibilidad al que se enfrenta hoy si estos son sus argumentos. ¿En verdad es esto lo que nuestra labor como investigadores y profesionales de la comunicación puede aportar? Tal parece que la comunicación hoy vive en un mundo de fantasía previo a la filosofía del lenguaje del siglo pasado (encabezada por Wittgenstein, Heidegger y Lacan); es decir, un mundo donde seguimos en la idea de que podemos relacionarnos de manera transparente con el lenguaje, en tenor con la más barata literatura de autoayuda (“cambia tu manera de pensar y cambias al mundo”, “controla tus palabras y controla la realidad”, entre otros mantras).

Entonces, ¿qué es eso que la comunicación hoy, en su psicologización del marketing y los estudios identitarios liberales, no puede decir? Así como el motéreliasmo lacaniano trataba de pensar la dimensión material del lenguaje más allá del significado específico, Worth trataba de hallar una dimensión material de la imagen antes de pensar en el significado de una imagen, labor que consideraba lo podría desarrollar una semiótica de la imagen que haya atravesado por una reflexión de la naturaleza ontológica del hecho del evento-imagen, y que no adopte una postura de entender a la imagen en términos de las herramientas conceptuales del lenguaje verbal.

Para Worth, cuando dejemos de entender las imágenes en términos de correspondencia con “la realidad”, podremos realmente empezar a estudiar a las imágenes mismas. Me atrevería a llamar a esta apuesta teórica del autor por un materialismo de la imagen una especie de picturialism (inglés), imagerialisme (francés), imagerialismo (español). Esta tarea le acompañó hasta el último texto que escribió, que fue un protocolo de investigación para un trabajo a gran escala, que sería el estudio de “nuestro universo vidístico” [our vidistic universe] (Worth y Ruby, 1981: 200).

Señalé que Worth no podía estar en ese panteón de (hasta el cansancio) multicitados autores en los que descansa la disciplina de la comunicación hoy. Yo creo que es momento de darle su justo valor a Worth no “aplicando” su pensamiento al mundo que hoy vivimos (un mundo que tiene una relación con las imágenes, quizá, muy distinta a la que tuvo el mundo que a él le tocó), sino usándolo precisamente como trampolín para ver las imágenes de nuestro mundo contemporáneo. Ése es el modo de honrar tanto la memoria de Sol Worth como el gran reto al que la comunicación no puede seguir faltando si pretende mantenerse como una herramienta más allá del despacho de marketing, del presentador de noticias bien peinado, de la psicologización barata en redes sociales, y de cómo ser un gran influencer, es decir, más allá de la posición cómoda en la que se ha asentado hoy y de la que nos toca salvarla.

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Las notas al pie se componen de notas hechas por Sol Worth, por Larry Gross (editor de la obra compilatoria donde aparece esta versión, aparecen como N. del E.) y unas pocas donde consideré que podría nutrirse de una aclaración (aparecen como N. del T.). He procurado mantener el método de citación de Sol Worth en el texto. Agradezco a Larry Gross la amabilidad y apertura para proceder a la traducción de este trabajo.


Las imágenes no pueden decir no

Sol Worth

En este texto quisiera explorar cómo y qué tipo de cosas las imágenes significan. )[2] También quiero explorar cómo es que el modo en que las imágenes significan difiere del modo en que cosas como las “palabras” y los “lenguajes” significan. Para ello, las compararé en dimensiones que creo son centrales para la existencia de signos verbales y visuales en tanto modos de comunicación. Primero, presentaré dos tipos de significado, que he llamado significado comunicacional y significado interaccional, y relacionaré estos significados al tipo de interpretaciones que pueden hacerse de signos visuales (pictóricos) y signos verbales (lingüísticos). Segundo, expondré que las imágenes (pinturas, películas, televisión o esculturas) no pueden ser signos verdaderos ni falsos, y por lo tanto no pueden comunicar el tipo de enunciado cuyo significado pueda ser interpretado como verdadero o falso. Luego, señalaré que la interpretación de imágenes es muy diferente de la interpretación de palabras con respecto al llamado código, convención o “gramática” pictórica, y también que los aspectos sintácticos, prescriptivos y verídicos de la gramática verbal son difíciles de aplicar a eventos pictóricos. Finalmente, intentaré demostrar que suposiciones divergentes acompañan estas diferentes estrategias de interpretación )[3], y que estas suposiciones (de intención, en el caso de la comunicación; y de existencia, en el caso de la interacción) determinan cómo nos relacionamos con el concepto de verdad o falsedad en las imágenes.

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Antes de empezar a discutir el problema del significado comunicacional, me gustaría clarificar la distinción que haré entre signos pictóricos, o signos visuales, y el término imágenes. La literatura sobre semiótica ignora las “imágenes”, o las iguala a algo llamado signos pictóricos o visuales. Los signos, como sabemos, pueden ocurrir en un estado natural. El viento, y los árboles que se doblan, pueden convertirse en signos de una tormenta inminente. Es decir, podemos abstraer y separar del curso natural de eventos una serie de unidades que llamamos y tratamos como signos. Cualquier cosa puede convertirse en un signo a condición de que empate con nuestro criterio particular para el uso de los signos. El atardecer en general o un atardecer particular pueden convertirse signos, pero nunca convertirse en una imagen, porque la imagen no es un evento natural. Podría, si el espectador así lo piensa, indicar ciertas relaciones a eventos naturales, pero una imagen es un evento simbólico y, por lo tanto, un artefacto social creado.

Las imágenes pueden significar de muchos modos, así como significar diferentes cosas, por lo que más adelante señalaré que el significado de una imagen en cierto nivel de la interpretación determina qué signos pueden llevar la imagen a un siguiente nivel. Entonces, espero que se trate al término imagen distinguiéndolo del término signo.

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Está obviamente más allá del alcance de este texto lidiar extensa y ampliamente con el término significado. Trataré de ser lo más acotado posible, esperando encerrar lo más que pueda un concepto tan resbaloso. Para comparar a las imágenes y el lenguaje (o signos visuales y signos verbales) en términos de significado, será necesario distinguir al menos dos tipos de significado: significado interaccional y significado comunicacional. Las imágenes y las palabras significan en ambos tipos, pero cómo significan en cada uno de estos modos o estrategias interpretativas es completamente diferente. La diferencia en el modo en que llegamos al significado determina en gran medida el tipo de significado y el nivel de significado con el que vivimos, tanto a nivel articulatorio como interpretativo.

Empecemos con el significado interaccional, ya que en cierta medida es una clase más grande y abarcadora que el significado comunicacional. Una posición tomada por algunos teóricos (Charles Morris, 1946, sería el ejemplo paradigmático) sostiene que los signos “activan” en los observadores cierta “respuesta” o “disposición a responder”, y que esa respuesta es el significado del signo, o está íntimamente conectada con lo que el signo significa. Esto es parecido a ciertas teorías de la comunicación que definen a la comunicación como una situación en la que dos o más entidades son mutuamente interdependientes. Así, genes, músculos y partículas atómicas, así como personas a través de generaciones y espacios, “tienen significado” para cada una: están en comunicación. Es verdad que, si un objeto o un evento causa o es correlativo con un tipo de comportamiento correspondiente, podemos decir que de algún modo el evento X “tiene un significado” en relación con el evento Y. En cierto sentido, cada estímulo significa su respuesta, y los experimentos del perro de Pavlov, así como la investigación subsecuente en condicionamiento operante, muestran que algunas respuestas ciertamente significan su estímulo. Sin embargo, la mutua interdependencia, una relación de estímulo-respuesta, o cualquier otra forma de interacción en la que las entidades o personas simplemente se acoplan a su ambiente no me parecen ser aproximaciones convincentes sobre las cuales construir un entendimiento del comportamiento simbólico, la comunicación y el significado.

Observemos el significado interaccional desde otro punto de vista, desde la interpretación. Observamos un evento en el “mundo real” y en ocasiones somos capaces de decir “qué significa”. En este sentido, el significado del mundo a nuestro alrededor es una interpretación que debemos hacer correctamente para mantenernos con vida. Gustave Bergmann con frecuencia ponía ejemplos similares en sus clases: él decía “Apostaré mi vida en el hecho de que el sol saldrá mañana, pero no mi reputación filosófica, pues no puedo probar una inducción”. Su atribución de significado al movimiento del sol es del mismo modo en que aquí lo distingo.

De modo más extenso y no tan restrictivo, podemos, ciertamente, observar e interpretar eventos-sígnicos [sign-events] naturales y eventos-sígnicos simbólicos. Es decir, podemos ver a un árbol doblarse a causa del viento, o una novela, una obra teatral, una película, una pintura, etcétera. De muchos de ellos podemos decir lo que “significan”. Permítanme, sin embargo, limitarme en este artículo a los eventos simbólicos (los hechos por el hombre). El siguiente diagrama es una representación esquemática y jerárquica de diferentes modos en los que podemos hacer significados de eventos simbólicos[4]. La más grande diferencia a destacar es la distinción entre la estrategia interpretativa de atribución y la estrategia interpretativa de implicación/inferencia. La naturaleza jerárquica de estos dos procesos también debe enfatizarse. Cuando uno aprende a hacer inferencias, uno obviamente no pierde la habilidad de hacer atribuciones. Los procedimientos de implicación/inferencia son construidos en etapas previas de reconocimiento. Por ahora, concentrémonos en lo que he llamado “interacción” en el diagrama, esa parte peculiar del proceso interpretativo que está conectada con la estrategia de atribución.


Competencia para desarrollar un evento comunicativo

Al usar el término significado atributivo, pretendo distinguir un proceso por el que la gente principalmente impone, imputa o pone en los eventos simbólicos cierto conocimiento que tiene en sus entidades psico-culturales, opuesto a otros procesos que presentaré como comunicacionales, en los que la gente interpreta significado de eventos simbólicos usando conocimiento adquirido fuera de ellos mismos y del interior del evento simbólico mismo.

La comunicación, del modo en que la entiendo en este texto, es definida como un proceso social, dentro de un contexto específico, en el que los signos son producidos y transmitidos, percibidos y tratados como mensajes a partir de los cuales el significado puede ser inferido.

De vuelta al diagrama anterior, podemos pensar en los conceptos de articulación e interpretación como comparables a la producción y transmisión de signos, y a su percepción y subsecuente tratamiento. Mientras que la percepción y el subsecuente tratamiento de eventos simbólicos pueden pensarse como actos de interpretación, y la producción y transmisión pueden pensarse como actos de articulación, pueden más fructíferamente considerarse partes de un proceso que aquí se nombrará articulación/interpretación. Este proceso será explicado como uno similar a la implicación/inferencia. Al señalar la naturaleza procesual de estas estrategias cognitivas podemos lidiar con el hecho de que una no puede ser entendida sino en términos de la otra. Articulamos en términos de las interpretaciones subsecuentes que esperamos, así como implicamos sólo en los términos que esperamos los otros usen cuando hagan inferencias. De modo similar, interpretamos (en un sentido comunicacional) en términos que reconocemos como articulados, e inferimos lo que asumimos tenía la intención de ser implicado.

Más adelante, expondré que el proceso de inferencia no puede tener lugar sin la suposición, por parte del intérprete, de una intención, y que la implicación demanda intención. Incluso, será necesario para investigar este proceso entender que los roles del que implica y del que infiere [implier and inferrer] pueden y quizá deben ser jugados simultáneamente por los participantes de una situación de comunicación. En dicha situación, uno va cambiando, en su mente, entre la articulación y la interpretación, preguntándose “si lo digo de este modo (pintándolo o en una secuencia de un filme), ¿tendrá sentido, dadas las convenciones, reglas, estilo, y otros, en los que estoy trabajando?”.

Debiera ser claro que estoy sugiriendo que el significado no puede ser inherente al signo en sí mismo, sino que existe en un contexto social, convenciones y reglas en las que, y por las cuales, las estrategias articulatorias e interpretativas son invocadas por productores e intérpretes de formas simbólicas. Entonces, es mi punto de vista, que sólo cuando una estrategia interpretativa es asumida que la producción y transmisión son articulatorias e intencionales, y el significado comunicacional puede ser inferido. En un sentido comunicacional, por lo tanto, la articulación es simbólica, y las estrategias interpretativas son diseñadas dentro de contextos sociales de modo que nos permitan hacer inferencias a partir de implicaciones.

Es mi intención delimitar, en lugar de extenderme hacia el uso común, de modo que el argumento que presentaré es que cualquiera y todas las interpretaciones de significado (consistentes con procesos psico-culturales dentro del individuo) son posibles, de cualquier modo, usando una estrategia de significado interaccional. Comparaciones de imágenes y palabras, por ejemplo, en términos interaccionales o atributivos, están cercadas sólo por el poder creativo del intérprete, y no por el poder articulatorio del creador.

Examinemos entonces una estrategia de interpretación de significado que es comunicacional, y que usa un proceso social de implicación e inferencia. Mi uso de los términos implicación/inferencia no es inconsistente con su uso en la lógica formal, pero no es, al menos en un cierto nivel, el mismo. Uso estos términos en un sentido etnográfico, refiriéndome a un uso intencionado de material simbólico en modos que son compartidos por un grupo, precisamente para el propósito de inferir significados de signos y eventos-sígnicos. Este proceso (la comunicación) que propongo como una dimensión sobre la cual las comparaciones de significado pueden realizarse entre los modos verbales y visuales, es de algún modo similar a lo que otros han propuesto como el proceso a través del cual la pintura o el arte adquieren significado (Boas, 1955; Gombrich, 1961; Kris, 1952; Panofsky, 1959).

Cuando uso un evento como un evento simbólico, como un signo, con la intención de compartirlo con otros, lo estoy usando en un modo de implicación. Sin embargo, sólo uso esta estrategia de implicación cuando espero que otros conozcan las reglas y convenciones por las cuales he estructurado mis signos, y he tomado las inferencias de ellos que son “propias” a la estructura. Cuando uso los signos de este modo, los estructuro, y espero que otros sepan y reconozcan esa estructura y la usen para realizar inferencias.

No obstante, la evidencia del uso de estrategias comunicacionales de significado descansa sobre el razonamiento que guía una interpretación, y no en la exactitud o correspondencia entre inferencia e implicación. No es necesario que una interpretación sea “correcta” en una situación de comunicación para existir. Sólo es necesario que ambas partes compartan un conjunto de convenciones sobre la comunicación. El articulador y/o intérprete debe asumir una intención de comunicar. El articulador debe estructurar al interior de un contexto social, y el intérprete debe asumir dicha intención para estructurar.

***

Lidiemos entonces con la suposición de intención que, según propongo, es necesaria para que el significado comunicacional exista. Cuando un niño, o un adulto en todo caso, no reconoce la estructura, hará interpretaciones a través de la atribución. Cuando reconoce la estructura, quizá sepa que las estrategias de implicación/atributivas de la interpretación son necesarias, o quizá desee invocar dichas estrategias en un contexto particular. Las razones de este conocimiento están inscritas en el reconocimiento estructural, y es básico en ese reconocimiento lo que he llamado la suposición de una intención.

La intención no es, en este uso del término, un dato empírico o un proceso perceptual como ver colores, escuchar sonidos o sentir calor y frío. Tampoco, como he señalado, es verificable como resultado de una interpretación, como hacer la interpretación “correcta”.

La comunicación, la implicación e inferencia de significado que le acompañan, es un proceso en el que uno produce un conjunto de formas simbólicas o signos de cierto modo (en palabras, imágenes o sonidos), así como en cierto código. La naturaleza social de este proceso está inscrita en la suposición de una intención. La suposición es básicamente que los signos que la gente elige están codificados y que las relaciones entre signos o elementos son convencionales.

Esta suposición de una intención está basada en una variedad de “conocimientos” que vienen de la pertenencia a un grupo: tácitamente sabemos cómo hablar el lenguaje de nuestro grupo, o cómo las personas que son “como nosotros” se comportan en la calle, en los salones de clase, hablan por teléfono, cómo escriben libros, hacen películas y escriben artículos académicos. Es muy probable que una primera razón a esta suposición específica de una intención es que la forma que elegimos para interpretar está socialmente codificada para ser, posible o ciertamente, una forma intencional. Somos socialmente y psicológicamente responsables de ciertos aspectos de nuestro comportamiento, particularmente de nuestro comportamiento simbólico, y sabemos que, bajo ciertas condiciones y contextos, otros miembros de nuestro grupo esperarían que reconozcamos estos y actuemos en consecuencia.

En el sentido comunicacional, la interpretación consiste en un proceso por el que X (el intérprete) trata a Y (el enunciado, signo o mensaje) de un modo tal que la intención supuesta es para X una razón para, y no una mera causa de, su interpretación. La evidencia de esta suposición de intención no es un emparejamiento isomorfo entre el enunciado intencionado y la interpretación, sino la razón y razonamiento dados por quienes responden.

Estas concepciones de intención y significado difieren de muchas teorías referenciales, comportamentales y semióticas que tratan al significado como algo que no tiene relación con, o al menos está divorciado de, la implicación, inferencia e intención. Básicamente, proponemos que una teoría estímulo-respuesta del significado que se preocupe con las tendencias o disposiciones para comportarse de ciertos modos ante la presencia de signos es totalmente inadecuada para una teoría de la interpretación que tome como axioma que el comportamiento simbólico humano puede ser comunicacional y está preocupado principalmente con el significado.

Nuestro uso del término intención es muy cercano al de Grice (1957), quien señala que el enunciado “‘A quiso decir X’ es más o menos equivalente con ‘A dijo X con la intención de inducir una creencia a través del reconocimiento de esta intención'”, y que “no solamente debe X haber sido dicha con la intención de inducir cierta creencia, sino también el que enuncia debe haber supuesto una ‘audiencia’ que reconozca la intención detrás de lo que dice”.

El lenguaje verbal y las estructuras gramaticales a través de las cuales todos los hablantes nativos aprenden a reconocer la forma lingüística son, por lo general, el paradigma más cercano a los reconocimientos estructurales que usamos para verificar nuestras interpretaciones de significado. En otros contextos y modos, podríamos proceder con complejas estrategias. Podríamos reconocer estructuras poéticas como la rima, ritmo y métrica, al usar otras convenciones y reglas que conocemos (como las de la poesía y la música), y proceder desde ahí.

Si acaso, para llevar el argumento más allá, deseáramos explicar por qué alguien quisiera invocar la inferencia como opuesta a la atribución (claramente más fácil, e incluso más divertida) como modo de hacer significados de las imágenes, deberíamos ser capaces de mostrar que los signos de implicación/inferencia están presentes al interior de la estructura del evento-sígnico mismo. Grice lo señala precisamente así, cuando indica que no solamente debe un evento-de-significado [meaning-event] haber sido articulado “con la intención de inducir cierta creencia, sino también […] el que enuncia debe haber supuesto una ‘audiencia’ que reconozca la intención detrás de lo que dice“. A pesar de que este concepto de significado ha sido frecuentemente utilizado para describir el significado en el modo verbal, Grice nos ofrece algunos ejemplos particularmente instructivos del campo visual que pueden servir tanto para clarificar mis propios argumentos, como para esta suposición de una intención, así como actuar como un puente entre estos necesarios conceptos preliminares de comunicación y significado, y la posterior discusión sobre el uso de la negación en los signos visuales.

Compárense los siguientes dos casos:

1. Le muestro al Sr. X una fotografía del Sr. Y mostrando demasiada confianza con la Sra. X.

2. Hago un dibujo del Sr. Y comportándose de ese modo, y se lo muestro al Sr. X. Quisiera negar que el caso (1) de la fotografía (o que se la muestre al Sr. X) significa algo en absoluto; mientras que deseo señalar que el caso (2) del dibujo (el dibujo mismo y mostrarlo) significan algo (que el Sr. Y se ha pasado de confianza), o que al menos he querido decir que el Sr. Y se ha pasado de confianza. ¿Cuál es la diferencia de ambos casos? Seguramente que en el caso 1, el reconocimiento por parte del Sr. X de mi intención de hacerle creer que hay algo entre el Sr. Y y la Sra. X es (más o menos) irrelevante a la producción de este efecto por la fotografía misma. El Sr. X habría sido guiado por la fotografía a, por lo menos, sospechar de la Sra. X, incluso si en lugar de mostrársela la hubiera dejado en una habitación por accidente; y yo, el fotógrafo, no podría no darme cuenta de esto. Pero, para el Sr. X, tendrá un diferente efecto mi dibujo, ya sea que asuma o no que estoy tratando de informarle (hacerle creer) algo sobre la Sra. X, y no sólo garabateando o tratando de producir un trabajo artístico. [Grice, 1957: 382-83].

Me parece correcto decir que “para el Sr. X, tendrá un diferente efecto mi dibujo, ya sea que asuma o no que estoy tratando de informarle”. Grice, sin embargo, sigue esa frase con lo que considero es una cláusula final equivocada: “y no sólo garabateando o tratando de producir un trabajo artístico”. Claramente debió decir que un garabato y un trabajo artístico no son usados para cargar signos de intención y significado (o son incapaces de ello). Creo que aquí Grice cae en el hábito de pensamiento que parece mantenerse sin ser cuestionado por parte de la lingüística y la filosofía del lenguaje, y que asume que el modo lingüístico es capaz de significado y que las cosas llamadas “arte” (garabatos), ya sean verbales, visuales o musicales, no son capaces de cargar significado.

Está ciertamente más allá del alcance de este texto entrar en una revisión, incluso superficial, de este triste estado de la cuestión académica o filosófica. Cierto sentido del contexto en el que mi propio pensamiento se ha desarrollado quizá pueda clarificar. Pienso en conceptos sobre lenguaje identificados con el primer positivismo lógico que no sólo indicaba que los modos expresivos no lingüísticos eran inherentemente sin significado, sino que también agregaba al saco de actividades sin significado a la “poesía” y al “arte” [5]. Mucha de la discusión del lenguaje en ese período estaba ocupada con los conceptos de Verdad y Falsedad, y los modos en que el lenguaje hacía enunciados que podrían caracterizarse como Verdaderos o Falsos, o los modos (tablas de verdad) en que podríamos caracterizar los referentes del lenguaje como Verdaderos o Falsos. También pienso en el flujo de investigación en lingüística que viene desde Bloomfield y hasta Zellig Harris, quien hizo un esfuerzo por definir el lenguaje sin usar el concepto de comunicación o de significado.

Los críticos de arte, historiadores y estudiosos de la estética en particular, estaban tan fuertemente influidos por estas nociones sobre el lenguaje que habían desarrollado razonamientos elaborados sobre para qué eran las imágenes, si acaso entonces eran sin significado alguno (como lo creían). Considero que fue en buena medida como respuesta a la suposición de carencia de significado que los esteticistas modernos desarrollaron teorías de las imágenes como expresión, emoción, similitudes o estructuras de emoción, etcétera. Las “imágenes” como clase (diferenciadas de lo que se llamara “arte”) casi nunca fueron estudiadas o pensadas por los historiadores, críticos y filósofos del arte. Así como el estudio del lenguaje por parte de los lingüistas en raras ocasiones se preocupaba por cosas como la “poesía” o “literatura”, así en el campo visual estudiábamos “pinturas” en vez de imágenes, “arquitectura” en vez de edificios, y “escultura” en vez de estatuas. Me parece que si vamos a empezar a estudiar cómo las imágenes significan, debemos estudiar imágenes en vez de pintura, películas en vez de cine, dibujos (en papel y en paredes, hechos por niños y por adultos) en vez de gráficos, y estructuras visuales en vez de composición o diseño.

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Probablemente es cierto que la similitud o correspondencia con la “realidad”, y por lo tanto el reconocimiento de signos pictóricos “representacionales” o “referenciales”, ocurre en un nivel biológico básico, y ocurre, en términos del desarrollo, anteriormente al reconocimiento de signos verbales [word signs]. Por supuesto, sería tentador argumentar que los eventos pictóricos son icónicos en relación con lo real, mientras que los eventos verbales son simbólicos y arbitrarios, y en tanto que el reconocimiento es más fácil con las imágenes, y las suposiciones de existencia son más razonables con las imágenes, que la atribución naturalmente se presenta. El profesor Gombrich (1962) ha destruido esta tentación con su análisis de la convención natural del “realismo” pictórico. Gombrich demuestra que es difícil tomar la posición de que lo que llamamos dibujo “representacional” es en realidad representacional debido a que es el modo en que lo ven los ojos. Lo que tratamos aquí es una interacción entre convención y correspondencia. En el caso de las palabras, el conocimiento de la convención parece ser más importante que la habilidad para reconocer correspondencia. En el caso de las imágenes, al nivel más primigenio de reconocimiento, un conocimiento de las reglas de correspondencia parece ser más importante.

Sin embargo, en cuanto nos movemos más allá de esta etapa de reconocimiento primigenio, y empezamos a lidiar con el significado comunicacional y su sentido de orden y estructura, las diferencias que podrían existir entre imágenes y palabras se vuelven triviales. En tanto que nos mantengamos en un nivel de significado atributivo, las preguntas sobre la representación, correspondencia y similitud de operación biológica se vuelven las más importantes dimensiones de comparación, y la diferencia entre dos modos asume proporciones mayores. Cuando nos movemos a los más simbólicamente complejos niveles (en oposición a los biológicamente complejos), estas preguntas pierden importancia. Métodos para reconocer orden y estructura tanto en palabras como imágenes parecen ser procesos cognitivos similares. El modo en que percibimos cosas como el orden y la estructura, me parece, es una meta-operación que la mente humana impone sobre el universo simbólico y el “real”. En mi opinión (que no desarrollaré aquí[6]), contraria a la de, por ejemplo, Rudolf Arnheim, el mundo no se nos presenta directamente; en el proceso de convertirnos en humanos, aprendemos a reconocer la existencia de objetos, personas y eventos que encontramos, y determinamos las estrategias por las cuales articulamos, interpretamos y asignamos significado con y hacia ellos.

El significado comunicacional, al involucrar el reconocimiento de un orden y estructura, considero, es similar para las palabras y para las imágenes. Aunque se construye en correspondencias físicas y biológicas entre modos simbólicos, es un meta-reconocimiento, una cognición aplicable a todos los modos como operaciones mentales, en vez de como juicios de correspondencia física o biológica. Lo que sugiero es que los reconocimientos de los que hablo aquí son aplicables a los modos matemáticos, musicales, lógicos, verbales y pictóricos, y que las convenciones pertinentes al significado comunicacional (metáfora, ritmo, rima, similitud, repetición, analogía, entre otros) también pueden hallarse en todos los modos.

No sólo tendemos a creer que la mayoría de las imágenes representan al mundo con precisión (son similares a él), sino que las palabras en nuestra cultura tienen definiciones léxicas que limitan las atribuciones que uno puede “razonablemente” hacer; mientras que las imágenes no tienen estas limitaciones.

Padres y maestros socializan hacia los niños la creencia de que las imágenes tienen pocas reglas para un juicio cualitativo o de interpretación de significado. Es raro que un padre que vea a su hijo batear en el béisbol sin lograr pegarle a la pelota le diga “qué bien, Joey, lo haces muy bien”. Sin embargo, el mismo padre, en la presentación de un mosaico de 8 x 10 pulgadas con distintas formas y colores, diría “qué maravilloso, ¿es un elefante?, qué bonito”. Joey nos contestaría: “No, no es un elefante, es una imagen de mamá y yo jugando béisbol, y he hecho un home run”. “Oh, es verdad, qué bien Joey, dile a mamá que lo cuelgue”, respondería el padre orgulloso.

No sólo es esta extraña conversación una muy común para padres e hijos, sino que también es común entre poetas y pintores. Ellos también reconocen la distinción entre dos estrategias para la interpretación de significado, y con frecuencia toman alguna postura en una disputa prescriptiva, demandando que la “audiencia” emplee una estrategia u otra. Aunque Paul Valéry no parezca ser un ejemplo del padre típico, un dibujo infantil o un juego de béisbol, quizá citar a la opinión de Picasso sobre Valéry ayude a clarificar mi punto sobre la similitud de palabras e imágenes en términos del significado comunicacional:

Valéry solía decir “Yo escribo la mitad del poema. El lector lee la otra mitad”. Está bien para él, quizá, pero yo no quisiera que hubiera tres o cuatro mil posibilidades para interpretar mis lienzos. Quisiera que sólo haya una y que, en esa única, hasta cierto punto, la posibilidad de reconocer la naturaleza, incluso la naturaleza distorsionada que es, después de todo, un tipo de lucha entre mi vida interior y el mundo externo del modo en que existe para la mayor parte de la gente. […].

De cualquier otro modo, una pintura sería sólo una bolsa para que cualquiera saque lo que ha metido. Quiero que mis pinturas sean capaces de defenderse a sí mismas, resistir al invasor, como si hubiera cuchillas en todas las superficies, y nadie pudiera tocarlas sin cortarse las manos. Una pintura no es una cesta de supermercado o el bolso de una mujer, lleno de peines, clips para el cabello, lápiz labial, cartas de amor y llaves de garaje. [New York Times, 9 de abril de 1973] [7].

Nótese que uno puede sustituir poema, novela, sinfonía, baile o cualquier otra forma simbólica por la palabra pintura en ese texto. Ninguna implicación artística, del modo en que lo plantea Picasso, debe convertirse en “una bolsa para que cualquiera saque lo que ha metido”.

En el nivel del significado atributivo, sin embargo, el oyente podría hacerle como Valéry señala; escribir la mitad, tres cuartos, siete octavos, o cualquiera y todas las proporciones de un trabajo. Podría, si no constreñimos la atribución a la personalidad y la cultura, poner cualquier cosa en el trabajo y felizmente extraer cualquier cosa de él. En un nivel comunicacional, por otro lado, el lector (de nuevo, bajo ciertas constricciones de forma, contenido, y otras) no escribe ninguna parte del poema, de ningún modo mayor en que el espectador pinta una pintura o hace una película. El lector (receptor), si puede participar en un evento de comunicación, reconoce la estructura del trabajo, asume una intención de significado por parte del creador y procede a su extremadamente complejo trabajo de hacer inferencias a partir de las implicaciones que reconoce.

***

Entonces, ¿qué es eso que las imágenes no pueden hacer, pero las palabras sí? No sólo las palabras son capaces de lidiar con negaciones, sino que algunos lingüistas (por ejemplo, Sapir, 1921), han especulado que una de las funciones centrales del lenguaje es la habilidad de las palabras para lidiar con aquello que no es. Las imágenes, propongo, no pueden lidiar con aquello que no es. Es decir, no pueden representar, retratar, simbolizar, decir, significar o indicar cosas equivalentes a lo que las expresiones verbales “Esto no es un(a)…” sí pueden.

En un nivel trivial, podemos construir símbolos pictóricos o signos con significados negativos que se asimilen al lenguaje, como algunos jeroglíficos egipcios; “lenguajes” para las señales de tránsito y publicidad han sido desarrollados y tienen un amplio uso entre grupos de lenguajes verbales. Una barra diagonal roja sobre sobre cualquier imagen significa “prohibido” o “no hacer”, de modo que una barra diagonal roja sobre un auto significa “no autos”, etcétera. Sus usos en pósteres, señales de tráfico e incluso etiquetas de precios no son usos pictóricos, sino usos lingüísticos de formas visuales que se convierten en signos en un lenguaje especial. Difieren de lo que Gombrich (1961) llama un esquema para la imagen. En ese sentido, hablamos de formas de hacer imagen [ways of picturing], formas de estructurar el universo a través de formas simbólicas visuales. En el sentido trivial, hablamos de imágenes específicas o formas visuales a las que asignamos algún significado o función léxica particular. La barra diagonal se convierte en un signo estímulo al que pájaros, perros, y otros animales, así como el hombre, pueden ser condicionados a responder.

En cierto sentido, además, cada enunciado positivo o existencial trae consigo el enunciado de que no es ningún otro. El enunciado “esto es una vaca” o “soy un hombre” trae consigo el entendimiento convencional de que “esto no es otra cosa que una vaca”, o “esto no es otra cosa que un hombre”, o más exactamente, “esto no es una no-vaca”, o “esto no es un no-hombre”. Así también la imagen de una vaca o un hombre trae consigo el conocimiento y comprensión (en esta cultura, al menos) de que no es la imagen de algo más. De nuevo, considero que este aspecto de la negación por la imagen es trivial.

Sin embargo, en un nivel del valor, lo que está en una imagen es con frecuencia valorado precisamente por lo que niega al no presentarlo. Tan es así que en el arte moderno es posible ser no representacional, ya sea por estar sin objetivo o por ser una expresión abstracta. En la música, sospecho que ciertas notas son esperadas bajo ciertos códigos. En períodos anteriores, representar imágenes vulgares era rechazado, y en ese sentido, una negación de convenciones y reglas prescriptivas. Por lo tanto, podemos, por medio de nuestras reglas de la imagen, aceptar como negaciones la ausencia de dichos conceptos sociales que son representación, ilustración, sentimiento, imitación, invención, vulgaridad, nobleza, dinamismo, entre otros[8].

He introducido el nivel del valor no porque quiera hacer una evaluación, sino para traer un punto sobre los “meta-niveles” de interpretación. Cuando hacemos juicios sobre lo que un realizador de imágenes no hizo, así como cuando los hacemos sobre lo que sí hizo, hacemos juicios basados en nuestro conocimiento de las elecciones que el realizador de imágenes tenía disponibles para sí, tanto como un individuo psicológico como miembro de una sociedad donde ejecuta un acto social. Sin embargo, no hacemos estos juicios basándonos sólo en lo que está en la imagen misma. Por ejemplo: al ver La balsa de la Medusa “sabemos” que Gericault no nos muestra que “no estoy en mi casa en mi cómodo sillón”. Podría haber pintado el cuadro que hizo y esperar que nosotros lo reconociéramos, pero todo lo demás no está sucediendo en La balsa de la Medusa. El que realiza imágenes no puede especificar, de entre todas las cosas que su cuadro no está mostrando, cuáles son las que no quiere decir. No hay modos pictóricos en que el pintor pueda indicar que un color, una forma o un objeto no son algo. Todo lo que las imágenes pueden mostrar es lo que está en la superficie de la imagen.

Es por esta razón que parece razonable señalar que el criterio Verdadero-Falso no puede ser aplicado en las imágenes y que, incluso, las imágenes no pueden “hacer” proposiciones. Decimos de enunciados verbales que son “no verdaderos” o “falsos”, o incluso “puras tonterías”. Muy raramente, si es que alguna vez, hablamos de ese modo de las imágenes.

Examinemos primero lo que decimos sobre las imágenes respecto al continuum de correspondencia hacia lo que llamamos “la realidad”. En un extremo de este continuum, tenemos la imagen de las películas y la televisión, donde hay una supuesta correspondencia a la realidad en términos de color, movimiento y sonido. Del otro lado, tenemos la imagen del expresionismo abstracto, o la del artista conceptual que usa sólo palabras y no produce imagen alguna. En medio, tenemos pinturas en una gran variedad de estilos y convenciones como caricaturas, cómics o el tipo de abstracciones producidas por Picasso y Braque que implican cierta correspondencia con el mundo “real”, pero retratan esa correspondencia de modos no-representacionales, o en modos menos representacionales que las fotografías o películas.

Examinemos cómo la gente habla sobre imágenes producidas a mano, como opuestas a las producidas a máquina. Del extremo de las imágenes producidas a mano (el espectro no-representacional, abstracto), un espectador no versado en convenciones de abstracción podría decir que esas imágenes son “tontas”, “sin sentido”, “no son comprensibles”. Nuestro espectador no sofisticado nunca diría que un Picasso es falso o que un Phillip-Guston (en su período expresionista-abstracto) es falso. Las imágenes producidas a mano, como un espectador “sabe”, de algún modo se supone que corresponden con un concepto que se tiene sobre la realidad. Si las imágenes no corresponden o no son juzgadas como similares a esa “realidad”, el realizador de imágenes se juzga como un inepto, un niño, un artista “moderno” a quien no se le debe prestar atención, u otra forma de incompetencia o desviación. Muy raramente es esa persona considerada como mentirosa. Raramente se asume que tiene la intención de mentirle al espectador. A diferencia de las palabras, se considera que las imágenes muestran el modo en que algo es, pero raramente se piensa que las imágenes mienten del modo en que las palabras lo hacen.

El cliché dice que las imágenes no mienten, y esto es, incluso hoy, un enunciado ampliamente aceptado, aunque con ejemplos confusos que llevan a todo tipo de respuestas, como las que mencionaré a continuación.

En el caso de Pollock, un espectador no sofisticado hace juicios sobre desviación e incompetencia, diciendo “está loco”, y “¿por qué no puede dibujar al menos una cara?”.

En las imágenes hechas por máquinas (la fotografía y el filme) suponemos un productor de imágenes libre de cualquier valoración. Ese productor (la máquina) no dice verdades ni mentiras [neither truth nor falsehood], sino que lo que dice “es como es” [“like it is“]. En la máquina se confía para producir una imagen que corresponde con la porción del mundo a la que apunta. ¿Qué sucede cuando ves una fotografía o una cara familiar y no identificas al sujeto de la fotografía? Contrario a cómo actuarías si fuera un retrato pintado, no dudarías en tu habilidad para identificar la cara o la honestidad del fotógrafo que dijo que ésta es la fotografía de alguien que conoces. Culpas a “la realidad”, al “fotógrafo” o a la máquina o al proceso. En el primer caso (digamos, ante la foto de tu esposa), dirías que “ella no parece ser esa misma hoy”, o “desde ese ángulo, en esa luz, no parece ser ella”. Si culparas al que tomó la imagen, señalarías algunas de estas razones: “esperaría más de usted que tomarle una foto a Mary desde ese ángulo”. El comentario “está tan subexpuesta que apenas se ve algo” es otro modo en que el que la imagen carga con la culpa cuando ese reconocimiento instantáneo no ocurre. En el último caso, cuando el proceso falla, se reciben comentarios que van desde “¿qué se puede esperar de una máquina tan mala?” a “tardas tanto preparándola que no tienes tiempo para pensar en la persona a la que le tomas la foto”. En algunos estudios de realización y exhibición de videos caseros, así como álbumes familiares y comentarios sobre los mismos, Chalfen (1975) encontró que era muy común recibir evaluaciones negativas culpando los aspectos mecánicos del quehacer de imágenes, más que los aspectos humanos. Si una fotografía estaba sobre o subexpuesta, era culpa de “ese estúpido exposímetro”, y si las cabezas de personas o partes importantes de la imagen estaban cortadas, era culpa de “esos estúpidos visores” o “esas cámaras baratas”.

Todo esto está basado, por supuesto, en la suposición de la intención de retratar y mostrar una escena que corresponde con lo que la cámara estaba apuntando. Si asumimos otra intención, tenemos que elegir entre una intención de producir “arte”, y un intento deliberado de producir un producto que nos engañará. Ya he discutido, en la sección sobre Grice, la posibilidad de que el arte y los “garabatos”, sean equivalentes en relación con algunos conceptos de significado. ¿Pero qué tal una intención de engañarnos, una intención de mostrar lo que no es, y hacernos creer que sí lo es?.

Si le preguntamos a la gente qué es una “fotografía falsa” [false photograph], casi cualquiera diría “¿te refieres a algo falso?” [You mean a fake?]. Una fotografía que no corresponda (del modo aceptado) a la realidad no es una mentira [a lie], porque tácitamente “sabemos” que el medio no tiene un procedimiento convencional para decir mentiras [for stating lies]. El único modo que una fotografía puede ser entendida como no correspondiente con la realidad es cuando cambiamos algo en un modo oculto, secreto, engañoso. Si sobrepongo una pintura de un senador honesto que jura que nunca se vio con un gángster sobre una escena del gángster cenando con sus cómplices, de modo que parezca que el senador está brindando con el gángster, no he producido una mentira [a lie] sino algo falso [a fake]. Las atribuciones que uno hace de dicha fotografía serían empíricamente falsas, pero la imagen en todos los respectos correspondería con cómo se vería si el senador hubiera estado ahí. Si pinto un cuadro de una mujer (la Sra. A) y se lo presento a un espectador como una pintura de otra mujer (Sra. B), no es la imagen lo que miente, sino el que presentó la pintura.

Una película de un chico con cabello verde no es vista como una mentira [a lie], y apenas como algo falso [a fake]; es más bien admirada como una manipulación bien hecha. Cae en el campo de la fantasía, más que en lo falso [fake], pero no es juzgado por el criterio de verdad o falsedad [of truth or falsity]. En un sentido profundo, lo que sugiero es que el mundo real está simbólicamente intacto. Si los mensajes no correspondientes con él son hechos verbalmente, son entonces errores, mentiras o enunciados falsos [mistakes, lies, or false statements]. Si imágenes no correspondientes son producidas, éstas son “falsedades” [fakes] o “trucos”. El mundo real es, y lo es en un sentido que sobrepasa su manipulación simbólica. Preferiríamos cambiar nuestro concepto de lo “real” para empatar con las imágenes o mitos, si se necesitara, pero de ningún modo permitimos que un conflicto entre el símbolo pictórico y la “realidad” se mantenga por mucho tiempo.

Si nos enfrentamos con un conflicto entre lo que una imagen muestra y lo que sabemos que no es así, no gritamos “¡mentira!”, sino que afirmamos “no puede ser así”. El caso de las llamadas “figuras imposibles” de Penrose y otros nos ofrece un paradigma casi perfecto de cómo tratamos las imágenes no-correspondientes. Son ciertamente “imposibles”. Gregory (1970) ha profundizado en este asunto. Casi todas las figuras imposibles son dibujos. Gregory nos provee de una fotografía que muestra las figuras siguientes. Cuando esta fotografía es mostrada ante un grupo de preparatoria que ha escuchado una clase sobre percepción, encontramos dos respuestas: una es de enojo, y la otra es una feliz demanda de explicación de “cómo se hizo ese truco fotográfico”.


Figuras imposibles

La respuesta de enojo es común; no es el enojo de alguien a quien se le ha mentido, sino de alguien que ha sido trucado [tricked]. Es un enojo que llamo furia mediática. Ocurre con mayor frecuencia conforme los artistas de todas las modalidades de actividad simbólica (pintura, cine, televisión, novelas y periodismo) tratan de explorar las distinciones entre el mundo real y su mundo simbólico. En una película como WR: los misterios del organismo, Dušan Makavejev, el maestro yugoslavo, usa viejos documentales, documentales contemporáneos, así como dramatizaciones viejas y nuevas de eventos públicos y privados. Tiene fotografías de Stalin y actores haciendo de Stalin mezcladas y yuxtapuestas con metraje actuado y documental de modo que es imposible decir qué es qué. Muchos miembros de la audiencia, particularmente en países socialistas donde dicha experimentación es relativamente nueva, se enojan.

En E.U.A., la película Medium Cool, que mezcló metraje actuado y documental de modos no intentados previamente, creó una genuina furia por parte de varias audiencias. Consideraron que la película fue más allá que un trucaje [trickery]. Mezclar actores y los disturbios en la Convención Democrática de 1968 en Chicago en un modo diseñado para hacer parecer como real una trama actuada, o para hacer que la realidad parezca actuación, no estaba “bien”. Los esquemas de la representación fílmica demandan una clara separación entre lo que debe ser pensado como actuado o no actuado. Queremos ser capaces de decir que una película actuada fue casi suficientemente real para que la creamos, pero queremos una actuación, no confusión. Debemos siempre de ser capaces de “saber” la diferencia.

De nuevo, en películas como Medium Cool, la respuesta de la audiencia no es que el filme es, o dice, una mentira [a lie], o que la película es falsa [is false]. La respuesta de muchas personas es que las imágenes en la pantalla son imposibles. Lo que ven ante sus ojos no puede ser. El sentimiento de “no poder” es tan fuerte que algunas personas se mueven sin pensarlo del “no poder” al “no deber”. Y por ello, me parece, se enojan. He visto el trabajo de M. C. Escher ser recibido del mismo modo. Si uno no puede tener placer en la manipulación y creación de una estructura que no puede ser, uno tiende a no aceptar la legitimidad misma del medio, o género, y así uno se enoja[9].

Las imágenes, del modo en que las entendemos en esta cultura, presentan, o muestran, lo que es. En una dimensión visual, son algo similar a lo que el verbo “ser” [to be] es en su sentido existencial, no en el sentido verídico. Sin embargo, las imágenes no pueden mostrar condicionales, contrafactuales, negativos o modos pasados ni futuros. Tampoco pueden hacer transformaciones pasivas, plantear preguntas, o una variedad de cosas que el lenguaje verbal está diseñado para hacer. Las imágenes muestran el presente incluso cuando muestran fantasías como hadas madrinas, mitos, unicornios y dioses. Cuando una imagen muestra la estrella Venus, su contexto (día o noche) puede ayudarnos a etiquetarla como “lucero del alba” o “lucero del ocaso”, pero el problema clásico del significado referencial del lucero del alba no está involucrado cuando lidiamos con las imágenes. En su lugar, deseamos preguntar cómo el contexto de la imagen afecta nuestro etiquetado de esa estrella particular. Es decir: ¿qué tan oscuro o azul debe ser el cielo para que la estrella sea “del alba” o “del ocaso”?.

Ya que las imágenes no tienen la capacidad formal de expresar proposiciones de negación, entonces las imágenes no pueden ser tratadas como significativas en una dimensión de la verdad y la falsedad. Si las imágenes no pueden mostrar la proposición de que algo no es así, difícilmente sería razonable sugerir que las imágenes están diseñadas para mostrar sólo las cosas que son así.

Entonces, ¿qué muestran las imágenes? Parece ser que todo lo que podemos decir es que lo que muestran es lo que es. Muestran eventos de cuya existencia ellas son la única evidencia. Las imágenes en y de sí mismas no son proposiciones que hagan enunciados verdaderos o falsos, de las que podamos hacer tablas de verdad, o que podamos parafrasear en el mismo médium. Las imágenes, debe recordarse, no son representaciones o correspondencias de o con la realidad. Más bien, constituyen una “realidad” en sí mismas.

Pero si las imágenes no son proposiciones, y ni siquiera representaciones, y si las imágenes no pueden ser trabajadas en dimensiones de Verdadero-Falso, ¿cómo debemos trabajar con ellas? ¿Cuál es la “lógica” por la que el significado es interpretado de las imágenes? Dejando de lado estrategias atributivas, de las cuales, como hemos visto, cualquier significado puede ser hecho, ¿cómo entender la lógica por la que las implicaciones son hechas y las diferencias son tomadas? Al remover la propiedad proposicional de las imágenes, parezco haber removido la posibilidad de una gramática o sintaxis del modo en que la conocemos.

Las tablas de verdad sólo pueden ser construidas con enunciados. ¿Qué es un enunciado en una imagen? La lógica sintáctica requiere precisamente conexiones definidas como “y”, “ya sea… o”, “si… entonces”. ¿Hay algo parecido a esto en las imágenes? Lo que propongo es que la diferencia básica entre imágenes y palabras yace en el hecho de que nuestro uso del habla está basado en una convención que requiere una sintaxis claramente definida que nos permita articular proposiciones sobre verdad o falsedad, mientras que nuestro uso de imágenes, por otro lado, está basado en convenciones que, en una naturaleza lingüística, no tienen sintaxis definida, ninguna habilidad para articular proposiciones (y por lo tanto, ninguna habilidad para mostrar una negación), y ninguna habilidad para hacer “metaenunciados” sobre enunciados de menor nivel del sistema de la imagen. Una imagen no puede comentar sobre sí misma. Una imagen no puede mostrar “esta imagen no es así”, o “esta imagen no es verdadera”.

Antes de continuar, debo desviarme, o al menos detenerme un momento, en considerar el argumento de que, aunque las imágenes no pueden lidiar con una negación, pueden lidiar con algo llamado verdad. Permítanme brevemente mencionar algunos de los argumentos que me han llevado a sentir que el tema es en sí una desviación, aunque mucha atención ha tenido (Price, 1949; Urban, 1939; Reid, 1964; Casey, 1970).

La teoría de que hay una verdad en las imágenes usualmente descansa en la argumentación de correspondencia, y la correspondencia usualmente significa similitud o exactitud, o ambos. La noción de similitud descansa en buena medida sobre la distinción icónico-digital entre imágenes y habla. Incluso lingüistas, en años recientes, han dejado de lado la certeza sobre la arbitrariedad de los símbolos lingüísticos (Friedrich, 1974). Semióticos, historiadores del arte, antropólogos y psicólogos han caído en cuenta que una teoría de las imágenes como “copia” es simplista, confusa y probablemente equivocada. Una mirada a una pintura china o mirar de nuevo la figura anterior de imágenes imposibles debería mostrar la obvia debilidad de la teoría de la imagen como copia o similitud. No hallaremos la verdad en esa dirección.

Segundo, la similitud no es, y no puede ser, necesaria de la correspondencia[10]. Un código convencionalizado (el código Morse) puede hacer que puntos y rayas sean correspondientes a letras del alfabeto, a pesar de que su grado de parecido a las letras sea pequeño y su grado de similitud a los sonidos del habla sea casi despreciable. Tercero, la similitud es un criterio casi imposible de correspondencia. La similitud, o verosimilitud, pide que unamos una cosa (la imagen) con otra. ¿Qué tan cercanas deben de estar para ser una pareja? Claramente sólo una convención pictórica o un esquema pueden decirnos si la imagen es similar a algo de la realidad.

Si tomamos a la exactitud como nuestro criterio de correspondencia, caemos en una serie de problemas que sólo confunden más el asunto. Aquí usualmente nos referimos a la exactitud [correctness] o precisión [accuracy] científica. Como asunto del habla, nos referimos a “precisión” coloquialmente como una “verdad científica”. La ciencia trae un alto estatus y es la aproximación más cercana que tenemos de un método para determinar algo llamado verdad empírica. Pero para ser exactos [to be correct], debemos tener una medida, un estándar. Debemos tener algo con qué medir. La “realidad” es demasiado vaga. ¿Comparamos con un estándar de nuestros ojos lo que vemos, o con nuestras capacidades cognitivas lo que sabemos? En cualquier caso, nos confrontamos con convenciones, reglas y esquemas. Si pasamos ese problema, nos encontramos de vuelta al problema de las imágenes no representacionales y con lo que corresponden. La verdad, en lo concerniente a las imágenes, es ciertamente una desviación.

***

Las imágenes y el habla son diferentes precisamente porque las imágenes no son un lenguaje en el sentido verbal. Mientras que las palabras significan, fundamentalmente, gracias al léxico y sintaxis, las imágenes no tienen léxico ni sintaxis en el sentido gramatical formal. Y aún así, propongo que podemos interpretar significados de las imágenes. Sin embargo, es claro que, si las imágenes no tienen gramática en el estricto sentido lingüístico del término, tienen algo parecido: tienen forma, estructura, convención y reglas. Es claro que, aunque una teoría de correspondencia no es suficiente para lidiar con la verdad en las imágenes, las imágenes deben corresponder a algo. Incluso la mayor pintura sub/no representacional debe referirse a algo, o no tendría sentido alguno. Aunque las estrategias atributivas son convenientes para el falto de habilidades, a ningún realizador de imágenes le gusta pensar que su imagen está ahí para lo que sea.

Previamente sugerí que las estrategias que empleamos para interpretar significados de las imágenes (es decir, cómo significan las imágenes) son ampliamente responsables por las cosas que las imágenes significan. He sugerido que, si usamos estrategias atributivas, las imágenes pueden significar casi cualquier cosa. Los límites puestos en nuestra interpretación para atribuir significado dependen principalmente de nuestras historias individuales, psicológicas, sociales y culturales. Estas historias interactúan con limitaciones socioculturales sobre lo que puede ser interpretado a partir de las imágenes en contextos específicos.

Por otro lado, si usamos estrategias comunicacionales, un conjunto particular de significados puede ser desarrollado para las imágenes, así como para lo que hemos definido con frecuencia como “arte”. En general, lo que implicamos e inferimos a través de las imágenes es, en primer lugar, una conciencia existencial de objetos particulares, personas y eventos que son ordenados, copiados, secuenciados y estructurados de modo que impliquen significados por el uso de convenciones, códigos, esquemas y estructuras específicas. Por otro lado, en lo que Larry Gross (1973) ha llamado la comunicación de competencia, las imágenes, más que el habla, y quizá como algunos modos o códigos especiales como la poesía, la sonata o la historia, comunican la competencia y habilidad con la que las estructuras han sido manipuladas de acuerdo a reglas, convenciones y contextos.

He descrito brevemente por qué creo que la noción de relación con el mundo real es insuficiente para explicar cómo las imágenes significan. Ahora puedo señalar que no creo que esto es lo que uno relaciona con las imágenes. La correspondencia, si tiene sentido alguno como concepto, no es correspondencia con la “realidad”, sino correspondencia con convenciones, reglas, formas y estructuras para estructurar el mundo a nuestro alrededor. Lo que usamos como estándar de correspondencia es nuestro conocimiento de cómo las personas hacen imágenes (estructuras pictóricas), cómo las hicieron en el pasado, cómo las hacen ahora, y cómo las harán para varios propósitos en varios contextos. No usamos como nuestro estándar de correspondencia cómo el mundo está hecho.

Nuestras nociones de correspondencia, de similitud y precisión en el significado de las imágenes están evidenciados en señalamientos como “¿eso es una película?”, “¡eso no es un mural!” y “yo no llamaría a eso una imagen”, en vez de señalamientos como “eso no es verdadero”, “eso es una imagen falsa [false picture]” o “esa imagen significa que no es un atardecer”. Lo que queremos decir cuando decimos “eso no es una película” es que el evento simbólico articulado frente a nosotros no corresponde con nuestro conocimiento convencional del modo en que los signos en las películas son manipulados en nuestra sociedad. En efecto, las imágenes son un modo que mejor comunica un diálogo con el mundo “real”, que Picasso llamó “una proposición al espectador en la forma de una violación de la pintura tradicional” [11]. Continuó: “deseo dar forma [a mi creación] de modo que tenga una conexión con el mundo visible, incluso aunque sea sólo para enfrentarse a ese mundo” (New York Times, 9 de abril 1975). Ese diálogo en la forma de una violación de la pintura tradicional es similar a lo que algunos pintores refieren cuando dicen que una pintura es sobre la pintura, y lo que Malraux refiere cuando dijo que los pintores no copian la naturaleza: los pintores copian a otros pintores. Imágenes, en este sentido, convenciones, formas, estructura de imágenes, entre otros. Las imágenes son un modo en que estructuramos el mundo a nuestro alrededor. No son una imagen de él.

Aunque las imágenes no tienen una gramática por la cual estructuramos el mundo tal cual es, claramente no están sin formas, géneros, estilos, convenciones, reglas y sistemas de uso. El concepto de “lenguaje de las imágenes”, la “gramática del arte”, la “sintaxis del cine”, debe ser entendido como una metáfora, en el mejor de los casos. En otro texto discutí[12] los problemas de describir una gramática fílmica, y he mostrado que ciertos conceptos que tienen sentido en el habla o uso verbal simplemente no son usados en las películas. Nociones como “gramaticalidad”, “hablante nativo”, “paráfrasis” y transformación gramática o sintáctica, aunque son poderosos para forzar su aplicabilidad en relación con cualquier uso simbólico, ciertamente tienen poco sentido explicativo cuando se aplican a imágenes. Podemos decir, al respecto de las imágenes, que la gramaticalidad se refiere a un conjunto de reglas que permiten incluso a un espectador no sofisticado “saber” que un dibujo es inaceptable porque la perspectiva “no es correcta”. Podemos estirar el concepto de gramática al decir que el reconocimiento de “figuras imposibles” requiere el conocimiento propio de un hablante nativo de la gramática de la representación visual. Hasta cierto punto, por supuesto, la habilidad para interpretar la perspectiva es necesaria para inferir significado desde la perspectiva de un dibujo, pero me parece que es una distorsión, o al menos no es muy útil, referirse a esas convenciones como perspectiva, como un lenguaje o como gramática de las imágenes.

Me parece, más bien, que las imágenes operan tanto al interior del marco del conocimiento del lenguaje dentro de nosotros, como fuera del marco del lenguaje en sí mismo. Es decir, el modo pictórico (desde dibujos hasta películas) no tiene un conjunto riguroso de reglas que empleen un léxico, gramática, una habilidad para construir paráfrasis, o una habilidad para producir traducciones al interior de sus propios dispositivos formales. Sin embargo, nosotros los espectadores, sí tenemos una faculté de langage[13] en general, sobre todos los materiales simbólicos, de modo que, por ejemplo, en las imágenes donde la secuencia y el tiempo se han vuelto parámetros manipulados, podemos instantáneamente traer reglas lingüísticas para la implicación y la inferencia. En otra investigación (Worth y Adair, 1972), he mostrado que las personas que son hablantes nativos de navajo frecuentemente usarán reglas sintácticas del navajo como justificación para la estructura de películas que ellos mismos han filmado y editado.

Metz (1970) ha mostrado, de manera muy convincente, que la aceptabilidad del contenido de un filme frecuentemente depende de su adherencia a convenciones fílmicas, más que adherencia a la “realidad”. Por ejemplo, una vendedora en una tienda es mostrada en las películas de cierto modo. Todos “saben” que las vendedoras reales no se ven y actúan de esos modos. Si una vendedora fuera parte del elenco de una película, reconoceríamos su correspondencia auténtica, pero la rechazaríamos por su no correspondencia con la película. Lo que llamamos “auténtico con la vida” debe ser un estereotipo para que pueda ser reconocido, y por lo tanto su valor como “arte” es menor, no mayor.

Lo que se comunica con imágenes, entonces, es el modo en que los realizadores de imágenes estructuran su diálogo con el mundo. Lo que se da a significar por las imágenes, cuando usamos una estrategia comunicacional de interpretación, es cómo debemos armar las piezas. Primero, como vimos en el diagrama de las competencias de un evento comunicativo, reconocemos un objeto, persona o evento en las películas. Puede ser “árbol” u “hombre”. En la pintura, puede ser un objeto representacional; un color, forma o yuxtaposición de elementos. Sin embargo, otros van más lejos, tanto en el proceso de articulación como el de interpretación. Reconocen y articulan una estructura, asumen una manipulación poderosa y, por lo tanto, un comportamiento social, y tratan dicha manipulación como un conjunto de instrucciones por los que el significado es inferido.

Cuando las personas están hablando, los participantes son capaces de ser hablantes y oyentes a la vez. En la realización de imágenes, así como en la lectura de novelas, el “diálogo” y “discusión” no existen. Lo que apreciamos son las manipulaciones que el realizador de imágenes o escritor realizan en sus materiales y nuestra habilidad para reconocer y entender las convenciones, reglas, estilos y usos dentro de los cuales un diálogo particular con el mundo se ha llevado a cabo y del que seremos parte.

En resumen, he procurado en este texto iniciar una exploración de cómo y qué cosas las imágenes significan, por sí mismas, como modos particulares de un evento simbólico, y en comparación con modos verbales. He descrito un método para discutir lo que los eventos simbólicos significan a través del uso de estrategias comunicacionales e interaccionales para la interpretación de significado. En comparación al habla y las imágenes, he expuesto que al nivel comunicacional, la mayor diferencia descansa en el hecho de que las imágenes proveen lo necesario para la articulación de eventos existenciales, más que verídicos, y que por lo tanto, las imágenes no pueden proveernos de proposiciones o enunciados proposicionales; que las imágenes no tienen la capacidad formal de mostrar eventos negativos, y que por lo tanto la dimensión de la verdad o falsedad es una dimensión poco útil para pensar en y sobre las imágenes. He argumentado que los significados implicados e inferidos desde las imágenes no pueden estar en un continuum de verdad-mentira, sino en un continuum de existe-no existe-no puede existir (es imposible).

Luego señalé que, si el modo en que las imágenes significan es pensado como interaccional o comunicacional, una estrategia interaccional hace posible que cualquier imagen signifique cualquier cosa, mientras que el significado comunicacional es principalmente constituido por una interpretación de la competencia en la presentación de un diálogo entre el evento pictórico y la “realidad” concerniente al acto mismo de estructurar esa realidad.

Ninguna de estas estrategias de interpretación pictórica, me parece, son o pueden ser formalmente encasilladas con la verdad o la falsedad. El habla y el comportamiento verbal, por otro lado, quizá no siempre estén relacionados con la verdad o la falsedad, pero están formal y socialmente diseñados para ello.

Una semiótica de las imágenes, entonces, debe empezar por describir las estructuras por las que la comunicación visual, en sus múltiples códigos y modos, presenta un diálogo único con el mundo.


* Esta traducción fue realizada por Sergio Aguilar Alcalá, dentro del proyecto internacional “Extimacies: Critical Theory from the Global South”, financiado por la Andrew Mellon Grant. Correo de contacto: sergio.aguilaralcala@gmail.com


Notas

  1. Con excepción de esta primera, todos los pasajes traducidos de esta introducción se toman del propio texto traducido, por ello no se incluye la citación al final del párrafo.
  2. [N. del E.: Este texto originalmente apareció en Versus 12 (1975), 85-108. Se han eliminado algunas secciones que esencialmente repetían lo aparecido en el texto “Symbolic Strategies”, capítulo 5 de la obra compilatoria].
  3. Mucho del trabajo sobre las estrategias de interpretación reportadas en este texto, tanto teórico como empírico, fue hecho en colaboración con Larry Gross, y fue publicado en Worth y Gross (1974). Me he beneficiado mucho de discusiones con él sobre la mayor parte de lo aquí escrito.
  4. [N. del T.: El diagrama se encuentra presente, en la obra compilatoria, en el capítulo 5 antes mencionado, pg. 139].
  5. Fue Carnap quien insistía en que los enunciados inverificables deben ser pensados como meramente expresivos y no ser confundidos con enunciados con significado [meaningful statements].
  6. [N. del E.: Esa opinión se desarrolla en “The uses of film in education and communication”, capítulo 4 de la obra compilatoria].
  7. [N. del T.: el artículo fue escrito por Alden Whitman y se tituló “Protean and Prodigious, the Greatest Single Force in 70 Years of Art”. Puede consultarse en el archivo del New York Times: https://www.nytimes.com/1973/04/09/archives/picasso-protean-and-prodigious-the-greatest-single-force-in-70.html?searchResultPosition=65]
  8. Para una interesante discusión al respecto, ver Gombrich (1963).
  9. Ver a Chukovsky (1963), quien destaca un asunto similar: el enojo de los adultos a las fantasías infantiles.
  10. Me baso profundamente en la excelente reseña de este concepto por parte de Casey (1970). Sus conclusiones finales, debe señalarse, difieren mucho de las mías.
  11. [N. del T.: haciendo justicia a las palabras de Picasso en ese artículo, no se trataba de su obra hecha sino de su método de trabajo, un “dinamismo creativo” que lejos de dialogar (como Worth parece caracterizarlo), era un “surgimiento interno” en palabras del pintor.]
  12. [N. del T.: Ver “The development of a semiotic of film”, capítulo 1 de la obra compilatoria.]
  13. [N. del T.: facultad de lenguaje, en francés en el original].

Referencias de la presentación

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  • Worth, S. & Ruby, J. (1981a). “Appendix. An American Community’s Socialization to Pictures: an Ethnography of Visual Communication (a preproposal). En L. Gross (ed.). Studying Visual Communication (p. 200-203). University of Pennsylvania Press.

Referencias de la traducción

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