El rayo y la maestra
Hermanados en las letras
En poco tiempo partieron dos activistas diferentes pero hermanados en la letra, el magisterio y la participación política, cada uno con su propia intensidad: Rafael Ramírez Heredia y Ana Rosa González Fuente.
Horas trágicas, difíciles, angustiantes, melancólicas vive el cronista que relata lo que sucede con los amigos, los compañeros, los famosos que se van.
No es posible, en ocasiones, hacer un balance ecuánime, lógico, equilibrado. Más bien afloran los sentimientos, las parcialidades, los recuerdos agolpados. Pero eso mismo le da sabor a lo contado y le imprime un sello personal y, sin duda, vivencial.
Claroscuros necesarios
Estamos hablando de Rafael Ramírez Heredia, escritor nato y polivalente, y Ana Rosa González Fuente, quien desde siempre militó en un sinfín de causas, pero tenía como actividad principal la reivindicación del magisterio, siempre tan vituperado.
A Rafael lo conocí en un momento difícil: estábamos en diferentes grupos culturales. Él ligado a Hernán Lara Zavala, Ignacio Solares y otros, mientras que yo en El Búho de Excélsior, con René Avilés Fabila. No había una buena relación, hay que decirlo, entre ambas corrientes.
Encontré a Rafael en Quintana Roo, bajo una palapa, en la cual había mariscos, tragos y plática literaria. La Sociedad General de Escritores de México inauguraba, creo, una casa del escritor. Algo realmente fantástico en un país donde –fuera de la burocracia– no hay estímulos a la creación.
La reunión, al principio, fue distante. Al calor de los alcoholes vinieron las divergencias e incluso las fricciones. Afortunadamente no pasó a mayores. Todo quedó en los sarcasmos e ironías de muchos. Luego la despedida y la toma de rutas contrarias.
Luego me topé a Ramírez Heredia, en múltiples ocasiones, en la famosa cantina La Guadalupana de Coyoacán, adonde acudía frecuentemente con varios colegas, entre ellos Marco Aurelio Carballo. Éste era un eslabón entre diferentes corrientes, pues era muy cercano también de Avilés Fabila.
Rafael era el gran personaje en el lugar del beber. Incluso se hizo un mural –que ya no se colgó en el nuevo local– donde él era el centro de la reunión. Ello por varias razones: una amistad entrañable con el dueño del sitio, Manolo Cardona; la afición de Ramírez Heredia a los toros, algo que continúa siendo la divisa del lugar de sanación y diversión; su impulso a las letras, lo que se tradujo en que hubiera varios certámenes de cuento y novela de La Lupita, y su amena charla acerca de todo lo humano.
En una buena cantidad de ocasiones coincidimos Rafael y yo por ser vecinos en Coyoacán. Fui a su hermosa casa, una y otra vez, para apoyar las tres campañas de Cuauhtémoc Cárdenas. El político michoacano fue de los pocos asistentes al funeral del escritor.
Algunos dicen que Ramírez Heredia era el enlace de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, con el hijo del general. Ello porque el maestro de innumerables talleres literarios fue incluso encargado de tareas culturales, en un momento dado, del sindicato petrolero. El hecho es que Rafael siempre defendió la lucha cuauhtemista.
Hice artículos acerca de los diferentes libros de quien se hizo famoso por ganar el premio de cuento francés con El Rayo Macoy, la historia de un boxeador, como la gran mayoría, fracasado. De ese personaje adquirió su mote Rafael, a quien se le conocía, en el medio, como El Rayo. Nunca supe que leyera mis opiniones y al parecer no le interesaba qué dijeran de su variada obra creativa.
Unos meses antes de morir lo invité a un programa radiofónico, a petición de Adriana Moreno, quien además –como muchas otras damas– estaba prendada del hombre. Entonces habló de su exitosa novela: La Mara. Estuvo, como siempre, sarcástico, puntilloso y desenvuelto. Quedamos de vernos en una fiesta particular para convivir y hacer más estrecho el contacto. Desgraciadamente ya no fue posible debido a sus múltiples ocupaciones y a que este sistema aleja a todos sin remedio: las neurosis, el trabajo atosigante, la necesidad de éxito y muchas otras tonterías nos van distanciando de algo tan sustancial: la amistad y el diálogo.
De una relación enfrentada sin sentido, por fortuna llegamos a un acuerdo donde las picardías, la necesidad de entender el mundo y la posibilidad de mandar saludos a los amores fue lo importante.
Ahora pienso mucho en su pareja: Conchita, una señora amable, bella, respetable y dispuesta a entender a un escritor conocido y en momentos apantallante.
Brillaba con luz propia
Encontré a Ana Rosa González Fuente una tarde que Manuel Blanco me invitó a seguir la parranda en su casa de la Jardín Balbuena. Ella estaba entonces distanciada del periodista, aunque iba a ese hogar para atender a la madre del polígrafo.
La seguí viendo en el departamento que tenían ambos por Calzada de Tlalpan. Hasta que vino la separación final. Entonces mi cercanía con Ana fue menos frecuente. Pero sabía de sus andanzas en el magisterio, donde encabezaba un grupo en el que destacaban Alejandra y Carmen Guillén.
Manuel platicó que la González y él habían militado en el Partido Popular Socialista, al lado de sus líderes Alberto Lumbreras y Miguel Ángel El Ratón Velasco, dos figuras muy respetables incluso en la izquierda más radical, pues siempre fueron intachables en su actuación y con gran calidad moral.
En ese grupo juvenil donde participaron Manuel y Ana, estaban Rafael López Castro, diseñador inigualable y fotógrafo, y Mario Torres, cinéfilo espléndido. Tiempo después se sumaría a ese clan Humberto Musacchio, quien fue el contacto para que yo estuviera cercano a la pareja.
No obstante las vicisitudes, González Fuente me hablaba de vez en cuando para infinidad de asuntos: apoyo a las luchas mexicanas, discutir la situación del magisterio y, en los últimos tiempos, para colaborar en la publicación que dirigía pero no quería aceptarlo: Palabra y realidad del magisterio. Esta revista salía con esfuerzos inimaginables de ella y algunas otras personas, pues nunca tuvo subsidio alguno.
Ignoraba que estaba mal de la presión, hasta que su hijo Lucio –fotógrafo que vive en Campeche– me lo dijo el día del funeral de Anita, como en ocasiones le decíamos ante una risa siempre nerviosa y provocativa de la fémina. Ocho días antes de su fallecimiento, me llamó para que le enviara un artículo acerca de la vetada Ley del Libro. Entonces hablamos de muchas cosas –algo extraño por sus ocupaciones y las mías– y al recibir mi correo electrónico, me respondió de inmediato y hasta me invitó a suscribirme gratuitamente al sitio gmail, ya que prodigy cada vez es peor, no obstante ser el más caro en el país, comentamos aquella vez.
A su velación llegaron decenas de compañeros de lo más diverso: lo mismo sus familiares que sus compañeras de trabajo, militantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y viejos cuadros políticos –de los que ya quedan pocos– que la conocieron y reconocieron debido a sus méritos. Una de sus camaradas leyó un texto de Ana donde llama a que no decaiga el ánimo para cambiar este horroroso e injusto sistema. También entonaron canciones de protesta de los años setenta y de la nueva trova.
Musacchio publicó en un diario nacional una pequeña semblanza de ella, ya que algunos de quienes leyeron una dedicatoria para González no sabían de sus andanzas. Entre otras cuestiones, Humberto recordó que era familiar de Luis Pirata Fuente, compañera de los Blanco –el escritor y el fotógrafo–, pero que brilló con luz propia.
Creo, además, que fue una hermana generosa, siempre atenta con todos, con una sonrisa permanente ante las adversidades y con un aplomo sin límite, tanto que nunca quiso cobijarse con nadie ni dejar de batallar por alcanzar un magisterio auténtico y un país libre y fuerte.
Periodista de El Financiero y El Universal.
Correo electrónico: jamelendez@prodigy.net.mx