El oficialista y el disidente
Dos personajes imprescindibles
Jorge Fernández Meléndez
A Andrés Henestrosa le encantaba la grilla y el palique. En esos terrenos era inigualable, más que en la creación literaria o periodística, en las cuales destacó con méritos propios. Emilio Carballido, por su parte, hacía todo bien y no esperaba mayor recompensa: teatro, literatura, vida iconoclasta, política de la buena…
Al morir Jaime Sabines, pocos recordaron que fue diputado priísta. Poca gloria tuvo en ese terreno, pues en contadas ocasiones usó la tribuna. El Tigre Sabines, empero, tiene una buena cantidad de anécdotas: excelente conversador, bebedor implacable y hasta galán sin freno. En cierta ocasión, aseguran, por disputar una dama abofeteó al compositor uruguayo Alfredo Zitarrosa.
No ocurrió así con Andrés Henestrosa, quien en Oaxaca fue cinco veces diputado y senador tricolor, incluso aspiró en alguna ocasión (con alguna posibilidad) a la gubernatura de su tierra. No logró su objetivo, pero le encantaba la grilla, y aún más el palique. En esos terrenos era inigualable, más que en la creación literaria o periodística, en las cuales destacó con méritos y esfuerzos propios, no obstante las generosas manos que lo ayudaron desde que llegó a la capital hasta sus últimos días.
Antes de que dejara de subir escalones, se le podía encontrar en La Tasca Manolo en la primera mesa del local, a la izquierda, la misma que apartaba el patrón, aunque los domingos era para el zapoteco.
Un grupo de ocho o más personas, varias de rasgos indígenas, contrastaban con una rubia cincuentona, al parecer la secretaria de Andrés. Los gritos de éste no molestaban a la clientela. Más bien parecía que todos sabían de la importancia del personaje y dejaban pasar los graves y los agudos sin preocupación. Algunos, quienes eran menos frecuentes, volteaban ante lo estentóreo de la voz. Pero jamás, nadie, quiso interrumpir las lecciones del escritor.
Los comensales de Henestrosa inquirían acerca de asuntos varios, especialmente su vida o sus relaciones con personajes disímbolos de la política, el arte o las tradiciones. La señora del pelo pintado en ocasiones se aburría y en otras tomaba nota, generalmente cuando lo indicaba el centro delantero del equipo.
Al sitio asistía puntualmente Julio Camelo, quien tuvo cargos importantes, entre ellos subsecretario de la SEP y director administrativo de Pemex, en varias ocasiones.
El regiomontano, que tampoco logró ser el mandatario de Nuevo León, era amiguísimo de Andrés, tanto así que me platicó varias anécdotas interesantes. Una sola: el autor de Relato de mi madre iba cotidianamente a un restaurante del Centro Histórico. Pedía una manzanilla de aperitivo o güisqui, luego pasaba al vino tinto, seguían los digestivos variados y después de unas horas, para continuar la ingesta de alcohol, exigía una cerveza muy fría. Extrañados sus compañeros que levantaban frecuentemente el codo, le preguntaron: “Henestrosa, ¿por qué cebada luego de esa cantidad de tragos?”. Contestó: “No sean brutos, después de varias horas en la beberecua, el estómago se encuentra irritado. Para seguir la farra es necesario darle un reposo y nada mejor que una chela helada”.
Conocí al creador de Los hombres que dispersó la danza, por los años setenta, en un restaurante español hoy en decadencia, El Hórreo, frente a la Alameda Central. En la parte superior había unos espacios privados para reuniones masivas. Llegué con el poeta Macario Matus, el pintor Jesús Urbieta (fallecido muy joven) y José Luis Colín, entre otros. Andrés estaba hablando cual tribuno a una veintena de personas, incluidos varios escritores amigos suyos. Lo interrumpimos Manuel Blanco y yo, pues no compartíamos sus ideas políticas. ¡Oh, la juventud intolerante y plebeya! Afortunadamente Alfredo Cardona Peña nos tranquilizó: invitó unos rones en la parte de abajo. Mala acción.
Nunca pude conversar con Henestrosa, por más que el destino nos acercó en varios lugares, y me arrepiento. La intolerancia cobra de muy diversas maneras sus cuentas, algo que aprendí a profundidad después de leer Encuentro con el otro de Ryszard Kapuscinski. ¡Salud, Andrés Henestrosa!
Un viento suave
Pocas veces estuve cerca de Emilio Carballido. No obstante, siempre me llamó la atención su intensa manera de vivir. Hacía todo bien y no esperaba mayor recompensa: teatro (esencialmente), literatura, vida iconoclasta, política de la buena (apoyando a las mejores causas y no con la idea de servirse en ningún momento), energía hasta el “último aliento”, Buñuel dixit.
Luego de ver en repetidas ocasiones Rosa de dos aromas, supe apreciar lo deslumbrante de un autor que se presentaba raras veces en público. Menos aún que se promoviera, ya que su tiempo lo dedicaba a lo esencial: la creación. Era tal vez eso lo que lo alejaba de las tertulias clásicas.
Lo entrevisté por teléfono en dos ocasiones. Difícil tarea, pues quien destacó por Te juro Juana que tengo ganas y Rosalba y los llaveros, entre muchas más obras, andaba siempre con ideas en la cabeza y era complicado acorralarlo. Su voz poco común, algo chillona, no molestaba debido a su ingenio, agudeza, planteamientos luminosos. Eso sí: nunca dejaba las cosas a medias, siempre esperaba las interrogantes con paciencia y respondía con la mayor amplitud posible.
Sabía de su relación homosexual y se casó con Héctor Herrera, en marzo del 2007, el primer día que se puso en práctica la Ley de Sociedades de Convivencia en el DF, lo cual fue un bofetón para los homosexuales enclosetados. Su relación pasional era como la de otros grandes creadores (Feliciano Béjar y Juan Soriano, por ejemplo): parte de su arquitectura. Con orgullo demostró que se puede hacer todo bien, sin estridencias pero con altura.
Muchos y no sólo el INBA le debemos un gran homenaje a este ser humano que, por no andar en la grilla o los medios, es un ejemplo de libertad, pasión y entrega. Emilio Carballido, uno de los imprescindibles, como decía Bertold Brecht.