Mi biblioteca
- El papel de las bibliotecas en la era digital es analizado por José Luis Esquivel tras una conversación con Ignacio Ramonet.
- «Por eso estoy en un dilema: aferrarme a mis libros como un ratero a su botín, o, como Ramonet, regalarlos sin saber a dónde van a parar», dice.
Por José Luis Esquivel Hernández
Durante la última visita del periodista español-francés Ignacio Ramonet a Monterrey, en septiembre pasado, charlamos informalmente sobre las bibiotecas personales, y francamente la coincidencia de nuestros casos me dejó sorprendido porque él no haya ya qué hacer con sus mil 500 libros almacenados en cajas y archiveros viejos, pues ni regalados los aceptan en algunas instituciones a las que las ha ofrecido en París.
Ramonet tiene dos hijos mayores de un primer matrimonio y una jovencita del segundo, pero a ninguno de ellos les llama la atención el cúmulo de materiales, que consideran pasados de moda frente a las nuevas tecnologías y las fuentes de consultas electrónicas que tienen aleladas a las nuevas generaciones. Por eso ha decidido establecer contacto con alguien que quiera contar con ejemplares en francés y español inclusive dedicados por autores famosos como Roland Barthes, Umberto Eco o Armand Matellart, y ni así le ha sido fácil, de modo que lo comprometí a entregarlos a la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Nuevo León, pero habrá que ir por ellos a la Ciudad Lux.
Obviamente me tendré que «sacrificar» en un viaje relámpago a la nevada capital francesa, pero no sólo vale la pena por rescatar un acervo valioso de textos importantes sobre Comunicación y Periodismo, sino por seguir manteniendo viva la colaboración de Ignacio Ramonet con una institución que lo tiene considerado para otrogarle el Doctorado Honoris Causa, además de que cuidarle sus libros que un día fueron la pupila de la pupila de sus ojos, es tanto como darle acogida a sus hijos en un trance de miseria. Así es que bien vale la pena cruzar el Atlántico de ida y vuelta con esos paquetes a cuesta y otros más embarcarlos en un flete especial.
Pero tal circunstancia me ha puesto a pensar a mí en lo que ya es un apuro en casa, donde no quieren ver más estantes ocupados por unos 600 libros, más otro tanto regados por todas las habitaciones, y ni siquiera me toleran que haya construido un local especial para destinarlo a mi biblioteca personal, pues mi mujer y el hijo que vive con nosotros piensan que es mejor obtener dinero de una renta en lugar de tener ahí un «elefante blanco».
De unos años a la fecha he tratado de convencerlos de los sueños que abrigan esos libros, que me enseñaron tanto cuando yo era joven de edad y todavía me rescatan del olvido muchos datos valiosos para mis clases. Les he hecho ver la inversión económica que significó en su momento y todavía hoy cuando no me privo de otras cosas pero no de meterle de mi bolsa 200, y 500 pesos a veces, en la compra de un buen ejemplar. Busco de mil maneras hacerles ver que de esos libros comimos porque fueron una palanca de apoyo en mi trabajo cotidiano además de que le dieron vida a mis años y quizá un poco más de años a mi vida y, al menos por gratitud, hay que conservarlos.
Nada. Eso es romanticismo ramplón, me arguyen, porque los espacios en casa se necesitan y ya llevan años ocupados con libreros estáticos y mudos, aunque yo les digo que siento el dinamismo de quienes escribieron esas obras cuando se concentraban en cada renglón, y oigo las voces en diversos idiomas de los autores ahí, tan bien conservados. Pura soflamería, quiero creer que me contestan mi mujer y mi hijo.
Y luego pienso en Armando Fuentes Aguirre «Catón» que en Saltillo tiene acumulados más de diez mil libros, de suerte que su esposa dice: «La biblioteca, que también tiene una cocina…», porque hasta en ese sitio tan hogareño y dominado por la mujer hay libros. Se nota que el saltillense compra inclusive por mayoreo y no sé si ha considerado en qué terminará todo cuando sus nietos digan que todo lo encuentran por internet y que sabrean mejor leer en tabletas electrónicas.
Por eso estoy en un dilema: aferrarme a mis libros como un ratero a su botín, o, como Ramonet, regalarlos sin saber a dónde van a parar; porque pensar, como piensan los míos, que los puedo vender en las casonas de libros usados es hasta una ofensa por lo que me ofrecen por ellos. Y esperar que alguien se los lleve para crear un fondo especial con tal de conservarlos junto a un busto mío y una placa con mi nombre, francamente es una utopia.
Y pensar en tantas recomendaciones que desde hace décadas les hacía a mis alumnos para que hicieran su propia biblioteca… Y pensar que siempre creí que los libros eran como los hijos, y que arrancaros de mi lado era como si me partieran el corazón… Y pensar que ahora uno de mis hijos dice muy amorosamente pero con energía que si se llegara a quedar con mi casa, lo primero que haría era mandar a la basura tanto libro… ¡Pobre de mi biblioteca y pobre de mí!… Todo por culpa de la era digital.
Información Bitacoras.com…
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