Desapariciones en México y Granados Chapa
Su actividad en defensa de los derechos humanos
Más conocido en su faceta de analista político, para el abogado y periodista Miguel Ángel Granados Chapa, sin embargo, nada de los derechos humanos le era ajeno. El principal déficit de los más recientes gobiernos, ese que podemos calificar de gran débito histórico de las autoridades federales, estatales y municipales hacia las víctimas y sus familias que es la tragedia humana de decenas de miles de desaparecidos en sexenios recientes, fue una de sus preocupaciones cotidianas. En julio de 2009 Granados escribía y describía que, “para infortunio de todos, en violaciones a los derechos humanos no hemos transitado del autoritarismo a la democracia”.
Por José Reveles
Publicado originalmente en RMC #137
En esa ocasión, Granados aludía a la comparecencia del entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, en representación del Estado mexicano, a una audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Rosendo Radilla Pacheco. Se trataba de un ex alcalde priista de Atoyac de Álvarez ilegalmente detenido el 25 de agosto de 1974 por sospechas de servir a la guerrilla de Lucio Cabañas y acusado de componer corridos a ese luchador social y cantarlos. Fue víctima de desaparición forzada.
Gómez Mont diría el 7 de julio, hace más de seis años, en San José de Costa Rica, que “la evolución institucional en materia electoral, de seguridad y de derechos humanos que ha habido en México durante los últimos treinta años, impedirían que un caso así se repitiera”.
El secretario de Gobernación, apuntaba Granados Chapa, “puede hablar de esa guisa en el extranjero, pero no podría sostener aquí que esa etapa del Estado autoritario se ha superado”, porque mostraría falta de información o de plano mentiría. “En materia de derechos humanos, Felipe Calderón no se distingue de Luis Echeverría ni Gómez Mont de (Mario) Moya Palencia: hoy se hace desaparecer a personas con la misma naturalidad e impunidad que hace 35 años”.
Tan le asistía la razón al columnista fallecido en octubre de 2011, que hoy la sociedad continúa viviendo la crispación y la indignación provocadas por la desaparición forzada de 43 jóvenes de la Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Iguala, durante una acción colectiva y coordinada de criminales del Cártel de los Guerreros Unidos, policías municipales, estatales y federales, además de elementos del 27 Batallón del ejército, en la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014.
La dimensión de la cacería de normalistas –en la que hubo seis asesinatos y lesiones contra 40 personas más- rebasa todo límite imaginable y coincide con el análisis del columnista cuando, seis años atrás, denunciaba la desfachatez con la que Gómez Mont, en la época, al igual que otros funcionarios públicos lo hacen hoy, defendía a los militares.
Quienes denuncian excesos de la milicia (eran tiempos de Felipe Calderón) están movidos por una “insensatez” política y por un “prejuicio inaceptable”, decía Gómez Mont. En el actual gobierno de Enrique Peña Nieto, Roberto Campa Cifrián, subsecretario de Derechos Humanos de la misma Secretaría de Gobernación, afirmó que Iguala “no es el reflejo de México”, tal como Jesús Murillo Karam, cuando era procurador de la República, negó que Iguala fuera “el estado mexicano”.
En el discurso oficial, la masacre de Iguala fue una excepción a la regla, fue un hecho “absolutamente extraordinario” y no generalizado, de ninguna manera un reflejo de nuestra realidad, según argumentaría Campa Cifrián.
Esta percepción (¿convicción, versión para consumo doméstico e internacional o verdad oficial?) del gobierno mexicano se difundía en respuesta al informe preliminar de una misión del más alto nivel de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cuyos integrantes hicieron una visita “in loco” (en lugares especialmente conflictivos) a México en septiembre-octubre de 2015.
La misión de alto nivel de la CIDH visitó Ayotzinapa, Iguala y otros sitios de Guerrero; casas de migrantes como La 72 de Tenosique, Tabasco; dialogó con víctimas en Veracruz, Nuevo León, Distrito Federal; también en Tamaulipas y otros sitios del país. En todos los casos, las constantes que se escucharon fueron la violación de los derechos humanos, la extrema inseguridad y la violencia, la falta de acceso a la justicia, una impunidad rampante; cateos ilegales, detenciones arbitrarias y tortura como prácticas consuetudinarias, la desaparición forzada y otros abusos imperantes en el país.
La CIDH constató “la grave crisis de derechos humanos” que ha vivido México en años recientes.
Encabezado por la presidenta de la CIDH Rose Marie Belle Antoine, el grupo concluyó que lo que hoy ocurre es resultado de “una situación estructural que se padece aquí desde hace décadas”. La magnitud, frecuencia y gravedad de las desapariciones de personas en México es “alarmante”, sobre todo si se refiere a la práctica de ese delito de lesa humanidad atribuible a agentes del Estado o a su participación, aquiescencia y tolerancia en la comisión de las desapariciones.
Falta de justicia, impunidad estructural, repetición de las prácticas más abusivas y el peligro de su perpetuación generan un clima en el que “las amenazas, hostigamientos, asesinatos y desapariciones que buscan verdad y justicia han generado un amedrentamiento en la sociedad, creando un problema grave de sub-registro en las cifras oficiales”.
Durante muchos meses los expertos internacionales no lograron que se les permitiera interrogar a soldados y oficiales del 27 Batallón con sede en Iguala. Reiteró la negativa a esa sola posibilidad el general secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, a principios de octubre de 2015. “Yo no puedo permitir que a los soldados los traten como a criminales” y menos se van a someter a un interrogatorio de extranjeros, porque “las leyes no lo permiten; no me queda claro ni puedo permitir que interroguen a mis soldados que no cometieron hasta ahora ningún delito (en la masacre de Iguala). ¿Qué quieren saber? ¿Que qué sabían los soldados? Está todo declarado”, pero ante el ministerio público.
“El ejército es garante de la soberanía nacional, el Ejército acude a los tribunales y se sujeta a proceso… pero solo ante las instituciones mexicanas”.
El secretario Cienfuegos confirmó que uno de los 43 normalistas cuya aparición con vida exigen los familiares, fue militar en activo (Julio César López Patolzin) y reiteró la versión de que elementos del 27 Batallón estaban atendiendo un derrame en una carretera cercana y no intervinieron esa noche en los ataques y detenciones porque no hubo pedido explícito de la autoridad municipal. Hay, sin embargo, diversas fuentes que ubican a elementos castrenses en diferentes momentos y sitios de la agresión masiva.
Activismo social
Granados Chapa transitó con toda naturalidad de las convicciones que expresaba en sus escritos a la aceptación de incorporarse a una comisión de intermediación y búsqueda de los viejos militantes del EPR (Ejército Popular Revolucionario) Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz, desaparecidos el 25 de mayo de 2007 en Oaxaca.
En esa comisión (COMED por sus siglas) Granados compartió afanes con el escritor Carlos Montemayor, la dirigente del grupo Eureka y ex senadora Rosario Ibarra, el obispo Samuel Ruiz García, el ex rector de la Universidad Autónoma de Guerrero Enrique González Ruiz, así como el antropólogo Gilberto López y Rivas.
Hubo nulos resultados durante el primer año de existencia de la comisión de mediación por falta de voluntad e interés del gobierno, señalaron sus integrantes cuando decidieron disolverla en abril de 2009. Volvieron después a la mesa de negociaciones a petición de Presidencia y Gobernación.
Se llevaron a cabo reuniones con familiares de los desaparecidos, con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, con representantes de la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para el tema, pero ni siquiera se había nombrado a un representante gubernamental permanente. El Partido Democrático Popular Revolucionario-Ejército Popular Revolucionario (PDPR-EPR) aceptó respetar una tregua en 2008. Ni ataques a ductos de Pemex ni acciones armadas u hostigamiento a autoridad alguna.
El 14 de agosto de 2008 la COMED concluyó que el ejército participó activamente en el operativo del 24 de mayo de 2007 en el hotel El Árbol, en la capital de Oaxaca, acordonando la calle para ingresar en el inmueble. Los militares llegaron después de una denuncia telefónica “anónima” al 066, que en realidad hizo Celedonio Santiago Ojeda hacia las 10:30 de la mañana, “quien había trabajado en el ejército durante 16 años, en áreas de inteligencia militar, experiencia que le ayudó a identificar la introducción de armas largas (AR-15) en el hotel”, puntualizó la comisión, la cual aludió a los intentos del entonces subsecretario de la Defensa Nacional, general Tomás Ángeles Dauahare, de establecer contacto con el EPR para evitar más acciones violentas de esa organización armada.
El columnista Miguel Ángel Granados Chapa ya no vivió para elaborar el informe final de la COMED, que hizo un balance de sus acciones y la nula respuesta gubernamental, en noviembre de 2012:
“El sexenio que está por concluir, encabezado por Felipe Calderón Hinojosa, ha sido negativo en materia de derechos humanos en general y de búsqueda de justicia en particular. No solamente se vulneran sistemáticamente las prerrogativas de las personas, sino también se impide un eficaz acceso a la justicia. La sociedad mexicana no ve al Estado como el protector de sus derechos y el garante de sus oportunidades, sino como un aparato corrupto e ineficaz.
“La inoperancia de los aparatos de procuración y administración de justicia en México, en este caso, es más que evidente. Nada justifica la total ausencia de resultados en la investigación de un crimen de lesa humanidad… Y en la desaparición forzada de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez es notoria la absoluta carencia de resultados. Ninguna declaración de buena voluntad suple a la auténtica voluntad política de resolver el asunto”.
Como si nada hubiera cambiado en tres años, la comisión expresaba que esos nulos resultados justificaban “la intervención de instancias internacionales, como el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas, en la búsqueda de soluciones reales a este gran problema. A ningún mexicano agrada que nuestro país sea visto en el extranjero como contumaz violador de los derechos humanos, pero esto es resultado de la impunidad que prevalece y que es cobijada desde el poder”.
Entre los firmantes de la COMED se habían agregado Miguel Álvarez Gándara, Jorge Fernández Souza, Dolores González Saravia, Gonzalo Ituarte y este signo (+) acompañaba los nombres de Granados, Montemayor y Samuel Ruiz.
“Matanza silenciada”
Con este par de palabras tituló Granados Chapa su “Plaza Pública” en el diario Reforma el 9 de octubre de 2008. Daría a conocer ese día en su columna una tragedia que no había sido publicada en medio alguno por la época: la masacre de al menos 23 personas, niños y adultos, además de decenas de heridos en Tlatlaya.
El mismo número de muertos, en el mismo poblado en donde seis años después ocurriría una ejecución extrajudicial colectiva. Y en ambos casos la presencia de tropas del ejército. Esto reportó Granados, quien en varias ocasiones difundió primicias noticiosas en su espacio habitual:
“Al mediodía del lunes 18 de agosto pasado, el tianguis que se sitúa al lado del templo parroquial en San Pedro Limón, un poblado en el municipio de Tlatlaya, distrito de Sultepec, estado de México, fue interrumpido de manera brutal. Llegados a bordo de tres vehículos, una veintena de individuos con el rostro cubierto y con vestimenta de tipo militar disparó sus armas, AR-15 y AK-47, contra la pequeña multitud que trajinaba en el lugar. Murieron por lo menos 23 personas, niños y adultos, y decenas más resultaron heridas. No pareció que buscaran a alguien en particular contra el que dirigieran su ataque. Su blanco era gente común y corriente, desconocida de los agresores. Se cree que no todos se marcharon al concluir su estúpida y sangrienta acción, sino que algunos de ellos se quedaron en la zona para tener control sobre lo que allí ocurriría».
El autor de “Plaza Pública”, con su pulcra redacción acostumbrada, revelaba enseguida:
“Con ser excesivo, no fue eso lo peor. Rato después de la inesperada embestida, que dejó pasmados a los sobrevivientes, quienes no acertaban a decidir qué hacer, llegaron al lugar otros vehículos, esta vez ocupados por miembros del Ejército. Estos retiraron los cadáveres, recogieron los casquillos y limpiaron la escena. Despojaron de sus teléfonos celulares a los espantados vecinos y visitantes y se las arreglaron para hacerles saber que era preferible que no se supiera nada de lo ocurrido. Quizá disuadieron también al personal de la agencia del Ministerio Público, incluidos agentes ministeriales, que supieron de los hechos pero no cumplieron sus funciones, pues no se inició averiguación previa alguna”.
Este ataque a la población civil fue comparado por Granados con el de un mes después, perpetrado en la noche del Grito de Independencia en la plaza principal de Morelia (inclusive más estremecedor, pues hubo tres veces más víctimas mortales en Tlatlaya que en Michoacán), pero no sólo por ese mayor número de asesinados, “sino por las acciones y omisiones de las autoridades, encaminadas a ocultar lo sucedido en vez de investigar los hechos y perseguir a los responsables”.
Si uno analiza las conclusiones del periodista, podrá hallar la inconfundible huella de una impunidad acumulada, la misma que llevó a que se pudiera perpetrar otra matanza allí mismo, en Tlatlaya, y que fuera posibilitada la desaparición forzada de 43 jóvenes normalistas en Iguala.
“El silencio que hasta este momento, en que lo rompemos, ha rodeado a la gran matanza de San Pedro Limón ha sido posible por la profundidad de la intimidación lograda por el atentado mismo y por la presencia militar complicitaria. Se comprende que los pobladores se sientan inermes, presos en la tijera de esos dos factores, y accedan a no hablar de lo ocurrido, temerosos de que la crueldad que mató sin causa a 23 personas agregue a su cuenta nuevas víctimas. La Procuraduría General de la República, la Secretaría de la Defensa, el gobierno mexiquense poseen, en cambio, capacidades al menos formales para indagar lo sucedido. Al menos es su deber intentarlo”.
Jamás se investigó esa agresión extrema y colectiva. Parecería un ensayo fallido de otorgar justificación al “narcoterrorismo”, que sí se manejó en el caso de las granadas de Morelia, desde el discurso de Felipe Calderón hasta las declaraciones del embajador estadunidense Tony Garza. El resultado final fue la liberación de tres inocentes acusados falsamente de haber lanzado esos explosivos. Si no fue el “narcoterrorismo”, ¿quién arrojó las granadas contra la multitud pacífica en Morelia?
Cadereyta: Más impunidad
Granados juzgaba “inadmisible” que grupos de personas desaparecieran en México y se esfumaran como si se las hubiese tragado la tierra. Tal fue el caso del secretario de la Sección 49 del Sindicato de Trabajadores de la República Mexicana, Hilario Vega Zamarripa, de 47 años, cuyo hermano David Fernando, de 40, fue “levantado” por un grupo armado en l anoche del 16 de mayo de 2007. Entre amenazas a la familia y la oferta de liberar a David Fernando al día siguiente, su hermano el líder petrolero acudió a una cita. Y desde entonces ni uno ni otro volvieron a aparecer o dar señales de vida.
También se esfumaron, en cuestión de tres días, otros trabajadores de la refinería de Cadereyta de Jiménez, Nuevo León, como Víctor Manuel Mendoza Román, Jorge Alejandro Hernández Faz, David Sánchez Torres, más los trabajadores jubilados Félix Sánchez Torres, Luis Enrique Martínez Martínez, José Luis Zúñiga García e inclusive el ex alcalde de Cadereyta José Luis Lozano Fernández.
El columnista recordaba el caso a un año de sucedido: “el solo número de personas ‘levantadas’ o desaparecidas hubiera escandalizado a su entorno. Pero en ése como en otros momentos de violencia desatada en Nuevo León, el hecho se consideró como parte de un fenómeno más general, la desaparición de hasta 30 personas” en otro municipio neoleonés, el de Guadalupe.
La inacción oficial y los nulos resultados de una mínima pesquisa, si la hubiere, llamaba la atención del columnista:
“Abrumó a los parientes de los desaparecidos la despreocupación de la autoridad local por investigar el caso, a pesar de que involucraba a personas de alto relieve en la vida política local. Los hermanos Vega Zamarripa son parte del grupo director del sindicato de Pemex en todo el país. Hilario cubría su tercer período como secretario general, perseverancia sólo posible para quienes están bienquistos con la camarilla que rodea a Carlos Romero Deschamps. Eso no obstante, tampoco el sindicato hizo entonces, ni lo ha hecho a lo largo de un año, reclamo o protesta alguna por la suerte de sus integrantes, que no eran miembros de una corriente opositora o disidente sino de la que controla la vida sindical y lo hace mediante mecanismos penados por la ley”.
(Aquí aludía a la venta de plazas, de la cual se acusaba precisamente al sustituto de Zamarripa, José Izaguirre Rodríguez).
Más de dos semanas después de la desaparición de los petroleros, sus familiares vieron en los medios locales de información la versión de que los habría capturado el ejército y llevado primero al cuartel para después entregarlos a la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, de la PGR, en la ciudad de México. Seguirían varias versiones posteriores: la de agentes federales y también sobre la eventual intervención de la delincuencia organizada.
Como suele ocurrir en decenas de miles de casos de desapariciones de ciudadanos de todas las edades y todas las condiciones sociales, a la confusión de la autoría de este delito de lesa humanidad siguen meses y años de incuria oficial para que las demandas vayan cayendo en el olvido y en la frustración de los familiares porque jamás se vislumbra la justicia.
Granados criticó el desinterés del Senado en el caso de los petroleros de Cadereyta, quizás porque el punto de acuerdo que entonces presentó la senadora y luchadora social doña Rosario Ibarra hacía referencia a la desaparición forzada, “un delito de lesa humanidad con perfiles de mayor gravedad que el secuestro, que es también vituperable”, escribió el columnista.
Todo apunta a que no hay avances en el tema en el país, aún cuando se trata de casos más graves, como la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Había transcurrido un año y ninguno de más de cien detenidos por el crimen atroz de la noche de Iguala del 26 al 27 de septiembre de 2014 estaba acusado de “desaparición forzada”. Y es que el Congreso, otra vez, se ocupaba de legislar sobre ese delito gravísimo por el cual nadie ha sido encarcelado en México. En el colmo de la simulación y sin que fuera todavía aprobada la ley, los congresistas votaron por unanimidad constituir el 26 de septiembre de cada año como “el día del desaparecido”. Una bofetada en medio de la impunidad.