Para conocer al General I
Juego de ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
Emprendido el camino hacia la reforma energética, el gobierno atendió la máxima de Santayana y abrió los libros de historia para abrevar en la sabiduría política del consolidador del moderno Estado mexicano y artífice de la recuperación de las riquezas del subsuelo: Lázaro Cárdenas del Río.
Como sigo la escuela historiográfica que pone al hombre en el centro de su circunstancia, en ésta y en la siguiente entrega de JdO ofrezco dos estampas del Divisionario de Jiquilpan que espero contribuyan a un mejor conocimiento de una figura a la que nadie, ni de la derecha ni de la izquierda, puede regatear un lugar excepcional en nuestra historia, estese o no de acuerdo con él. Los textos son de mi libro “El peligro mexicano. Comunicación y propaganda en la expropiación petrolera de 1938”.
Lázaro Cárdenas nació en 1895 en Jiquilpan, Michoacán, en los días de Gutiérrez Nájera y de José Martí. Vio la aurora del maderismo y el ocaso estrepitoso del Porfiriato. En la historia de México su vida se extiende desde la muerte de Salvador de Iturbide y Marzán, a lo largo de la guerra civil, los regímenes posrevolucionarios, la contrarrevolución y la consolidación del moderno Estado mexicano. Pertenece a una extraordinaria época de la historia de México, que tiene en su nómina nombres como los de Calles, Obregón, Zapata, Villa, Alvarado, Ángeles, Vasconcelos, Caso, Siqueiros y muchos más que habrían sido gigantes en cualquier circunstancia. Una época de grandes cambios y de grandes hombres cuyo sendero lleva del México semifeudal hacia el México moderno. Y fue un hombre paradójico. Como ha observado Carlos Fuentes, “enterró para siempre el espectro de la reelección presidencial pero fortaleció el presidencialismo para los próximos sesenta años”.
Si infancia es destino, Jiquilpan fue el molde de la conducta que lo distinguiría como militar y como político. En ese caserío misérrimo, como la gran mayoría de los pueblos de aquel México rural, tuvo su aprendizaje de vida; pero a diferencia de otros de su generación, nunca olvidó sus orígenes: las calles de tierra, las casas de adobe, la falta de agua, la ausencia de escuela y de servicios médicos. Ya presidente recordó en una entrevista que su padre, “a diferencia del 97.3 por ciento de los hombres sin tierra bajo Díaz, poseía una minúscula y rocosa parcela de maíz y un caballo”. ¿Está aquí la raíz de su cercanía con los desposeídos, su fe en el ejido, su respeto por la vida? Sin duda.
Cárdenas fue un hombre genial y primitivo cuya vida pública estuvo montada, según la perspicaz observación de Cosío Villegas, “no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto”. Supo convertirse, “por instinto, por convicción, pero asimismo por habilidad política”, en la “conciencia de la Revolución Mexicana” y durante los 30 años posteriores a su salida del poder su prestigio fue en ascenso. “Desde cualquier ángulo que se le vea, Cárdenas es una criatura de la Revolución Mexicana, ideológica y políticamente”.
Dos décadas después de dejar la Presidencia de la República, en 1961, Cárdenas rememoraría: “Yo no estuve en ninguna universidad. Cursé hasta el cuarto año de la escuela primaria en Jiquilpan. Pero mi aprendizaje lo realicé en la universidad del campo mexicano. Mi espíritu se templó en las enseñanzas que recibí del pueblo”.
Desde joven llamaba la atención por su carácter reservado y meditativo bajo el cual albergaba grandes esperanzas: en un diario iniciado a mediados de 1911 consignó: “Creo que para algo nací […] Vivo siempre fijo en la idea de que he de conquistar fama. ¿De qué modo? No lo sé”. En 1913 inicia su vida militar al lado del general Guillermo García Aragón a cargo de la correspondencia y escribiente de su estado mayor. Como soldado, es de convicciones firmes, leal a sí mismo, generoso e incluso compasivo y no sigue la práctica común de fusilar sin mayor trámite a todo prisionero. Abundan los testimonios de que se mantuvo ajeno a los excesos sanguinarios, algo que habría de diferenciarlo de la clase política de la época.
En marzo de 1915 conoce a Plutarco Elías Calles y entre ambos militares nace una corriente de simpatía. El antiguo profesor de primaria, siempre a la búsqueda de discípulos, apoda “Chamaco” al teniente coronel necesitado de un reemplazo para su padre muerto. Calles habría de formar políticamente a Cárdenas y eventualmente le allanaría el camino a la presidencia de la República.
El futuro consolidador del Estado mexicano tenía 20 años de edad. Terminada la etapa armada de la Revolución, a mediados de los veinte, regresa a Michoacán como jefe de operaciones militares y durante unos días es gobernador sustituto. Entre fines de 1921 y principios de 1925 ocupa las jefaturas militares del Istmo de Tehuantepec, del Bajío, de nuevo en Michoacán y finalmente en las Huastecas, en donde conocerá de primera mano el modus operandi de las empresas petroleras extranjeras instaladas en la región. A lo largo de estos años vio diversas acciones militares y fue herido de gravedad, salvando la vida gracias a su “buena estrella”.
Su patriotismo tenía raíces profundas fortalecidas en la ausencia de apetitos de poder y dinero. ¿Un Cincinato? Así se antoja. Al estudiar su vida aparecen todas las virtudes atribuidas a Lucio Quincio Cincinato: rectitud, honradez, integridad, frugalidad y ausencia de ambición personal. Fue un luchador eficaz e implacable. Y un sobreviviente. En la historia postrevolucionaria de México la figura de Lázaro Cárdenas tiene proporciones casi míticas: Cárdenas el revolucionario; Cárdenas el organizador de las instituciones del Estado corporativo mexicano; Cárdenas el perfeccionador de uno de los más exitosos sistemas políticos contemporáneos; Cárdenas el expropiador del petróleo; Cárdenas el centinela de la Revolución; Tata Lázaro, padre de los marginados y desprotegidos cuyo aniversario luctuoso es, hoy en día, una fiesta religiosa en pueblos de Michoacán; Cárdenas el ciudadano que comparte ciudadanía.
Cárdenas: figura y memoria que polariza la visión y el juicio de biógrafos y estudiosos de todo el espectro político e ideológico. “General misionero”, lo santifica uno, mientras que otro lo critica por el juicio que demostró con la mediocridad de su gabinete, y alguno más lo ensalza como encarnación de una nueva categoría de fraternidad en el campo mexicano. Hay quien sostiene que Cárdenas es el verdadero autor del presidencialismo que caracterizará al sistema mexicano hasta el día de hoy y cuyo poder, más que constitucional, depende de la homogeneidad ideológica y partidaria.
Más allá de las acciones particulares de su gobierno, Cárdenas se distingue por haber destruido los poderes extralegales y fortalecido las instituciones, en particular, la misma Presidencia. Cárdenas enfrentará a Calles con el poder de las organizaciones y del propio Estado y al eliminarlo de la política nacional también anulará todos los poderes que Calles había impulsado y sobre los que asentaba su influencia. Cárdenas, además de expulsarlo del país, destituyó a gobernadores, diputados y senadores y acabó con los pocos poderes locales que aún sobrevivían, como fueron los de Garrido Canabal y Saturnino Cedillo. Con estas medidas, Cárdenas establecerá el presidencialismo que caracterizaría al sistema mexicano hasta comenzar el siglo XXI.
Alejandro Gómez Arias, autonomista universitario y respetado analista que nació políticamente durante el vasconcelismo, nos da otra visión de la personalidad del General: “Al principio, la presencia de Cárdenas no se distingue por un genio político deslumbrante o sobrenatural […] sino por el cambio que proponía, el cual tenía orígenes muy diversos y donde el cardenismo era uno más de sus elementos, quizá el más importante. […] El cardenismo, que utilizó el término como imagen de afiliación, tenía razón en cuanto a que sus fines eran justos y convenientes para el país. […] Lo extraordinario de los últimos años del cardenismo es su notoria contradicción: Cárdenas, siendo una figura tan importante y con tanta claridad política, estaba rodeado por un grupo de hombres ciertamente improvisado y, en algún caso, oportunista […]”.
Daniel Cosío Villegas, el historiador y forjador de instituciones educativas: “Desde luego, siempre tuve la impresión de que toda [su] vida pública estaba montada, no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto. La causa de mi asombro es que se entiende que el instinto es una prenda predominantemente animal y la inteligencia predominantemente humana. Entonces, ¿cómo gobernar instintiva, animalmente una sociedad inteligente, humana?”
Gonzalo N. Santos, el cacique potosino que fuera prototipo de los políticos a la mexicana: “Los cardenistas profesionales pintan a Cárdenas como un San Francisco de Asís. Pero eso es lo que menos tenía; no he conocido ningún político que sepa disimular mejor sus intenciones y sentimientos como el general Cárdenas; […] era un zorro”.
El periodista y político Vicente Fuentes Díaz: “Cárdenas parecía un hombre quieto y frío, imperturbable, a veces hasta inexpresivo y de poca actividad, pero era de sagacidad extraordinaria que sabía mover sus piezas y moverlas bien, en el momento oportuno, sutil, silenciosa, inteligentemente. Le dijeron la esfinge. Es la única esfinge de la historia que ha sabido cambiarla con un dinamismo endemoniado”.
Francisco Martínez de la Vega, también periodista y político: “Si no se ha visto a Lázaro Cárdenas charlar con los campesinos, escuchar con paciencia sobrehumana sus lentas, repetidas y torpes exposiciones, no se ha conocido a este hombre excepcional. Tiene la grandeza de preocuparse por lo pequeño, por lo individual, con la misma ternura, la misma generosidad y decisión que por lo grande y colectivo”.
El historiador estadounidense Hubert Herring, autor de la Historia de América Latina y estudioso del cardenismo: “En materia educativa el régimen de Cárdenas arroja resultados decepcionantes. Por razones que nunca se explicaron satisfactoriamente, nombró ministro de educación a un inepto político veracruzano y como subsecretario (el puesto educativo más importante en México) a un hombre cuyo principal entusiasmo parecían ser las fórmulas estalinistas”.
No es fácil recuperar la esencia telúrica de un hombre que ha adquirido dimensiones epónimas. En el caso del general Cárdenas la dificultad se acrecienta por lo polifacético de su vida pública —y lo hermético de la privada— ya como militar, ya como gobernador de Michoacán, ya como Presidente de la República y a lo largo de los años como figura siempre presente en el México moderno… presente como una conciencia.
Cierto que Cárdenas se formó en la universidad de la vida, pero era un hombre de una clara y abierta inteligencia que reconoció y se cobijó en la influencia intelectual de otros, como su amigo, correligionario y mentor, Francisco Mújica, quien lo introdujo a autores como Marx, Le Bon y Mirabeau. Y si debió abandonar las aulas tan joven —pues como se ha dicho, la escuela en Jiquilpan llegaba sólo hasta el cuarto grado—, durante el resto de su vida fue un lector voraz que fatigó las bibliotecas y bebió desde poesía hasta geografía, y particularmente la historia de México y de la Revolución francesa. A mediados de los sesenta, al analizar su personalidad, Ramón Beteta externó lo que seguramente era un juicio extendido entre la clase política: “Cárdenas está muy lejos de ser un ideólogo; ha llegado a ser un hombre culto a través de su autoeducación, pero no es un hombre de escuela”. Quizá su rasgo sobresaliente, aquello que lo diferenció y le permitió alcanzar la cumbre del poder, fue una descomunal intuición política y una formidable capacidad para entrar en sintonía con la masa. Cárdenas pudo mantenerse a flote sobre el escurridizo y pantanoso suelo político de México porque también tuvo las cualidades del tezontle: porosidad y dureza. Por ello la permanencia, al día de hoy, de la figura de Tata Lázaro. Sin embargo, y quizá por razones parecidas pero en sentido inverso, el cardenismo trascendió como lema de la revolución mas no como doctrina para la construcción del país que soñaron los constituyentes de 1917.
Cárdenas tomó decisiones —como fortalecer el Estado corporativo— que sus críticos atacaron y sus partidarios justificaron por las circunstancias de aquel México convulso. Las organizaciones obreras y campesinas que concibió para trascender el caudillismo y promover la democracia se quedaron en ideal frustrado, como él mismo lo reconoció en 1961. Su lucha fue más inmediata: someter a la ley a los caciques locales y desterrar el crimen como telón final de las vidas políticas. (Continuará)
14/8/13
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