Nostalgia de Pokemon

Pilar Ramírez

 

Hará unos once años irrumpió en la televisión la serie japonesa de dibujos animados Pokemon, que nació como videojuego y resultó un negocio multimillonario porque todos los niños querían además algunos de los muchos juguetes que inundaron el mercado. Este fenómeno en la venta de productos y publicidad se ensombreció un poco cuando se dio a conocer en 1997 que más de 700 niños japoneses habían convulsionado al ver el programa y la mayoría de ellos había terminado en el hospital. El capítulo en cuestión fue retirado de la televisión pero las pérdidas fueron temporales porque la empresa distribuidora desplegó una buena estrategia de control de daños para explicar que las crisis convulsivas se habían producido por el uso de una frecuencia sumamente alta de cambios de colores, así que el auge de Pokemon continuó.

Poco tiempo después escuchamos con consternación que nuestro hijo mayor, entonces de cinco años, quería ver Pokemon. Nosotros, padres primerizos con el imborrable registro de niños convulsionando por ver el programa, primero tratamos de minimizar lo divertido que podía ser el famoso Pokemon, le ofrecimos otras formas de diversión y argumentamos que la hora no era adecuada.

Imaginábamos a nuestro hijito presa de una debilidad mental a causa de las convulsiones que le causaría la ratita amarilla. Todo fue inútil: el niño lloraba porque era el único en la escuela que no podía opinar del programa que todos veían. Nos resignamos y decidimos sentarnos con él a ver un capítulo. Para nuestra sorpresa Pokemon no era para nada violento, incluso ensalzaba valores como la amistad y el trabajo en equipo. Pikachú, el pokemon principal, podía ser cursi pero no peligroso. Hasta los malos del equipo Rocket eran bastante predecibles ya que siempre terminaban derrotados por Ash, el chico bueno que captura y entrena pokemones. Durante muchos capítulos acompañamos al niño mientras veía la serie y no percibimos nada especialmente peligroso, pero cuando escuché a mi marido cantar la canción con los nombres de cincuenta pokemones me entraron serias dudas sobre su estabilidad mental y decidí que debíamos abandonar la costumbre de ver Pokemon, lo cual nos agradeció profusamente el pequeñín, que se hartaba de tener junto a sus padres restándole diversión al programa.

De vez en cuando nos asomamos a los programas que ven nuestros hijos, nada más para no bajar la guardia y, con los últimos descubrimientos, nos dan ganas de cantar como lo hacía María Eugenia Rubio: “las caricaturas también me hacen llorar”. Yo, quisiera volver a la época en que las decisiones de los padres autoritarios se acataban sin chistar para poder censurar ciertos programas y Rafael propone que se les haga un antidoping a los guionistas de algunas series animadas, además de reclamar daños y perjuicios, pues desconfía de la huella mental que puedan dejar en nuestros vástagos.

Por ejemplo, en Los padrinos mágicos los personajes gritan todo el tiempo, hay una niñera malvada que tortura a uno de los niños, pero los pequeños ahijados no cantan mal las rancheras y manejan peticiones demenciales a pesar de las 38 reglas que las rigen. No conformes con eso, los programadores a veces nos recetan maratón de la serie y hay padrinos para todo el día.

No dejamos de preguntarnos qué lugar ocupamos en la fauna que habita en la mente del pequeño Andrés poblada por un Catdog con dos cabezas y ninguna cola, mitad perro mitad gato; por Coraje el perro cobarde; por Dexter, niño genio con su propio laboratorio; por Bob, una esponja cuadrada que trabaja en una hamburguesería en el fondo del mar Biquini; por una vaca y un pollito que son hermanos; por Jenny la robot adolescente que traslada los conflictos de la edad a un mundo de metal, por los Power Ranger, una producción similar a los cuentos de Cachirulo, pero en versión nipona y envidiablemente multimillonaria o por los Chicos del barrio que luchan contra la tiranía de los adultos que intentan imponer sus reglas a los niños de la Tierra.

Lo más estremecedor, sin embargo, es que estamos habituados a que las series animadas estén destinadas a los niños, y al canal Cartoon Network –que transmite programación infantil– se le ocurrió abrir desde hace tiempo un espacio nocturno para animaciones dirigidas a adolescentes y adultos, con escenas de sexo suficientemente explícitas y lenguaje no apto para menores. Y si usted creía que Los Simpson tenían una dosis excesiva de cinismo y malos ejemplos, dése una vuelta por South Park, programa satírico animado para adolescentes que aborda temas de política con un exceso de franqueza donde han aparecido, entre otros, personajes como Osama Bin Laden o Janet Reno; Padre de Familia donde el perro es uno de los personajes más sensatos o Futurama que incluye a un inquietante robot borracho.

Qué tiempos aquellos cuando en lugar de los grandes estudios de animación reinaba la firma Hanna-Barbera con producciones como Los Picapiedra, Los Supersónicos, El oso Yogui, Tom y Jerry, Scooby-Doo o Tiro Loco McGraw. Con la programación actual, hasta Pikachú resulta inteligente y recomendable.

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