De la libertad de prensa al derecho a la información
Puntal de la democracia, según la teoría liberal clásica
José Luis Esquivel
Profesor de periodismo en la Universiad Autónoma del Nuevo León.
Doctor por la complutense de Madrid.
Recoger o reunir información; transmitirla y comunicarla; publicar, divulgar y emitir noticias, así como el derecho irrestricto a recibir noticias y opiniones por cualquier medio de información, son principios que consagra la teoría liberal clásica, porque el derecho a la información, como disciplina jurídica, nace ante la necesidad de reglamentar y organizar el ejercicio de un derecho natural del hombre, reconocido en las leyes fundamentales de los diversos países modelados en el ámbito jurídico-político de los Estados de Derecho.
Después de que el alemán Johann Gutenberg creó en Maguncial los tipos metálicos móviles para echar a andar la prensa en occidente en 1450, su invento debió enfrentar a dos enemigos poderosos: por un lado, aquellos que veían como un instrumento del demonio el nuevo sistema de difusión múltiple de mensajes escritos y trataron de acallar su voz para que no se produjeran sin autorización libros, folletos ni hojas noticiosas, y por otro, aquellos que hicieron mal uso de tan valiosa herramienta para llenar de textos incendiarios y difamatorios su entorno.
En sus inicios, el invento de Gutenberg fue sometido por el poder político y eclesiástico principalmente. Por su parte, la lucha de los sectores culturales de la época se centró en conseguir una amplia libertad de imprenta para editar libros que después se extendería al campo de la prensa, cuando se vio, a partir de 1505, la utilidad de los zeitungen en Alemania, las gacetas italianas, que antes eran manuscritas, los news, corantos y mercurios ingleses y las nouvelles o courrieres francesas.
Sin embargo, el camino se vio sumamente estropeado por las malas artes de quienes se dedicaban a producir libros prohibidos en Francia, llamados libelles (ataques calumniosos a las figuras públicas a quienes se conoce colectivamente como les grands y ahora los famosos). Esos libros eran subgéneros de la literatura de escándalo desde el Renacimiento, y pertenecían a una vieja variedad del enlodamiento que casi siempre se quedaba en la alcantarilla, en donde entran esos libelles, especialmente los de los años setenta y ochenta del siglo XVIII.
En lo legal, el libelo (del latín: libellus, dimunitivo de liber=libro) o librito subrepticio, representa el delito de difamación, pues se le asocia en su origen francés a todo panfleto que contiene ataques calumniosos contra personas prominentes. En síntesis: es un escrito ofensivo u obra injuriosa.
En 1560, de acuerdo con investigaciones de Robert Darnton,1 apareció esta proclama en Francia:
Todos los productores de carteles y libelles difamatorios […] que tiendan a infamar al pueblo y provocarlo hasta la sedición, serán condenados como enemigos de la paz pública y criminales culpables de lése-majesté.
Calumnia y sedición –continúa Robert Darnton– parece caracterizar la historia de los libelles políticos desde el siglo XVI hasta el XVIII.
Entre 1648 y 1653 se publicaron en toda Francia cinco mil panfletos con el mismo tipo de vituperio personal y relato de intrigas, lo cual demuestra que la efervescencia política y la consecuente lucha por el poder propició que esos escritos se utilizaran para conspiraciones o golpes bajos contra rivales de una causa.
Los enemigos del Rey y de su esposa se amparaban en estos textos salidos de las prensas a escondidas y repartidos de noche, para destilar todo el veneno contra ellos y tratar de minimizar su poder, atacando de igual forma a cuanta figura pública les mereciera desprecio o fuera considerada un obstáculo en la consecución de sus metas.
Ante estas circunstancias, la autoridad constituida y la Iglesia desconfiaban de todo lo que salía de la imprenta y le ponían la lupa especialmente cuando, en 1631, el médico Teofrastro Renaudot obtuvo del Rey de Francia el privilegio de la exclusividad de las noticias para su Gaceta de Francia, con el amparo de sus protectores, el padre José y el cardenal Richelieu.
Con el nacimiento de tal órgano oficioso del gobierno, semanalmente, se inicia el sistema informativo de la prensa en el mundo hasta conseguir a mitad del siglo XIX el nombre propiamente de periodismo. Por eso, se considera que Renaudot fue quien arrojó la primera simiente de las publicaciones con estructura noticiosa y periodicidad, cuyo avance fue sorprendente para su época, a pesar del nulo desarrollo de la prensa de Gutenberg.
Los orígenes
Coincidentemente por esas mismas fechas, en Inglaterra comienza la lucha por la libertad de prensa, pues diversas trabas legales limitaban la difusión de las hojas de noticias impresas en forma periódica, debido a la consolidación del régimen parlamentario.
El monarca de entonces, Carlos I, quien gobernó de 1625 a 1649, provocó el enojo de los críticos de su gobierno, quienes lograron ser los líderes en el mundo en su aspiración por soltar los amarres de la imprenta para la libre circulación de las ideas, pues su respuesta a los afanes represores sentó las bases para que en Francia también se levantaran los grupos inconformes contra quienes querían el silencio o la complicidad de los medios escritos.
Todo empezó cuando Carlos I de Inglaterra disolvió el parlamento en varias ocasiones porque la Cámara trató de imponer el criterio único de la mayoría parlamentaria sobre los muchos criterios individuales del monarca. En una de esas clausuras parlamentarias decretadas por el rey, su consejero político principal, el arzobispo de Canterbury, William Laud, lo previno sobre los efectos de su mandato sobre la democracia.
El rey le propuso al Arzobispo que se despreocupara, pues “la democracia es sólo una bufonada de los griegos, que atribuye cualidades extroardinarias a las personas ordinarias. Todos sabemos que eso no es posible: ¡que disuelvan el Parlamento!”
Craso error del principio absolutista de Carlos I, y después del mismo Parlamento al promulgar en 1643 las leyes de censura durante la guerra civil, pues la democracia se sustenta en el poder del pueblo y el ideal de la democracia jamás ha dejado de estar influido por las versiones liberales primigenias, en las que el derecho a la manifestación del pensamiento ha sido objeto de afanes teórico-prácticos significativos desde la antigüedad. Por eso el ingrediente individualista, que tal corriente enarbolaba, ganó y defendió un espacio de expresión opuesto a las actitudes monopolizadoras de los regímenes monárquicos y de sus intelectuales orgánicos.
Y si en tiempos de Carlos I en Inglaterra se promovió en el ámbito económico la producción y el intercambio de mercancías sin barreras, la demanda en el plano intelectual fue idéntica y triunfó el grupo que abogó por la libre circulación de las ideas y la expresión sin cortapisas de opiniones y razonamientos orales o impresos, ajenos de sometimiento alguno a los poderes del dinero, de la política y de la religión, sustrato de lo que hoy llamamos libertad informativa y opinión pública.
Inglaterra es la cuna de ese movimiento emancipador que tiene como símbolo a John Milton (1608-1674), pues con sus obras, en particular con su Aeropagítica, en 1644 sentó las bases para la defensa de uno de los derechos naturales de los seres humanos y argumentó la necesidad de cambio social y exterminio de la tiranía de los señores feudales, así como el poder de los dos pilares del trono: la Iglesia y la nobleza.
Sostén de la libre opinión escrita en inglés, la Aeropagítica planteó a los magistrados una pregunta inquietante que no quieren oír ni siquiera hoy día los déspotas del poder: “¿Qué ocurriría si la libertad de imprenta se redujera al poder de unos pocos?”
Esta postura sobre la paternidad británica de la teoría liberal clásica fue reforzada por John Stuart Mill (1806-1873), en su libro titulado Sobre la libertad en 1859, que todavía es considerado como el análisis liberal más convincente acerca de los límites que deben respetar los gobernantes en el ejercicio de su poder sobre los ciudadanos.
Antes de Stuart Mill, otro inglés, John Loke (1632-1704) había defendido las condiciones de libertad e igualdad perfectas de la especie humana, y en su libro Ensayo sobre el gobierno civil (1690) señaló los males de la autocracia y fue guía para el reformador de la prensa británica, Joseph Addison (1672-1719), fundador de The Spectator, que apareció de marzo de 1711 a diciembre de 1712, y al que siguieron Jonathan Swift (1667-1745), Daniel Defoe (1660-1731) y Samuel Johnson (1709-1784), representantes de la mejor tradición del periodismo crítico, a través de sus creaciones literarias y sus luchas políticas.
Francia se encumbra
François Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire (1694-1776) vivió en Inglaterra entre 1726 y 1729. A su regreso a Francia añoraba que su país tuviera a su servicio libros, periódicos y sociedades organizadas como los británicos, que tanto les ayudaban a éstos a tener una innegable independencia de espíritu para “decir lo que pensaban” y comunicar al público cuanto querían.2
David Hume (1711-1776), filósofo e historiador escocés, reconocía que eso que expresaba Voltaire era lo que más sorprendía a los extranjeros que llegaban a Inglaterra, pues el avance en su defensa de la libertad de prensa era digno de imitarse en todas partes.
Por eso Voltaire popularizó de inmediato los principios de Milton y la filosofía de Locke –a manera de catecismo antiabsolutista– como base teórica de la democracia liberal fincada en el individualismo y sustrato de las Declaraciones de derechos y muy pronto serían la bandera de los estadunidenses en su lucha por la independencia en 1776, y por los revolucionarios de Francia en 1789, que bebieron hasta las heces de La Enclopedia o diccionario de las ciencias, de las artes y de las materias, preparado durante 21 años por Jean Le Rond D’Alambert (1717-1783) y Denis Diderot (1713-1784), empeñados en exaltar el derecho de las personas a ejercer su pensamiento y expresión sin trabas, cuya consagración quedó plasmada en la Declaración de los Derechos del Hombre en agosto de 1789 y que un siglo y medio después, la Organización de las Naciones Unidas refrendó en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en diciembre de 1948.
El derecho a la información
Todo el peso de las ideas de los intelectuales ingleses y franceses, más el sometimiento que hizo de la política al derecho el alemán Emmanuel Kant (1724-1804), desembocó en la consagración del Derecho a la Información, cuando los modernos medios de comunicación, al desplazar a la prensa de su sitio único, fueron considerados como una plataforma para que pudieran utilizarlos todos los seres humanos o beneficiarse de ellos.
El Derecho a la Información abarca, por tanto, todas las antiguas y nuevas libertades de derecho natural en relación con el fenómeno informativo, porque si bien es cierto que la libertad de imprenta era exactamente para la impresión de libros y la libertad de prensa era cabalmente para la prensa, ahora ya no es posible hablar de otro derecho que no sea el que pertenece a los hombres, tanto a los emisores como a los receptores del proceso comunicacional.
Recoger o reunir información; transmitirla y comunicarla; publicar, divulgar y emitir noticias, así como el derecho irrestricto a recibir noticias y opiniones por cualquier medio de información, son principios que consagra la teoría liberal clásica, porque el Derecho a la Información, como disciplina jurídica, nace ante la necesidad de reglamentar y organizar el ejercicio de un derecho natural del hombre, reconocido en las leyes fundamentales de los diversos países modelados en el ámbito jurídico-político de los Estados de Derecho.
Todos tenemos derecho a informar y a estar informados, a expresar ideas y recibirlas, y a no ser objeto de persecución por lo que decimos o escribimos apegados a las leyes y a la ética.3
Notas
1) Nexos, México, agosto de 1995, pp. 37-45.
2) Edmundo González Blanco, Historia del periodismo, Biblioteca Nueva, Madrid, 1919, pp. 137-138.
3) José Luis Martínez Albertos, La información en una sociedad industrial. Función de los medios masivos en un universo democrático, Tecnos, Madrid, 1981.
El siguiente es un ejemplo de cómo debe citar este artículo
Esquivel, José Luis, «De la libertad de prensa al derecho a la información»,
en Revista Mexicana de Comunicación, México, No. 105, junio- julio 2007, pp 22.