Dime cómo hablas

La política en tacones

Pilar Ramírez

Muchos elementos pueden describirnos, pero ninguno tan certero como el lenguaje, la elección de las palabras con las que nos ponemos en contacto con el mundo, las que otros dicen y adoptamos, las expresiones que aprendemos y vamos recogiendo a lo largo de la vida hablan precisamente de eso, de nuestra vida y nuestra personalidad.

Si usted habla de “urnas embarazadas”, “carrusel”, “ratón loco”, “tacos rellenos”, “tapado”, “cargada”, “que si se mueve no sale en la foto” o de los “electricistas” (aquellos que llegaban a dar los últimos toques) se formó en la cultura política de la pelea pasada. Si utiliza estos términos con un dejo de nostalgia quiere decir que junto con la oportunidad de utilizar ese lenguaje también perdió el control sobre tales prácticas. Si lo hace en tono despectivo y con aire triunfalista quiere decir que ahora maneja las mismas o peores prácticas con un lenguaje posmoderno.

Si le “catafixia” a sus hijos permisos por el cumplimiento de sus responsabilidades es muy probable que su niñez la haya alegrado Chabelo cuando los niños realmente le creían que era un niño grandote.

Si en las reuniones sabatinas con sus contemporáneos habla de una mujer que “está como Fanta” o muestra disposición a “agarrar la jarra” quiere decir que sus consejeros lingüísticos fueron publicistas que hoy quizá estén jubilados.

Si le gusta el lenguaje folclórico y salpica su conversación de expresiones como “te traigo finto”, “¿me explico Federico?”, “¡Qué feo Mateo¡” o “¿me entiendes Méndez?”, la gloria lingüística de sus tiempos fue Alejandro Suárez con su personaje Vulgarcito.

Si describe la muerte como “colgar los tenis”; las habilidades manuales o intelectuales de alguien como “ser muy hacha” o utiliza el término “coyotito” no para caracterizar a alguien pequeño que por una cuota lo salva de un trámite descomunalmente engorroso sino un sueñito fugaz, que generalmente se disfruta sentado, quizá implica que ya tiene tiempo de sobra para echarse muchos coyotitos.

Si para despedirse de sus conocidos suelta “pero te peinas cuñao”, posiblemente añore un IFE que ya no existe. Si al concluir sus escritos siente un deseo irreprimible de rubricarlos con la frase “sufragio efectivo, no reelección”; si a la menor provocación utiliza la palabra “coadyuvar”; si dice “sí señor” sin importar que su interlocutor sea hombre o mujer; si para hacer saber que está trabajando dice en un tono de media queja que “está correteando la chuleta” y los viernes se “pone happy”, es un burócrata irredimible.

Si utiliza la interjección “recórcholis” y además cree firmemente que cuando los policías descubren a un delincuente le dicen “hey, deténgase” o “¿qué hace?” no habrá duda de que una buena parte de su formación se la debe a los programas de dibujos animados anteriores a la televisión de paga y a las series policiacas que presentaban a Batman con acento puertorriqueño.

Si de pronto sus amigos se convirtieron en “amiguis”, para toda afirmación usa “oki doki” o “sipiriri”, al salir de la oficina ofrece como despedida general “baicito” y se sirve de “padriuris” para expresar satisfacción por algo, El canal de las estrellas y sus programas cómicos le causaron un daño irreversible.

Si vive en un “loft”, para estar “trendy” viaja los fines de semana a Miami, su “cel” es un Iphone3G, elige a sus amigos después de haberlos “googleado”, diagnostica su daño emocional como “estar psycho”, comenta con sus amigos la “peli”, y a los ídem les dice “honey”, quizá vive muy cómodamente en Santa Fe o en la colonia Condesa de la Ciudad de México, si sólo utiliza esos vocablos, pero vive en Peralvillo o en cualquier otra colonia de la clase media (tonta) de cualquier ciudad, probablemente pertenece sólo al mundo de los “wannabe”.

Cuando la realidad y la hiperrealidad todavía lo sorprenden y en una expresión de incredulidad pregunta “¿qué onda?” estará haciendo una confesión de edad, pero si dice “¿qué ondita con el pandita?” será una declaración de clase social.

Por último, si todas las frases terminan con “güé”, pregunta “¿qué pex?”, para expresar afecto dice “te quiero mil”, para manifestar la malquerencia escupe “métete en un clóset y piérdete en Narnia” y todo lo superlativo es “hiper”, en lugar del antiguo “super”, más vale que su edad sea de entre 11 y 16 años, si no es así, deje inmediatamente de repetirlas porque está avergonzando a sus hijos.

Dime cómo hablas y te diré quién eres aplica avasalladoramente.

Periodista y colaboradora de la RMC

El artículo anterior se debe de citar de la siguiente forma:

Ramírez, Pilar, «Dime cómo hablas», en Revista Mexicana de Comunicación en línea,
Num. 112, México, septiembre. Disponible en: Disponible en:
http://www.mexicanadecomunicacion.com.mx/Tables/rmxc/politica.htm
Fecha de consulta: 25 de septiembre de 2008.

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