Un mundo raro

La política en tacones

Pilar Ramírez

Las dependencias gubernamentales han desarrollado una especie de código de funcionamiento que a veces resulta incomprensible. En ellas, por ejemplo, existe una costumbre muy arraigada: pedir más porque todo mundo sabe que sólo se obtendrá la mitad o menos. Se pide más presupuesto, más mobiliario o más papelería para obtener justo lo que se necesita y a veces un poco menos. Ya nadie se pregunta si una persona requiere dos o tres escritorios para trabajar o dos computadoras, porque todos saben que las áreas de finanzas o de recursos materiales proporcionarán sólo uno de esos artículos. Si pudiésemos cuantificar la cantidad de horas hombre, tinta y papelería que se gasta —ésas sí inútilmente— en cotizar y llenar formularios para solicitar de más a sabiendas de que sólo se obtendrá lo indispensable, entenderíamos el despilfarro demencial que cotidianamente se lleva a cabo en la oficinas públicas.

El tiempo efectivo de trabajo en el sector público dura, aproximadamente, de marzo a octubre. Durante enero y febrero disminuyen drásticamente las actividades «porque todavía no llega el presupuesto», mientras que en noviembre y diciembre la razón es «porque ya se cerró el presupuesto». Años van y vienen y a nadie se le ha ocurrido modificar la forma de ejercer los dineros públicos de manera que esos cuatro meses dejen de ser tierra yerma y se trabajen efectivamente, con los recursos necesarios. Un antiguo compañero de trabajo que reflexionaba sobre este asunto y que vivía muy lejos de su empleo, decía que durante esos meses se sentía como salmón, pues «viajaba desde muy lejos sólo para ir a echar la hueva».

La principal razón de estas taras es el cuidado de los recursos, pues resulta muy difícil vigilar al gran monstruo burocrático que son las instituciones de gobierno, por lo cual los candados y reglamentaciones se multiplican. Por ello, no deja de causar espasmo enterarse de manejos fraudulentos millonarios por parte de algunos altos funcionarios, cuando el escrutinio más severo se ejerce sobre alguien que necesita un boleto de autobús, un cartucho de toner para la impresora o la inscripción a un evento académico, pero las mil y una razones burocráticas no permiten justificar esos gastos aunque sean en beneficio de la propia institución.

Otra aspecto singular en el servicio público es el manejo de las ineficiencias, que imagino las hay por doquier, pero en el sector privado cuando alguien es declaradamente ineficiente simplemente lo liquidan o cuando más lo cambian de actividad, porque a veces se comprende que la gente puede no ser productiva en una tarea pero en otras sí. En el sector público el umbral de tolerancia a la ineficiencia es muy alto, excepto cuando sale a la luz pública, porque entonces el jefe de más alto rango despide al empleado ineficiente o a cualquier otro, en una especie de conjuro para que no le toque algo de esa ineficiencia. «Rodar cabezas» se le llama a este fenómeno. Cuando «rueda una cabeza» ya sabemos que algo no se hizo o se hizo muy mal y la paga el que menos se lo imaginaba. Es además, un ritual que alimenta a la prensa para demostrar que se es tan eficiente que no se tolera a los ineficientes.

Los problemas, que menudean en todos lados, cuantimás en las oficinas de gobierno, solían no reconocerse. Durante muchos años, aunque las dificultades o los malos resultados estuvieran a la vista se manejaba un discurso completamente contrario en el que ya nadie creía, entonces aparecieron intentos por construir argumentos que pretendían ser más creíbles, pero la resistencia a reconocer abiertamente los problemas persistió. Se inventó entonces un lenguaje que parece de iniciados; en lugar de llamar problemas a los problemas se les dice «áreas de oportunidad», si acaso «debilidades», por aquello del análisis de las fortalezas y las debilidades. ¿Por qué no simplemente problemas? Resulta más honesto, menos grotesco y es un lenguaje que todo mundo entiende. Misterio absoluto, parece que se trata justamente de lo contrario, de que no se entienda claramente.

Uno de los pecados más graves que se pueden cometer en el sector público es ser más inteligente o destacado en cualquier cosa que el jefe. Es impropio, arrogante, políticamente incorrecto y garantía de escaso desarrollo. En el mundo burocrático hay más jefes que apaches, así que son muchos los que deben aparentar que diariamente son iluminados por el genio creativo y brillante de sus jefes o pueden despedirse de su futuro.

Nuestro pasado prehispánico irrumpe estruendosamente en la vida burocrática porque hay un enraizado gusto por el sacrificio. A quienes cubren horas y más horas «esperando a ver si algo se le ofrece al jefe» se les tiene como excelentes empleados y su sacrificio es ampliamente reconocido; se les considera colaboradores que «están al pie del cañón», aunque no sean capaces de escribir ni una postal, mientras que si alguien tiene la malhadada idea de procurar ser productivo dentro de su horario, aunque lo cumpla escrupulosamente, es «monetarista», provoca desconfianza y se le tilda de «burócrata», término sumamente despectivo en el argot oficinesco. El sacrificio de acompañar al jefe o dar la idea de «entrega a la institución» genera puntos que pueden llevar a alguien a encumbrarse en la vida pública.

Durante mucho tiempo se culpó de estos males a los gobiernos priistas, pero para nuestra mala suerte, llegó la alternancia para demostrarnos que esas leyes no escritas permanecen incólumes y a prueba de cualquier partido. Ése sí es un mundo más raro que aquel que describía José Alfredo.

Periodista y colaboradora de la RMC

El artículo anterior se debe de citar de la siguiente forma:

Ramírez, Pilar, «Un mundo raro», en Revista Mexicana de Comunicación en línea,
Num. 114, México, diciembre. Disponible en: Disponible en:
http://www.mexicanadecomunicacion.com.mx/Tables/rmxc/politica.htm
Fecha de consulta: 11 de diciembre de 2008.

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