Más allá del muro
Rafael Ruiz Harrell y María Victoria Llamas
Jorge Meléndez Preciado
Periodista de El Financiero
En añoranza de Yuriria y Tania
En la última visita que le hicimos a Pablo Gómez a Lecumberri (agosto de 1969), Joel Ortega y yo fuimos interceptados por Gerardo Unzueta. Éste nos dijo que había información que nos detendrían en la siguiente ocasión que fuéramos al Palacio Negro, al cual acudíamos cada domingo luego de la represión del 2 de octubre de 1968. El dato ya me lo había proporcionado mi hermano, Hugo Tulio, quien trabajaba entonces en la Presidencia de la República. La propuesta del entonces dirigente del PCM es que nos fuéramos a la Unión Soviética, pues había becas en la Patricio Lumumba.
Ambos, veinteañeros, lo discutimos poco y acordamos salir del país rumbo al hielo comunista. Quien nos dio indicaciones de qué hacer era un viejo camarada desconocido, el cual nos citó en un parque, observó durante un largo tiempo si no había policías y finalmente nos explicó algunas cuestiones que eran más de película clase Z que una intriga de la guerra fría.
En el avión que nos llevó primero a Francia, nos encontramos con un militante de la Facultad de Derecho, Manuel Ovilla Mandujano, quien explicó que iba a la URSS porque tenía un problema serio: empezaba a crecer desmesuradamente; él que tenía metro y media de altura. La verdad es que lo mandaron a la escuela de cuadros, lugar que nosotros le decíamos cotorrona y despectivamente La Iluminación.
Llegamos a París, junto con una hermana de Bonfilio Tavera, guerrerense que se había enrolado en la guerrilla y nos odiaba entonces por reformistas. En la ciudad luz compramos, por indicaciones de quienes tenían experiencias anteriores: cigarros, vinos y ropa íntima de mujeres. Ésta última para regalárselas a las soviéticas y obtener sus favores, necesarios en aquellas gélidas tierras.
Los tacos de humo duraron algunos meses. Los brebajes maravillosos se agotaron en dos jornadas con Américo Mavares de Venezuela, Carlitos y El Bigotes de Guatemala y un salvadoreño que tenía una novia con la que me regresé en 1970. Todos habían sido guerrilleros y sólo Mavares no empinaba mucho el codo y era muy puntual en sus clases.
También conocimos en Moscú lo mismo a un chileno de apellido Bachelet –seguramente emparentado con la presidenta Michelle– que al luego muy perseguido y notable comandante Carlos, el cual se encuentra preso justamente en París. Éste tenía otros dos hermanos, no tan acelerados pero todos hijos de un notable abogado y dirigente del PC Venezolano, cuyos dirigentes, entre ellos Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff, fueron a nuestra universidad a acelerarnos.
Las borracheras en la Lumumba no eran tan frecuentes porque había un régimen muy estricto. Pero en una ocasión los venezolanos metieron a nuestro cuarto –que estaba en el primer piso– a dos chavas. Estuvieron en el mismo unos tres días, hasta que al regresar de clases ví que la Milicia había sido alertada por el escándalo y fueron a sacar a los camaradas con fuerza. Un guerrillero trató de enfrentarse a uno de esos gigantes policías, y se topo con pared, ya que se lo llevaron en vilo.
Así pues, las juegas eran en dos lugares: la calle Kalinin, que era la más atractiva y en la cual había restaurantes y cantinas, y en La casa de la amistad.
En la segunda, en una ocasión estando con la bella Helena, una soviética que hablaba español como los hispanos, pues incluso ceceaba, un hooligan, como les decían a los greñudos o contestatarios, tiró encima de una mesa el líquido de una botella de Espíritu, un licor con 92 grados de alcohol. Irresponsablemente echó un cerillo y aquello prendió como si fuera una bomba molotov. Huimos del lugar, dejando que la primera en salir fuera Helena.
En la avenida donde encontraba uno de todo, incluso vendedores de iconos, diamantes y compradores de pantalones de mezclilla –muy cotizados entonces–, al entrar a una cantina vimos el alma soviética: la botana la sacaban de los portafolios y eran pescados crudos que ablandaban golpeándolos contra la mesa. Y también había piberías (cervecerías) al aire libre. En otra ocasión, un trabajador borracho quería hablar con nosotros, pero su mujer se lo quería llevar a la casa; él le dijo en ruso: “Trabajo como bestia, déjame un momento disfrutar con estos amigos extranjeros”. Ella se impuso y adiós.
Ver una pelea de mastodontes rusos es como una anticipación de lo que hoy nos presenta el cine de rudos y forzudos. Uno y otro casi se destrozan y el público expectante; nada es grave para un pueblo formado en la violencia.
En otro momento, al salir de un restaurante, tomamos un taxi. Uno de los compañeros se vomitó en el asiento trasero, lo que hizo al chofer enojarse y bajarnos. Pero Guillermo Gracias –hermano de un guerrillero muy conocido– persiguió el auto y le rompió las calaveras a karatazos. El manejador se regresó y pidió auxilio, salieron de no sé dónde muchos y nos corretearon. A mi me alcanzaron y me llevaron a una estación de policía. Sitio lúgubre en todo el mundo (estuve en otro en La Habana por alquilar un automóvil particular-pirata). Me iban a remitir, pero al referirse a mi barba, dije que era un pastor mormón. Espantados me llevaron a la Patricio.
El Che Guevara era un enemigo terrible de los maestros españoles que daban clase en la multicitada universidad. Y Más un libro que Joel Ortega metió subrepticiamente: La revolución inconclusa de Isaac Deutscher, lo mismo que la música de los Beatles que poníamos al mayor volumen posible.
Había algunas recompensas: nos curábamos la cruda con champagne y caviar, ambos baratísimos para ese año. Las mujeres eran libres sexualmente y por eso las famosas pantaletas y brassieres mejor los regalamos de inmediato.
Lo más grave que nos pasó: hicimos un domingo rojo, esto es, trabajar de albañiles para que nos dieran algunos rublos, compráramos una cámara de cine de súper ocho –muy baratas allá–, enviarla a México para venderla y los recursos dárselos a los presos políticos. El asunto provocó un conflicto con la rectoría de la Lumumba porque no querían tener problemas con el gobierno de Luis Echeverría.
Ese era el comunismo realmente existente, sin lucha de clases.
El anterior artículo debe citarse de la siguiente manera:
Meléndez Preciado, Jorge, «Más allá del muro»,
en Revista Mexicana de Comunicación, Num. 119, noviembre 2009/ enero 2010, p. 46.