Actualidad de Watergate: Una introducción al estudio de la fijación de agenda

  • Aunque los medios no son muy eficaces en decir a las audiencias cómo pensar, sí lo son en decirles en qué pensar.
  • Análisis de los personajes que protagonizaron uno de los mayores escándalos políticos en la historia.
Imagen: “Richard Nixon, Time cover April 30, 1973, “The Watergate Scandal“” por Cliff @ Flickr

Imagen: “Richard Nixon, Time cover April 30, 1973, “The Watergate Scandal“” por Cliff @ Flickr

“El estudio del pasado tanto reciente como distante

 no revela el futuro, pero sí ilumina el camino

 y es un remedio útil para la desesperación”.

Bárbara Tuchman

 Por Miguel Ángel Sánchez de Armas

Presentación

La generación de jóvenes reporteros que arribó a los medios de la capital de la República entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta del siglo pasado, fue en muchos sentidos privilegiada. Formada en las aulas a diferencia de aquélla que veló sus armas en las redacciones –en donde sobresalieron nombres como Buendía, Scherer, Borbolla, Valadés, Téllez y Ramírez de Aguilar, por citar sólo media docena- se nutrió en lo mejor de dos mundos: el periodismo heroico del México que transitaba a la modernidad después del 68 y los nuevos territorios de la democracia en los que la prensa dejaba de ser la comparsa del poder y se erigía como su contrapeso.

En 1971 la revelación del expediente secreto del Pentágono que documentaba las mentiras, errores, decepciones y carnicerías del gobierno de Estados Unidos en Vietnam, fue escuchada en las redacciones capitalinas cual clarín que llama a la batalla, la confirmación del quinto poder como realidad republicana. En 1972 el escándalo Watergate electrizó de nueva cuenta al periodismo mexicano y su culminación en la renuncia de Nixon el 9 de agosto de 1974, hizo de Ben Bradlee, el director de The Washington Post, un héroe de aquella generación. Cuando Todos los hombres del Presidente fue llevada a la pantalla, quizá no haya habido reportero que en su interior no estuviera convencido de que podría emular, así fuera un poquito, a Woodward y a Bernstein.

Esta visión idealista y romántica –compartida en términos generales por la prensa mexicana y en particular por los jóvenes reporteros con igual intensidad que sus similares estadounidenses- fue quizá el telón que impidió que en aquel momento se formularan con precisión las preguntas pertinentes sobre las causas profundas de Watergate y acerca del verdadero papel que la prensa jugó en el episodio. Flotaba en el ambiente la sensación de que la prensa era el verdadero motor de la democracia, el territorio de la justicia, el ariete de los buenos para derribar los muros de la corrupción.

En ese tiempo, los estudios de periodismo apenas cumplían 20 años y prevalecía la idea de que los reporteros se forman en la calle y no en los salones. Los jóvenes, en términos generales, no se esforzaron por ganarse el respeto de sus antecesores, a quienes consideraban, con excepciones, en lo mejor, superficiales, y en lo peor, corruptos. Su bagaje de lecturas de los teóricos de aquel tiempo, casi todos extranjeros (Schramm, Rogers, Lerner, Berlo, McLuhan, Moles, Packard, Mattelart, con algunas estrellas vernáculas como el yucateco Antonio Menéndez), con sus aldeas globales, microsociologías, propagandas ocultas, funcionalismos, formas, diseños, difusionismos, etcétera, los hacían más sensibles a las hazañas del periodismo norteamericano o europeo que al de su país.

Los años transcurridos, la mayor experiencia y los nuevos estudios y reflexiones, han revalorado aquella imagen del papel de la prensa en la construcción de las sociedades democráticas: la prensa -y por extensión los medios- es uno de los motores de la democracia, no el único y quizá tampoco el cardinal. En este trabajo se examinan los actores y el contexto histórico de Watergate en un intento por explicar cómo los medios, si bien no son muy eficaces en decir a las audiencias cómo pensar, sí lo son en decirles en qué pensar.

 

Introducción

Watergate no fue un accidente, como no lo es la supuración que se pone al descubierto por una incisión de rutina. Fue el resultado de una época turbulenta y de la participación de actores cuyas personalidades fueron como agentes reactivos que precipitaron y pusieron al descubierto la trama de una conspiración desde el poder.

Entre los años 1960 y 1974 se pueden ubicar tres antecedentes clave que dan contexto al episodio: la abortada invasión a Cuba en Playa Girón[1] en abril de 1961, la “crisis de los misiles” en Cuba en agosto de 1962, y la filtración de un expediente sobre el conflicto en Vietnam en junio de 1971 que pasaría a la historia con el sugerente título de “Los papeles del Pentágono”.

En aquella época varios grandes diarios norteamericanos, particularmente The New York Times, se habían enfrentado en los juzgados con un gobierno que veía en las revelaciones de la prensa no sólo un peligro para sus políticas domésticas e internacionales, sino el origen de la creciente inquietud social en el país.

Cuando el New York Times tuvo la información de que la cia organizaba el desembarco de fuerzas anticastristas en Cuba en 1961, el gobierno de Kennedy presionó al diario para detener la información y “no poner sobre aviso al dictador”. El diario acató y quedó una mancha en el honor de la casa. Un año después el episodio se repitió casi sobre las mismas líneas cuando el rotativo se aprestaba a publicar anticipadamente los pormenores de una posible operación militar contra las bases de misiles en Cuba, que finalmente no pasó de la mesa de escenarios posibles.

Kennedy era un maestro del medio electrónico y lo utilizaba para equilibrar las noticias de los medios impresos[2]. Su secretario de prensa, Pierre Salinger, pensaba que junto con las cadenas de televisión, las agencias noticiosas eran la herramienta más poderosa puesto que alimentaban a cientos de otros medios. Salinger incluyó a reporteros de estos medios en los pools[3] presidenciales.

Pierre Salinger

Pierre Salinger (Photo credit: Wikipedia)

Además de promover en los medios informaciones favorables a la política del régimen, esta mecánica tenía otro fin estratégico. En aquellos años de guerra fría y constantes crisis, las comunicaciones en general y las diplomáticas entre la URSS y los EUA en particular no tenían la agilidad que hoy conocemos. Los comunicados oficiales entre el Kremlin y la Casa Blanca podían tardar días mediante los canales diplomáticos normales, mientras que gracias a las cadenas y a las agencias el Presidente podía hacerse escuchar rápidamente en la nación y en el mundo. Esto fue de particular importancia durante la llamada “crisis de los misiles” cubanos, ya que los soviéticos monitoreaban la radio, televisión y prensa estadounidense y los norteamericanos Radio Moscú, Tass y Pravda. Así lo recordó Salinger:

Hubo momentos de desesperación durante la crisis de los misiles cubanos, cuando las comunicaciones entre JFK y Jruschev se demoraban horas debido a la total insuficiencia de los canales diplomáticos. Decidimos enviar las declaraciones de JFK directamente a las redes y los servicios de cables, sabiendo que Moscú estaba monitoreando nuestras frecuencias de radio y los cables informativos y recibiría los mensajes con horas de anticipación. Jruschev hizo lo mismo con Radio Moscú y Tass y la aceleración de las comunicaciones muy bien pudo ser un factor para impedir la escalada de la crisis. Esta necesidad de la comunicación instantánea fue la razón del rápido acuerdo tras la crisis cubana para instalar un sistema de comunicación directa vía teletipo entre Washington y Moscú.[4]

La administración Kennedy vivió la guerra fría y estuvo signada por constantes y delicadas crisis políticas en las que la prensa jugó un papel importante. Algunos de los actores clave de aquellos eventos reconocieron posteriormente que si el gobierno no hubiese estado preso en el pantano del secreto de Estado y la prensa hubiese tenido mayor acceso a la información y más capacidad de acción, operativos que sólo trajeron descrédito al gobierno de Kennedy, como la invasión de Playa Girón, se hubiesen evitado. Por otra parte muchos de aquellos medios consideraban que era un deber patriótico mantener en reserva informaciones sobre las crisis o bajarlas de tono para no perjudicar los operativos militares de su país.

Algunos momentos del rol “patriótico” de la prensa en aquellos años:

  • El 19 de noviembre de 1960 The Nation publicó un editorial titulado “¿Estamos entrenando a guerrilleros cubanos?” en donde se hablaba de una invasión a la isla. En enero siguiente el New York Times confirmó el entrenamiento, mas dijo que las autoridades explicaron que no era para invadir la isla, sino para preparar una fuerza de defensa en caso de que los castristas decidieran atacar.
  • En abril, el New Republic hizo llegar al asesor presidencial Arthur Schlesinger las galeras de un artículo titulado “Nuestros hombres en Miami” que el mismo Schlesinger llamó “un relato cuidadoso, exacto y devastador de las actividades de la cia entre los refugiados (cubanos)”. Schlesinger le llevó el artículo a Kennedy, quien expresó la esperanza de que se le pudiera retener. La revista aceptó, escribió Schlesinger, “en un acto patriótico que me dejó extrañamente incómodo”.
  • Tad Szulc, del New York Times, tuvo la nota del entrenamiento de cubanos para una invasión, misma que se publicaría en primera plana. El director del diario consultó con James Reston, quien sugirió que no se incluyera la fecha del desembarco; también se expurgó toda mención a la cia. Los editores protestaron. Nunca antes se había cambiado la primera plana del Times por razones políticas. Hablaron con el propietario, Orvil Dryfoos. Éste dijo que estaban de por medio la seguridad nacional y la protección de las vidas de los invasores.[5]

Pese a la autocensura y restricciones voluntarias, Kennedy enfureció por lo poco que se publicó y dijo a Salinger:

“¡No puedo creer lo que estoy leyendo! Castro no necesita agentes aquí. Todo lo que tiene que hacer es leer nuestros periódicos. Ahí está todo detallado”.[6]

El desembarco en Playa Girón el 17 de abril de 1961 fue un rotundo fracaso y un severo golpe a la imagen del gobierno de Kennedy. Los invasores no pudieron avanzar más que algunos cientos de metros antes de ser sometidos por fuerzas cubanas bien pertrechadas, entrenadas y conocedoras del terreno. El alzamiento popular vaticinado por los anticastristas nunca se dio. Al comprender las dimensiones del fracaso y las consecuencias de una participación abierta del ejército estadounidense, Kennedy se negó a autorizar la intervención de la Fuerza Aérea en apoyo a los invasores (Donaldson, 2000).

La reacción de la prensa no se hizo esperar. Los grandes diarios se sintieron utilizados, como también el embajador ante la ONU Adlai Stevenson, quien se presentó a la asamblea para negar los planes de invasión, de los que no había sido informado.

El Presidente fue criticado por su negativa a hablar sobre la cuestión cubana en su primera conferencia de prensa posterior (‘No creo que sirva a ningún propósito nacional útil que me explaye más sobre la cuestión cubana esta mañana’). Le dijo con amargura a Salinger: ‘¿Qué hubiese podido decir que ayudara a la situación? ¿Que hicimos el papelón de nuestra vida? ¿Que la cia y el Pentágono son estúpidos? ¿A qué fin creen ellos que serviría que se registrara eso? Vamos componer esto muy pronto. Los editores tienen que entender que estamos siempre al borde de la guerra y que hay cosas que estamos haciendo de las que no podemos hablar.[7]

Kennedy era de los persuadidos de que son los medios y no los hechos que los medios reportan, los causantes de los descalabros políticos. Dos semanas después del frustrado operativo contra la isla, en reuniones de dos agrupaciones periodísticas, dijo que Playa Girón había dado una importante lección que aprender y que en el manejo de informaciones delicadas los editores debieran preguntarse si se afectaba la seguridad nacional antes de publicarlas. El llamado no cayó en oídos amables.

Los presentes entendieron que eso era un pedido de cierta forma de autocensura. El Post-Dispatch de St. Louis advirtió que eso podía “hacer de la prensa un arma oficial en los países totalitarios”. El Star de Indianápolis dijo que Kennedy estaba tratando de intimidar a la prensa. El Times de Los Ángeles dijo que era un Kennedy “rumiando la adversidad” el que con enojo trataba de convertir a la prensa en chivo expiatorio. Advirtiendo que la prensa había aceptado las reglas de la administración, el Times escribió que en lugar de que el Presidente reprendiera a la prensa, “se debió amonestar a la prensa por dejarse engañar.[8]

En 1966 se supo que durante una reunión en la Casa Blanca Kennedy dijo en un aparte al director ejecutivo de The New York Times, Turner Catledge que si se hubiese publicado más sobre la operación se habría evitado un error colosal. Un año más tarde el Presidente le confió algo parecido al propietario del Times, Orvil Dryfoos. (Small, 1977).

En 1967 el senador Robert Kennedy expresó ante editores de diarios:

Obviamente, la publicación de los planes de batalla norteamericanos en época de guerra pondría irresponsablemente en peligro el éxito y arriesgaría vidas [pero] la más amplia difusión en la prensa de los planes para invadir Cuba  -conocidos por muchos periodistas y patrióticamente mantenidos en secreto- hubiese podido evitar Bahía de Cochinos. Al apreciar retrospectivamente las crisis, desde Berlín y Bahía de Cochinos hasta el Golfo de Tonkin, o incluso los últimos quince años, puedo recordar pocos casos en que la revelación de grandes consideraciones políticas hubiese perjudicado al país y muchas instancias en que la discusión y el debate públicos condujeron a decisiones más meditadas e informadas.[9]

¿Playa Girón marcó el fin de la luna de miel de Kennedy con la prensa? Es una suposición. En todo caso es de destacarse que fue durante esa administración cuando se sentaron las bases del “manejo de la prensa”, es decir, de los medios, que con distintos grados de refinamiento es hoy el distintivo de las unidades de comunicación social públicas y privadas.

 

Medios de comunicación y democracia

La discusión sobre el papel que juegan los medios en la promoción y fijación de los valores democráticos es antigua. Sin embargo, de una percepción de que los medios son el motor de la democracia en las sociedades representativas, se ha derivado a un análisis más acotado: los medios generan ambientes de reflexión. No le dicen a la sociedad cómo pensar, pero sí en qué pensar. Son una de las principales fuentes de los temas para las agendas políticas y sociales.

Richard Milhous Nixon, 37th President of the U...

Richard Milhous Nixon, 37th President of the United States (Photo credit: Wikipedia)

Un ejemplo de libro de texto para el estudio de esa relación es el papel que el diario estadounidense The Washington Post tuvo en el “caso Watergate” entre 1971 y 1974, escándalo político que culminó con la primera renuncia de un Presidente de los Estados Unidos, el enjuiciamiento de 40 altos funcionarios del gobierno y la condena a prisión de 13 de ellos.

Veremos aquel episodio como una aproximación para deslindar y acotar los espacios en que se movieron los actores principales -el Post, otros medios, el electorado y el gobierno- y valorar el peso de cada uno de ellos en la conformación de la agenda social y política, es decir, el conjunto de temas que son motivo de reflexión en una sociedad.

Bárbara Tuchman[10] sostiene que el historiador ha de insertarse en la época que estudia y mantenerse dentro de los límites de lo conocido en ese tiempo. Hace cuatro décadas era “la prensa” y no “los medios” el objeto de estudio en materia de opinión pública y movilización social. Adicionalmente, Jay Rosen[11] plantea que el término “prensa” tiene un timbre republicano que resulta ajeno a los medios electrónicos. Por tales razones y puesto que el presente trabajo se circunscribe a la participación de un medio impreso en un hecho político, salvo algunas referencias necesarias a la televisión y su escasa participación en aquel episodio, ésta no es materia del presente estudio.

Se admite de manera casi automática la relación entre medios masivos y democracia, y se asigna a esta conexión un papel decisivo para el ensanchamiento y profundización de este valor social. Sin embargo, la comunicación tiene una vida concreta que se desarrolla día con día en distintos medios y particularmente en sus segmentos informativos, suele acusar problemas de audiencia: la prensa tiene escasos lectores y los noticieros de radio y t.v. difícilmente superan en rating a los programas de entretenimiento.

Lo que resulta de esta situación es la paradoja de la importancia que atribuimos a los medios en la democratización de las sociedades y la importancia relativa que éstas dan a aquéllos. Parece no haber reciprocidad. Esto lleva a la reflexión de que, en tal contexto, el valor de los medios estriba quizá más en su carácter político que en su naturaleza comunicadora o de difusión.

En la gran mayoría de los ejemplos de penetración e influencia de los medios en los procesos sociales -de casi cualquier sociedad- se puede identificar una actuación política de los medios.

Pensemos en el papel cada vez más ritualizado de la importancia de la comunicación. Esto es, cómo en las sociedades modernas o las más desarrolladas, se le está dejando cada vez más a los medios la responsabilidad de decidir sobre aquello que afecta la vida social y la vida política.

El hombre medio parece haber decidido que la importancia y la credibilidad de los medios puede llegar a reemplazar su opinión y actuación, reemplazo que se antoja muchas veces como letargo, como alejamiento de los hombres de la actividad que a lo largo de su historia le ha caracterizado: la política.

No parece extraño entonces que algunos consideren el quehacer político como patrimonio casi exclusivo de los medios. Una realidad que se puede constatar cada vez con mayor frecuencia es la extendida percepción de la existencia de los hechos merced a su inclusión en los medios. Y como consecuencia la sensación de que lo que no nos es servido por los medios no existe, o corresponde a una dimensión ajena.

En la discusión sobre el papel de la prensa en la construcción de las sociedades democráticas, ha habido momentos en que su participación se ha exaltado y otros en las que se ha desdeñado. Por citar de memoria dos ejemplos extremos: la declaración de Tomás Jefferson de que “es preferible un país sin gobierno a uno sin periódicos”, y la de Voltaire, quien consideraba que “los periódicos son el archivo de las bagatelas”.

Que prensa y democracia se encauzan y determinan recíprocamente ha sido una creencia ampliamente extendida. También que todos los actores sociales, incluida la prensa, son en última instancia los protagonistas de una puesta en escena que es el perfeccionamiento de la democracia.

¿Hasta qué punto la prensa reconoce y se beneficia de este rol? ¿Tiene realmente la llamada sociedad civil alguna posibilidad de inhibir la pretensión de los periódicos de ser los paladines de la democracia cuando manifiestamente están lejos de serlo, al menos como continuidad? ¿Existe la posibilidad de configurar mecanismos de comunicación que permitan avanzar hacia el ideal de democracia que cada sociedad tiene?

Esta visión pudiese parecer exagerada, pero no lo es si aquilatamos la extensión y profundidad que los medios alcanzan en el tejido social. Quizá un camino inicial pase por desconfiar de afirmaciones complacientes y tranquilizadoras, de la especie: “prensa y democracia se encauzan y determinan recíprocamente”. No hace bien a uno ni a otro concepto. No es posible entronizar a la prensa como defensora de la democracia, sino la responsable de informar a la sociedad. Sólo en la medida en que se logre la confesión de una responsabilidad (Canetti, 1981), esto es, que la prensa asuma que ésa es la tarea que le toca y que corresponde al resto de la sociedad evaluarla y actuar en consecuencia, incluso políticamente si se requiere, se estará encontrando el punto de convergencia entre prensa y democracia.

¿Hasta qué punto fue crucial para la democracia la aparición de la prensa moderna? ¿Una sociedad democrática impulsa a la prensa o es ésta la que ensancha los cauces democráticos? Y más importante, podría existir una sociedad democrática -como expresión de pluralidad social y política- sin la prensa?

Reconociendo que el papel mediatizador de la prensa está quizá enunciado teóricamente, no está suficientemente explorado en la práctica ni puesto en tela de juicio. El riesgo social que ello conlleva es la despolitización, el imperio de la falsa comunicación, es decir, la ausencia absoluta de la interacción, la prevalencia de la no-comunicación.

 

Nota bene

El presente es un estudio descriptivo y se limita a una reflexión sobre la prensa escrita como promotora -o no- de la democracia en una sociedad con un régimen electoral representativo y su capacidad para insertar temas en la agenda pública. Como caso de estudio aborda los hechos genéricamente conocidos como “Watergate” (1972 – 1974) y la participación que en ellos tuvo el periódico The Washington Post.

Como antecedente se citará otro asunto directamente relacionado, el de “los documentos del Pentágono” (1971), pues la batalla legal que el gobierno norteamericano desató, y perdió, contra el Washington Post y el New York Times para impedir la publicación de ese expediente secreto, contribuyó a crear un clima propicio para que primero un periódico, The Washington Post, y después un conjunto de medios, se enfrentaran al gobierno federal en la cobertura de Watergate.

En este caso, la televisión fue una invitada que llegó tarde, y aunque al involucrarse difundió las revelaciones del complot entre audiencias numérica y geográficamente fuera del alcance de la prensa escrita, en sentido estricto tuvo el papel de una caja de resonancia más que de una instancia de periodismo de investigación, al contrario del papel que desempeñó durante la guerra de Vietnam, en donde aparece como la gran transformadora de la agenda pública respecto a ese conflicto.

Las consecuencias de Watergate se transfundieron a toda la prensa occidental, sin excluir a la mexicana. Sin embargo, este trabajo se limitará al caso mismo y al diario que supo reconocerlo y mantenerlo en la conciencia pública hasta su desenlace.

Como recuerda uno de los actores principales del caso Watergate, después de la renuncia de Nixon los delitos de servidores públicos federales no sólo no disminuyeron, sino que se multiplicaron por diez en la siguiente década. Es probable que hayan habido otras causas para ello, mas no deja de llamar la atención el hecho de que aparentemente la gran lección de Watergate se haya reducido a: “No te dejes atrapar” (Bradlee, 1996).

Un fenómeno notable a lo largo de la historia, independientemente de lugar o época, es la inclinación de los gobiernos a seguir políticas contrarias a su propio interés. Una perspicaz investigadora, después de un detallado y cuidadoso repaso de pasajes históricos en que estadistas reputadamente hábiles e inteligentes se fueron al despeñadero con los ojos bien abiertos, concluye que desde su punto de vista la humanidad ha hecho del arte de gobernar la más ineficaz de todas las actividades. ¿A qué se debe que con tanta frecuencia políticos y estadistas experimentados actúen en sentido contrario a la razón y al propio interés personal? ¿Por qué con tanta frecuencia la inteligencia y el sentido común parecen ausentes en estos personajes? (Tuchman, 1984). Estas preguntas son inevitables al analizar Watergate. ¿Por qué un Presidente en la cúspide de la popularidad y poseedor de habilidades políticas poco comunes como fue Nixon, rodeado de hombres de talento excepcional, se coloca a sí mismo en situaciones que lo llevarán a la ruina? ¿Qué fue lo que cegó a ese grupo y le impidió ver lo que cualquier observador externo apreciaba: las huellas en lodo fresco, los errores monumentales, las armas humeantes en la mano?

No es la intención de este trabajo dar respuesta a tales interrogantes, sino presentar el caso Watergate a través de los ojos de los actores principales de manera cronológica de tal suerte que las lecciones vayan apareciendo a consecuencia de la suma de los detalles. El allanamiento de unas oficinas por un grupo de singulares ladrones y los sorprendentes errores que tanto ellos como sus patrocinadores cometieron en las semanas siguientes pusieron al descubierto el hilo de la madeja que culminó en la primera renuncia de un Presidente de los Estados Unidos en la historia. Un examen a vuelapluma de la personalidad de los dos grupos, el que estuvo del lado del periodismo, y el que operó en el terreno político, deja entrever las fuerzas que estuvieron en juego.

 

Fijación de agenda

Maxwell McCombs y Donald Shaw fueron los primeros en utilizar el término “fijación de la agenda” (fa)[12] a raíz de un estudio de 1972 durante el cual entrevistaron a un grupo de votantes en una población de Carolina de Norte, Estados Unidos, acerca de los temas relevantes a decidirse en una siguiente elección. Encontraron que había una relación entre la agenda de los medios y la agenda de los ciudadanos o pública. A partir del estudio, McCombs y Shaw sugirieron la idea de que si bien la prensa tenía la capacidad de colocar en el ambiente social ciertos temas, son los individuos quienes los eligen y eventualmente procesan.

El concepto de que la sociedad busca referencias para entender los acontecimientos del momento no era nuevo. Ya Lippmann[13] había concluido que las audiencias son condicionadas en sus actitudes no sólo por lo que se inclinan a creer, sino por los temas que están en el inconsciente colectivo. En ese sentido, la prensa quizá pueda no ser muy eficaz en decir a los lectores qué pensar, pero sí lo es en proponer los temas para la reflexión. Es decir, la fa es una correa de transmisión de significados de los medios a los consumidores de medios y evidencia una relación entre lo que los medios consideran relevante y la percepción pública de ciertos hechos cotidianos. La hipótesis de Lippmann, de acuerdo con Murano[14], prometió ser un atajo para volver a atribuir a los medios un papel relevante en la conformación de las decisiones políticas sin incurrir en las exageraciones del modelo de la aguja hipodérmica. A juicio de esos autores, la prensa no podía imponer al público una determinada interpretación de un problema político -por ejemplo, que la participación de su país en la guerra de Vietnam resultaba imprescindible para defender la democracia de los avances del comunismo- pero resultaba eficaz para fijar qué temas debían ser de interés colectivo. En otras palabras: aunque los medios no tuvieran efectos persuasivos determinaban la composición de la agenda pública. Naturalmente, cuando esa hipótesis sencilla y elegante fue posteriormente sometida a pruebas empíricas resultó que no siempre era válida, dando así lugar a extensiones y “emparches” que derivaron en la construcción de un modelo más complejo pero menos determinístico.

La fa es una teoría que se instrumenta a partir de investigación cuantitativa y plantea hipótesis en dos niveles: primero, respecto a los temas que son relevantes y segundo, sobre aquellos segmentos de la información que tendrán mayor penetración en las audiencias.

En otras palabras, la primera parte del proceso comprende los temas que los medios proponen a la sociedad y en la segunda se aprecia la influencia que esos temas realmente tuvieron en términos de la fijación de una agenda pública. En un tercer momento la fa analiza la influencia que la agenda pública tiene sobre la agenda política.

La teoría de la fa establece que cuando hay una alerta social sobre un tema en particular, los medios influirán sobre las audiencias respecto a ese tema. McCombs y Shaw también confirmaron el hallazgo de Lippmann de que las audiencias asimilan mejor aquellas informaciones y opiniones que no amenazan sus convicciones preexistentes. Esto refuerza el poder de los medios para sugerir temas para la agenda en los segmentos de audiencia sobre los que tienen influencia. Así, la fa está relacionada con los patrones de consumo de medios. La fa toma en cuenta la capacidad de los medios para colocar en el ambiente los temas de reflexión, y reconoce que los individuos conservan su capacidad de elección. Esto se comprueba a diario en la elección de un noticiario de radio y televisión o de un determinado periódico. Los medios por su parte, están atentos a las demandas de información de sus consumidores y les sirven noticias que convaliden sus expectativas.

En este sentido, las audiencias vulnerables serían aquellos más necesitados de una orientación. La fa explica por qué los individuos creen en lo que creen. La gente es influenciada por los medios porque éstos tienen la posibilidad de difundir masivamente informaciones. La fa cumple con explicar por qué la gente cree en lo que cree.

Nótese que el meollo empírico de dicha hipótesis reside en la comparación longitudinal (diacrónica) o transversal (sincrónica) entre alguna evaluación cuantitativa de la importancia asignada por los medios a un tema -denominado por los investigadores norteamericanos como la media coverage– y el grado de importancia asignado por los ciudadanos -o una porción de ellos- a dicho tema. Es decir, toda la discusión teórica acerca de la agenda gira, en realidad, en torno a dos agendas: la de los medios y la de los ciudadanos. La primera de ellas se investiga mediante el análisis de contenido de los mensajes y la segunda se explora, normalmente, a través de las encuestas de opinión pública. Si ambas variables no guardan entre sí ninguna asociación estadísticamente significativa, por ejemplo, si la importancia atribuida a un tema por los individuos es independiente de la agenda mediática, o si la relevancia de éste es similar entre las personas expuestas y no expuestas a los medios, la teoría es inviable. Además, la formulación original de dicha teoría supone que a) el ingreso de un tema en los medios precederá a su incorporación a la agenda de los ciudadanos y, b) que el público no inventa temas propios con independencia de los medios. En caso de no cumplirse la cláusula a) cabría sospechar que son los ciudadanos, es decir la opinión pública, quienes lideran al periodismo y no a la inversa.[15]

 

Las imágenes en la mente

Walter Lippmann

Walter Lippmann (Photo credit: Wikipedia)

En 1922, a los 32 años de edad, Walter Lippmann publicó Opinión Pública, uno de las más sugerentes reflexiones sobre el papel que juega la prensa en la sociedad moderna.

En esta obra Lippmann sostiene que cada individuo construye una realidad en la que se siente seguro, pues como especie somos criaturas no sólo de razón, sino de emociones, hábitos y prejuicios. Así, donde una persona ve una selva virgen, otra puede distinguir una reserva de madera lista para su comercialización. A esto llamó el pseudo – ambiente (Lippmann, 1922) que se construye a partir de informaciones y datos que se asimilan de otras personas, del cine, de los medios y de fuentes diversas, para conformar un sistema de creencias y valores. Así, sin un conocimiento personal de los acontecimientos, los integrantes de una audiencia contrastan las informaciones que les sirven los medios y asimilan aquellas que no entran en conflicto con los valores y creencias de su pseudo –ambiente.

Esta propuesta fue como una carga explosiva en la línea de flotación de las teorías en boga en la época, que sostenían que los miembros de una sociedad eran individuos maduros y responsables, ciudadanos “omnicompetentes” capaces de asumir posturas y actuar en consecuencia (en las urnas, por ejemplo) a partir de la información que les era servida por los medios: la teoría de la “aguja hipodérmica”. La noción de que hay un público que se moviliza a partir de ciertos hechos es una abstracción. El único público significativo es aquel directamente en contacto con los hechos.

Lippmann llegó a la conclusión de que la cultura impone estereotipos que los individuos asimilan puesto que dan seguridad en un mundo que de otra manera sería amenazante. Y de ahí dedujo que en lo que respecta al proceso de toma de decisiones, estos estereotipos determinan nuestro juicio del mundo, de tal suerte que las percepciones del ciudadano medio sobre los hechos que afectan a la sociedad pueden en realidad ser verdades a medias, y lo que cree datos duros no más que juicios que pasan por el tamiz de sus estereotipos y prejuicios, lo que explicaría que mientras que casi todos están dispuestos a aceptar que hay más de un punto de vista ante ciertos asuntos, casi nadie piensa que haya dos versiones de lo que asume como la realidad.

En el ejemplo de un conflicto social (una movilización violenta para destituir a los poderes establecidos, por ejemplo) el público real estaría integrado por los militantes de las diversas organizaciones en movilización, los miembros de los gobiernos local y nacional responsables de la solución del conflicto y eventualmente las fuerzas del orden. El resto de la población, informada a través de los medios, fija una postura ante los eventos a partir de su propio conjunto de creencias y valores reforzada por los medios que no entran en conflicto con su visión particular del mundo, pero no necesariamente se moviliza en un “movimiento de opinión pública” que sea el motor de las acciones que los actores involucrados tomen en el movimiento. A este público externo Lippman llamó “El público fantasma”. Es equivocado creer que esta es una fuerza real en materia de asuntos públicos. Y si esto es cierto, entonces los problemas de la democracia no se corrigen con “más democracia” (p.ej. más participación electoral), sino con la transformación de las instituciones públicas.

 

De las imágenes a las agendas

En aquel  momento de entreguerras el libro de Lippmann fue recibido con ambivalencia. Los estudios -y por lo tanto el conocimiento de los procesos sociales- tenían como principal referente el ideal democrático de los clásicos de la antigüedad. Se presuponía que el ciudadano, el individuo integrante de la polis, tendría un conocimiento de primera mano de los asuntos sobre los cuales debería tomar una decisión a través del voto. El problema ya entonces es que la máxima aristotélica de que el hombre es por naturaleza un animal político y por lo tanto los asuntos públicos, los de la polis, son consustanciales a la existencia humana, tiene una aplicabilidad sólo teórica en las poblaciones modernas, muy alejadas de la sociedad pequeña y homogénea -en lo cultural, en lo económico y en lo ético- de las ciudades de la Grecia antigua. En nuestras sociedades, con la posible excepción de algún cantón suizo, la mayoría de la gente es convocada a pronunciarse sobre asuntos de los que tiene un conocimiento de segunda mano y acerca de los cuales, por añadidura, aplica el tamiz de su condición étnica, económica, racial y social.

Otro ejemplo servirá para ilustrar el punto. ¿Cuál podría ser la postura de una ciudadanía responsable y consciente pero heterogénea llamada a un referéndum sobre el camino a seguir, por ejemplo, para participar o no en una alianza militar regional? Necesariamente la que no entre en conflicto con los valores, creencias y prejuicios previos de cada quien. El mundo se ha vuelto demasiado complejo para que un individuo pueda tener a mano toda la información relevante para tomar decisiones informadas. En esto somos como los habitantes de la cueva de Platón, testigos de sombras y perfiles e ignorantes de la realidad más allá de nuestro campo de visión.

Lippmann llegó a la única conclusión posible: la prensa no puede suplir a las instituciones políticas. Mejorar los sistemas de recolección y presentación de las noticias no es suficiente, pues verdad y noticia no son sinónimos. La función de la noticia es resaltar un hecho o un evento. La de la verdad, sacar a luz datos ocultos. La prensa, en una de las más afortunadas metáforas de Lippmann, es como un faro cuyo haz de luz recorre incesantemente una sociedad e ilumina momentáneamente, aquí y allá, diversos episodios. Y si bien éste es un trabajo socialmente necesario y meritorio, es insuficiente, pues los ciudadanos no pueden involucrarse en el gobierno de sus sociedades conociendo sólo hechos aislados.

Desde la aparición de Opinión pública, el papel que juega la prensa al interior de las sociedades y frente a las instituciones ha sido analizado por numerosas escuelas, entre ellas la de los “efectos limitados”, según la cual el poder persuasivo de los medios está condicionado por factores sociales, culturales o psicológicos; la de la cultura de masas que supone una adecuación de los medios a los fines; la de la manipulación comunicacional; otras basadas en la cultura del imperialismo o en la cultura popular; las que pretenden explicar cómo el individuo procesa los mensajes masivos; la teoría de la recepción, etcétera.

En el 2004 apareció Setting the Agenda (Fijar la agenda)[16], la continuación de la investigación de McCombs y Shaw de 1972, en donde McCombs sintetiza cientos de investigaciones llevadas a cabo en diversas partes del mundo sobre esta vertiente teórica.

Tanto la influencia de los medios de comunicación en el establecimiento de los tópicos acerca de los cuales pensar como también las posteriores consecuencias sobre las actitudes, opiniones e incluso conductas, constituyen las preocupaciones básicas que atañen a la teoría de la fijación de agendas y son analizadas a lo largo de la obra. Con todo su atractivo y novedad, sin embargo, la teoría ha sido sometida a críticas y revisiones, como las que Murano recoge en un artículo:

Russell Neuman señala que la teoría de los efectos de agenda fue sometida a seis grandes revisiones críticas:

  1. Algunos autores consideraron que la evaluación efectuada por McCombs y Shaw de la asociación existente entre los contenidos de la prensa y la importancia atribuida por los electores a los temas políticos no dirimiría la cuestión central de si los medios conducen a la opinión pública o, por el contrario, es la opinión pública la que lidera la agenda de los medios. Esos críticos insisten en que se requería de datos históricos, de series cronológicas que cubran grandes períodos, para resolver ese problema causal;
  2. En segundo lugar, se argumentó que tanto los medios como el público actúan frecuentemente respondiendo a causas exógenas, generadas por el mundo “real”, que afecta tanto a los medios como al público;
  3. Se planteó también qué medios – especialmente la tv y la prensa escrita- son más significativos en la determinación de la agenda pública;
  4. Otros autores examinaron el problema de qué tipos de receptores son más influenciables por el efecto de determinación de la agenda;
  5. También se estableció una distinción entre los hechos “obstrusivos”, aquellos acerca de los cuales los sujetos pueden tener una experiencia personal, “de primera mano” -como el incremento de precios minoristas- y los “no obstrusivos”, cuyo conocimiento dependería exclusivamente de los medios -como una crisis de gabinete y
  6. Otro tema de relevancia fue la identificación de ciclos de interés por parte del público (no de la prensa) formulada por Downs, quien formuló la hipótesis de que la popularidad de los issues atraviesa generalmente cuatro etapas:
  • a) una etapa preproblemática, es decir cuando el tema de referencia sólo interesa a un puñado de individuos y no tiene cabida en la prensa;
  • b) la etapa de descubrimiento del problema;
  • c) una meseta o plateau, que corresponde a un período de declinación del interés y, por último,
  • d) una etapa postproblemática: el problema desaparece del centro de atención del público y de la prensa quedando en estado latente, relegado a un segundo plano, a la espera de ingresar en un nuevo ciclo.[17]

Una de las funciones de los medios consiste en socializar a las audiencias para que acepten la legitimidad del sistema político de su país. Conducirlos a aceptar los valores sociales predominantes, dirigir sus opiniones para que no socaven sino que apoyen las metas oficiales de política interior y exterior, y disuadirlos de una participación activa en política mediante la persuasión de que ésta, la política, es el terreno de especialistas y líderes comprometidos con el bien común.

En este contexto, los medios operan cual correas transmisoras de los valores del establishment para profundizar la creencia compartida de que el sistema político es bueno para la sociedad y que las instituciones gobernantes y los funcionarios poseen y ejercen correctamente el poder. La socialización política es el proceso por el cual los miembros de la sociedad adquieren normas, actitudes, valores y creencia políticas.[18]

En esta labor de pedagogía política el uso de los símbolos es imprescindible. Los símbolos permiten lograr la unidad y la flexibilidad del electorado alrededor de una propuesta sin el requisito necesario del consenso.[19] La lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, nosotros y ellos, la democracia y la dictadura, se encauza mediante símbolos fácilmente reconocidos y digeridos por las masas. En una campaña electoral el tema del aumento al transporte urbano se coloca a la altura de los valores que Juárez defendió en su gobierno itinerante y por cuya vigencia mucha sangre se derramó durante la Revolución.

Al mantener en la conciencia colectiva ciertos temas, los medios les dan vigencia y orientan la discusión y la reflexión del electorado. Pero esta socialización funciona en dos sentidos y está vinculada al conjunto de valores, creencias y prejuicios de las audiencias.[20] Cuando a mediados de 1972 la prensa introdujo y mantuvo Watergate en las noticias, la agenda pública no incorporó el tema de manera inmediata o significativa. En el caso de Vietnam, al comienzo del conflicto la opinión pública no sólo no estaba en contra, sino que parecía muy complacida por la firmeza del gobierno frente a la intransigencia norvietnamita.[21] Cuando las circunstancias sociales y políticas de Estados Unidos cambiaron y se extendió por el país la noción de que el gobierno de Nixon había mentido sistemáticamente, la opinión pública fue más receptiva y entonces la prensa sí pudo introducir en la agenda pública tanto Watergate como Vietnam.

 

¿Quién fija la agenda?

En 1968 Nixon logró resucitar de la muerte política y ganó la elección presidencial. Hubo quien habló de un “nuevo Nixon”, pero el periodista Joe McGinnes entendió que se trataba de un Nixon más capaz de entender y usar a la prensa.[22]

En 1972 Nixon demostró nuevamente sus habilidades mediáticas con una campaña en donde los temas fueron cuidadosamente seleccionados de acuerdo a su potencial impacto a través de los medios, pues el californiano y sus asesores, aunque lejos de tener simpatías por la prensa, entendieron que la comunicación masiva desempeña un rol político. Nixon había comprobado esto en carne propia durante otro de sus escándalos políticos, el llamado “asunto checkers” a principios de los cincuenta, cuando una presentación en cadena nacional de televisión movió al electorado e hizo que una supuesta malversación de fondos que un diario puso al descubierto se convirtiera en algo trivial e insulso.

Ya en 1972 en su clásico estudio La construcción de un Presidente, Theodore White había establecido que:

“El poder de la prensa en Norteamérica es primordial. Establece la agenda de la discusión pública; y este extendido poder político no está restringido por ninguna ley. Determina lo que la gente hablará y pensará, una autoridad que en otras naciones se reserva a los tiranos, los sacerdotes, los partidos y los mandarines”.[23]

Pero el conocimiento que las audiencias tienen de la realidad a través de los medios siempre es fraccionado. Las noticias en la televisión se seleccionan de acuerdo a criterios editoriales que muchas veces no resistirían un análisis, lo mismo que la elección y jerarquización de las informaciones en los diarios. La duración de las notas (o el espacio, en el caso de los medios impresos), la agenda editorial, los intereses de la empresa, lo que los editores perciben como las demandas de las audiencias, la elección de los temas políticos y sociales a cubrir, y otros factores, constriñen el conocimiento de los asuntos políticos de las masas a una pequeña muestra del mundo político real.

Por ello no deja de ser con cierta dosis de ingenuidad que en algunos círculos se esgrima el ejemplo de Watergate como prueba irrefutable de que los medios son en efecto el motor de la democracia. Según esta apreciación, el Washington Post descubrió la confabulación, la hizo del conocimiento de la audiencia -ente también conocido como opinión pública– y se desataron mecanismos sociales que llevaron a la primera renuncia de un Presidente en la historia de los Estados Unidos.

Esto no suena nada mal. Tiene incluso un tinte heroico que remite a las escenas en donde Woodward (Robert Redford) y Bernstein (Dustin Hofmann) sudan la gota gorda para convencer a Deep Throat (Hal Holbrook) de que les proporcione la séptima confirmación necesaria para que su director, Bradlee (Jason Robards), autorice publicar la información de que personeros de Nixon operaban un fondo secreto para sobornos y operaciones encubiertas, bajo la mirada de orgullo paternal del jefe de redacción Rosenfeld (Jack Warden).[24] Nada mal, pero fantasioso. No explica por qué Richard Nixon ganó la reelección con el mayor margen de votos hasta entonces conocido, pese a que Watergate tenía seis meses en las páginas del Post y el más influyente noticiario de televisión, Evening News de la cadena cbs con Walter Cronkite, “el hombre con mayor credibilidad en los Estados Unidos” había hecho suyo el caso.

El propio Bradlee admite en sus memorias que fue Nixon, y no el Post, quien puso a descubierto el escándalo. Al igual que durante el affaire de los documentos del Pentágono, la meta y propósito único del diario era seguir el olor de sangre fresca de una historia periodística que prometía primera plana. Sin embargo, Bradlee intuitivamente percibió que la importancia de su labor periodística fue introducir el tema en la agenda nacional y después mantenerlo hasta que el mundo comprendió con cuánta saña se estaba debilitando a la Constitución. [25]

Michels[26] planteó que la prensa no puede ejercer una influencia inmediata sobre la audiencia, como la que sí tienen los agitadores populares. En compensación, no obstante, el círculo de influencia de la palabra escrita es mucho más amplio. La prensa puede ser eficaz para influir la opinión pública mediante el culto de una “sensación”. Esta penetrante observación, que anticipa el trabajo de Lippmann sobre las “imágenes en nuestras mentes”[27], nos coloca en el camino correcto.

Una “sensación”, término aparentemente[28] tomado a la vez por Michels de la reflexión sobre el ambiente social propicio externada por Hamilton en El Federalista[29] y con el tiempo modernizado en terminología pero conservado en el adn de la teoría de las agendas.

Aunque la investigación de McCombs se originó en la metáfora de que “los medios de masas no dicen a la gente ‘qué pensar’ sino ‘sobre qué pensar’, los investigadores todavía tienen que definir conceptualmente qué se entiende por “pensar sobre”, y operativizarlo en términos cognitivos como una variable de criterio.[30]

En el caso Watergate, evidentemente el electorado tenía una agenda distinta. Bradlee lo reconoce con un aire de enternecedor candor:

“[Cuando la televisión] difundió [los dos primeros] reportajes, tuvieron un poderoso impacto en todos los ámbitos […] menos en el electorado”.[31]

 

Evolución de la fijación de agenda

Valbuena identifica las cuatro fases a través de las cuales McCombs llega a su teoría de la fijación de agendas:

Investigaron a 100 votantes indecisos durante la campaña electoral de 1968 en Chapel Hill; demostraron que el orden del día o agenda de campaña en los medios influía en la opinión pública; por tanto, eran los medios quienes dirigían ese producto llamado agenda – setting.

Como había que buscar una explicación a ese poder de los medios sobre la opinión pública, la encontraron en el concepto psicológico de necesidad de orientación que las audiencias tienen. Claro está, una persona puede encontrar esa orientación en otras personas o en los medios. Por eso, se plantearon las relaciones entre la comunicación interpersonal con la de masas. Finalmente, no sólo hay un medio, sino varios. Es lógico que empezaran a comparar el papel específico que juegan los periódicos y la tv.

Habían partido de estudiar una campaña electoral. Pero como los medios no fijan temas en abstracto sino que también cuentan quienes defiende o atacan esos temas, empezaron a estudiar las imágenes de los candidatos y el interés político como agendas alternativas.

El gran paso estuvo en transformar la fa de variable independiente en variable dependiente. En lugar de «¿Quién establece la agenda pública?», «¿Quién establece la agenda informativa?». Así es como extendieron la agenda a todo el procesos de la comunicación.[32]

 

Las diversas agendas

Como otros modelos de análisis de medios, la fa ha sido interpretada y reinterpretada por diversos investigadores, y como suele suceder, han aparecido inconsistencias y debilidades en casos particulares, producto de la creciente complejidad que con el paso del tiempo la misma teoría ha adquirido. Hay veces que un buen sistematizador explica más claramente una teoría que el mismo autor. Quizá por ello un regreso al origen o la aplicación de una síntesis permita la mejor utilización de la herramienta para los fines de este trabajo.[33]

El modelo de cinco componentes de la agenda pública propuesto por Zhu[34] en el contexto de un escenario de suma cero en donde si un grupo de interés sube es a costa de otro, es de utilidad para el análisis del caso que ocupa a este trabajo:

  • 1. Agenda de los grupos de interés: los asuntos que varios grupos de interés promueven.
  • 2. Agenda de los medios: la prominencia de estos temas en la cobertura de las noticias.
  • 3. Agenda de los integrantes de la audiencia: el relieve que éstos dan a los asuntos.
  • 4. Agenda de los legisladores: la preferencia que les otorga cada legislador.
  • 5. Agenda de política: la prioridad que la mayoría o todos los legisladores acuerdan conceder a los temas.[35]

Una vez definidos así los términos, Zhu se aparta de las tinieblas de otros autores y centra el estado de la cuestión directamente: Mientas la fa se interesa fundamentalmente por la atención al tema, el modelo de la arena pública trata no sólo de la atención, sino también de la definición del tema que está más en línea con el enmarcar que realizan los medios.[36]

El mérito de Zhu es haberse dado cuenta de que la idea del juego de suma-cero estaba comprendida en los diseños de investigación sobre fa, pero nunca se había enunciado explícitamente (…) Como en el mundo biológico, puede haber otras dos relaciones aparte de la suma cero: no interacción y simbiosis. Pero la relación competitiva, basada en la suma cero, es la norma predominante. Puestas así las cosas, tenemos varias agendas compitiendo por la atención de la gente. No sólo luchan los interesados dentro de cada agenda, sino las diversas agendas entre sí (Valbuena, s/f).

 

Agenda de los grupos de interés

En el caso Watergate se pueden identificar varios grupos de interés:

  • La prensa.
  • Actores políticos.
  • “Garganta profunda” (representación de la comunidad de inteligencia o seguridad nacional).
  • El primer círculo de la Casa Blanca.
  • El Comité para la Reelección del Presidente (creep).
  • El electorado.

Quizá con la excepción del electorado, los medios, la Casa Blanca y el creep presentaron a lo largo del Watergate el “síndrome de Vietnam” también conocido como “síndrome de los documentos del Pentágono”, que se traduce como un estado de zozobra y desconfianza frente a hechos políticos y sociales que anteriormente eran aceptados casi sin cuestionamiento. La polarización social que la guerra en el sudeste asiático provocó en Estados Unidos tuvo consecuencias políticas profundas que eventualmente alimentaron las oleadas de descontento social que marcaron la mitad de la década de los setenta[37].

 

Watergate, creep, Casa Blanca, Garganta profunda y otros actores

16/365: All The President's Men with Redford &...

16/365: All The President’s Men with Redford & Hoffman (Photo credit: kalebdf)

Si se comienza en sentido inverso, Watergate no estuvo en la agenda de los electores en particular ni en la de la ciudadanía en general durante 1972. Ello explica que Nixon hubiese sido reelegido por el más alto porcentaje de votos en la historia del país. Los estadounidenses en aquel momento tenían en la mente, para citar a Lippmann, imágenes distintas. Watergate se hizo parte de la agenda social y comenzó a presionar a la agenda política cuando los medios comprobaron que Nixon y sus colaboradores mintieron deliberadamente[38].

En el creep conforme fueron avanzando las revelaciones de Watergate la agenda fue encubrir a toda costa los orígenes, montos y mecanismos de distribución de fondos, y la relación de sus directivos con el grupo de “los plomeros”.

En la Casa Blanca, la agenda fue ocultar la verdad, mentir sin consideración alguna y utilizar las herramientas que fuesen necesarias, independientemente de su legalidad, para evitar que se hiciera pública la conspiración organizada para dañar a los enemigos políticos. Parece que la destrucción de pruebas -como las grabaciones en el Despacho Oval, que finalmente hicieron posible el arranque del procedimiento de desafuero-, fue una medida inconsulta de Nixon que pudiera catalogarse, parafraseando a Lippmann, como una “meta-agenda”.

De junio de 1972 cuando se descubrió el allanamiento, a mediados de 1974, la agenda de los legisladores republicanos se centró en la defensa de Nixon y la descalificación del Post y los medios que crecientemente abordaban temas de Watergate. Los demócratas, por su parte, utilizaron las informaciones de los medios para desgastar a la administración Nixon y, en el 74, para sustentar el inicio de los procedimientos legislativos para defenestrar al Presidente.

Respecto a “otros grupos políticos”, si bien Tuchman[39] advierte que para el historiador no es legítimo caer en la tentación de la retrospectiva, sirve a nuestro propósito señalar la inexactitud en que se tuvo el papel de Garganta profunda como proveedor desinteresado de información para los reporteros Woodward y Bernstein a lo largo de su trajinar tras la noticia en el caso Watergate.

Hoy sabemos que Mark W. Felt, el segundo de a bordo del Buró Federal de Investigaciones (fbi por sus siglas en inglés) fue la conspicua fuente del Post y que operó no por amor a la verdad y para preservar los valores de la gran nación, sino en beneficio de su propia agenda, que era ser nombrado director general de la agencia a la muerte de J. Edgar Hoover. Cuando Nixon designó a un director ajeno a la comunidad de inteligencia y los mandos de carrera clamaron que ello dañaría al aparato de seguridad interna del gobierno, Felt utilizó su contacto con los reporteros del Post en este contexto con el aparente propósito, según se desprende de la recapitulación de Woodward[40], de empatar con la suya la agenda de un medio que a su vez estaba modelando la agenda social. Con el tiempo, Watergate se convirtió en un tema tan poderoso, tan conocido, que, como planteó Semetko[41], quienes no lo empleaban podían pasar como personas sin credibilidad.

La orden ejecutiva que puso a Patrick Gray en la silla de J. Edgar Hoover, fue el acta de nacimiento de Garganta Profunda. Si Nixon hubiese sido sensible a las señales de los funcionarios de la agencia, habría respetado el status quo y nombrado al segundo de a bordo, W. Mark Felt; entonces Watergate no habría pasado de ser, oficialmente, un “robo de tercera”.

 

La prensa

Watergate en sus inicios, por lo menos de junio a octubre de 1972, casi exclusivamente estuvo en la agenda del Washington Post. A Katharine Graham, la dueña y editora, le advertían desde diversos ambientes que su empresa corría el peligro del ridículo y del escándalo al sobredimensionar la importancia de un “robo de tercera”.

Por lo menos hasta el tercer cuatrimestre de 1973 no hubo en otros diarios de gran circulación una reacción en cadena respecto a las informaciones de Watergate publicadas por el Post [42]. En este sentido se confirma el precepto de que no basta que un tema aparezca frecuentemente en las noticias para hacerlo parte de la agenda. Si no aparece resaltando algún aspecto de un problema, o si sólo se resaltan sus aspectos positivos, el asunto pierde urgencia y, por lo tanto, la agenda se colapsa. Si, por el contrario, el tema muestra cada vez una cara distinta, la agenda se refuerza.[43]

El senador por Kansas Robert Dole, a la sazón presidente del Partido Republicano acusó al Post de estar a sueldo de la campaña presidencial del Partido Demócrata, mientras que a diario el vocero de la Casa Blanca, Ron Ziegler, aparecía en las noticias para expresar su “horror” por el “periodismo execrable” del Washington Post.[44]

El peso de la personalidad y los rasgos de carácter tanto de Nixon como de Bradlee no pueden dejarse de lado al estudiar Watergate. Otro elemento que debe considerarse a la hora de analizar las agendas tiene que ver con la cultura empresarial (Washington Post Co.) y con la cultura política (la Casa Blanca de Nixon).

Es muy fácil subestimar el impacto de la cultura interna de un medio en el procesamiento de las noticias. Si entre los reporteros los rasgos dominantes son raza blanca, anglosajones, protestantes y clase media, eso determinará el tratamiento que se de a un reportaje sobre los corredores matutinos en el Parque Central de Nueva York o a la de un asesinato racial en el barrio pobre de Harlem.[45]

Al interior del Washington Post Watergate no era popular con todo mundo. Varios jefes de sección opinaban en las juntas editoriales que el asunto estaba colocando en riesgos innecesarios al periódico. Para Richard Harwood, responsable de la sección nacional, la cobertura del asunto estaba al borde de la fantasía, una investigación carente de ilógica que bordeaba en la paranoia. A eso se añadían las crecientes descalificaciones políticas del diario por parte de políticos respetados. No menos inquietante era la noción que el Post también tenía un problema de “gargantas profundas” al interior al servicio del gobierno.[46]

Este ambiente fue descrito años después por Leonard Downie, uno de los editores durante el caso, en una entrevista:

“Nos sentíamos pequeños, no grandes o poderosos […]. Sentíamos una enorme responsabilidad. No creíamos que el Presidente fuera a renunciar y la noche que eso sucedió casi todos enfermamos. Era un grupo pequeño el involucrado. De eso se trata este negocio. Eso todavía es lo que hace la diferencia. Fueron tiempos duros, nada brillantes. Muchos le advertían a Katherine Graham que arruinaríamos su periódico”.[47]

Pero una vez metidos en el tema, los reporteros y editores del Post lo siguieron con el instinto de la manada que ventea sangre fresca en la brisa cuando aún tiene fresco el sabor de una presa anterior (los archivos del Pentágono).

Cuando en octubre de 1972 Watergate fue tomado por la televisión, el caso llegó a audiencias nacionales. Después de la reelección de Nixon y durante todo 1973, poco a poco se fueron sumando otros medios impresos, cuando el reporteo del Post comenzó a desvelar que Watergate podría en efecto representar una conspiración.

La agenda de la prensa fue periodística y azuzada por una Casa Blanca y una clase política republicana cada vez más reactiva y más hostil. Al inicio de su segundo periodo, Nixon ordenó tomar acciones de venganza contra el diario que comenzaron por la virtual puesta en subasta de las licencias de televisión propiedad de la empresa editora. Esto, combinado con una gracejada sexista de un alto funcionario contra la señora Graham[48], y la creciente convicción de que la Casa Blanca mentía para encubrir acciones ilegales, endurecieron la agenda noticiosa de la prensa.

Watergate tuvo consecuencias importantes en la relación de los medios con el poder público, y su estudio ayuda a comprender con mayor claridad el papel de la prensa en la fijación de la agenda política. La batalla que se libró en los tribunales, en mucho continuación de la que suscitó el caso del expediente secreto del Pentágono un año antes, en 1970, tuvo efectos profundos en la relación de la prensa con el gobierno en aquel país y, como las ondas de agua que levanta la caída de una piedra en un estanque, en otras partes del mundo.

Watergate no se puede entender a cabalidad si no se analizan en paralelo las personalidades de sus dos personajes protagónicos: Richard Nixon y Ben Bradlee, respectivamente Presidente de los Estados Unidos y director ejecutivo del Washington Post.

No es un reduccionismo lo que se propone. En la Casa Blanca hombres como Nixon, Kissinger y Haig propiciaron las condiciones para Watergate cuando la paranoia y la obsesión por el poder los llevaron a organizar un grupo de choque y sabotaje dispuesto a pasar por encima de Ley, para conservar ese poder. En el Washington Post, un periodista, obsesionado por mantener los valores de su profesión, pudo convencer a la propietaria de que ignorara los altísimos riesgos económicos y políticos de una cruzada a primera vista sin sentido y organizó un grupo dispuesto a todo, incluso romper la Ley, para investigar y dar a conocer las desviaciones del poder político[49].

Se puede proponer que hubo fundamentalismo de ambas partes. Quizá también los tiempos políticos y sociales de los Estados Unidos eran propicios para un enfrentamiento de esa naturaleza (guerra fría, Vietnam, Camboya y China, Medio Oriente, desempleo, discriminación, movilizaciones sociales). En retrospectiva queda claro que ninguno de los dos pudo haber anticipado el desenlace del acontecimiento que se puso en marcha cuando el primero autorizó una conspiración que violaba su juramento de cumplir y hacer cumplir las leyes y el segundo dio el visto bueno a dos jóvenes reporteros que acometieron una empresa, a primera vista, sin sentido.[50]

 

El caso Watergate

Hay una extendida creencia de que el presidente Nixon renunció al puesto como consecuencia directa de las publicaciones del diario The Washington Post sobre el caso Watergate. Sin embargo, pese a que el rotativo fue el primer medio en dar a conocer el asunto y lo mantuvo en sus páginas desde junio de 1972, no influyó determinantemente en la agenda ciudadana. Tuvieron que darse una serie de acontecimientos sociales, de política interna y externa, y económicos, para que Watergate fuera percibido como el tema clave en la agenda social y fuese retomado en la agenda política.

Lo anterior supone que la prensa escrita no tiene la capacidad para llevar a las audiencias de la mano y decirles cómo pensar, pero sí tiene la capacidad de colocar en la agenda los temas en los que la sociedad piensa.

 

Contexto histórico

A finales de la década de los sesenta Estados Unidos era un país que se debatía en la paradoja. Por una parte se convulsionaba con la ola de protestas que recorrió el al mundo en el 68, y por un gran descontento interno. Los asesinatos de los hermanos Kennedy y de los dirigentes civiles Martin Luther King y Malcom X; la guerra en Vietnam, el Muro de Berlín, la Guerra Fría, las tensiones con Cuba y la proliferación nuclear; los movimientos pro derechos civiles; la creciente inquietud en las universidades derivada de una juventud desencantada que no veía en su futuro demasiadas esperanzas, fueron los rostros de aquellos años que hicieron a muchos pensar que la nación había extraviado el rumbo.

Mas por otra parte en el imaginario colectivo estaba también impresa la noción de que el país era en todos los sentidos la potencia sin par. Al desatarse la carrera espacial entre la URSS y los Estados Unidos en 1957 con el lanzamiento del primer satélite artificial de la tierra, el Sputnik, los norteamericanos pudieron responder golpe a golpe en el mismo terreno hasta confirmar su predominio científico y tecnológico.

Los soviéticos pusieron en órbita a las perras Laika[51], Belka y Strelka (1960) y Yuri Gagarin fue el primer cosmonauta en abril de 1961 en la nave Vostok I. Veintitrés días después Estados Unidos envió a Alan Shepard en la misión Freedom 7. En 1962, John Glenn en la Friendship 7 orbitó la tierra. La Unión Soviética realizó el primer vuelo espacial con dos tripulantes en 1962 y en 1963 Valentina Tereshkova se convirtió en la primera mujer cosmonauta. En abril de 1964 los EU pusieron en órbita el Early Bird, primer satélite de telecomunicaciones y el programa espacial tuvo una luminosa culminación en 1969 con el viaje a la luna de Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin en el Apollo XI. El 20 de julio, desde el satélite de la Tierra, Armstrong y Aldrin se comunicaron en vivo con el presidente Nixon.

Aquellos fueron los años del primer transplante de corazón, de la expedición de la ley que dio a los negros el derecho al voto, del comienzo del retiro de las tropas en Vietnam, de la normalización de las relaciones con la República Popular China y con la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas y el inicio de pláticas para la restricción nuclear.

Nixon, el Presidente, gozaba de una enorme popularidad. Durante la campaña acuñó el término “la mayoría silenciosa” –los indecisos, se diría hoy- y ensanchó su base de apoyo con promesas inequívocas de paz en Vietnam que llegaron al corazón de aquella “mayoría”.

Desde el inicio de su gobierno privilegió las relaciones exteriores. En febrero de 1969 visitó Bélgica, Inglaterra, Alemania Occidental, Italia y Francia, para fortalecer a la Organización del Tratado del Atlántico del Norte (otan). En junio anunció que se comenzaría el retiro de las tropas de Vietnam y un primer contingente de 25 mil hombres volvió a casa (aunque secretamente el conflicto se expandió a Camboya). En julio viajó a Filipinas, Indonesia, Tailandia, India, Pakistán, Vietnam del Sur y, con una visita a Rumania, se convirtió en el primer Presidente norteamericano en poner pie en una nación del bloque soviético desde la Segunda Guerra. En una nueva gira en el otoño de 1970, el Presidente estuvo en Italia, España, Yugoslavia, Inglaterra e Irlanda. Se entrevistó con el Papa Paulo VI, con el personal de la Sexta Flota, los comandantes de la otan y jefes de Estado, con el propósito de fomentar nuevos mecanismos para la paz en la región.

En 1972 su popularidad alcanzó nuevas cimas. En febrero de ese año se reunió en Pekín con el premier Mao Tse Tung[52] para formalizar relaciones diplomáticas y en mayo con el premier Nikita Kruschev en Moscú[53] para firmar los acuerdos para limitar la proliferación de armas nucleares. Desde un Kremlin adornado con las barras y las estrellas, Nixon se dirigió al pueblo soviético a través de la televisión estatal.

En política doméstica, durante su primer periodo promovió legislación para mejorar el transporte, elevar los beneficios de la seguridad social, combatir el crimen, reorganizar el servicio postal, bajar la edad electoral de los 21 a los 18 años, aumentar la participación fiscal de los estados, proteger los recursos naturales y fortalecer la economía. En enero del 72 autorizó el inicio del Programa Trasbordador, que habría de ser el eje de todos los esfuerzos norteamericanos en la conquista futura del espacio exterior.

Nixon era aclamado como el autor del fin de la guerra en Vietnam y artífice de políticas nacionales e internacionales que estaban haciendo del mundo un lugar más seguro.

No fue una gran sorpresa, así, que el 7 de noviembre de 1972 el electorado le diera el más amplio margen de votos en la historia para un segundo periodo presidencial.

La primera plana del New York Times del día siguiente rezaba:

“nixon gana por abrumadora mayoría; m’govern pierde en el estado; los demócratas conserva el congreso”

La Presidencia Imperial navegaba con el velamen desplegado y el viento a favor. Después de seis meses de machacón seguimiento del “caso Watergate” en las páginas del Washington Post y a pesar de que la televisión comenzaba a convertirlo en parte de la agenda noticiosa nacional, a la hora de votar los electores tenían una agenda en la que, obviamente, no figuraba Watergate.

Contexto político

No es un secreto de Estado que los presidentes norteamericanos graban sus conversaciones con fines de seguimiento e historiográficos (o por seguridad nacional), pero en la primavera de 1971 Nixon tomó la extraña e inexplicable medida de colocar un sistema secreto de grabación de voz en el Despacho Oval y otras zonas de la Casa Blanca que funcionaba sin que sus interlocutores fueran advertidos.[54] Un año antes, en otro hecho que hoy se antoja irracional, había autorizado la integración de un grupo de infiltración y sabotaje al servicio de la Casa Blanca conocido como “Los Plomeros” cuya principal encomienda era localizar y tapar “fugas de información” en las “cañerías” del sistema político.

En perspectiva, la existencia de los “plomeros” no tiene una explicación políticamente racional. Nixon se encontraba en la cúspide de su popularidad y se encaminaba a una reelección casi sin obstáculos. Organizar un grupo criminal de sabotaje e infiltración, ponerlo al mando de un alto funcionario del despacho presidencial y financiarlo con recursos fácilmente rastreables, es decir, dejar pistas y huellas de culpabilidad a diestra y siniestra, es algo que corresponde a los profesionales del comportamiento analizar. Con recursos desviados de la campaña para la reelección los plomeros intervinieron teléfonos, llevaron a cabo allanamientos de archivos, plantaron informaciones calumniosas, vigilaron a opositores y en suma, recurrieron a todos los trucos del hampa para lograr su cometido.[55]

Quizá la explicación radique en la sospecha de Henry Kissinger de que el filtrador del expediente del Pentágono, Daniel Ellsberg, también estaba en posesión de documentos sobre los arsenales nucleares estadounidenses y debía ser detenido al precio que fuera.[56]

En su lucha por el poder, la camarilla de Nixon recurrió a las auditorias, al soborno, a la compra de expedientes personales, a la intervención de teléfonos y a la implantación de noticias calumniosas para debilitar a sus enemigos políticos, fuesen funcionarios, periodistas o dirigentes sociales.

 

El expediente del Pentágono

¿Qué fueron -son- los “Documentos del Pentágono”? Se trata de un expediente de siete mil páginas en 47 volúmenes oficialmente titulado Historia del Proceso Estadounidense de Toma de Decisiones de Política sobre Vietnam: 1945 – 1967. Fue comisionado en 1967 por Robert S. McNamara, secretario de la Defensa de Kennedy, en un esfuerzo por sacar a luz y comprender los orígenes del involucramiento norteamericano en Vietnam. Lyndon Johnson, quien asumió la Presidencia al asesinato de Kennedy y luego ejerció un periodo como Mandatario electo, no conoció el estudio. A la asunción de Nixon en 1969, el nuevo Consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, recibió una copia.[57]

McNamara era un muchacho prodigio de Harvard que había sido presidente de la Ford Corporation antes de que Kennedy lo hiciera Secretario de la Defensa. Era especialista en control estadístico y no creía en –ni respetaba- lo impredecible. El suyo era el reino de lo cuantificable y lo medible. No es de extrañar, pues, que hubiese convocado a un equipo de brillantes académicos de todas las disciplinas para desentrañar las causas de un conflicto que desde sus comienzos parecía destinado a ser el Waterloo norteamericano en el sudeste asiático, en lugar de atender a las advertencias y las enseñanzas históricas y abrir los ojos a lo que realmente quería el pueblo vietnamita[58]. De no ser por este rasgo de carácter -¿que hoy llamaríamos “tecnócrata”?- es difícil entender cómo este hombre –de quien se decía que era sincero cual profeta bíblico-, lo mismo que el equipo de “The best and the brightest” (“los mejores y más inteligentes”) que acompañó a John F. Kennedy en su gobierno, creyera que “la democracia” (como la entendían ellos) se puede imponer mediante las armas. Fue, en palabras de una historiadora, un caso rotundo de ceguera por soberbia y desprecio por las imperceptibles motivaciones que mueven a los humanos.[59]

Uno de los expertos convocados era un egresado de Harvard que se había enlistado voluntariamente en la infantería de marina y servido en Vietnam de 1965 a 1966 llamado Daniel Ellsberg. Tuvo a su cargo la redacción de una sección del informe. Cuando conoció la totalidad del documento pensó de que era su deber hacer público ese testimonio de décadas de mentiras, errores, decepciones y carnicerías del gobierno de su país. A finales de marzo de 1971, entregó una copia a un periodista del New York Times a quien había conocido en Vietnam.[60]

Así comenzó la publicación del expediente del Departamento de la Defensa que hurgó en las causales históricas en un intento por comprender por qué Estados Unidos estaba empantanado en Vietnam, bautizado popularmente como los “Papeles del Pentágono”. La primera entrega apareció el domingo 13 de junio de 1971, bajo un encabezado calculado para ser lo menos provocador posible:

Archivo Vietnam: un estudio del Pentágono documenta 3 décadas de creciente compromiso de los EU

Seguía un pase a seis planas completas de información. William Manchester la calificaría como “la más extraordinaria filtración de documentos secretos en la historia de los gobiernos”.[61] La otra noticia principal era la boda en la Casa Blanca de la hija menor de Nixon, Tricia, con Edward Cox.[62]

El acontecimiento no estuvo exento de cierta dosis de ironía. En el Times se prepararon para la tormenta, pero lo que siguió fue una calma chicha. Como sucedería meses después con Watergate, las primeras reacciones del público fueron casi de indiferencia. Los grandes diarios y las cadenas de televisión trataron marginalmente la noticia. La Casa Blanca no reaccionó de inmediato. Después de tanta preocupación, de tanto análisis sobre posibles escenarios adversos, difíciles negociaciones con los abogados y preparativos para una batalla legal, el anticlímax fue tal que algunos editores del Times a la callada pidieron a familiares y amigos que mandaran cartas de felicitación al diario.[63]

Fueron Richard Nixon y Henry Kissinger los responsables de alertar al país sobre la importancia de los documentos. Nixon al principio tomó las cosas con calma, calculando que el daño que la información pudiera causar a los intereses militares y diplomáticos de Estados Unidos, se compensaba sobradamente con la mancha de desprestigio que arrojaba sobre las anteriores administraciones demócratas. Pero Kissinger le hizo cambiar de parecer. Presionó para que se denunciara el “robo descarado” y la “revelación no autorizada” pues de lo contrario el Presidente daría la imagen de “un debilucho”, además de que la filtración podría “destruir” la capacidad de conducir la política exterior.[64]

Kissinger estaba convencido de que Ellsberg era una amenaza a la seguridad nacional por razones adicionales a la filtración del expediente del Pentágono: creía que el antiguo empleado del Pentágono tenía en su poder documentos sobre los planes de contingencia nuclear de Estados Unidos.[65]

Dice mucho del carácter de Nixon este cambio de opinión. Al parecer la conversación con Kissinger también le despertó la paranoia, pues cuando la segunda entrega apareció en el Times, la Casa Blanca ya preparaba su ofensiva. Por la noche del lunes 14 el Procurador General Adjunto se comunicó al diario para advertir que el estudio del Pentágono sobre Vietnam era un secreto de Estado según lo dispuesto en la Ley contra el espionaje, y su divulgación ocasionaría daños irreparables a los intereses militares de los Estados Unidos. “Respetuosamente” pidió a los editores suspender la publicación.[66]

Al darse la filtración de los documentos del Pentágono, ya no era el carismático y seductor Kennedy el que tomaba personalmente el teléfono para hablar con “sus amigos” los editores, sino un tortuoso Nixon y un arrogante Kissinger para quienes el escenario no era recurrir al cabildeo con la prensa, sino detener la divulgación de informes secretos y potencialmente dañinos al costo que fuera.

El Times se vio en un dilema. Si cedía a las demandas del gobierno se confirmaría el precedente de que el interés periodístico se subordina a la exigencia política, lo cual –se pensó en el diario- acarrearía devastadoras consecuencias no sólo para el Times, sino para el periodismo norteamericano en su conjunto.[67]

Aunque con el tiempo el valor estratégico de ese fichero fue puesto en duda, su filtración cimbró a la administración y ocasionó que por primera vez en la historia el gobierno pidiera a un Juez Federal una orden de embargo precautorio de información contra un diario por consideraciones de “seguridad nacional”, el martes 15 de junio de 1971[68]. Como en la demanda sólo se nombraba al Times, en la capital del país The Washington Post, que había obtenido también una copia del expediente, comenzó a serializarlo el viernes 18, seguido por el Boston Globe. A la espera de la determinación del tribunal superior sobre la demanda al Times, el gobierno no emprendió acciones legales inmediatas contra estos dos últimos diarios, aunque advirtió a sus directores que estaban en violación de la ley y les solicitó, “respetuosamente”, cancelar la serie. Los directores, “respetuosamente”, declinaron la invitación.[69]

Durante 17 días -del domingo 13 al miércoles 30 de junio de 1971- el futuro de las relaciones entre la prensa y el Estado se mantuvo en la incertidumbre. Por la tarde de esta última fecha la Suprema Corte de Justicia desestimó, en votación de 6 a 3, los alegatos del gobierno de que la publicación del expediente fuera perjudicial para la seguridad nacional del país, declaró injustificado el embargo precautorio y autorizó al Times a reanudar la serie. Esta decisión sería pivotal para el equilibrio futuro entre la legítima necesidad del gobierno de recurrir al secreto en tiempos de guerra y la legítima necesidad de la comunidad de enterarse de las acciones de su gobierno.

La cabeza principal de The New York Times del viernes primero de julio de 1972, a ocho columnas, rezaba:

“la suprema corte, 6-3, falla a favor de los periodicos en la publicación del informe del pentagono; el times reanuda su serie detenida durante 15 dias”.

El gobierno no apeló la decisión de la Suprema Corte, pese a que pudo haber invocado otros artículos de la Ley contra el Espionaje. Entendió que el Poder Judicial no fallaría a su favor en un juicio concerniente a una libertad protegida por la Primera enmienda, la disposición constitucional que ampara la libertad de expresión en los Estados Unidos.

Años después, quien fuera asesor jurídico del New York Times cuando el episodio de los documentos del Pentágono, escribiría:

La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos dispone: “El Congreso no aprobará ley alguna … que coarte la libertad de expresión o de prensa”. Aunque esta Enmienda menciona específicamente sólo al Congreso federal, la disposición actualmente protege a la prensa frente a todo el gobierno, bien sea local, estatal o federal. Los fundadores de la nación norteamericana aprobaron la Primera Enmienda para hacer una distinción entre su nuevo gobierno y el de Inglaterra, que por mucho tiempo había censurado la prensa y enjuiciado a quienes se atrevieron a criticar a la corona británica. Como lo explicara el juez de la Corte Suprema Potter Stewart, en un discurso en 1974, el “propósito básico” de la Primera Enmienda es el de “crear una cuarta institución, fuera del gobierno, a manera de control adicional sobre las tres ramas oficiales” (ejecutiva, legislativa y judicial). El juez Stewart citó varios casos históricos en los cuales la Corte Suprema, árbitro final en cuanto a la interpretación de la Primera Enmienda, confirmó el derecho de la prensa de desempeñar su función de control del poder oficial. Uno de dichos casos, el de los Documentos del Pentágono […] es decir la historia, con clasificación de secreto máximo, del proceso de toma de decisiones del gobierno de Estados Unidos sobre la guerra de Vietnam. Luego de un análisis cuidadoso de los documentos, comenzamos a publicar una serie de artículos sobre esta historia, a menudo poco halagadora, que insinuaba que el gobierno había engañado al pueblo estadounidense con respecto a la guerra. El día siguiente al comienzo de nuestra serie, recibimos un telegrama del secretario de Justicia de Estados Unidos que nos advertía que nuestra publicación de la información violaba la ley sobre espionaje. Afirmaba también el secretario que la publicación ulterior de este material causaría “perjuicio irreparable a los intereses de la defensa de Estados Unidos”. El gobierno procedió a entablar demanda contra nosotros y convenció al juez de que emitiera una orden judicial temporal que prohibiera al Times continuar con la publicación de la serie. Luego de un torbellino de audiencias y apelaciones judiciales adicionales, terminamos dos semanas después ante la Corte Suprema. La Corte falló que podíamos continuar nuestra publicación de los Documentos del Pentágono. La Corte consideró que cualquier prohibición previa a la publicación “comporta una fuerte presunción contra su validez constitucional” y afirmó que el gobierno no había cumplido con su grave responsabilidad de mostrar una justificación para la prohibición.[70]

En los casos de Playa Girón y de la crisis de los misiles, fue el dueño y editor del Times quien acató las peticiones de la Casa Blanca para no publicar informaciones anticipadas, y obró así convencido de que era un asunto de patriotismo y seguridad nacional[71].

El asunto del expediente del Pentágono, sin embargo, fue distinto. En primer lugar era otro el dueño y editor, y en segundo, el Times comenzó a publicar la serie sin que el gobierno sospechara que el expediente había sido puesto en circulación, y por sobre las objeciones de los abogados y altos funcionarios del periódico que temían una catástrofe legal y económica para la compañía; por su parte el gobierno de Nixon, ante un hecho consumado, no tuvo más remedio que recurrir a la intimidación legal (el Washington Post también desestimó las advertencias de sus abogados y los consejos de algunos editores que estaban seguros de que se incurriría en un delito).

Al parecer, los antecedentes del silencio de la prensa sobre Playa Girón y las bases de misiles tuvieron una consecuencia no prevista en términos de una nueva reflexión sobre los valores y deberes de servicio público que deben guiar a la prensa según los definió Benjamín Franklin en su “Elogio de los editores”[72] que cuelga enmarcada en casi todas las redacciones como un Decálogo del Periodismo.

Arthur Ochs Sulzberger, apodado Punch, dueño del New York Times, no permitió al Consejo de Administración intervenir en la decisión de publicar o no, y despidió a quien había sido su abogado durante 23 años cuando éste rehusó defender en los tribunales el derecho del diario a divulgar documentos secretos que los editores juzgaban de claro interés público.[73] En el Washington Post los periodistas libraron una batalla campal para convencer a los abogados y a los administradores de que tenían la obligación de dar a conocer esos materiales a la ciudadanía.

Durante aquellos 17 días de junio, ambos diarios se enfrentaron al gobierno de su país en un ríspido proceso legal. Éste se empeñaba en demostrar que en tiempos de guerra la libertad de expresión es una amenaza a la seguridad nacional y por lo tanto a las libertades fundamentales, y aquéllos en que precisamente la libertad de expresión es la que fortalece a la nación, particularmente cuando se trata de una guerra no declarada[74] .

Dado que para este trabajo lo relevante es el resultado del juicio y no sus pormenores, sólo se apunta, a manera de anécdota, que a lo largo de las audiencias los periodistas demostraron una y otra vez más y mejor conocimiento del expediente que los mismos abogados del Pentágono e incluso que los altos mando gubernamentales. Cuando a uno de ellos el Juez pidió que señalara la revelación específica que más dañaría la seguridad nacional de los EU y éste respondió que la “operación Marigold”, los periodistas presentaron publicaciones, entre ellas una revista Life, en donde se detallaban los pormenores de la misma; cuando un almirante insistió en que la revelación de ciertos mensajes secretos radiados desde Hanoi desencadenaría graves peligros para la Armada, un reportero puso en manos del juez la transcripción de los mensajes publicada por el Departamento de la Defensa.[75]

Estas anécdotas confirman que, en ausencia de contrapesos, la burocracia encontrará la forma de clasificar como “secretos” los boletines meteorológicos.

Lo que los documentos del Pentágono no lograron inicialmente, Nixon y sus estrategas sí: los medios nacionales se agruparon como uno en defensa del Times y el expediente sobre Vietnam se hizo noticia nacional. Los más respetados diarios encabezaron la defensa y pronto entraron al verdadero fondo del asunto: la relación de los medios con el gobierno y el papel que juegan en una sociedad democrática.

Punch y su equipo de pronto se convirtieron en los héroes del momento. En el diario los colaboradores comenzaron a usar distintivos que rezaban: “Libertad para los xxii del Times” en alusión a los 22 ejecutivos y funcionarios que el gobierno federal había acusado en el juicio. Cuando un grupo de empleados se presentó en un conocido restaurante neoyorquino, la clientela los aplaudió de pie. Un cartón de Bill Mauldin en el Chicago Sun–Times presentó a una persona leyendo en un diario “La verdad sobre Vietnam” bajo un haz de luz con el logotipo del Times).[76]

El caso del “expediente del Pentágono” fue un hito en la historia de la libertad de prensa estadounidense y causa importante para entender qué fue lo que hizo posible que dos años más tarde el Washington Post se mantuviera firme en una empresa periodística tan aparentemente fútil como fue en sus inicios Watergate.

Así lo recuerda uno de los principales protagonistas:

Creo que ninguno de nosotros realmente comprendió la importancia que tuvo para la gestación de un nuevo Washington Post la decisión de publicar [los documentos]. Sé que yo no. Yo quería ir a prensas porque estaba en posesión de […] la mayor historia periodística en diez años. Eso es lo que hacen los periódicos: se enteran, reportean, verifican, escriben y publican. Lo que no comprendí […] fue la dimensión del cambio en el Washington Post y cómo impactó a reporteros y editores en todo el mundo atestiguar la independencia, determinación y confianza que había adquirido en el cumplimiento de su misión. En los días siguientes esos sentimientos se exacerbaron: un periódico que se mantuvo firme ante cargos de traición. Un periódico que no vaciló al ser acusado por el Presidente, por la Suprema Corte, por el Procurador General y por un insignificante Subprocurador. Un periódico que mantuvo la frente en alto, comprometido firmemente con sus principios.[77]

La Suprema Corte concedió que la publicación de los documentos podría causar serio daño a la política exterior e interior de la nación, pero una mayoría de los jueces consideró que era más dañina la censura previa.

El voto de 6 a favor y 3 en contra estableció jurisprudencia que acota seriamente la capacidad del Presidente y de los altos funcionarios del gobierno para impedir la divulgación de informaciones potencialmente perjudiciales a la seguridad nacional.

Los votos en contra consideraron, en términos generales, que la Primera enmienda[78] no puede ser absoluta y que bajo determinadas circunstancias el gobierno está en su derecho para mantener fuera del conocimiento de la opinión pública informaciones relativas a la política exterior y a conflictos bélicos.

De los votos a favor, destacan las siguientes consideraciones de la sentencia:

  • La palabra “seguridad” es una generalidad amplia y vaga cuyos contornos no deberían invocarse para abrogar la ley fundamental corporizada en la Primera enmienda. Guardar secretos militares y diplomáticos a expensas del gobierno representativo informado no brinda ninguna seguridad real para nuestra República. Los promotores de la Primera enmienda, plenamente conscientes de la necesidad de defender una nueva nación y de los abusos del gobierno inglés y colonial, trataron de darle a esta nueva sociedad fuerza y seguridad disponiendo que no se reduzca la libertad de palabra, de prensa, de religión y de reunión.
  • Estas revelaciones [el archivo del Pentágono]… pueden tener un serio impacto. Pero esa no es ninguna base para una restricción previa a la prensa.
  • El secreto en el gobierno es fundamentalmente antidemocrático, perpetuador de errores burocráticos. El debate abierto y la discusión de las cuestiones públicas son vitales para nuestra salud nacional. Sobre cuestiones públicas debería haber debate “no inhibido, robusto y bien abierto”.
  • La Primera enmienda no tolera absolutamente ninguna restricción judicial previa de la prensa fundada en la presunción o la conjetura de que podrían resultar consecuencias desfavorables.
  • En ausencia de controles y balances gubernamentales presentes en otras áreas de nuestra vida nacional, la única restricción efectiva a la política y al poder del Ejecutivo en materia de la defensa nacional y los asuntos internacionales puede residir en una ciudadanía esclarecida, en una opinión pública informada y crítica que por sí sola pueda proteger los valores del gobierno democrático […] Sin una prensa informada y libre no puede haber un pueblo esclarecido.
  • Un primer principio […] sería la insistencia en evitar el secreto por el secreto mismo. Porque cuando todo es clasificado, entonces nada es clasificado y el sistema se convierte en tal que es desatendido por los cínicos y los despreocupados y es manipulado por aquéllos que se interesan en la autoprotección y la autopromoción.[79]

Quizá sea en particular un punto de la opinión del juez Potter Stewart el que va al fondo del asunto, al desvelar, con cuidado y en el más puro lenguaje jurídico, la verdadera intención del gobierno de Nixon para impedir a toda costa la publicación del archivo del Pentágono (sin desconocer la validez del argumento sobre la seguridad nacional):

“En los casos que tenemos ante nosotros no se nos pide ni que interpretemos regulaciones específicas ni que apliquemos leyes específicas. En cambio, se nos pide que realicemos una función que la Constitución le dio al ejecutivo, no al poder judicial. Se nos pide, muy simplemente, que impidamos la publicación por parte de dos periódicos, de material que la rama ejecutiva cree que, en el interés nacional, no debería publicarse. Estoy convencido de que el ejecutivo está en lo correcto en cuanto a algunos de los documentos implicados. Pero no puedo decir que la revelación de alguno de ellos resulte con seguridad en un daño directo, inmediato e irreparable para nuestra nación o para su pueblo. Siendo eso así, según la Primera enmienda sólo puede haber una resolución judicial de las cuestiones que tenemos frente a nosotros”.[80]

En el reino de la imaginación siempre quedará la posibilidad de que otro pudo haber sido el desenlace de este episodio. Una variante de la sentencia de Pascal acerca de las dimensiones de la nariz de Cleopatra  que nos previene contra la humana inclinación a las suposiciones más o menos ilustradas[81], en el modelo que compete a este trabajo, sería: ¿si la responsabilidad editorial tanto en el Times como en el Post hubiese estado en manos de administradores profesionales y no de periodistas[82], el desenlace hubiera sido el que conocemos?

Las familias propietarias de los diarios, respectivamente los Sulzberger y los Graham, históricamente se vieron a sí mismas como depositarias de un bien público.[83] Entre sus integrantes había consenso de que la familia se reservaba la última palabra cuando había que decidir en asuntos concernientes al papel de los diarios en la defensa de las libertades ciudadanas.

En el caso del Times, estaban convencidos de que no sólo el periódico, sino el país, perderían estabilidad y continuidad si la familia abdicaba del derecho a tomar decisiones contrarias al mercado. ¿Qué sucedería -se preguntaban- si al frente de la compañía estuviera un administrador que considerara que su principal responsabilidad era con los accionistas y no con la comunidad? ¿Cómo se habría alterado la historia si la decisión de publicar el expediente del Pentágono hubiese recaído en un administrador profesional y no en Punch?[84]

 

El allanamiento en Watergate

Watergate es el nombre de un complejo de edificios a orillas de río Potomac en Washington, D.C., diseñado en 1967 por Luigi Moretti en cuatro hectáreas que la Società Generale Immobiliarie[85] compró por diez millones de dólares a la operadora del canal Chesapeake & Ohio en 1960. Consta de un hotel, dos torres de oficinas, tres de departamentos y un centro comercial. El nombre viene de la esclusa (water gate) que aliviaba el nivel de las aguas en marea alta cuando el canal estuvo en operación.

Las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata (cnpd) estaban ubicadas en el sexto piso de la segunda torre. En la noche del 28 de mayo de 1972, personas no identificadas colocaron aparatos de escucha en el despacho del director del cnpd e instalaron un puesto de vigilancia remota en la habitación 723 del hotel Howard Johnson ubicado frente al conjunto, sobre la Avenida Virginia.

En la madrugada del sábado 17 de junio siguiente –seis semanas después de la muerte del mítico y siniestro director vitalicio del fbi, J. Edgar Hoover- las oficinas fueron de nuevo forzadas, aparentemente para reemplazar micrófonos defectuosos. El guardia de seguridad Frank Wills[86] detectó la intrusión y dio aviso. La policía arrestó a cinco hombres. A primera vista era otro caso de robo en “la capital del crimen”, con la peculiaridad de que los presuntos ladrones vestían como agentes de ventas y llevaban guantes quirúrgicos, lentes oscuros, aparatos de radiocomunicación, gas lacrimógeno, cámaras, linternas y fajos de billetes nuevos de cien dólares.

El incidente pudo haber pasado desapercibido, pero uno de los abogados del Partido Demócrata lo era también del Washington Post y alertó al diario, con lo que se puso en marcha la maquinaria de recopilación de noticias. Un reportero fue enviado al Watergate y otro al juzgado en donde los acusados rendían su declaración preparatoria. Uno de ellos dijo ser de profesión “anticomunista”. Y otro, de nombre James McCord Jr., se identificó como “servidor público jubilado”. “¿De qué rama del gobierno?” “De la Agencia Central de Inteligencia, su Señoría”. Eso fue como acercar un cerillo a la mecha de un explosivo que detonaría dos años después. Esa tarde diez reporteros del Post trabajaban en el caso[87].

¿Qué hacían cinco tipos con más facha de promotores médicos que de ladrones en las oficinas del Partido Demócrata en la madrugada del 17 de junio de 1972? Aunque la respuesta hoy es obvia, no lo fue en su momento y quedó en blanco en la primera relatoría de los hechos.

El principio de la navaja de Occam[88] y la retrospectiva, lo explican: la banda cumplía un trabajo de rutina ordenado y pagado por un gobierno que se colocó por encima de la ley, que sistemáticamente mintió y que utilizó todas las artimañas y trampas posibles para destruir a sus enemigos. Ya se dijo que al frente de la pandilla iba James McCord, jefe de seguridad del Comité para la Reelección, pero el jefe real de la banda era nada más y nada menos que el Presidente de los Estados Unidos.

¿Una propuesta demasiado aventurada? No, si se toman en cuenta la personalidad de Richard Nixon y las peculiaridades de la década de los setenta. Se han consignado algunos rasgos de carácter de este personaje. Habría que añadir que durante toda su vida, a la par de extraordinarias tozudez y resistencia políticas y total entrega al principio de que el fin justifica los medios, padeció un complejo de inferioridad, problemas de autoestima e inseguridad frente a “los más afortunados”. Como estudiante, Nixon sobresalió en el estudio de Shakespeare. ¿Habrá encontrado en los héroes trágicos del bardo la inspiración para superar el complejo de niño pizcador de limones de Yorba Linda que vio morir de tuberculosis a dos hermanos y creció en la pobreza?[89] Nuevamente la nariz de Cleopatra

Poco a poco aparecieron evidencias de que se estaba ante algo mucho más grave que un supuesto intento de robo. El nombre y teléfono de un asesor de la Casa Blanca, Howard Hunt, se encontró en la agenda de un acusado y se le pudo relacionar con Charles Colson, auxiliar del presidente Nixon. Después se estableció que el detenido James McCord, “hombre de familia, religioso, teniente coronel en las reservas de la Fuerza Aérea, servidor público ejemplar, disciplinado al extremo”, estaba además en la nómina del Comité para la Reelección del Presidente (Nixon), agrupación mejor conocida por el acrónimo de su nombre en inglés, creep[90], como jefe de seguridad.[91]

Dos días después del allanamiento el Post había logrado establecer un vínculo entre el “robo de tercera” -como se apresuraron a calificarlo los voceros del Partido Republicano- y una conspiración operada desde la Casa Blanca para espiar y sabotear a enemigos políticos del presidente Nixon en la campaña electoral. Es evidente, pero vale la pena subrayar que los métodos utilizados no guardaban ni consideraciones ni respeto por el marco legal, las reglas del juego electoral o los derechos de los adversarios.

En las siguientes semanas el diario pudo armar una parte del rompecabezas, aunque debieron transcurrir algunos meses antes de que fuera evidente el verdadero significado de Watergate. Durante su primera época el asunto fue una “exclusiva” del Post. Salvo menciones ocasionales y confinadas a las páginas interiores de otros periódicos o en la miscelánea de los noticiarios, el rotativo parecía obsesionado por un asunto al que los grandes diarios no parecían dar mayor importancia. Katherine Graham, la editora[92], le preguntó al director: “Si éste es un asunto tan bueno… ¿dónde están los otros periódicos?”.[93] La Casa Blanca, por su parte, y los altos cuadros del Partido Republicano, no escatimaron denuestos al periódico. En una sola conferencia de prensa, el vocero presidencial Ron Ziegler declinó comentar el caso 29 veces en media hora.[94]

En el equipo del Washington Post que siguió el caso sobresalieron dos reporteros: Robert “Bob” Woodward y Carl Bernstein, y el director del diario: Benjamín “Ben” Bradlee.

Se dice en el gremio de los periodistas que no hay buen reportero sin suerte y Carl Bernstein comprobó el dicho a fines de julio. Bernstein era intuitivo, mañoso e implacable. Si cherchez la femme es el mejor camino para investigar asuntos pasionales, en el caso Watergate la divisa tendría que ser cherchez la monnaie. ¿Cómo era que cinco tipos que habían forzado unas oficinas con el aparente propósito de robar cargaran con una buena cantidad de billetes nuevos de cien dólares y además seriados consecutivamente? En el oficio reporteril se dice que cuando dos más dos suman cinco, hay una nota.

Bernstein rastreó el dinero a Miami. Viajó a esa ciudad para entrevistar al fiscal del caso y verificar la posibilidad de que unos ladrones, en contra de toda lógica, hubiesen transferido fondos mediante cuentas bancarias. El resultado fue que uno de ellos, Bernard Barker, no tenía una, sino dos cuentas. En una de ellas habían sido depositados 114 mil dólares en cinco cheques de caja, cuatro expedidos por un banco mexicano ($89 mil dólares en total)[95], y uno de $25 mil dólares endosado por un tal Kenneth H. Dahlberg.

Si descubrir que en la cuenta bancaria de un acusado de allanamiento e intento de robo han sido depositados cheques de un banco extranjero resultaba sospechoso, encontrar uno del recaudador de fondos para la campaña de reelección de Nixon, cayó como un tonificante balde de agua fría en el equipo de reporteros del Post.

Bernstein localizó a Dahlberg y éste le dijo que para no cargar con el efectivo de los donativos había comprado cheques de caja que a su debido tiempo puso en manos de Maurice Stans, exsecretario de Comercio de Nixon y tesorero del Comité para la Reelección del Presidente.

Dahlberg no tenía idea de cómo o por qué algunos de esos cheques fueron a parar a la cuenta bancaria de una persona acusada de allanamiento e intento de robo.

Una investigación de la Contraloría federal (gao por sus siglas en inglés) confirmó que el dinero de la “conexión mexicana” se había originado en empresas texanas.

La triangulación servía para evadir los controles legales sobre las aportaciones económicas a las campañas políticas. Los bancos mexicanos estaban fuera de la jurisdicción de la gao y los partidarios de Nixon podían canalizar recursos a la campaña sin correr el riesgo de ser descubiertos en violación flagrante de la ley.

Según Martin Dardis, el fiscal de Miami entrevistado por Bernstein, era una cadena de lavado de dinero idéntica a las utilizadas por la mafia y había sido maquinada por Maurice Stans para ocultar los orígenes del dinero. De esa forma, las grandes corporaciones –legalmente impedidas para contribuir a una campaña política-, los hombres de negocios y los dirigentes sindicales bajo la mira de agencias regulatorias, los grupos de presión, los dueños de los casinos y la misma mafia, podían apoyar sin mucho riesgo a su candidato republicano; es decir, a Nixon. Para garantizar el anonimato, los cheques, el efectivo o los bonos eran trasladados a México e ingresados a la cuenta de un ciudadano de ese país sin nexos conocidos con la campaña de Nixon. Posteriormente los fondos se remitían a Washington en donde Maurice Stans guardaba los recibos bajo siete llaves.

La gao pudo confirmar que a través de la “conexión mexicana” se “lavaron” más de $750 mil dólares para la campaña (cerca de 3.5 millones de dólares a valor de hoy). El personero de la conexión, el abogado defeño Manuel Ogarrio, representaba en México a una empresa petrolera texana y supervisó el lavado del dinero recolectado a través de ella. Las autoridades sospecharon que hubo más de una conexión mexicana, pero nunca se encontró otro hilo de la madeja, por lo tanto el total de los fondos de campaña lavados a través de México permanece un misterio.

Si la sola combinación de paranoia y soberbia de Nixon y sus colaboradores no parece suficiente para justificar a los “plomeros”, más difícil es acreditar la torpeza y el descuido con que operaban, regando evidencias por doquier y dejando rastros como nombres y teléfonos de funcionarios de primer nivel en sus agendas y depósitos de cheques de caja a nombre del Comité para la Reelección del Presidente en sus cuentas bancarias. Quizá la navaja de Occam ofrezca la respuesta y ésta sea que no obstante sus evidentes habilidades políticas, ni Nixon ni sus colaboradores eran muy inteligentes. O tal vez el profundo desprecio que sentían por la ley y las instituciones los cegó. No se entiende de inmediato que los “plomeros”, todos con una larga trayectoria en la Agencia Central de Inteligencia, hubiesen operado con la torpeza de principiantes bisoños.

La participación o el visto bueno de Kissinger para los operativos de los “plomeros” se sugiere en las memorias de uno de los protagonistas de Watergate,

Henry Kissinger aportó significativamente a los esfuerzos para minimizar Watergate al declarar que la nación debía decidir  si podía soportar una “orgía de recriminaciones”, sugiriendo que el país estaría mejor si olvidase Watergate. Spiro Agnew, un hombre que había aceptado sobornos en sus oficinas del Edificio Ejecutivo siendo Vicepresidente, tuvo el cinismo de decir a unos estudiantes que renunciaría al cargo si Watergate le impedía desempeñarlo “con la conciencia limpia”. El director interino del fbi, L. Patrick Gray, destruyó dos expedientes con pruebas criminales que le fueron entregados el 3 de julio de 1972 por Ehrlichman y Dean y nueve meses después fue despedido. Fueron intervenidos los teléfonos de reporteros que escribieron informaciones desfavorables a Kissinger. Se reveló que Liddy y Hunt allanaron los archivos del siquiatra de Daniel Ellsberg en busca de información que pudiera dañarlo para vengarse por haber hecho públicos los documentos del Pentágono…[96]

 

Prueba del crimen y desenlace

Casi desde el día del allanamiento Nixon negó tener conocimiento personal de los hechos. En su segundo periodo, a partir de noviembre de 1972 y conforme su capital político comenzaba a disminuir al hacerse públicas las dimensiones de la encubierta y se profundizaba el descontento en la sociedad por el derrotero del país en lo interno y externo, recurrió a todas las argucias que en el pasado le habían salvado la vida política. Negó públicamente y en todos los foros y tonos tener conocimiento de que se había violado la ley. Dio golpes de mano y despidió a colaboradores cercanos. Recurrió a medidas de distracción de la opinión pública. Pero casi a diario se conocían nuevos y más graves detalles del complot, principalmente en las páginas del Washington Post y de la revista Time.

La existencia de las grabaciones finalmente salió a luz durante una comparecencia en la comisión senatorial que investigaba los hechos y el camino al despeñadero se aceleró. Nixon vigorizó su defensa. Despidió al fiscal especial que había sido nombrado para investigar la posible comisión de delitos y con ello provocó la renuncia de los dos principales funcionarios del Departamento de Justicia. El nuevo fiscal resultó tan implacable como el anterior. El presidente estaba acorralado. Tuvo que entregar un lote de cintas. Una de ellas estaba borrada a lo largo de 18 minutos y medio[97]. Se confirmó, sin lugar a dudas, que Nixon no sólo estuvo enterado del allanamiento de las oficinas del Partido Demócrata sino que autorizó esa operación.

Los diarios del martes 23 de octubre de 1973 publicaron la noticia a ocho columnas:

Nixon entregará las grabaciones. El presidente acepta obedecer a los tribunales

Las dudas se despejaron. El Presidente de los Estados Unidos estuvo al tanto del “operativo Watergate”, como demuestra la transcripción de una porción de una conversación de 95 minutos entre el presidente Nixon y su jefe de gabinete H. R. Haldeman el 23 de junio de 1972, 48 horas después del allanamiento:

Haldeman, refiriéndose a su propia investigación sobre el allanamiento: “Seguimos en […] problemas, porque el fbi no está controlado, porque [Patrick] Gray no sabe cómo controlarlos y… su investigación… está tomando un rumbo que no queremos… Dean… ya está de acuerdo con la recomendación de Mitchell de que la única manera de resolver esto es que… le digamos a […] Vernon Walters (director adjunto de la cia) que le hable a Pat Gray y simplemente le diga: ‘Al diablo con tu participación en este, ah, este asunto. No queremos que te involucres más…’ la cosa es lograr que ya dejen de investigar”.

Nixon: Está bien, de acuerdo… ¿Cómo lo convences? Quiero decir, nomás… Después de todo protegimos a Helms de una bola de cosas… Tú hazte cargo y convócalos.”

Haldeman: “Está bien.”

Nixon: “Sé duro. Así es como ellos juegan y así va a ser como nosotros haremos.”

Haldeman: “OK. Lo haremos.”

Nixon: “Diles [a Helms y Walters], ‘Miren, el problema es que esto va a abrir de nuevo todo el asunto de Bahía de Cochinos y el Presidente siente que’ –ah, pero sin entrar en detalles. No les mientas al extremo de decir que no hubo involucramiento, nomás di, ‘Es una comedia de errores’ sin entrar en detalles, ‘El Presidente cree que va a abrir nuevamente el asunto de Bahía de Cochinos.’ Y, ah, ‘Porque esas personas están decididas a hacerlo público,’ y que debieran retirar al fbi y decir que en bien del país, ‘No se involucren más en este caso. Punto.’”[98]

“La grabación prueba que Nixon mintió cuando sostuvo que supo hasta nueve meses después que miembros de su equipo habían estado involucrados en Watergate. Prueba que Nixon mintió cuando dijo que en esta conversación se trataron temas de seguridad nacional. Prueba que Nixon había aprobado el plan para que la cia cerrara la investigación del fbi sobre Watergate y que mintió al negarlo. La grabación coloca a Nixon justo al centro de la conspiración desde por lo menos el segundo día.[99]

En el verano de 1974 esta cinta de audio, fechada el 23 de junio de 1972, sería la prueba definitiva para iniciar un procedimiento de desafuero contra Richard Nixon, la “pistola humeante” en manos del criminal sorprendido en el momento del delito.

En el Congreso, diputados y senadores se pusieron de acuerdo sobre tres cargos para el desafuero: i) Que Nixon encubrió los crímenes de Watergate; ii) Que echó mano de institucione oficiales para violar la Constitución y iii) Que ocultó información al Congreso e interfirió con el proceso de desafuero.

Nixon no se arredró. Formado en las grescas de los corredores del poder, convencido de que la inmovilidad es el paso previo a la derrota,[100] afiló sus armas para la contraofensiva y se embarcó en una agresiva campaña. Dos semanas después de conocerse el fallo que lo obligaba a entregar las grabaciones, se presentó ante cientos de editores de la Prensa Asociada en su convención anual el 17 de noviembre, y en un discurso televisado a la nación -ecos de la estrategia Checkers– exclamó: “¡No soy un pillo. Ésa es la verdad!”

La noticia de uno de los diarios del 18 de noviembre fue:

El presidente Nixon dijo el sábado por la noche que el pueblo estadounidense “debe conocer si su Presidente es o no un deshonesto”, y añadió: “Pues bien, no soy un deshonesto, todo lo que tengo lo adquirí con mi trabajo”. Reiteró una vez más su inocencia en el asunto Watergate, dio a conocer nuevos detalles de sus finanzas personales y se comprometió a buscar la restauración de la confianza en su liderazgo. Al proclamar su inocencia, el Presidente dijo que ha cometido errores, “pero en todos mis años de servicio público nunca me he beneficiado indebidamente. He ganado cada centavo. Y en todos mis años de vida pública, nunca he obstruido el procedimiento de la justicia.[101]

Pero ya era demasiado tarde. A principios de agosto de 1974 Nixon se convenció de que todo estaba perdido. Uno de los protagonistas de aquella saga reconstruyó, a partir de testimonios, la escena en la Oficina Oval:

“En una calurosa y húmeda mañana de verano en Washington, dentro de la Casa Blanca la temperatura era inusualmente baja. El aspecto del Presidente era demacrado, como si hubiese sufrido un infarto. Alexander M. Haig, su principal asistente, tenía los ojos inyectados. Nixon había mandado llamar al general del ejército de 49 años que había sido su mano derecha durante los últimos 15 meses, el más difícil e inestable periodo de todo el escándalo Watergate. Ambos personajes habían hecho de la falta de sueño un estilo de vida. ‘Todo terminó’, dijo Nixon en un tono de voz sorprendentemente impersonal. Siempre el político realista, sencillamente dijo que ya no podía gobernar […] Una semana antes la Suprema Corte había fallado que Nixon debía entregar a la Comisión Investigadora 64 cintas de audio; dos de ellas contenían evidencias de que el Presidente había ordenado encubrir Watergate”.[102]

El viernes 9 redactó en dos líneas una lacónica renuncia al puesto de elección popular más importante en el planeta y entregó el poder que había alcanzado como culminación de 28 años de lucha despiadada y sin cuartel.

Además de la primera renuncia al cargo de un Presidente, las investigaciones sobre Watergate llevarían a fincar cargos a 40 funcionarios del gobierno de Nixon, 19 de los cuales cumplieron condenas de prisión.

El presidente del comité especial del Senado para la investigación, Sam Ervin, dijo que Watergate fue la peor tragedia en la historia de los Estados Unidos. Y algunos críticos acusaron a la prensa de haber exagerado la cobertura como reacción a las manipulaciones de Nixon, Kissinger y Johnson:

La prensa exageró su propio papel en Watergate, e incluso más en la versión cinematográfica de Todos los hombres del presidente. Los reporteros tenían que justificar la pérdida de confianza pública en que incurrieron cuando se dejaron manipular por Lyndon Johnson y Henry Kissinger. Pese a las proclamas triunfalistas, las noticias sobre Watergate tuvieron escaso impacto político antes de que comenzara la indagación oficial. Más de la mitad de los estadounidenses encuestados ni siquiera había oído de Watergate el día de las elecciones, pues muy pocos de los peores “Horrores de Watergate” (término acuñado por el Procurador General de Nixon, quien después cumplió una sentencia de prisión) habían llegado a los auditorios fuera de Washington. Lo que después el Post reclamó como su momento de mayor gloria ni siquiera lo mencionó el día de la segunda toma de posesión de Nixon.[103]

Ken Auletta[104] coincide con esta opinión. Para este “reportero de medios”, las virtudes del oficio periodístico, a la manera de los héroes griegos, devienen en vicios. Sus triunfos –impulsar el movimiento pro derechos civiles, abrir los ojos del país a Vietnam, a la depredación y a los embrollos financieros de Nixon- impulsaron excesos. Los reporteros quisieron ser famosos, ricos e influyentes.

O, en palabras de otro experto en medios, a mediados de los setenta los periodistas estaban en la nube de Watergate, glorificados por el cine y la televisión como los sheriffes que habían “limpiado” a Washington.[105]

De vuelta a “la nariz de Cleopatra”, Watergate dio y sigue dando lugar a toda suerte de especulaciones. ¿Qué había en los 18 y medio minutos que faltan en la grabación? A menos que el “brillante paranoico” que fue Nixon[106] hubiese perdido totalmente el control, por el alcohol o por la presión[107], ¿por qué no borró también la conversación incriminatoria con Haldeman?

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English: Richard Nixon boarding Army One upon his departure from the White House after resigning the office of President of the United States following the Watergate Scandal in 1974. 日本語: ホワイトハウスを去るリチャード・ニクソン (Photo credit: Wikipedia)

Durante las audiencias para determinar si Nixon estaba legalmente obligado a entregar las grabaciones, el abogado de Nixon dijo al juez John Sirica que el Presidente tenía la convicción de que por su calidad de jefe de Estado y de gobierno tenía atributos semejantes a los que tuvo Luis XIV -aunque limitados a períodos de cuatro años- y por lo tanto sus acciones no caían en la jurisdicción de los tribunales, con la excepción del que pudiera integrarse en las cámaras para un juicio político. Después de la renuncia, el periodista David Frost preguntó al ex Presidente que cómo podía justificar los crímenes que había cometido. Nixon contestó: “Está usted mal, señor Frost. Los actos del Presidente no pueden ser ilegales”.[108]

La cadena delictiva tejida a lo largo de su primera Presidencia y la mitad de la segunda, permite suponer con cierto grado de certeza que si por alguna razón el allanamiento en el conjunto Watergate no hubiera sido detectado por el guarda de seguridad Frank Wills[109] Nixon y sus cómplices se hubiesen tropezado en otro momento.

Pocos minutos después de recibida la carta de renuncia de Nixon, Gerald Ford prestó juramento como el 38vo Presidente de los EUA y en su discurso de aceptación diría: “Ha terminado nuestra larga pesadilla nacional”. El 8 de septiembre siguiente firmó un decreto concediendo a Nixon un perdón incondicional por cualquier crimen que hubiese cometido en el ejercicio de sus funciones.

Como ciudadano privado Nixon obtuvo la custodia de sus documentos personales, entre ellos las cintas de audio, y hasta su muerte defendió su derecho a no hacerlas públicas. Actualmente se encuentran bajo reserva y serán liberadas en algunos años.

 

Conclusiones

El epílogo de Watergate recuerda la sentencia inicial del ensayo de C. Wright Mills, La élite del poder, aparecido hace medio siglo:

“Los poderes de los hombres ordinarios se circunscriben a los mundos cotidianos que habitan, pero incluso en estas circunstancias de empleo, familia y sociedad con frecuencia parecen ser movidos por fuerzas que ni pueden entender ni pueden gobernar”.[110]

Mills argumentó que la llave sociológica a las inquietudes norteamericanas estaba no en los misterios del inconsciente ni en la lucha contra el comunismo, sino en la sobreorganización de la sociedad.

“En la cima del gobierno, las fuerzas militares y las corporaciones, un pequeño grupo toma las decisiones que luego reverberan en todos los recovecos de la vida del país. Por lo que respecta a los hechos de alcance nacional, es la élite del poder la que los decide. No es la opinión pública la que encauza la agenda política”.[111]

Watergate marcó para siempre la manera en que los medios estadounidenses, en particular los periódicos, se relacionan con el gobierno. Además del caso estudiado del Post, las consecuencias del desenlace contaminaron a otros rotativos como en una epidemia, incluso empresas profundamente conservadoras y gobiernistas como la que editaba el Chicago Tribune, rotativo que históricamente había reflejado en sus contenidos el capricho del dueño-y-director en turno, publicó un suplemento especial de 44 páginas con la transcripción de las cintas de audio conocidas y pidió la renuncia de Nixon cuando fueron evidentes el significado y alcances del escándalo, (Auletta, 2003).[112]

Pero Watergate también marcó a los actores políticos. Las conclusiones de Ben Bradlee son ejemplares:

Desde la noche de junio de 1972 en que ocurrió el allanamiento, hasta la renuncia de Nixon en agosto de 1974, el caso Watergate y el Washington Post estuvieron inexorablemente unidos. Nixon –no el Post– “cazó” a Nixon, pero el reporteo del Post introdujo el tema en la agenda nacional y lo mantuvo ahí hasta que el mundo comprendió con cuánta saña se estaba debilitando a la Constitución[113].

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English: Vice President Richard Nixon leaves the White House to attend the Inaugural Ceremonies of his successor, former Texas Senator Lyndon Johnson (Photo credit: Wikipedia)

Al interior del Post el reporteo de Woodward y Bernstein tuvo una importancia superlativa. El cuidado y la determinación de los editores involucrados –Bradlee, Simons, Sussman, Downie y Rosenfield- fue vital, particularmente con nuestra negativa a dejar morir el asunto. El apoyo de los dueños –especialmente bajo amenazas hostiles por parte de la administración- fue incondicional y hasta donde sé, nunca igualado en el periodismo. El periodismo se nutre con pequeños mordiscos diarios de una fruta de tamaño desconocido. Pueden ser necesarias docenas de mordidas antes de que se esté seguro de que es una manzana. Y docenas y docenas más antes de que se pueda tener una idea verdadera sobre el tamaño de la manzana. Así fue con Watergate. Los políticos involucrados muy pronto pagaron un precio terrible. Independientemente de sus logros anteriores, sus obituarios destacaron y destacarán, el deshonroso papel que jugaron en Watergate.

Del Washington Post el 23 de abril de 1994

La muerte de Richard Milhous Nixon, el más controversial y paradójico de todos los Presidentes estadounidenses, tuvo lugar 20 años después de que se convirtiera en el Primer Mandatario obligado a renunciar al cargo bajo la amenaza de desafuero…

Y el 13 de noviembre de 1993:

H. R. “Bob” Haldeman, 67, jefe de gabinete del presidente Richard Nixon y una de las figuras clave en el escándalo Watergate que obligó a Nixon a renunciar a la Presidencia, murió ayer de cáncer en su casa de Santa Bárbara, California.

Richard Nixon fue humillado y deshecho, relegado a su muy particular infierno, obligado a renunciar para evitar el desafuero y sin nadie a quien culpar salvo a sí mismo. Los fanáticos –Charles Colson, John Ehrlichman, H. R. Haldeman, Howard Hunt y Gordon Liddy- cayeron en desgracia y fueron a prisión, víctimas de su creencia de que estaban por encima de la ley y por la arrogancia que compartían con Nixon. Los aficionados –mojigatos veteranos de los negocios, como el procurador general John Mitchell y el secretario de Comercio Maurice Stans y los imberbes neófitos como John Dean, Dwight Chapin, Donald Segretti, Egil Krogj y Jeb Magruder- fueron víctimas de su propia ambición ilimitada. Mas para los políticos que se montaron en la ola hacia Washington después de Watergate, las lecciones que parecieron haber aprendido se han reducido a ésta: no hay que dejarse atrapar. Y tampoco la aprendieron muy bien (Nixon una vez le dijo al politólogo Len Garment, su amigo y abogado: “Nunca vas a destacar en política; no sabes cómo mentir.”). En la década siguiente a la desgracia de Nixon, el número de funcionarios federales convictos por delitos subió de 43 en 1975 a 429 en 1984. Y esas cifras no incluyen los escándalos y encubrimientos del caso Irán – contras.[114]

Muy pocas personas presenciarán una crisis, pero millones se enterarán por los medios. Este aforismo es como un traje a la medida para el affaire Watergate. Su consecuencia más conocida, la renuncia de Richard Nixon a la Presidencia de los Estados Unidos, es un hito en el estudio de la relación de los medios con el Estado en la cultura política mundial y de las funciones que cumple en términos de fijar las agendas sociales y políticas.

La palabra Watergate dejó su impronta y el sufijo gate se convirtió en sinónimo de escándalo: “Irángate”, “Lewinskygate”, “Whitewatergate”, “Migragateand so on. En México tenemos ejemplos del fenómeno. El “toallagate” ocasionó la renuncia de un administrador de la casa presidencial; el “AguasBlancasgate” culminó con la caída de un gobernador[115].

Los entretelones del caso han sido objeto de los más diversos estudios. Watergate atrajo la atención de estudiosos de todas las escuelas, la clase política mundial (sin exageración) y desde luego de los periodistas y los dueños de los medios. Docenas de libros y millares de tratados académicos se han escrito sobre las repercusiones del caso, algunas en el ámbito interno de los Estados Unidos –como la sombra que arrojó sobre la relación entre los medios y el gobierno y el impacto en el marco legal de la libertad de expresión- y otras más allá de sus fronteras –la reflexión sobre el papel que la prensa realmente desempeña en la construcción de las sociedades democráticas.

Watergate revivió la vieja discusión sobre la paradoja de la importancia que atribuimos a los medios en la democratización de las sociedades y la importancia relativa que éstas dan a aquéllos. Quienes se apresuran a señalar que la mejor prueba de que “la prensa” es “el motor” de la democracia y ejemplifican con el papel desempeñado por The Washington Post en Watergate y la primera renuncia de un Presidente estadounidense, suelen pasar por alto que en noviembre de 1972, cuando los pormenores del asunto tenían seis meses en la primera plana del Post y Walter Cronkite, el “Gran Padre Blanco” de la televisión, “el hombre con mayor credibilidad en Estados Unidos” hiciera suyo y validara periodísticamente el caso, Nixon ganó su segunda elección presidencial por el más amplio margen de votos en la historia.[116]

¿Qué sucedió? La respuesta se debe buscar en el papel que realmente juega la prensa en la democracia. Tiene que ver con lo que Hamilton[117] llamó “el estado de ánimo” de la sociedad, otros “las imágenes en nuestra mente”[118] o la “construcción de las agendas.[119] Parece indiscutible que la prensa provee no sólo información, sino el marco conceptual en el cual se ordenan la información y las opiniones: no únicamente los hechos, sino una visión del mundo. Así, los actores políticos se ven obligados a configurar sus mensajes al modelo propuesto por la prensa y esto influye en la percepción del proceso político que tienen las audiencias.[120]

Quizá haya llegado el momento de preguntarnos si no hemos tenido que aprender a vivir con un nuevo fundamentalismo, que podría expresarse así: la prensa se considera depositaria de la verdad y de las necesidades sociales, sobre todo si de derechos democráticos y de justicia se trata. Pero no sólo por la actividad que históricamente le fue propia, que es la de investigar y recoger los hechos cotidianos, sino porque el discurso de reclamo democrático considera haberlo ganado gracias a su experiencia en la relación con los grupos de poder. Y en este marco, es inevitable la ilación a otro gran cuestionamiento: ¿cumple la prensa con su responsabilidad con los lectores, o su compromiso se trasladó a los centros de poder?

Es una paradoja el que la prensa se mueva en un ámbito dual. Según Abramson[121], la prensa no sólo es poderosa, sino débil y manipulable. Si accede a los designios del gobierno –es decir, si tuviese éxito en cumplir con los designios del gobierno- en esa medida es poderosa. La controversia entre quienes sostienen que la prensa es poderosa y los que dicen que es débil y manipulada puede entenderse como una disputa sobre el origen y contenido de los mensajes. El poder de la prensa propiamente dicha no está en discusión.

Sea como fuere que se resuelvan las controversias sobre la naturaleza verdadera y el origen del poder de la prensa, parece que el tema de fondo es cómo resolver las tensiones entre los ideales claramente democráticos que la prensa debiera servir y las prácticas y estructuras comunicacionales que en la realidad prevalecen en las sociedades.[122]

 

Anexos

Richard Nixon

Richard M. Nixon

Cover of Richard M. Nixon

Richard Milhous Nixon nació el 9 de enero de 1913 en Yorba Linda, un poblado del Condado de Orange, a 65 kilómetros de Los Ángeles, California. Fue el segundo de cinco hijos de una empobrecida familia cuáquera[123]. Su padre, agrio y trabajador y su madre, religiosa al extremo de la santidad, se ganaban la vida en la huerta limonera más pobre de todo el estado (Stone, 1995), en los tiempos difíciles de la “gran depresión”. Dos de sus hermanos murieron jóvenes víctimas de tuberculosis. Richard cursó la preparatoria en el Colegio Whittier de la localidad y fue tan buen estudiante que la Universidad de Harvard le ofreció una beca completa, pero la rechazó para estudiar derecho en la menos conocida Universidad Duke. A su regreso de la Universidad conoció a Thelma “Pat” Ryan, una maestra de preparatoria con quien contrajo matrimonio en junio de 1940.

En 1946, a la edad de 34 años, ganó su primera campaña electoral y una curul en la Cámara de Diputados, donde intervino en el diseño del Plan Marshall y en la redacción de una nueva Ley de Relaciones Laborales. En 1950, a los 38, se convirtió en el Senador más joven de la legislatura y en 1952, a los 40, fue el candidato republicano a la vicepresidencia con el condecorado general Dwight David “Ike” Eisenhower. Durante la cruzada anticomunista de Joseph R. McCarthy[124] fue un prominente miembro del Comité para Actividades Antiestadounidenses y logró evadir el descrédito que finalmente alcanzó al presidente de aquel tribunal[125]. Por el contrario, el nombre de Nixon alcanzó notoriedad nacional cuando desde el Comité acosó con ferocidad de mastín al supuesto espía Alger Hiss hasta que logró su consignación mediante acusaciones y “pruebas” que nunca fueron del todo claras[126].

Un rutilante ejemplo de las habilidades de este artista del trapecio político fue el llamado “episodio checkers”. Durante la campaña con Eisenhower en 1952 fue acusado de malversar $18,235 dólares de un fondo electoral. El escándalo desatado puso en un hilo su candidatura. El 23 de septiembre del mismo año se presentó en cadena nacional de televisión al lado de su esposa. Se dolió de que su honestidad e integridad hubiesen sido puestas en duda. Dio un informe detallado de sus finanzas personales, juró inocencia respecto a los cargos de malversación y confesó que sí había recibido un regalo: un cachorro llamado “checkers” que era el amor de sus hijas y que de ninguna manera pensaba devolver.

La respuesta del electorado fue extraordinaria. La oficina de telégrafos trabajó horas extras para manejar el volumen de mensajes de apoyo que se recibieron durante la noche después de la transmisión (OT, 1952). El Partido Republicano desembolsó 70 mil dólares en costo de tiempo aire para que Nixon se defendiera de una acusación por mal uso de 18 mil. El hábil político tenía todo bajo control.

El “episodio checkers” confirmó a Nixon en la candidatura y el siguiente noviembre la fórmula Eisenhower – Nixon ganó la elección presidencial por amplio margen. En las siguientes dos décadas este personaje acumularía una impresionante serie de unicidades: el único electo dos veces a la Vicepresidencia, el único electo dos veces a la Presidencia y el único renunciante a la Primera Magistratura. Además fue el artífice de “La presidencia imperial”.[127]

Además de ocupar la Presidencia en caso de necesidad, la Constitución de los Estados Unidos dispone sólo dos obligaciones para el Vicepresidente en funciones: presidir las sesiones del Senado y votar cuando se da un empate.

Mas en este puesto Nixon, como a lo largo de casi toda su carrera política, corrió con una suerte distinta. Era un hombre con buena estrella. Desde el inicio de su primer administración y durante ocho años, Eisenhower, a diferencia de casi todos sus antecesores, dio un amplio espacio a su Vicepresidente, entrenándolo para asumir funciones públicas. Lo integró a las sesiones de Gabinete y del Consejo de Seguridad Nacional. Le encomendó misiones de buena voluntad en los cinco continentes[128] y en tres oportunidades, durante 1955, 1956 y 1957, Nixon estuvo al frente de la Presidencia por enfermedad del General. La experiencia geopolítica, las relaciones personales con estadistas de todo el mundo y su activa participación en los asuntos de Estado terminaron de afinar las de por sí avanzadas habilidades políticas del californiano.

La personalidad de Nixon llega a nuestros días revestida de escarnio e inmersa en la fama de un político tramposo y amoral que no vacilaba en mentir y utilizar a quienquiera que le fuera útil en su camino al poder, el desprestigiado Tricky Dicky[129], chapucero y abusivo como vendedor de autos usados.

Pero si se penetra la bruma de esa (sin duda bien ganada) fama, Richard Nixon aparece como uno de los estadistas más exitosos de su época, cuyos logros políticos no fueron inferiores a los de John F. Kennedy.

Nixon integró una de las administraciones de mayor nivel. Entre sus colaboradores hubo un futuro presidente (George H.W. Bush), un futuro vicepresidente (Dick Cheney), seis futuros secretarios de Estado (Henry Kissinger, Alexander Haigh, George Schultz, James Baker, Lawrence Eagleburger y Colin Powell), cinco futuros secretarios de la Defensa (James Schlesinger, Donald Rumsfeld, Casper Weinberger, Frank Carlucci y Dick Cheney), un futuro jefe del Estado Mayor Conjunto (Colin Powell), dos futuros secretarios de Hacienda (William Simon y James Baker), un futuro secretario de Energía (James Schlesinger ) y tres futuros jefes de personal de la Casa Blanca (Donald Rumsfeld, Dick Cheney y James Baker). Durante las seis presidencias posteriores a Nixon, por lo menos uno de sus ex – colaboradores ocupó un cargo de alto nivel.[130]

Es posible que las habilidades del californiano como cabeza de gobierno hayan sido superiores a las de John F. Kennedy, cuyo legendario grupo de “los mejores y más inteligentes” (The best and the brightest) fue vendido a la opinión pública estadounidense como un equipo sin par.

Ahora bien, todo esto no explica la personalidad tortuosa de Nixon ni arroja luz sobre el origen de las conductas que lo llevaron a la debacle política. Quizá a este hombre sea aplicable el juicio que mereció Chamberlain de parte de uno de los grandes analistas políticos de su tiempo: “Sus detractores veían en él a un oscuro y astuto intrigante […] pero es mucho más probable que haya sido un anciano necio y limitado empeñado en cumplir lo mejor que sus pocas luces le permitían. De otra manera es difícil explicarse las contradicciones de su política y su incapacidad para comprender los cursos de acción disponibles […] No quería pagar ni el precio de la paz ni el precio de la guerra”.[131]

 

Benjamín Bradlee

Benjamín Crowinshield “Ben” Bradlee nació el 26 de agosto de 1921 en Boston, Massachussets, en el seno de una familia antigua y conservadora también golpeada por la depresión. Fue el segundo de tres hijos. Estudió en Harvard y se casó con la hija de un senador. Durante la Segunda Guerra estuvo adscrito a la Oficina de Inteligencia Naval, a cargo de la transmisión de mensajes cifrados. En 1946 se incorporó como reportero de un diario dominical de Nuevo Hampshire y en 1951, recomendado por su amigo Philip Graham, yerno del propietario del Washington Post, fue nombrado subjefe de prensa de la Embajada de los Estados Unidos en París y trabajó para el Departamento de Intercambio Informativo y Cultural de los Estados Unidos, nombre oficial de la agencia de propaganda del gobierno de Estados Unidos, a cargo de la producción de películas, discursos y artículos informativos para uso de la Agencia Central de Inteligencia (cia) en Europa. Tuvo como colega a un hombre cuyo camino se habría de cruzar con el suyo años después durante Watergate: E. Howard Hunt, futuro director de personal de la Casa Blanca con Nixon y jefe del equipo conocido como “los plomeros” encargados de “tapar” fugas de información[132]. Según archivos de la Procuraduría de Justicia conocidos posteriormente, una de las tareas de Bradlee fue la de organizar la campaña de propaganda en torno a la ejecución de los supuestos espías Julius y Ethel Rosenberg en junio de 1953.[133]

En 1953 se incorporó a la corresponsalía de Newsweek en Europa, se divorció y se casó nuevamente con la hermana de la esposa de Cord Meyer, un alto operativo de la cia encargado de la “Operación Mockingbird (cenzontle)[134] diseñada para sembrar informaciones en los medios y reclutar a periodistas y editores para tareas de inteligencia. En 1957, después de que entrevistó a integrantes del Frente de Liberación Nacional argelino -según una autora por orden de Mockingbird (Davis, 1991)-, fue expulsado de Francia[135].

De regreso a su país ingresó al Washington Post y cuando Watergate estalló en 1972, ocupaba la dirección ejecutiva del diario. Bradlee fue un amigo cercano de Jackie y John Kennedy, sus vecinos en Georgetown, el barrio elegante de la capital estadounidense. Se casó en terceras nupcias con una compañera del Post, la exitosa reportera de sociales Sally Quinn. Era, pues, un hombre de mundo, seguro entre la élite, sin problemas de autoestima. Aparentemente lo contrario de Nixon. Pero como Nixon, profundo conocedor de los rincones oscuros del poder y nada ajeno a la intriga.

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[1] También conocida como Bahía de Cochinos.

[2] Kennedy tuvo su aprendizaje mediático durante los cuatro debates con Nixon en la campaña presidencial de 1960 presenciados por más de 70 millones de televidentes, que permitieron por primera vez al electorado “ver” a los candidatos. El Presidente reconoció de inmediato el valor político del nuevo medio.

[3] El “pool” es un grupo reducido de reporteros y en principio representativo de los numerosos medios que siguen las actividades diarias de un Presidente. Estos reporteros comparten sus notas con el resto de la “fuente”. En teoría el “pool” es rotativo para dar una oportunidad a todos, pero en la realidad los jefes de prensa favorecen siempre a ciertos medios y a ciertos periodistas.

[4] Small, 1972, p. 394

[5] Small 1972, p. 396.

[6] Ibíd.

[7] Small 1997, p. 397.

[8] Small (1997, p. 397)

[9] Small (1997, p. 397)

[10] (1982 a., p. 19)

[11] (1996)

[12] Agenda setting en inglés. En España se usa tal cual. Para este trabajo se decidió utilizar las iniciales fa.

[13] 1922

[14] Cita de la obra, plis

[15] Murano, falta cita

[16] Referencia bibliográfica falta

[17] Referencia de Murano.

[18] Paletz & Entman, 1981

[19] Lippmann, 1922.

[20] Lippmann, 1922.

[21] Tuchman, 1984.

[22] McCombs & Shaw, 1977.

[23] McCombs & Shaw, 1977.

[24] Ficha de la película.

[25] Ficha del libro. Bradlee consigna en sus memorias: “Creo que ninguno de nosotros realmente comprendió la importancia que tuvo para la gestación de un nuevo Washington Post la decisión de publicar [los documentos]. Sé que yo no. Yo quería ir a prensas porque estaba en posesión de (…) la mayor historia periodística en diez años. Eso es lo que hacen los periódicos: se enteran, reportean, verifican, escriben y publican”.

[26] Ref de la obra.

[27] Lippmann cita a Michels en el capítulo 14, “Sí o no” de Opinión pública.

[28] Se dice “aparentemente” porque aunque hay una clara línea de parentesco, el tema escapa al propósito de este trabajo.

[29] Cita del federalista.

[30] Edelstein, 1993.

[31] Cita de Bradlee.

[32] Cita Valbuena.

[33] El propio Valbuena recuerda que Gordon decía que se había orientado mejor dentro de la epistemología genética de Piaget a través de una buena síntesis que dejándose llevar por el propio autor.

[34] Cita de Zhu.

[35] Referencia.

[36] (Valbuena, s/f; Zhu, 1992)

[37] Otro ejemplo de la disonancia de agendas se daría durante la Guerra del Golfo, cuando importantes medios demandaron al Pentágono mayores facilidades para la cobertura del conflicto arguyendo “el derecho del pueblo a estar informado”, pero los militares pudieron demostrar que “el pueblo” se sentía muy bien servido y satisfecho con la información tal como pasaba por el filtro de los censores militares.

[38] No es algo fácil de entender por parte de un ciudadano latino, si no acostumbrado por lo menos resignado a que los políticos en términos generales mienten y prevarican. A Nixon se le perdonó el aparente desfalco de un fondo de campaña en 1951 porque apareció en la televisión y “dijo la verdad”. Cuando sus mentiras se descubrieron en 1973 – 74, el público enfureció. Recuérdese que se trata de un país en donde los indiciados juran ante el juez decir la verdad con la mano sobre la Biblia.

[39] Referencia 1982.

[40] Referencia, 2005.

[41] Referencia 1992.

[42] Los editores del New York Times reconocieron posteriormente que no supieron leer a tiempo las implicaciones de Watergate y aparentemente ello explicaría el encono que el diario desplegó contra Clinton años después en el curso del escándalo “Whitewater”.

[43] (Schoenbach & Semetko, 1992

[44] Bradlee, 1996.

[45] Kurtz 1993.

[46] Woodward 2005.

[47] (Woodward, 2005, pp. 563 – 564)

[48] Cita del libro de Bradlee. “¡Dígale a Kathie Graham que su gorda bubbie se va a atorar en un exprimidor si publican eso!”, gritó a Bernstein un funcionario de la administración a quien se le pidió comentar sobre su presunta participación en un fondo secreto para espiar y desestabilizar.

[49] En sus memorias, Bradlee confiesa que los reporteros de Watergate, con su visto bueno, incurrieron en prácticas que un juzgado hubiera encontrado penables.

[50] En los anexos se incluyen perfiles biográficos de ambos personajes.

[51] Una terrier samoyedo originalmente llamada Kudryavka, “ricitos”, en ruso. La precisión no es una trivialidad. Tiene que ver con la simbología para predominar en la agenda política, en este caso la internacional. Parece creíble que los soviéticos tomaran nota de las simpatías despertadas en el electorado estadounidense por la perrita “Checkers”. Como nota al calce, Laika no sobrevivió al despegue, hecho que la URSS naturalmente no reveló.

[52] No es del conocimiento general que en 1970 el periodista Edgar Snow, amigo personal de Mao, fue el conducto para informar que Nixon sería bienvenido en China ya fuera como Presidente o como ciudadano privado. De ahí siguió la visita secreta de Kissinger a China en 1971. Snow, autor del señero Estrella roja sobre China, falleció una semana antes del viaje de Nixon.

[53] Y sólo para reconfirmar que no únicamente en materia de medios nuestro país sigue las señales del coloso del norte, recordemos que poco después el presidente Echeverría también visitaría esas naciones y normalizaría las relaciones diplomáticas de México con la República Popular China.

[54] Se dijo que las escuchas incluían el dormitorio del matrimonio Nixon (Stone, 1995).

[55] Nuevamente vemos aquí cómo una personalidad puede moldear la historia.

[56] Morris 1989

[57] (Tifft & Jones, 1999

[58] En retrospectiva resulta difícil comprender la cerrazón de los altos mandos del gobierno a las advertencias, tanto de los franceses, que fueron derrotados en Vietnam, como de sus propios enviados diplomáticos, de periodistas y de otros observadores, sobre el callejón sin salida en el que se estaban metiendo.

[59] (Tuchman, 1984

[60] (Bradlee, 1996; Tifft & Jones, 1999)

[61] Tifft & Jones, 1999

[62] Esta información no sólo desató sirenas de alarma en el gobierno. En el Washington Post, que ese día llevaba como principal la nota de la boda –cubierta desde la televisión pues los Nixon vetaron a la reportera Judith Martin, quien había escrito notas “desagradables” para la familia- cayó como un balde de agua helada.

[63] Tifft & Jones, 1999

[64] Ibíd.

[65] Morris 1989.

[66] Tifft & Jones, 1999

[67] (Tifft & Jones, 1999; Donaldson, 2000

[68] Un dato interesante es que el juez que firmó la orden a petición del Departamento de Justicia había sido elevado al cargo apenas cinco días antes.

[69] Bradlee 1996.

[70] (Goodale, 1997

[71] (Tifft & Jones, 1999; Donaldson, 2000) Tifft & Jones también documentaron que durante la última etapa del desarrollo de la bomba atómica el diario mantuvo el secreto a cambio de que uno de sus colaboradores se integrara al equipo en el laboratorio nacional de Álamo y tuviera libertad para escribir una vez que los artefactos fueran utilizados contra Japón.

[72] Cita del texto.

[73] (Tifft & Jones, 1999)

[74] La de Vietnam fue una “intervención”, sin declaratoria de guerra por parte del Congreso.

[75] Bradlee 1996.

[76] (Tifft & Jones, 1999

[77] (Bradlee, 1996, pp. 316 – 317)

[78] La disposición constitucional que protege la libertad de expresión.

[79] (SCJ, 1971)

[80] Ibíd.

[81] Según Pascal, camino a una importante batalla Marco Antonio se entretuvo admirando la perfección de la elongada nariz en una estatua de su amada, llegó tarde al campo y fue derrotado. Se pregunta entonces: “¿Sería otra la historia de Occidente si la nariz de Cleopatra hubiese sido un poco más corta?”

[82] Se entiende que periodistas comprometidos con su misión y con un alto sentido ético.

[83] (Bradlee, 1996; Tifft & Jones, 1999

[84] Tifft & Jones, 1999

[85] En donde el accionista mayoritario es El Vaticano.

[86] Este personaje accesorio al elenco de los primeros actores de Watergate merece una mención por la mala fortuna que tuvo al haber estado en el lugar equivocado en hora menos propicia. Ver nota en el capítulo XX.

[87] Tras la fachada de “un caso más de robo” había aguas turbulentas. Esa misma madrugada el director interino del fbi recibió un reporte y una semana después un equipo de 26 agentes estaba asignado a la investigación e interrogaría a mil 500 personas. Así que por lo menos en el aparato de seguridad nacional, estaba claro que no se trataba de ningún “robo de tercera”.

[88] “En igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta”.

[89] En aquella época era una enfermedad de las clases más pobres, como hoy lo es la diarrea infantil.

[90] Creep en inglés significa arrastrarse como las serpientes y en la jerga de los callejones se aplica a una persona particularmente desagradable y repulsiva

[91] (Woodward, 2005)

[92] En inglés Publisher. En este caso, también propietaria. En la prensa mexicana no suele haber esa distinción de funciones tan marcada entre el dueño del medio y el responsable editorial.

[93] (Bradlee, 1996

[94] (Woodward, 2005

[95] El Banco Internacional, S.A., hoy desaparecido. Los documentos fueron tramitados por Manuel Ogarrio Daguerre, abogado de la Ciudad de México.

[96] Bradlee (1996, p. 353

[97] Hoy, después de la muerte de Nixon, no se conoce su contenido. Las especulaciones abundan. Una supone que en la porción borrada el Presidente habló sobre el asesinato de Kennedy.

[98]  (Bradlee, 1996, p. 376)

[99] ” (Bradlee, 1996, pp 376 – 377)

[100] (Stone, 1995)

[101] YDS, 1773

[102] (Woodward, 1999, p. 3

[103] (Malkin & Stacks, 2003, p. 1924

[104] Ken Auletta, referencia. 2003.

[105]Kurtz 1993.

[106] (Malkin & Stacks, 2003)

[107] (Stone, 1995

[108] (Stone, 1995, Malkin & Stacks, 2003)

[109] En toda esta tragicomedia, el guardia, un negro de 24 años encargado del turno de la madrugada, pagó pecados ajenos y sufrió por ello. Durante su recorrido descubrió que la cerradura de una de las puertas de acceso del sótano estaba bloqueada con cinta adhesiva, mas pensó que unos pintores la habían dejado así y la desprendió. En un segundo rondín la encontró nuevamente bloqueada y sólo entonces dio aviso. Wills tuvo sus 15 minutos de fama. Renunció a su trabajo porque  le negaron un aumento. Fue contratado para el papel de guarda de seguridad en Todos los hombres del Presidente y en Forrest Gump. Su historia fue incluida en el filme Ella me odia de Spike Lee. Participó en algunos programas de televisión pero no volvió a tener un empleo fijo. En 1983 fue arrestado por robo. Se mudó con su madre y vivieron en tal miseria que cuando ella falleció Wills no pudo pagar el entierro y donó el cadáver para prácticas médicas. Wills murió a consecuencia de un tumor cerebral a los 52 años.

[110] (Summers, 2006, p.2

[111] Ibíd, p 3

[112] Auletta, 2003

[113] Negritas cursivas del autor.

[114] Bradlee1996, pp. 382 – 383)

[115] Aunque no se tocaron las causas profundas que permitieron esos y otros hechos no registrados por los medios: la impunidad, el autoritarismo, la soberbia, el desprecio por el electorado, el sentirse por encima de la ley.

[116] Bradlee 1996.

[117] Cita Hamilton 1788

[118] Lippmann 1922

[119] McCombs 2004

[120] (Lichtenberg, 1991

[121] Cita 1991

[122] (Gurevitch & Blumler, 1991

[123] Los cuáqueros no practican el culto externo, carecen de jerarquías eclesiásticas, interpretan libremente la Biblia y no se definen en cuanto a dogmas. En 1947 recibieron el Premio Nóbel de la Paz.

[124] Dolorosamente descrita por Lillian Hellman en Tiempo de canallas: “¿Desde cuándo es necesario estar de acuerdo con alguien para defenderlo de la injusticia? La verdad lo convertía a uno en traidor, como a menudo sucede en tiempo de canallas”.

[125] Según investigaciones publicadas en el 2003 por el periodista Ted Morgan, McCarthy pudo haber sido en realidad un espía soviético cuyo encendido y fiero anticomunismo era una cortina de humo para proteger a los verdaderos agentes soviéticos infiltrados en los Estados Unidos.

[126] Aunque documentos desclasificados en años recientes parecen comprobar que Hiss, en efecto, estaba en la nómina de la kgb.

[127] (Schlesinger, 1973)

[128] En 1958 fue apedreado por violentos manifestantes en Perú y Venezuela.

[129] Literalmente, “Ricardito el tramposo”.

[130] (WP, 2006

[131] (Orwell, 1940, p. 28

[132] Hunt fue encontrado culpable de varios delitos y cumplió una condena de 33 meses en prisión después de Watergate.

[133] (WP, 2006

[134] Operation Mockingbird. Es un nombre apropiado. En inglés, pájaro imitador; en náhuatl, pájaro de cuatrocientas voces.

[135] En un artículo de la revista Rolling Stone se aseguró que mediante ese operativo la cia reclutó a más de 400 periodistas norteamericanos, entre ellos el propio Bradlee cuando era miembro de la redacción europea del semanario Newsweek (Bernstein, 1977).

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