Manuel Buendía y el estilo periodístico
- Ponencia presentada en el Seminario sobre Periodismo SEP 1948.
- «La primera falla de muchos alumnos universitarios es que no saben ortografía».
- «El periodismo es un género literario que no cede en rango a cualquier otro».
El periodista Manuel Buendía Tellezgirón fue asesinado el 30 de mayo de 1984. Tres meses antes, el 21 de febrero, había participado en un Seminario sobre periodismo realizado por la Dirección General de Información y Relaciones Públicas de la SEP, cuyo titular era el sinaloense Ernesto Álvarez Nolasco y el secretario de Educación Pública, Jesús Reyes Heroles.
Esta es la versión estenográfica de su participación en memoria del aniversario 29 de su muerte. (NR).
México, D.F., 21 de febrero de 1984
Intervención del señor Manuel Buendía, sobre el tema “Estilo”.
Transcripción: Jorge Luis Villa Acevedo
-Sr. Antonio Rodríguez (presentación): No voy a tener la estulticia de decir quién es Manuel Buendía. Creo que todos lo conocen profundamente, de lo contrario no podrían estar interesados en el periodismo.
Pero me dijo Ernesto Álvarez Nolasco que dijera algunas palabras sobre él. Es lo que voy a hacer.
Baudelaire dijo que Daumier despertaba todos los días al pueblo de París con una sonrisa. Tenía razón el poeta de de Las Flores del Mal. El gran caricaturista francés provocaba todos los días, con talento, gracia y sarcasmo una sonrisa irónica, cargada de buen humor y, sobre todo, de sentido crítico.
Nuestro huésped de hoy despierta también, todos los días, a los lectores de la prensa nacional, ávidos de conocer lo que pasa en el país y en el mundo, con algo más tenso que una sonrisa: con un grito de alarma.
Él revela, denuncia, critica, pone al descubierto lo que corroe la vida de la nación y perjudica los intereses del pueblo; pero no lo hace con la voz agria del amargado, sino con la conciencia tranquila de quien está cumpliendo un deber, por eso la sonrisa forma parte de su lenguaje: es inherente a su personalidad y a su estilo. No comprenderíamos su columna sin el buen humor que la vuelve atractiva, de fácil lectura, elegante, aunque con cierta frecuencia hiriente.
Entre lo que asombra en el diario quehacer de este maestro del periodismo está la extraordinaria información de que su columna es constante testimonio. Para ello se necesita, como es obvio, un nutrido archivo que le ponga al alcance de la mano documentos, comprobaciones, fechas, lugares, testigos. Él posee ese archivo; pero su columna es de tal actualidad que sólo una información constante, diaria, casi diríamos al minuto, puede proporcionar. Eso lo debe el maestro Buendía a la red personal –Red Privada, le llamó él-, de informantes que por amistad o confianza en su periodismo le transmiten lo que el país debe conocer y también, y sobre todo, a su capacidad para investigar, conocer, reportear.
Justamente en la columna de hoy él hace la confesión de que para poder investigar a lo que él se refiere tuvo que recurrir al banco de datos del New York Times, a la revista alemana Der Spiegel, a la embajada de México en Bélgica y a las instituciones del Vaticano, justamente en la columna de hoy.
Por otro lado, la credibilidad de su columna hace que de todas partes del país y de todos los niveles de la población se dirijan a él en busca de una voz que sepa cómo hacerse oír.
La credibilidad de Manuel Buendía se debe, también, a su reconocida rectitud como periodista íntegro, que vive para servir a su causa, que es la causa de su país y de su pueblo.
Y no sólo a todo ello se debe que la columna de Manuel Buendía sea la más leída de México. Lo es porque no se limita a dar una información de interés general, veraz y difícil de obtener; lo es porque su columna -perdonen el plagio- es la más solida, es una columna que tiene ángel.
Aparte de escribir con un español impecable, como buen maestro que es, Buendía escribe, repetimos, con gracia. Es combativo cuando es necesario serlo, casi siempre, y la risa es con frecuencia un arma terrible de combate. No por casualidad es el miembro de número de la Academia, mejor dicho, de Angangueo, no sólo Ateneo.
Por eso repetimos que Manuel Buendía, como Daumier, el gran caricaturista francés, despierta diariamente al pueblo de México, -ayudándole a crear una conciencia cívica- con un lenguaje irradiado por la gracia que hace más contundente la verdad y la crítica.
-Sr. Manuel Buendía: Estas presentaciones y estos aplausos a veces son como las bienvenidas a los toreros de quienes se espera una gran faena y luego se convierten en cojines al final. Yo espero que no sea este el resultado.
Voy a hablar sobre el estilo periodístico.
Hablar del estilo podría convertirse en una experiencia desastrosa para mí, si no pusiera inmediatamente límites precisos al tema.
Voy a constreñirme a experiencias en el periodismo. Ustedes no podrán evitar -a menos que se marchen ahora mismo- que les endilgue recetas personales, probablemente sin ninguna aplicación a sus casos individuales. Pero todo esto llevará unos veinte minutos, y luego nos desaburriremos juntos, dialogando.
Esto es lo que me interesa. En realidad, cuando mi maestro Antonio Rodríguez me invitó a esta charla, acepté con la esperanza –o mejor dicho, la certidumbre- de obtener provecho personal.
Deseo confrontarme con ustedes; deseo escucharlos hablar sobre un oficio que no es común. El diálogo –tan abierto como ustedes quieran- va a resultarme enriquecedor. Escogí –escogimos- una actividad en la que el aprendizaje nunca termina. Un minuto antes de su muerte el verdadero periodista debiera estar preocupado por tener tiempo para comunicar lo que acaba de saber y aprender. Decía Chesterton que el periodista es el hombre que se quedó sin profesión. Traducido esto a nuestro lenguaje familiar, diríamos que somos “aprendices de todo y oficiales de nada”.
Justo en el instante de proclamarnos dueños del saber y la perfección, se inicia la decadencia. Como ya somos perfectos, descuidamos la lectura, silenciamos la autocrítica y desdeñamos la crítica externa… si es que alguna vez la admitimos sinceramente. Y entonces el lenguaje empieza a enmohecer; nos marginamos de las nuevas formas de expresión; nos quedamos a la zaga de los avances del periodismo que atañen a los redactores; dejamos que otros nos superen en aquellas especialidades en las que habíamos logrado destacar un poco; y, en fin, de pronto nos damos cuenta de que hemos perdido clientela, público, que ya casi nadie se acuerda de nosotros, y no importa si decimos o callamos. Para los fines prácticos del oficio habremos dejado de existir. Estaremos como las actrices pasadas de moda, patéticas en busca de un contrato que nadie les firma, porque no interesan ya. O como los toreros que olvidaron las duras exigencias de su oficio y se dejaron arrollar por las nuevas figuras.
Más les valiera retirarse definitivamente antes de aceptar la suprema humillación de ser incluidos como rellenos de un cartel para constatar cómo la indiferencia y hasta la burla del público barre con las últimas huellas de un antiguo prestigio.
Se dice que los médicos no se preocupan mucho de sus errores porque los entierran. Pero los periodistas publicamos los nuestros. Aunque lo intentemos, no es posible esconder nuestra ineficacia. Si hoy escribimos mal o siquiera un poco deficientemente, mañana se publicará tal cual o quizá peor, cuando a nuestra imperfecta redacción se agregan erratas de tipografía, para mayor vergüenza de nosotros.
Hay por supuesto unos periodistas mejores que otros. Pero sería más exacto decir que hay periodistas que estudian y trabajan más que otros. La diferencia no está, pues, en el vestir o el andar. Lo que hace la diferencia es el esfuerzo que se ponga para alcanzar estos dos objetivos: la posesión real del idioma y el desarrollo de un estilo.
Después de un cuarto de siglo en la docencia del periodismo puedo asegurar que hoy la primera falla de muchos alumnos universitarios es que no saben ortografía.
Se sorprenden cuando les digo que en esas condiciones sería un poco difícil que consigan empleo en alguna redacción, sobre todo ahora que tantos periódicos están despidiendo redactores, o de plano clausurándose, para bien de esta parte de la humanidad.
Y si les fallan los acentos y se les atragantan las comas; y si en una palabra de cinco letras son capaces de equivocar tres de ellas, o si piensan que el maestro en el uso de admiraciones e interrogaciones se llama Galindo Ochoa, imagínense ustedes -¡imagínense!-, la clase de atentados que cometen contra la sintaxis.
Jamás he podido –o tal vez no he querido- explicarme cómo fue que esos jóvenes llegaron a la Universidad sin que algún enérgico profesor de castellano los hubiera anclado en la secundaria, hasta haber demostrado que ya sabían escribir dos frases seguidas sin atropellar la gramática.
Escribir con una elemental corrección es lo menos que se le puede exigir a un redactor de periódicos. Hacerlo con estilo ya es otra cosa.
José Alvarado fue uno de los grandes periodistas de nuestra época y de cualquier otra también. Era dueño de un estilo tan suyo –valga el pleonasmo-, que con él se fue, quizá para siempre. Otros creadores han tenido imitadores más o menos aptos, y aún continuadores capaces de la recreación estilística. Pero no Alvarado.
A su muerte, “El Día” publicó un suplemento en que varios colegas hicieron recuerdo de los méritos literarios de aquel periodista impar. Entre esos artículos hubo uno que me atrajo especialmente. Lo he vuelto a leer con renovado deleite. Permítanme que recuerde aquí los dos últimos párrafos de ese artículo:
Comienza la cita:
“Muchos son, a no dudarlo, los méritos de José Alvarado -la cultura, la integridad como hombre, la independencia como periodista- pero ninguno subyuga tanto como el de haber entregado al periodismo, que para muchos es cosa menor, el dominio magistral del verbo hasta convertirlo en medio y fin de una manifestación superior del espíritu. Y no es que él haya sabido escribir mal, como con tanto ingenio sugirió su compañero y amigo Ocampo Ramírez. Él escribió bien por vocación, pero también por un oficio al que consagró el mejor de sus desvelos y la más severa de sus disciplinas. Escribió bien por el alto respeto que le mereció el periodismo.
“Al magnificar con un estilo propio de los grandes géneros el ejercicio diario de escribir, Pepe Alvarado magnificó también a las cosas y a los hombres del mundo en el cual vivimos: los payasos, las actrices y las creadoras de perfumes exquisitos, que tanta falta hacen a quienes quieren vivir, sin asfixiarse, en el ambiente contaminado por las grandes poluciones del siglo”. Fin de la cita.
Tal vez ahora ustedes estarán de acuerdo conmigo en que ese es un artículo notable. Contiene una lección para todos los periodistas. Hace un elogio sustantivo de José Alvarado y al mismo tiempo el autor despliega un estilo excepcional. Ustedes habrán disfrutado la exactitud y la galanura del lenguaje. Hay una precisa construcción de las frases, pero no mecánica sino artística. Palabras de uso común aparecen aquí con una luz nueva. Este artículo magistral demuestra que el periodismo no es barata artesanía, sino un género literario cuyas exigencias, si cumplidas, crean belleza.
Nos emociona el remate. Una siempre difícil coronación de lo que ya estaba bien escrito pero carecía aún de la exaltación final.
Esto, en conjunto, no es sólo corrección gramatical; es plena posesión del idioma. Pero es también algo mejor y más alto. Esta magia se llama estilo.
Ustedes querrán saber quién fue el autor de este artículo sobre José Alvarado. Debo decirles que muchísimos más artículos, tan buenos como éste -o reportajes, crónicas y ensayos-, ha publicado en numerosos periódicos; él, como Alvarado, tampoco sabe escribir mal; él como los verdaderos maestros, no deja de dar una lección en cada tema que escribe; él como los auténticos periodistas, continúa estudiando, aprendiendo cosas nuevas, efectuando magníficos descubrimientos y paseando su vivo interés por lo cotidiano o lo excepcional. Debo decir, además, que está aquí y se llama Antonio Rodríguez.
Releamos, pues, a José Alvarado, busquemos otra vez las viejas crónicas y artículos de Renato Leduc, analicemos a Martínez de la Vega, a Granados Chapa, a Poniatowska, a Carreño Carlón, Aguilar Camín, Angeles Mastretta, Reyes Razo, García Soler, Luis Gutiérrez, Monsiváis, Cristina Pacheco… hagamos esto y sabremos lo que es estilo.
Nos estaríamos asomando a una variedad de formas personalísimas de escribir. Veríamos en unos la eficacia del razonamiento; la brillantez para rescatar la gracia del lenguaje coloquial, o para dar sonoridades nuevas a palabras a palabras que por el uso y el abuso de malos redactores, parecían desgastadas irremediablemente.
Fue Enrique Ramírez y Ramírez uno de los mejores articulistas que he conocido. Hombre de sobresaliente cultura -como éstos cuyo nombre he mencionado-, nunca hacía alardes de erudición y jamás empleaba términos que no fueran del dominio popular. Sus frases se desenvolvían con una sencillez fascinante, y de pronto se convertían en un arrebato de elocuencia. Se erguían las palabras comunes con una súbita recuperación de su dignidad; y la argumentación política, la denuncia o la crítica golpeaban como mandarrias, aunque bien es sabido que don Enrique disfrutaba más manejando el estoque florentino de la ironía.
Si ustedes estudian esos ejemplos de buen estilo periodístico, en medio de la diversidad hallarán características comunes.
Una de ellas es la antisolemnidad. Son solemnes los culteranos, los retóricos, los safios y los impotentes. La solemnidad es un refugio para quienes pretende esconder su incapacidad ante el desafío permanente del periodismo, que consiste en saber enfrentar las mayores complejidades -descripción o razonamiento- con un lenguaje fresco, ágil, sencillo, ameno, y además, perfectamente capaz de crear belleza literaria.
El periodismo no es ente menor, repiten sus defensores. Rigurosamente, el periodismo es un género literario que no cede en rango a cualquier otro.
Pero es un género literario que se practica bajo presión. La emociones presionan al periodista; las circunstancias lo agobian, sobre todo la monstruosa tiranía del reloj. De ahí la tremenda dificultad de crear con el lenguaje los valores de la exactitud, la brillantez, la eficacia y aún el disfrute estético.
Se acostumbra hacer la distinción entre escritor y periodista. Pero conozco respetables escritores que habiendo intentado el periodismo, se dieron por vencidos. Porque no es lo mismo tomarse semanas, meses y hasta años para terminar una obra, que vérselas todos los días con los apremios que estrujan al periodista. De ahí que constituya un mérito la redacción simplemente correcta de una noticia o un reportaje, y se alcance un estadio superior cuando al periodista, con la misteriosa alquimia de su estilo, crea arte literario, como en los ejemplos que me he permitido poner hoy ante ustedes.
Describiríamos así en varias partes la otra característica común: no incurren en solecismos, no abusan del hipérbaton, aplican las normas sobre el régimen de los verbos; cuidan de no ponerse trampas a sí mismos con las anfibologías. ¿Qué significa todo esto? Significa una sólida posesión del idioma castellano.
Cuando admiramos en un edificio la textura de los cristales, del bruñido acero o del aluminio aplicado a la fachada, es posible que nos olvidemos de que la arquitectura no es adorno y exterioridad, sino que el resultado final, si bello, se sustenta y predetermina por las formas y calidades de la armazón interior, la cual a su vez nace de planos cuidadosamente elaborados.
Lo mismo ocurre con el estilo periodístico. No se trata de adornos o encajes prendidos del aire con alfileres, sino de un producto del talento y la cultura, que requiere una base sustentante.
El sustento del estilo es la gramática. Así de simple.
Si no se aplican las reglas de la sintaxis a la construcción de cada frase, entonces no hay estructura sobre la cual pueda edificarse el estilo. Aún más: la estructura gramatical es parte del estilo. Este sin aquélla no es posible. El estilo recrea formas de la sintaxis pero en el fondo nada se inventa, y uno está permanentemente sujeto a las reglas básicas, que son fuente de armonía y florecimiento del lenguaje.
Sabemos que el estilo se desarrolla, se pule, se perfecciona. Alguna vez recomendaba a un grupo de estudiantes que fueran a un taller de lapidarios en San Juan del Río para que observaran cómo de pedazos de mineral de grosera apariencia iban surgiendo los ópalos, las amatistas, los granates y otras gemas.
Ahora bien, ¿es el estilo como una de esas piedras que podemos ir a comprar a San Juan del Río para luego pulirla en nuestras casas? ¿El estilo nace o se hace? ¿Algunos periodistas ya lo traían en los genes y otros definitivamente no? ¿Uno lo encuentra casualmente a la vuelta de la esquina?
Pienso que no es un factor hereditario; pero tampoco obra del azar. El estilo es resultado de una búsqueda personal, intencional completamente, e incesante. Como el brillo y la textura de ciertas gemas, se puede perder por descuido o indolencia. Una vez adquirido, pues, requiere de constante vigilancia, cuidado y pulimento.
¿Cómo adquirir estilo? Es la pregunta difícil a contestar en esta charla.
Creo que el paso más importante está dado cuando el periodista asume frente a sí mismo una gran decisión de rebeldía contra la mediocridad.
Decidirse a no ser del montón, es ya un avance en el camino hacia la singularidad. ¿Qué otra cosa es el estilo sino el logro de las formas de expresión singulares, personalísimas?
Pero habrá que estar muy consientes de lo que significa esta decisión. No son pocos los que se han quedado en la simple declaración inicial, porque sabiendo después de las responsabilidades y esfuerzos que aguardaban en el camino, se arredraron. Prefirieron retornar al plácido refugio de la mediocridad, para, desde ahí, por supuesto, volverse críticos acerbos de quienes sí pudieron sacer un pié adelante.
Me parece oportuno advertir a ustedes que en el periodismo no hay peligro mayor que provocar a los mediocres. En una redacción, éstos forman una secreta hermandad cuyo único fin consiste en hacer amarga la vida a los que destacan.
¿Por dónde iniciar nuestra búsqueda? Creo que, según lo que llevamos visto, debemos empezar a hacernos un honrado examen sobre conocimientos gramaticales. Tenemos que regresar a alguno de los textos que usamos en la primaria y luego retomar el libro de gramática superior, de la preparatoria. Es necesario que nos probemos a nosotros mismos si aún conservamos la capacidad para hacer un ejercicio de análisis sintáctico sobre un párrafo del Quijote, por ejemplo.
Desde luego, no estoy hablando para los consagrados. Me dirijo a los jóvenes estudiantes de periodismo, a los redactores principalmente y hablo para mí mismo, porque después de 40 años de haber comenzado mi aprendizaje, todavía se me dificultan muchas cosas. No acabo de entender y sobre todo dominar ciertas complejidades de nuestro idioma que es el más hermoso, pero uno de los más difíciles.
No nos vendría mal, pues, meternos a un buen taller de redacción. Pero al mismo tiempo -y esta es otra de las claves importantes- debemos multiplicar extraordinariamente nuestras lecturas.
Leer poco -sólo un periódico al día, una revista a la semana y un libro allá cada dos o tres meses- sería una de las recetas más eficaces para nunca salir de la mediocridad.
En cambio, la lectura abundante suele dar tan generosos resultados que hasta cura la mala ortografía, causa de tanto desempleo de periodistas en la actualidad.
Ustedes (que trabajan en la Secretaría de Educación Pública) ¿qué excusa podrían tener para no lanzarse deleitosamente a la lectura -o relectura- de Rulfo, Arreola, Fuentes, Paz, Vasconcelos? (La espléndida tarea editorial del grupo que dirige Miguel López Azuara debe beneficiar, en primer término, a ustedes mismos).
Deleitosa pero también crítica lectura. Nada que llegue a nuestras manos debe salir de ellas sin un análisis, sin una reflexión. Tomemos cada texto para llenarlo de subrayados y de anotaciones al margen. Dejemos marcas múltiples en los libros para volver a páginas selectas. Recortemos y archivemos todo lo que nos llame la atención en periódicos y revistas.
Si hacemos esto -y aquí va la clave número tres- habremos emprendido un camino sesgado pero eficaz para construir el estilo: la imitación.
No sé si parezca herejía a algunos: pero se puede comenzar imitando. De hecho, aún los grandes escritores, en un momento de su obra, imitan consciente o inconscientemente. Luego los críticos literarios encuentran que fulano “tiene influencia” de mengano.
Para un redactor en busca de estilo puede resultar interesante esta experiencia de imitar a otro con deliberación.
Pero esta medicina es de aquéllas que deben tomarse bajo prescripción y vigilancia. Son claramente comprensibles los riesgos que se corren.
El más importante cuidado que debe de tenerse consiste en saber escoger los modelos para imitar. Si por ejemplo, ustedes leen a Sánchez Steinpreiss en Impacto, van a terminar escribiendo como él. Por ahí mismo sería fácil encontrar otros antimodelos. Como el de ese permanentemente iracundo señor que apenas iniciado la oración principal abre guiones, dentro de los guiones mete paréntesis, y dentro de éstos un buen número de frases incidentales, con negritas, cursivas y versales, en un frenético galope. Total: cuando por fin cierra los guiones, el lector ya no sabe dónde quedó el predicado de la oración principal. Esto, suponiendo que le hubiesen alcanzado el aliento y el interés para llegar hasta ahí. (Y veo que sí leen Impacto porque todos traen en la mente la persona que acabo de nombrar).
Así pues, hay lecturas que debieran estar prohibidas; no por represión política, sino por asepsia. Mientras se logra esta acción profiláctica, bueno es advertir que quien lea a estas personas lo hace bajo su más estricta responsabilidad.
Ocurre que los malos modos de escribir se pegan como los cardos a la ropa cuando uno va de paseo al campo, y luego casi no es posible quitárselos de encima. En cambio las cualidades de los buenos escritores son mucho más difíciles de desentrañar y aprender; más difíciles todavía de imitar.
Esto de la imitación puede esconder acechanzas como el consumo del alcohol. Comenzamos tomando una o dos copitas de lo que anuncian tan bonito en la televisión; unos días después se nos empieza a notar que solemos tomar bastante más de dos copitas, y luego ya no podemos prescindir del licor.
En efecto, hay quienes se quedan en la simple imitación. Tal vez nacieran sólo para eso. Pero inmediatamente se les nota y son orillados por la clientela que buscan originalidad. Siempre será preferible una gema modesta pero auténtica a un brillante falso.
En cambio, una dosis intencional pero controlada de imitación sobre un estilo excelente, no hace mal a nadie. Al contrario, pueden sacarse de ahí beneficios. Se dan casos en que el contacto tan directo con el lenguaje de los creadores, sirven de disparador al estilo propio. Es como si un buen ingeniero de minas nos llevara de la mano hasta donde está nuestro personal hallazgo; o como si al manejar sustancias en el laboratorio, de pronto diéramos con el descubrimiento que habremos de patentar como propio, para que nadie nos lo robe y si nos lo imitan que nos paguen regalías.
A partir de ese afortunado encuentro, vamos a ir disminuyendo rápidamente el componente extraño de nuestro estilo. Habremos cosechado nuestro propio vino y dejaremos en paz las barricas ajenas. No totalmente en paz, precisemos, porque siempre convendrá vigilar las cosechas de los competidores, para cerciorarnos de que nuestro vino no sólo conserva su calidad, sino la mejora.
La siguiente clave consiste en hacernos devotos cultivadores de la conversación, porque éste es un ejercicio magnífico cuyos resultados se reflejan en el estilo de escribir.
Ustedes habrán notado que los buenos escritores hablan casi también como escriben. La sencilla explicación está en la antigua sentencia: “De la abundancia del corazón habla la boca”. Nadie será capaz de plasmar belleza literaria en las páginas de un libro o de un periódico, si constantemente no está nutriendo su espíritu con tal riqueza. Nadie puede dar lo que no tiene.
Dejemos, pues, las conversaciones banales, y ocupemos el tiempo tan escaso en cultivar el arte de la conversación tanto para afinar y disciplinar nuestro propio léxico, cuanto para enriquecernos con los destellos del lenguaje oral de esos escritores y periodistas cuyo estilo nos interesa.
Y no olvidemos que el mejor conversador es aquél que sabe escuchar. Cuando tengo el privilegio de platicar con un personaje de la literatura contemporánea -y esto incluye, insisto, al periodismo- entonces me dedico casi exclusivamente a escuchar.
Todo aquello que me diga el personaje, habrá de ayudarme a ampliar conocimientos y a mejorar modos de expresión. Debemos ser tan enérgicos en este ejercicio que conviene anotar las locuciones particularmente felices, brillantes, ingeniosas, penetrantes, conmovedoras, etcétera. Nos van a servir después.
Quizá a estas alturas alguien en la sala estará pensando que yo trato de inducirlos al plagio. Tanto como eso, no; pero si alguna vez fuésemos acusados de tal, recordemos la frase de aquel poeta que, tildado de plagiario, se defendió diciendo: “Yo tomo lo mío donde lo encuentro”.
La última clave o receta que quisiera entregarles es ésta: Manténgase redactando todo el día. Se puede redactar en sueños, o durante las faenas del aseo personal. Cuando uno va prisionero en el taxi, el autobús o el Metro, se pueden hacer preciosos ejercicios de redacción. En la pizarra de la imaginación se intentan descripciones de objetos y personas que nos rodean; la gimnasia mental no tiene límites. En esos instantes, por ejemplo, es cuando vamos a resolver la estructura de una frase que se nos había estado negando, y que tan importante es para afinar el párrafo principal del artículo que ya tenemos avanzado.
James Thurber, un escritor norteamericano famoso por sus obras humorísticas, relataba lo siguiente:
“Yo nunca sé con seguridad cuándo no estoy escribiendo. Algunas veces mi mujer se me acerca en una fiesta y me dice: ‘Maldita sea, Thurber, para de escribir’. Por lo general, me agarra a la mitad de un párrafo. O bien mi hija levanta la vista de su plato, cuando está comiendo, y pregunta: ‘¿Papá está enfermo?’ y mi mujer le contesta: ‘No, está escribiendo algo’”.
Bien, aquí termina mi recetario. Si después de esto un redactor en busca de estilo no lo encuentra, será por cualquiera de estas dos causas: no servía ninguna de mis recetas, o él nació así, sin estilo. En este último caso, bastará que trate de redactar con básico respeto a las reglas de la gramática. Los lectores quedarían moderadamente agradecidos.
Gracias.
Memoria del Seminario sobre Periodismo
SEP
Dirección General de Información y Relaciones Públicas
Memoria del Seminario sobre Periodismo
20 – 28 de febrero de 1984