Un castillo y un fierro

Dos personajes de la política

 

Jorge Meléndez Preciado

 

En  las  antípodas  partidistas  un  par  de  hombres  dejaron  una  profunda  huella:  Carlos  Castillo  Peraza,  panista,  culto  y  buen  conversador,  y  Armando  El  Chito  Fierro,  de  raigambre  comunista

y  espíritu  sin  freno.

Lamentable, dijeron casi todos, fue la muerte de Carlos Castillo Peraza (2000); nadie se lo esperaba tras su retiro de la actividad política y su interés en un centro de investigación y prospectiva. En su última incursión a un cargo de elección popular, su aspiración a jefe de gobierno capitalino (1997), francamente se le notaba angustiado, desencantado, como abjurando de la talacha por allegarse votos.

El teórico panista, quien creó una de las pocas revistas del partido albiazul: Palabra,  gustaba de la conversación larga y provechosa, aunque seleccionaba muy bien a sus interlocutores. Trataba de que sus diálogos fueran con aquéllos que le inspiraban confianza o, mejor aún, tenían los instrumentos para debatir en serio los problemas mundiales.

Lo traté poco aunque intensamente, tanto que accedió a venir a mi departamento con un grupo de compañeros que habían militado en el Partido Comunista. Esa noche nos reunimos, recuerdo, unos cuantos: Roberto Borja, Joel Ortega, Enrique Condés y alguno otro. La situación para el que fuera dirigente nacional del albiazul no fue fácil; tuvo que lidiar con sus adversarios, quienes  hicimos las preguntas más difíciles: ¿cómo se dieron las famosas concertacesiones?, ¿por qué los grupos más derechistas empezaban a destacar en el Partido Acción Nacional?, entre muchas otras.

Las respuestas eran siempre medidas, precisas, elaboradas no con anécdotas cotidianas sino con elementos de la política y en las cuales destacaban las citas de los nuevos filósofos alemanes y franceses, en especial hacía énfasis en las ideas del austriaco Ludwig Wittgenstein. Pero su cultura era tan vasta que podría hablar de casi todo.

La charla aderezada con los buenos tragos, le fascinaba. En aquella ocasión, el sol nos sorprendió y, quizá por acto reflejo, decidimos ya no continuar las reflexiones, pero los temas daban para más. La promesa, lógica y generalmente no cumplida, de otra cita se quedó en el aire, voló como un pájaro en la noche.

Para casi todos los presentes, al día siguiente de aquel intercambio (1996), Castillo Peraza era el hombre que debía competir a la Presidencia de la República en la siguiente contienda, pero ya sabemos lo que sucedió luego de la debacle electoral suya y la intervención de ese genio cocacolero que es Vicente Fox.

Hace 10 años acudí a un desayuno donde se postulaba a Carlos como posible mandatario capitalino. Llegó tarde, dijo unas palabras formales, no esperó a que muchos de los asistentes formularan sus preguntas. Se disculpó alegando otros compromisos “adquiridos con anterioridad” (lugar súper común). Antes de que se retirara lo comprometí a una entrevista en Radio Educación, donde yo tenía un programa nocturno.

Días antes le llamé para ratificar la cita. Ya no quería ir a los estudios de la emisora. Insistí y aceptó. Llegó casi iniciando la serie. Cansado, despotricando contra los periodistas por su ignorancia, fastidiado porque le inquirían acerca de lo mismo una y otra vez. Entró a la cabina. Explicó que hacía esa concesión por la incipiente amistad.

Empecé a cuestionarlo, a leer las preguntas del auditorio y en un intermedio musical me dijo: “¡Vámonos, ya no aguanto!” Lo convencí que no hiciera eso, pues en la mañana había tenido una fricción seria con reporteros. Aguantó hasta el final de la emisión. Estaba exhausto. Ni siquiera ofreció ir a dialogar, tomar algún licor; quería descansar.

Qué diferencia de esos momentos a otros. La larga explicación para seducir a Carlos Monsiváis de que colaborara en Palabra. El autor de A ustedes les consta alegaba que la derecha no tenía una historia cultural y seguramente las opiniones del cronista serían mal recibidas. No sé en qué concluyó el asunto, pero apuesto doble contra sencillo que el benefactor del Museo del Estanquillo accedió a estar en una publicación que seguramente tuvo una vida efímera. ¿Quién podría continuar esa labor de Castillo Peraza entre los panistas? Nadie.

Notable también era su juego verbal y teórico con José Francisco Ruiz Massieu. En ese caso gracias a Hugo Arce Norato, lo pude escuchar. Ambos, el priísta y el panista, gustaban de conseguir buenos libros en Europa. Los dos, asimismo, comentaban acerca de leyes, política y filosofía. Uno y otro intentaban, a toda costa, destacar. El episodio era fuera de serie, ya que a los políticos en general les interesa lo inmediato, el chisme, conocer las debilidades de su enemigo o cómo ganar la simpatía del poderoso. Ahora no. Todo resultó diferente y alentador, sin duda.

¡Qué falta hacen a la clase política individuos como Castillo Peraza y Ruiz Massieu!

 

En la lucha siempre

Armando El Chito Fierro nació en Baja California, estudió en la Facultad de Derecho de la UNAM y militó en el PCM desde muy joven. Su figura alta, robusta, ágil, hizo que se tejieran varias leyendas acerca de sus actividades.

Se decía que junto con otro comunista, también de aquel estado, Rodolfo Echeverría, El Chicali –un grandulón con gesto fiero y actitudes de adolescente–, eran los que iban a todas las manifestaciones con Arnoldo Martínez Verdugo. Cuidaban que a éste no lo atrapara la policía o espantaban a quienes deseaban hacer algo incorrecto con el más duradero secretario general de la hoz y el martillo en México.

 

Pasaron los años duros de la ilegalidad partidista, algunos ya no llegamos al PSUM, al embarcarnos en un sueño: “Los comunistas libertarios”, que duró menos de un suspiro o los minutos de cierta ilusión. Aunque luego confluimos en el Frente Democrático Nacional y la fundación del Partido de la Revolución Democrática. En esas últimas batallas volvimos a toparnos con El Chito.

Había sido lo mismo oficial mayor de la Comisión Nacional Campesina, que funcionario importante en algunas dependencias. Por esos años, era  director del Programa Nacional de Semillas. Esa productora daba granos mejorados, nacionales siempre, a los campiranos a costos mínimos, de regalo. Sus oficinas estaban muy cerca de donde ahora tiene su sede el perredismo, la calle de Monterrey.

Retomamos la amistad y Armando nos habló de algo que entonces parecía ilógico: la dependencia que sufriríamos de parte de Estados Unidos en el renglón alimentario. Advirtió, claramente, que incluso la oficina, que capitaneaba sería liquidad. Y es que empezaba el desmantelamiento de lo construido por varias generaciones para satisfacer a los que manejan el orbe y la economía.

Luego, ya sin ocupación en el gobierno, me invitó junto con muchos a su rancho en el Estado de México. Criaba, inconcebible, gallos de pelea, algo que ahora me parece lógico
–para contradecirme– ya que él mismo fue un espíritu sin freno.

En la pequeña hacienda bebíamos, comíamos, jugábamos póquer y, por supuesto, grillábamos de lo lindo. Había diferentes posiciones, ya que el núcleo comunista se había atomizado.

Hace tiempo lo encontré en un Sanborns. Preparaba, junto con unos amigos, el proyecto serio y a fondo de una nueva Constitución. Me dio varios ejemplares para que los comentara en mis tribunas. Lo hice. El resultado para los lectores fue de escepticismo, ya que no obstante las más de 400 modificaciones a la Carta Magna, pocos aspiran a que haya un país diferente, con nuevas leyes fundamentales, en el cual existan garantías en serio, respeto al ciudadano y rendición de cuentas de la autoridad, entre otras ventajas.

Armando Fierro Márquez murió hace meses, algo que lamentamos. Relatar lo inconcebible es parte de los cronistas. Como la vida misma de este personaje diverso, esforzado, hoy loado.

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