Personalidades singulares

Alfonso Vélez y Ana María Rico

 

En  julio  y  agosto  fallecieron  dos  militantes  de  la  izquierda  que,  indudablemente,  no  coincidieron  en  sus  tácticas  y  estrategias,  pero  se  unieron  en  algo  prioritario:  transformar  una  nación  cada  vez  más  injusta.

Recientemente fallecieron dos personajes de la izquierda. El primero fue Alfonso Vélez Pliego, quien militó en el Partido Comunista Mexicano (PCM) y otras agrupaciones que buscaban un cambio ordenado y pacífico. Y la segunda fue Ana María Rico Galán, mejor conocida por sus amigos como La Maja, quien fue activista en el Movimiento Revolucionario del Pueblo, el Frente Socialista, el  Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM).

 

La oposición de la oposición

 

Alfonso Vélez Pliego despachaba frecuentemente en un conocido restaurante –café– bar del centro de Puebla: Vittorios, se llama, hibridismo entre pizzería y comida de dicha entidad. Siempre estaba acompañado; lo mismo cuando fue secretario general de la UAP
–en el rectorado del gran Luis Rivera Terrazas– que al llegar al máximo puesto de esa prestigiosa universidad, incluso pocos días antes de fallecer.

Las últimas reuniones fueron con sus  amigos: Julio Glockner –cuyo padre asimismo fue rector de la UAP, aunque distanciado de Rivera Terrazas–, Ricardo Téllez, Rolling Kent, Enrique Soto, Eduardo Salinas y varios de sus familiares. Llegaron a concurrir en dichas sesiones, aunque en otras mesas, descendientes de los Vélez Pliego.

En aquellas tertulias se discutía de política, educación y los retrocesos que ha sufrido el país en muchos terrenos. Se insistía que era posible el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. Y cuando se conoció el resultado, Alfonso le dijo –con lamento pero sin quebranto– a su hija Lilia Vélez Iglesias: “Ya no veré, en mi vida, un gobierno de izquierda”.

Y es que el enfisema pulmonar lo había mermado hace tiempo, debido a su gran adicción al cigarrillo, algo que no impidió su activismo en una gran variedad de asuntos, entre ellos, el rescate del patrimonio para su amada Universidad Autónoma de Puebla (UAP). Y el gobierno de Zacatecas le dio el premio ICOMOS. En aquella  ocasión, la mandataria del estado, Amalia García, dijo: “Fui y continúo siendo alumna de Vélez Pliego”.

Varios discrepamos de sus posiciones, incluso en un despropósito que todavía lamentamos, lo expulsamos del PCM debido a un enfrentamiento sordo y tonto, y con eso, lejos de menguar su ánimo, fortalecimos a quien luchó sin desmayo, con ideas y demostrando que, como bien señala Javier Cercas en su novela La velocidad de la luz:

A lo mejor nadie está vacunado contra el éxito; a lo mejor basta tener suficiente aguante con el fracaso para que te atrape el éxito. Y entonces ya no hay escapatoria. Se acabó. Finito Kaputt.

Resulta que no obstante su exclusión partidaria, Alfonso logró ganar las elecciones rectorales en la UAP y hasta se reeligió (1981-1987). Se impuso pese a que su mentor, Rivera Terrazas, apoyara a otro candidato; y que el PCM impulsara con todo al rival de Alfonso. Cuando supo de su triunfo, no dudó, a pesar de quienes deseaban evitar su ascensión, ir rumbo al edificio Carolino con sus simpatizantes a reclamar lo que le correspondía. No hubo un baño de sangre porque algunos opositores sensatos –incluido Rivera Terrazas y Jaime Krassof–  aceptaron lo evidente: el triunfo de Vélez Pliego.

Ya instalado en la posición más importante de su universidad, no ejerció venganza alguna. Más bien privilegió el diálogo, el acuerdo, la necesidad de cerrar filas para lograr avances en todos los órdenes de la vida académica. Fundó, como pocos, varios institutos. Atrajo a profesores de muchos sitios del país y del extranjero. Su objetivo era elevar el nivel de los alumnos. Y lo logró.

Organizó las actividades más diversas (revistas, encuentros, debates) para que floreciera la discusión y se abriera paso a lo que se pretende como verdad.

En un debate muy acalorado con Alfonso, éste dijo que la política se hacía con “inteligencia, corazón y güevos” (valor mexicano). Nunca le faltaron esos tres elementos. Supo no cegarse ante la adversidad y ampliar su mente para enfrentar los retos. No obstante sus diferencias, entendió que no es a través de los hachazos y las negativas como se debe vivir la existencia y jamás decayó ante las adversidades.

Varios de los que escribieron acerca de su obra, dijeron que tuvo otra virtud, tan extraña en estos tiempos: la honestidad. Jamás utilizó el presupuesto oficial para negocios particulares, comprar a sus rivales o tratar de pavimentar el horrible infierno que es conseguir, por medios económicos, un puesto público.

Tan fue respetado por todos, que en el homenaje rendido en el edificio Carolino –una joya inigualable mexicana– acudieron gobernantes y opositores, amigos y adversarios, universitarios y ambulantes, jóvenes y ancianos, periodistas y dueños de medios. Todos se reunieron para despedir a quien supo ser de oposición, incluso en la oposición; el mismo que no dejaba de pensar en un bello futuro, incluso antes de su último aliento, como dijera y escribiera Luis Buñuel. Éste, recordemos, comentó que la vida es una construcción permanente y una escritura sin fin.

 

Mujer excepcional

 

La conocí hace más de una década, ya que había salido de prisión, a donde fue a parar siguiendo los pasos de su hermano Víctor. Su nombre, será evocado por muchos: Ana María Rico Galán.

Le decían, cuando empecé a tratarla, La Maja. Y el apodo le quedaba al dedillo, ya que realmente era una beldad. Goya hubiera querido pintarla o cuando menos deleitarse con su pose y sonrisa, la cual nunca perdía a pesar de las frecuentes discrepancias en política.

Contaban –y pude escucharlo reiteradamente– que estuvieron enamorados de ella: Demetrio Vallejo, Valentín Campa y Heberto Castillo, entre otros. Con los dos primeros estuvo en Lecumberri, en donde sufrió la reclusión desde agosto de 1966 hasta finales de 1969, por participar en un grupo subversivo llamado Movimiento Revolucionario del Pueblo, el cual tenía influencia castrista y guevarista indudable.

Fue esposa de Guillermo Mendizábal, el impulsor de grandes historietas como Los supermachos y Los agachados. Pero jamás le hizo sombra ni esa relación ni mucho menos la de su hermano Víctor, uno de los mejores críticos y brillantes periodistas que hemos tenido y no se le ha hecho justicia (habría que ver sus excepcionales colaboraciones en la revista Siempre!).

La Maja abría las puertas de su casa a todos. Y a pesar de que algunos le reclamaron torpemente nimiedades y tonterías, nunca tomó en serio a quienes la criticaron. Con un ánimo desbordado, pensaba que se trataba de cuestiones momentáneas, debido al calor de los tragos o por la grilla efervescente.

No se crea, empero, que fue dejada. Siempre defendió su nacimiento en España, la participación en la Guerra Civil Española –no obstante sus pocos años–, el paso por los grupos de izquierda y su militancia en las diversas agrupaciones que se formaron antes del PRD y al nacimiento de éste, donde siguió batallando hasta que no pudo más a los 75 años de vida.

Rasgo memorable fue su gran sentido del humor. A pesar de su mala situación económica, las muchas horas de trabajo en la Facultad de Economía de la UNAM, el trajinar en los últimos años por diversas casas y un tabaquismo que lastimaba sus pulmones, nunca hubo queja, lamento o petición de ayuda. Más bien era un aliciente para los que se sentían débiles o apachurrados.

La vida de La Maja es un ejemplo para muchos, más ahora que no faltan quienes no encuentran salida, acomodo o ven un horizonte negro. Ella se embarcó, por decisión, en mil aventuras y supo quedar plasmada en un cuadro permanente: el de su entereza.

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