De la cima a la sima
Trazos de una diva del periodismo mundial: Oriana Fallaci
José Luis Esquivel Hernández
Profesor de periodismo de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.
Apasionada con su carrera, Oriana Fallaci siguió el curso de las noticias por todas partes, pero sin dejar de lado su especialidad: las entrevistas, para las que se preparaba con su filosa argumentación femenina a la hora de interrogar a sus víctimas. Acarició la cumbre de la
gloria en sus años felices de periodista intrépida y escritora contumaz, pero también tocó fondo con su racismo y desplantes de diva enferma de personalidad.
Conocí a Oriana Fallaci en el verano de 2002 en Madrid. El profesor de la clase de entrevista periodística en la Universidad Complutense había contribuido a engrandecer el mito al darnos a leer las 17 páginas de una entrevista de esta ilustre italiana con otro no menos ilustre italiano, Federico Fellini. Y luego las copias de Adiós, Toro acerca del encuentro de esta gran periodista con el torero español Manuel Ordóñez. Los alumnos deseábamos saludar personalmente a quien era un referente obligado en la carrera que ilumina nuestras vidas. Pero, ¡oh sorpresa!, ya en el amanecer del nuevo siglo, la impresión que nos dejó fue muy distinta de la que teníamos de ella en la cumbre de su profesión.
Sus libros Los antipáticos y Entrevista con la historia, en 1972, pusieron de moda a Oriana Fallaci, pero esta vez, en 2002, quedaron atrás al renegar de sus éxitos periodísticos y refugiarse en la escritura de libros que le dieron otra vez fama y dinero, pero que borraron de un plumazo el encanto de sus trabajos en la prensa diaria.
De cualquier manera, su trayectoria –que comenzó a mitad de la década del siglo XX– mantiene enhiesto el valor de su periodismo por sus entrevistas polémicas a grandes figuras de la historia, ya que poco antes de cumplir los 20 años de edad decidió que su vocación era la noticia profesional en todas sus formas y se aventuró a su ejercicio contando con la venia de su padre, un carpintero de izquierda que no le ahorró riesgo alguno.
Nacida el 29 de julio de 1929 en Florencia, desde los 10 años dio muestras de un carácter especial al actuar como correo de la resistencia antifascista. Tenía claro –lo dijo años después– que su camino estaba marcado por esa vía de lucha social sin dar ni pedir cuartel.
Poco a poco comenzó a construir el edificio de lo que sería su alcázar periodístico y para 1961 publicó su primer libro titulado El sexo inútil y, un año después, Penélope en guerra, los cuales le reportaron fama y prestigio en toda Italia y más tarde, en 1969, Nada y así sea. Además, sus crónicas sobre la guerra en Vietnam para el Corriere de la Sera, la proyectaron internacionalmente para establecer la plataforma desde donde acecharía a los llamados grandes de la política.
El sabor picante de sus colaboraciones para el diario italiano, hacían ver a una mujer furibunda contra las injusticias y la violencia, que no batallaba para desbocarse cuando rasgaba con su bisturí profesional la piel purulenta de la sociedad sobre la cual hincaba su visión de socióloga práctica.
Por eso tuvo los arrestos para estar frente a frente de Henry Kissinger cuando era el todopoderoso secretario de Estado de la Unión Americana. Igual se midió en inteligentes diálogos con Golda Meir, Yaser Arafat, Ma Tse Tung y otros políticos de relevancia sinigual en la época de la Guerra Fría, dejando testimonio de su trabajo periodístico en el libro Entrevista con la historia, mismo que puede considerarse una lección de violencia verbal, al grado de que Kissinger llegó a expresar: “Jamás entenderé por qué accedí a recibir a Oriana Fallaci”.
En 1975 conmovió con un libro que no se esperaba de ella: Carta a un niño que no nació, en el que se desborda en su experiencia del aborto y que fue un auténtico best seller mundial. Pero cuatro años después, otro libro del mismo corte personalista lo aprovechó para hablar de su compañero sentimental Alekos Panagulis, héroe de la resistencia griega contra la dictadura y quien falleció en 1976 en un accidente automovillístico. Su título, Un hombre, le dio la vuelta al mundo y dejó ver a una Oriana Fallaci tocada por la nostalgia y la frustración.
La atrevida periodista, ya con el renombre en sus alforjas, se entregó de lleno a cubrir cuanto conflicto bélico se suscitaba en el planeta. Por eso le llamó la atención el fenómeno social que anticipaba una revuelta en México en 1968, y llegó dispuesta a tomarle el pulso a la realidad, siempre a su manera. Finalmente quedó marcada con la noche de Tlatelolco, aquel fatídico 2 de octubre, puesto que recibió tres heridas de bala como testigo de la matanza estudiantil, y la imagen del suceso no pudo esquivarla durante algún tiempo. “Dentro de mí hubo tal convulsión –escribió–, que mi alma se ordenó”.
Los disparos en el edificio Chihuahua le enseñaron lo que es la vida, según lo dejó asentado en su libro Nada y así sea, a pesar de haber presenciado otros hechos más sangrientos en campos de batalla entre soldados profesionales. Pero es que su texto de reflexión es el resultado de la acción emprendida por el presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, obsesionado con parar a la Fallaci en sus denuncias en primera plana en la prensa extranjera. Pero ella simplemente escribió lo que oyó, vio y sintió esa noche que no se olvida en México.
Entrevistadora única
Apasionada con su carrera, siguió el curso de las noticias por todas partes, pero sin dejar de lado su especialidad: las entrevistas, para las que se preparaba con su filosa argumentación femenina a la hora de interrogar a sus víctimas, como el Ayatola Ruhollah Jomeini en 1978, enfrente de quien criticó sus opiniones que daba sobre las mujeres. Tal desplante contribuyó a avivar su leyenda periodística, pues el líder iraní la decalificó por sus pobres valores femeninos occidentales de que hizo gala Oriana Fallaci.
En 1990 publicó Inshalá, sobre la guerra del Líbano, y ya para entonces empezó a renegar de su paso por el periodismo. Esta obra le reportó de inmediato la venta de 800 mil ejemplares, pues causó gran impacto al presentar cómo vivían y morían los soldados en los campos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en Beirut.
Alejada de los reflectores y de las noticias, su silencio presagiaba alguna turbulencia en aquellos años de fin de siglo, hasta que en 2001 reapareció con virulencia, tras presenciar desde la ventana de su habitación en Nueva York cómo se derrumbaban las torres gemelas durante los ataques terroristas vindicados por Osama Bin Laden. El Corriere dela Sera le dio cabida a sus exabruptos pergeñados en textos incendiarios donde denunciaba el fanatismo islámico, al que no se cansó de comparar con el nazismo. Pronosticó incluso “el eclipse total de Occidente” por el azote de la ola verde, que es el color con que se identifica ese credo religioso.
De esos artículos periodísticos nacieron La rabia y el orgullo en 2001 y enseguida La fuerza de la razón, que fueron los dos libros que la llevaron a tribunales por demandas y a exponerse a la furia de los fanáticos musulmanes en Europa principalmente, por el veneno que destilaba en sus páginas de principio a fin. Además, les tundió duro a los gobernantes de los países que se portaban tan permisivos con los hijos de Alá.
Finalmente, en 2004, lanzó Oriana Fallaci entrevista a Oriana Fallaci, que en edición postrera llamó Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. Buscaba sacudir a Europa –a la que llamaba irónicamente Eurabia– por su tolerancia y contra la mentira de la inteligencia y la farsa del multiculturalismo.
Con la división de opiniones en sus espaldas porque unos la querían como senadora vitalicia en Italia y otros pedían que la metieran a la cárcel, se refugió en su apartamento de Nueva York a enfrentar a un enemigo más cruel: el cáncer. Y cuando supo que se acercaba el fin de sus días, a principios de septiembre de 2006 subió al avión que la llevaría por última vez a su tierra, Florencia, donde murió a la 1:30 de la madrugada del viernes 15 de septiembre, dejando tras de sí la estela luminosa de su paso por el periodismo y su escuela de entrevistadora única, aunque se llevó al féretro el calificativo de loca, histérica y amargada por sus obras librescas a las que les sacó partido en cada presentación a la que acudía con la espada desenvainada.
Así lo hizo esa tarde en Madrid, en que prácticamente nos despedimos para siempre de ella los que asistimos a saludarla en un espacio muy cercano al Neptuno, en el centro de la capital española. Ya no era la misma, pues ahora era la escritora famosa y no la periodista temeraria de los años en que se constituyó en un emblema para los que deseábamos seguir sus pasos.
Para mejores señas de su locura, los mexicanos nos quedamos con el mal recuerdo de sus ofensas expresadas en la prensa de Estados Unidos, al condenar las marchas de los paisanos en mayo de 2006. The New Yorker consignó sus palabras contra los musulmanes otra vez y contra nuestros connacionales de esta manera: “Me dan asco las turbas de manifestantes, especialmente cuando ondean las banderas mexicanas”.
“No, no amo a los mexicanos”, reiteró en esa entrevista y recordó la triste imagen de la matanza en Tlatelolco 1968.
Por eso quizá, por su amargura final que desterró amigos y relaciones afectivas durante tantos años, en su sepelio no hubo nadie más que su hermana y sus sobrinos, quienes exigieron tener consideración del estado en que murió, pues hasta el último día pensaba que la iban a asesinar. Darío Fo, el Nobel de Literatura, fue de los pocos que tuvo ánimos de pedir que dejaran a su paisana descansar en paz.
Y así fue cómo una vida pasó de la cima a la sima. Porque acarició la cumbre de la gloria en sus años felices de periodista intrépida y escritora contumaz, pero también tocó fondo con su racismo y sus desplantes de diva enferma de personalidad. Descanse, pues, en paz, Oriana Fallaci.
El anterior artículo debe citarse de la siguiente forma:
Esquivel Hernández, José Luis, «De la cima a la sima», en
Revista Mexicana de Comunicación, Num. 107, México, octubre / noviembre, 2007.