Vamos ganando

La política en tacones

Pilar Ramírez

Cuando en los años 50 y 60 hubo un gran despliegue del terrorismo árabe después de la fijación de la frontera del estado de Israel en 1949, México tenía noticias de ello vía las notas de la prensa escrita, ergo, pocos se enteraban. Entonces, el terrorismo era una realidad de otro mundo; las tácticas de la Organización para la Liberación Palestina como los secuestros aéreos, navales y terrestres, los ataques contra embajadas, tomas de rehenes, atentados y crímenes a sangre fría parecían ajenas a nuestra realidad. Para empezar, entre el gran público eran legión los que no sabían siquiera dónde estaban Jesuralén –blanco de ataque o escenario de muchos de aquellos hechos violentos–, Jordania, Tel Aviv, Siria, Beirut, Líbano o Sinaí.

Después del triunfo de la Revolución Cubana y durante casi toda la década de los 60 se puso de moda el secuestro de aviones ejecutado por contrarrevolucionarios que obligaban a las aeronaves a dirigirse a Miami. Aquellos actos terroristas, aunque instalados en el continente y muy cerca de nuestro país, parecían lejanos también porque eran la secuela de una revolución política comunista, una realidad muy distante a la nuestra que gozábamos de tranquilidad política gracias a una economía en la que el crecimiento era mayor que la inflación, la época del “desarrollo estabilizador”. También tuvimos noticia de las acusaciones mutuas entre Estados Unidos y Cuba de bioterrorismo, especialmente después de la fallida incursión del primero en Bahía de Cochinos, pero esas denuncias nos parecían como de ciencia ficción, la imagen de científicos dedicados a desarrollar armas biológicas no se asociaba con nuestra idea de política.

En los años 80 continuaron las acciones del terrorismo árabe. Supimos que el Hezbollah gustaba de utilizar el terrorismo de índole suicida, técnica que perfeccionaron Hamas y la Jihad Islámica, pero el fundamentalismo religioso nos era desconocido; en México sólo había producido un episodio histórico del que ya nadie deseaba acordarse y una muerte política que preferíamos no relacionar con esos otros actos violentos. Además, los ingredientes religioso y político siempre dejaban la duda de si se podían calificar de terroristas, de guerreros (estaba de moda el término fedayín) o de mártires que se inmolaban por su nación.

Estos actos terroristas alcanzaron un nivel más alto con Al-Qaeda y el atentado múltiple en Estados Unidos que cobró la vida de por lo menos tres mil personas en septiembre de 2001 y cerca de 200 en Madrid, en marzo de 2004. En una sociedad globalizada, con grandes recursos tecnológicos de comunicación, tales hechos causaron asombro e irritación, pero no dejaban de ser producto de las diferencias políticas y religiosas en las que México no solía estar involucrado.

El secuestro de Alfredo Harp Helú, cuya autoría se adjudicó al Ejército Popular Revolucionario, en 1994, mismo año del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas que tuvo como rehén al ex gobernador Absalón Castellanos quedaron en el olvido tan pronto desaparecieron de los medios, al igual que ha sucedido con varios atentados contra instalaciones de la Comisión Federal de Electricidad.

Hace una década, cuando se hablaba del riesgo de la colombianización en nuestro país, parecía sólo una especulación de los analistas políticos. Se pensaba que la conjugación de narcotráfico y terroristas de tipo político como la que surgió en Colombia, Perú y Bolivia era impensable en México. Las autoridades rechazaban tajantemente que ese proceso estuviera en marcha en nuestro país.

Hoy, las ejecuciones, ese obituario colectivo que parece emanado de una atroz política neomalthusiana forma parte de nuestro desayuno diario, los secuestros, el atentado en Morelia y las notas recurrentes sobre “levantones” nos dicen irremediablemente que el terrorismo está aquí y las autoridades parecen no saber o no querer tomar medidas que transmitan un mensaje de seguridad. El terrorismo, en su sentido más llano como dominación por el terror, se está apoderando de nuestra sociedad, porque se ha apoderado de los reflectores de los medios; a sólo quince días de los hechos, ya estaba circulando, a ritmo de salsa, “Atentado en Morelia” de Guillermo Zapata, nuevo juglar antillano de la política nacional.

Los actos violentos, terroristas o no, se atribuyen a agrupaciones desconocidas pero que, con ayuda de los medios, en el imaginario colectivo tienen más poder, organización y eficiencia que las autoridades, las cuales se desdibujan no sólo por la falta de resultados, sino porque en muchos de esos actos violentos están involucrados policías o ex miembros de corporaciones policiacas, curiosamente sin noticia de la participación de ningún alto mando.

El terrorismo ha cobrado un poderío mayor porque ha logrado penetrar en la vida cotidiana. Vecinos, conocidos o compañeros de trabajo mantienen contacto obsesivo con sus hijos por los riesgos reales o supuestos; niños y jóvenes llegan a la escuela con guardaespaldas porque ya una amplia gama de la población califica como secuestrable; correos y mensajes de celular circulan para informar de acciones terroristas o intentar prevenirlas. Surgen amenazas de bomba contra instituciones educativas, como el que ocurrió recientemente en la Universidad Veracruzana. Algunos riesgos, que parecen leyenda urbana, forman ya parte de nuestros miedos cotidianos. Nos han secuestrado la tranquilidad y la confianza. El despliegue policiaco y militar ahonda ese secuestro porque sospechamos que esta forma de enfrentamiento no llevará a nada si no hay negociación. Vamos ganando, afirma el gobierno federal. ¿Será?

Periodista y colaboradora de la RMC

El artículo anterior se debe de citar de la siguiente forma:

Ramírez, Pilar, «Vamos ganando», en Revista Mexicana de Comunicación en línea,
Num. 112, México, septiembre. Disponible en: Disponible en:
http://www.mexicanadecomunicacion.com.mx/Tables/rmxc/politica.htm
Fecha de consulta: 9 de octubre de 2008.

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