Dos comunistas y una muchacha
Terrazas, Zama y la Becka
Conocí a Manuel Terrazas hace 45 años. Era uno de los integrantes de la alta jerarquía en el Partido Comunista Mexicano. Los otros dos eran Arnoldo Martínez Verdugo y José Encarnación Pérez. Se reunían, con frecuencia, en Mérida 186, colonia Roma, local de la entonces ilegal organización. Ellos en la parte alta de la casa; los militantes que íbamos a los encuentros colectivos, abajo (había clases y diferencias), donde estaba pintado un barco que nunca supe si era una alegoría de surcar los mares procelosos y arribar a un puerto muy bien determinado: el socialismo.
Jorge Meléndez Preciado
Con Manuel coincidí, por otras razones, en diferentes cocteles de las embajadas Checa, Polaca y, sobre todo, de la entonces URSS. Era un tipo abierto, risueño, mediano bebedor y hasta bromista, algo que no tenían los otros dos, sobre todo Chon Pérez, más reservado y con portafolio en la mano siempre.
En varios de estos agasajos, incluso hicimos dupla para frenar los ímpetus siempre grandilocuentes de Porfirio Muñoz Ledo o los dogmas de muchos camaradas de otros países al insistir que “no había más ruta que la suya”. Afortunadamente nosotros evitamos la debacle ya que en 1968 y después nos abrimos a los aires renovadores del eurocomunismo y la crítica a la Madre patria (Moscú).
Terrazas, asimismo, era asiduo al Movimiento Mexicano por la Paz. Tanto que hasta el final de sus días abrazó dicha causa. Al dar cuenta del fallecimiento de Manuel Terrazas en mi columna “Botica”, el gran Alfredo Jalife se sorprendió y me escribió que jamás pensó en la militancia comunista de MT, pues en los encuentros pacifistas donde ambos estuvieron, al lado del doctor Manuel Velasco Suárez, jamás se traslució su sectarismo.
Hombre alegre, sin mayores pretensiones que la buena lucha, la acción singular y la vida a plenitud, ese fue Terrazas Guerrero.
Rogelio Hernández me escribió al teléfono celular: “Murió Zama. Los datos con el Chicali”. Los tres son entrañables compañeros. Más el primero con el que realizamos trabajo a favor de los periodistas y hemos compartidos mesas de cantina sin fin y tragos al por mayor. Con Chicali menos, pero en ciertas ocasiones, incluso en una mesa de cartas.
Arturo Zama Escalante apareció en mi vida siendo ambos estudiantes universitarios: yo en Prepa 7 y él en la Facultad de Derecho. La distancia aparente en la edad no era mayor, ya que este refugiado se atrasó en los estudios. Es más: alguien me dijo que el hoy fallecido tenía 63 años; un jovenazo para mí. No muy dado al palique, aunque sí atento al chiste y la ironía, Arturo era un hombre cálido, sorprendente, dispuesto a enfrentarse a todo, incluso a golpes contra la policía en las manifestaciones que realizábamos.
Dejé de verlo muchos años. Intempestivamente me empezaron a llegar correos de alguien que firmaba “Jalea”. Los abrí con desconfianza y quedé deslumbrado. El remitente seleccionaba muchachas sin vestido muy singulares, tanto que mi colección es amplia. Recientemente, el envío era de muchas de las llamadas drogas enloquecedoras, las cuales se recomendaban, vendían y usaban no hace mucho tiempo en todas partes. Ahora son “el enemigo terrorífico”. Es lógico: Arturo Zama Escalante era el gran provocador. Ya no militaba en ningún partido, aunque seguía con su afán revolucionario, despertador de conciencias, echando abajo mitos.
En las instalaciones de Canal 21, luego de grabar un promocional, José Reveles, el enorme periodista y sencillo amigo, me llamó y dijo: “Creo que no lo sabes, porque la noticia no se difundió bien, pero murió la Becka. Casi me da el infarto. Repuesto, le pregunté por él y el hijo de ambos. La contestación: “Todo en calma”. Ojalá.
La maestra de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, Carmen Guitián, conocida universalmente como la Becka, era una mujer hermosa en todos sentidos: su belleza innegable que dejaba lelo a cualquiera, su trato afable, la categoría para dirigirse a todos, la sapiencia en sus actividades y, algo imprescindible, diría Brecht, su modestia infinita.
En unas cuantas ocasiones –¿por qué no fueron más?, digo ahora– estuve en casa de sus padres, cubanos ellos. Se comía, bebía, recitaba, cantaba, bailaba, hacíamos desfiguros algunos y no había problema. Una convivencia sin zalamerías ni estridencias, sino más bien con absoluta libertad (lo que implica, asimismo, responsabilidad).
Antes, cuando Pepe y yo éramos dirigentes de la Unión de Periodistas Democráticos, asistían a la casa de Reveles y la Becka, el presidente de la agrupación, entonces, Elías Chávez, y varios más, entre ellos Paco Ortiz Pinchetti. Como andábamos mal de lana (cosa rara), nos deleitábamos con Ron Antillano, de los más baratos; ella hacía agua de limón para que no engordáramos con los refrescos.
En la FCPyS la encontré muchas ocasiones, hablamos de todo, incluso de alcoholismo. La sonrisa imborrable, el gesto tranquilo, la actitud de una princesa. Me cuentan que a su entierro llegaron infinidad de amigos y admiradores. Lástima que no asistí a esa ceremonia. Pero estoy con ella.
Marx decía que el comunismo era un fantasma que recorría Europa. Dos amigos de ese movimiento se han ido, y la siempre joven Becka también. Ahora pueden hacer una versión mejorada de Dos fantasmas y una muchacha, película con Germán y Manuel Valdés y Ana Luisa Peluffo.
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