La Red en su circunstancia

 

El entorno digital y la cooperación para la comunicación y la cultura

Raúl Trejo Delarbre

Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.


No podemos seguir pensando en la cultura como si estuviera desprovista del contexto, pero también de las formas y los contenidos que les imponen las redes digitales. No debiéramos seguir pensando en la cooperación sin entenderla dentro de las nuevas realidades que se desarrollan en el marco de una cultura y una comunicación crecientemente atadas a las plataformas digitales, a la vez que potenciadas por ellas. Pero al mismo tiempo no debiéramos suponer que la digitalización lo circunscribe todo, ni que los formatos del entorno digital tienen todos la misma utilidad e imponen la misma necesidad a la cooperación, la comunicación y la cultura. Cualquier tarea de propagación y promoción tiene que tomar en cuenta el contexto digital pero sin hipotecar creatividad, comprensión, conocimiento o contenidos al encanto de la digitalización.

El dejo admonitorio de las frases anteriores se encuentra a tono con la retórica de sentencias tajantes y requerimientos imperativos que suele propiciar el contexto digital, especialmente cuando es utilizado por los medios de amplia cobertura comunicativa. La sociedad de la urgencia que hemos creado a partir de la sacralización de la velocidad, crea consumidores intensivos de bienes de toda índole pero con nuevos parámetros para justipreciarlos. Fast food, fast access, fast track, son divisas de una época en la que la comida, el acceso, las soluciones rápidas, son estimadas por la diligencia con que llegan más que por cualidades de otra índole.

En la sociedad de la información, convertida en sociedad de la celeridad, se premia al apremio. La transmisión de noticias y las transacciones financieras son paradigmas de esa necesidad por la velocidad. La noticia periodística siempre ha requerido de originalidad, frescura y, precisamente, novedad. Pero cuando está sometida a los parámetros de transmisión al instante que impone la industria de la información, la noticia se condensa en el hecho escueto y el periodismo que depende de ella comienza a dejar de ser el oficio que no solamente identifica lo novedoso sino que además le da contexto y explicaciones a ese acontecimiento.

La circulación de capitales, en el otro ejemplo, nunca ha reparado en fronteras geográficas ni, salvo a regañadientes, en soberanías estatales. Pero cuando es espoleada por el acceso de millares de inversionistas a las redes telemáticas en donde pueden mover, arriesgar, explotar o retirar sus capitales en un santiamén, la inversión se limita a la especulación con secuelas como las que actualmente padece la economía global.

Mencionamos al periodismo y a las finanzas como dos áreas en donde la velocidad ha desplazado a otros valores: la precisión, la originalidad y la elucidación, entre los parámetros cada vez menos frecuentados para aquilatar a las noticias. O el desarrollo social, la planeación y la creación de infraestructuras, en el caso de las economías nacionales. Pero podríamos aludir a otros campos.

En los terrenos de la comunicación y la cultura, que son ambas actividades ligadas a los contenidos y en donde la calidad siempre entra en tensión con la cantidad, la velocidad impone parámetros que apenas hace pocos años comienzan a ser relevantes. La posibilidad de conocer un libro, una película o el álbum de un grupo musical en cuanto son puestos en circulación y prácticamente al mismo tiempo en todo el mundo, hace de la simultaneidad un valor frecuente. Los productos culturales, independientemente de sus rasgos autóctonos, tienden a ser ubicuos en esta aldea globalizada por las redes digitales. Las posibilidades que, así, se abren para irradiar, reproducir y multiplicar –pero también para remedar, rehacer e incluso plagiar y de nuevo propagar sin control alguno casi cualquier producto cultural–, abren opciones y problemas antes insospechados en la creación y la divulgación de tales contenidos.

La parquedad y la instantaneidad con frecuencia son motivo de superficialidad e insustancialidad en contenidos de toda índole, pero las tecnologías digitales pueden ser utilizadas con otras prioridades y características. Allí radica uno de los desafíos cardinales, quizá el principal, en cualquier proyecto de cooperación para la comunicación y la cultura.
    
Usos, retos y temas para la cooperación

Resulta evidente que la cooperación en materia de cultura y comunicación se encuentra situada, hoy en día, en una era determinada por los recursos digitales. Ese reconocimiento nos permite sortear discusiones un tanto innecesarias. Pero si bien es claro que el contexto insoslayable en el que ha de realizarse cualquier esfuerzo cultural y comunicacional es de índole digital, no lo son tanto las características ni las implicaciones de tal entorno.

Aun se mantiene, entre los interesados en estos temas, una discusión ahora algo reiterativa pero con frecuencia intensa acerca de los rasgos y los alcances de la sociedad de la información. Las connotaciones empresariales y/o arbitrarias que ha llegado a tener ese concepto, han conducido a no pocos especialistas a preferir otras denominaciones para el entorno singularizado por las conexiones y los formatos digitales que hoy se aprecia en nuestros países.

Para la cultura y la comunicación, así como para la cooperación que busque alentarlas, el entorno digital que define a esta sociedad de la información supone, entre otros retos, la necesidad de articular nuevas decisiones, definiciones y actitudes en temas como los siguientes.

Nuevas formas de creación cultural

El arte digital, la literatura hipertextual, la música respaldada en simulaciones acústicas, el video habilitado por computadora, son expresiones de los nuevos campos desarrollados en este contexto. Se trata de expresiones que no sustituyen a las que se realizan con otros soportes tecnológicos, pero las complementan y posiblemente las acotan de manera irreversible.

La estructura narrativa de la novela, por ejemplo, puede tener rasgos distintos si ha sido escrita a mano, en máquina mecánica o en ordenador. Y su lectura puede ser distinta si se hace en papel o en una pantalla. El cine, cuando es digital, adquiere ritmos narrativos e incluso texturas gráficas diferentes a los que suscitaban los filmes analógicos. En ocasiones, la flexibilidad y el acceso relativamente sencillo y barato de los formatos digitales favorecen el trabajo de creadores excluidos de los circuitos mercantiles para el patrocinio y la promoción de bienes culturales. Así, tales productos y contenidos pueden alcanzar una difusión más amplia.

Es pertinente no ignorar, pero tampoco magnificar el alcance de las nuevas redes digitales en este campo. Es difícil que una obra cinematográfica relevante se propague a través de segmentos difundidos en YouTube, pero sin duda la posibilidad de publicar videos que pueden ser contemplados por cualquiera que los busque o encuentre en la Red está propiciando situaciones novedosas en campos tan diversos como las relaciones personales, la información periodística, la confrontación política y desde luego la creación cultural.

El formato digital favorece la reproducción y la divulgación, pero también la modificación de los contenidos de toda índole. Estos cambios suelen propiciar reflexiones acerca del sentido de la realidad enriquecido o deformado, según se vea, por los recursos digitales. La literatura académica sobre la realidad virtual ya es cuantiosa –y con frecuencia un tanto redundante–.

Originalidad, criterio de calidad a discusión

La originalidad es consustancial a la relevancia y al valor, en todos los sentidos, de una obra cultural. Nadie viaja hasta el Museo del Prado para mirar una reproducción de Las Meninas sino para estar delante de Velázquez y su obra original. Los incunables de la Biblia de Gutenberg son inapreciables, aunque haya muchas ediciones que repiten el mismo texto. La originalidad de una obra está relacionada con su autenticidad. Pero ¿qué sucede cuando las técnicas de reproducción actuales permiten fabricar duplicados exactos de un cuadro, igual que de cualquier libro o video? ¿Qué pasará cuando dispongamos de una réplica idéntica del Guernica que se exhibe en el Museo Reina Sofía que permita apreciarla sin que sea necesario ir hasta Madrid y que incluso se pueda transportar con facilidad y sin poner en riesgo la obra original? ¿Y qué valor estético, pero también informativo además de formativo, pueden tener las versiones de Las Meninas o del Guernica en los museos virtuales que hay en Internet? Las opciones creadas por la digitalización abren posibilidades de apreciación e instrucción culturales que obligan a replantear, o por lo menos a complementar, las políticas en ese terreno.

Nuevas fronteras del derecho de autor

La concepción básica que considera que el autor de una obra es dueño de los derechos patrimoniales sobre ella, sigue siendo reivindicable. Pero cuando tales derechos son usufructuados por empresas y no necesariamente por los autores, o  la autoría se difumina en enmarañados contratos corporativos, esa definición inicial tiende a modificarse y no precisamente en beneficio de los creadores.

Las posibilidades que abren los recursos digitales para la reproducción e incluso la apropiación y modificación de una obra cultural han incorporado nuevos dilemas que pocas veces están siendo resueltos de acuerdo con el interés de los autores y mucho menos de los consumidores de productos culturales. Si compro un disco de Joaquín Sabina y guardo una copia en mi ordenador, seguramente nadie me lo reclamará. Pero si esa copia la hago en un CD quizá esté incurriendo en una infracción, no tanto o no solamente a los derechos de ese autor sino a los intereses de la empresa que comercializa sus interpretaciones. Si ese CD se lo regalo a un amigo, la perspectiva empresarial considerará que estoy perpetrando una transgresión legal. El impuesto europeo a todos los soportes de carácter digital que pueden ser utilizados para copiar archivos parte de la suposición de que todos somos infractores. A pesar de gravámenes como ese, las copias digitales se han multiplicado en dimensiones incalculables.

En otro ejemplo, si estoy buscando un libro ya agotado de Néstor García Canclini y saco una fotocopia del ejemplar que encontré en la biblioteca de mi Universidad, estaré incurriendo en un delito. Pero cuando Google Books digitaliza ese y varios millones de libros para colocarlos en línea y sin haber recabado necesariamente el consentimiento de sus autores, muchos consideran que se trata de una manera de propagar la cultura y de un servicio a los lectores. Y lo es, sin duda alguna.

La posibilidad de tener en la Red miles de miles de títulos, parece cumplir la fantasía borgeana sobre la Biblioteca de Babel que soñaba maravillosa e infinita. Pero así como el diablo está en los detalles, tratándose de asuntos culturales el obstáculo se encuentra en los dólares. Cuando Google Books cobre por descargar de la Red tales libros, el negocio será de esa empresa y no de los autores cuyas obras serán leídas –y copiadas, y multiplicadas– a partir de la disponibilidad en línea.

Cualquier autor estará complacido con la posibilidad de llegar a lectores que de otra manera quizá jamás habría tenido. Pero esa tendría que ser una decisión suya y no de quienes mercantilizan sus derechos, o de quienes someten sus textos al océano ciberespacial. Una política cultural para difundir contenidos de la manera más amplia y fiel posible pero sin infringir los derechos del autor de cada obra tendría que atender a la decisión específica de los creadores, en cada caso.

El sistema Creative Commons, creado por Lawrence Lessig, permite que el autor de una obra establezca el tipo de derechos que desea conservar, o compartir, respecto de un texto, una imagen o cualquier otra creación intelectual o artística. Estas, insistimos, son realidades que amplían la complejidad de la cooperación cultural y comunicacional, de la misma manera que abren nuevas opciones de intercambio y circulación de contenidos.

El periodismo en un mundo hiperinformado  

En una concepción amplia, el periodismo es una de las expresiones culturales más dinámicas y significativas. Pero incluso prescindiendo de esa apreciación, se puede reconocer que en la propagación de la cultura, y desde luego en el ejercicio de la comunicación, el periodismo resulta esencial. Por eso no se encuentra fuera de lugar en este recuento de circunstancias alteradas por el entorno digital.

El periodismo contemporáneo, especialmente el que se expresa por escrito, padece varias crisis. Lo aquejan las vicisitudes financieras de empresas periodísticas lo mismo de dimensiones titánicas que circunscritas a poblaciones aisladas y pequeñas. Lo afectan, además, la competencia de los medios electrónicos y ahora de la Red, la disminución de lectores y el menoscabo en los hábitos de lectura, la tendencia a la homogeneización de las noticias y al empobrecimiento editorial de sus contenidos. Esa crisis múltiple es de identidad, pero también de sustentabilidad. Y, significativamente, todos los pronósticos parecen coincidir en que el futuro del periodismo pasa necesariamente por lo que haga en Internet.

Cuando algunos tremendistas dicen que el periodismo va a desaparecer e incluso le ponen fecha a ese acontecimiento infausto, lo confunden con el periódico impreso y se despistan, también, acerca de la función que el periodismo cumple en las sociedades. El periódico tal y como lo conocemos, impreso en tinta y papel, en algún momento será prescindible salvo quizá para unos cuantos diletantes. Pero el periodismo se expresará en medios de toda índole, lo mismo audiovisuales que hipertextuales y desde luego cada vez más en formatos multimedia. El cambio principal no se encontrará en el soporte tecnológico merced al cual se difunde, sino en el tipo de periodismo que prevalecerá en el entorno digital. Y allí es donde, otra vez, nos encontramos frente a modificaciones que afectarán el quehacer cultural y comunicacional.

El periodismo del futuro inmediato, que es el único que se puede avizorar hoy en día, se debatirá entre dos coordenadas. Una de ellas es la brevedad y la fugacidad de la noticia tremendista y/o sensacionalista que gana grandes titulares –o que acapara el segmento superior de las pantallas en los diarios digitales– y que propone antes que nada emociones transitorias y reciclables en cualquiera de los órdenes temáticos en los que se organiza la información. Lo mismo en las secciones financieras y políticas, que en espectáculos o deportes, la estridencia es el criterio básico para jerarquizar las noticias en ese tipo de periodismo.

El otro modelo supone un periodismo que va más allá de la noticia, que da seguimiento a los hechos y ofrece materiales capaces de ponerlos en contexto. Ese periodismo de explicaciones, se interesa en los asuntos culturales más que el periodismo de sensaciones. Se trata de un periodismo que, en medio del galimatías de hechos y suposiciones, datos y referencias, incitaciones y mensajes de toda índole que enfrentan los ciudadanos de la sociedad de la información, organiza los contenidos y propone prioridades para sus destinatarios. Se trata de un periodismo que, al reconocer intereses y requerimientos de sus lectores, reivindica la noción del interés público en la búsqueda, la circunstancia y la propagación de noticias.

Ese periodismo de contexto y que aspira a la explicación tiene que ser profesional. Las figuraciones acerca de la desaparición del periodismo profesional, que sería reemplazado por espontáneos autores de blogs y fotógrafos de teléfono móvil que suben sus instantáneas a la Red, soslayan las necesidades de jerarquización que como hemos indicado se encuentran en la médula del trabajo periodístico, así como la continuidad y la acreditación que suelen tener los medios de comunicación establecidos. Lo que tendremos será una creciente imbricación entre espacios de aficionados, algunos de los cuales ya funcionan con estándares profesionales, y medios de información que requieren la confianza de sus audiencias para recibir la publicidad o, en el caso de los medios públicos, el financiamiento estatal que les permitan seguir trabajando. De hecho, la presencia en sitios web y la apertura de espacios de interacción y deliberación como los blogs, se han vuelto indispensables para medios de comunicación de toda índole.

Transformaciones en el libro y otros soportes culturales

También están cambiando, no sabemos con qué plazos, los formatos convencionales para la propagación de la cultura y el conocimiento. Las discusiones más encendidas se concentran en torno a la vigencia del libro tal y como lo hemos conocido hasta ahora. A muchos de quienes nos hemos formado en los libros –y más aún a quienes hemos tenido ocasión de escribir algunos– nos resulta enfadoso suponer que hay quienes auguran su desaparición. Quizá es preciso matizar tales pronósticos. Los libros que conocemos como volúmenes de hojas encuadernadas subsistirán siempre que haya quienes los aprecien e incluso atesoren. Pero ya se encuentra entre nosotros la primera generación de mujeres y hombres que está creciendo en un mundo en donde las pantallas digitales tienen una relevancia mucho mayor que las páginas de papel y tinta. Cada vez más, los niños y jóvenes leen más textos en pantalla que de la manera convencional. Aún no sabemos con certeza si ese cambio de formato implica que entienden mejor o peor las asignaturas escolares, o que son capaces de alcanzar mayor o menor creatividad, agudeza y conocimiento que quienes aprendieron de la manera hasta ahora convencional. Sobre todo, no contamos con distancia ni con datos duros suficientes para saber si el texto en pantalla se lee con el mismo ritmo y provecho que en el libro habitual.

El libro no se encuentra atado al papel, de la misma manera que el cine no lo está al celuloide. Por eso su estructura, secuencia y contenidos pueden trasladarse a formatos digitales sin que por eso deje de ser, precisamente, un libro. Los dispositivos para leer libros digitales (Kindle, e-book reader e incluso agendas electrónicas o reproductores con pantalla como los Ipod más recientes) tienen una capacidad de almacenamiento que puede superar varias estanterías de nuestras bibliotecas y padecen, desde luego, limitaciones importantes. La mayoría de ellas se relaciona con las costumbres que hemos adquirido al leer libros convencionales.

Los libros en tinta, papel y encuadernados seguirán siendo atractivos y, en muchas circunstancias, seguramente constituirán una opción pertinente para difundir conocimiento y esparcimiento entre personas y/o en áreas que carecen de equipamiento informático. Sin embargo el abatimiento de la brecha digital, parsimonioso pero constante, permite suponer que en donde hay bibliotecas cada vez existirán menos motivos para que no haya, también, ordenadores con Internet.

De esa manera y aunque decirlo resulte tan impopular, en algún momento los libros en tinta y papel llegarán a ser objetos extravagantes como la ballesta, la gaita y el miriñaque, que hoy siguen existiendo aunque sus funciones ya no son necesarias o las cumplen mejor otros dispositivos. O como la pluma estilográfica o la máquina de escribir mecánica: nada nos impide utilizarlas, e inclusive pueden ser símbolos de elegancia o excentricidad, aunque sean tan poco prácticas.

Trabajo intelectual y creación en red

Los recursos digitales permiten la colaboración para crear documentos de toda índole, incluso en procesos de elaboración que pueden ser permanentes, o casi. La idea de una obra (escrita, plástica, icónica, como sea) concluida y definitiva, lo mismo que la creación a cargo de un autor que tiene todo el mérito por ese trabajo, se dislocan ante nuevas formas de elaboración y creación.

En Internet, o en otros espacios digitales enlazados en red, es frecuente encontrarnos con expresiones de trabajo intelectual y cultural expandible, modificable y de autoría colectiva. El caso más conocido es la Wikipedia. Las entradas de esa enciclopedia en línea están en constante evolución y no tienen autor único. Como ese, hay sitios que exhiben e incluso abren a la intervención de quienes quieran hacerlo, textos, imágenes, videos o audios que pueden ser modificados en línea.

El documento en permanente proceso de reelaboración puede tener resultados o calidad muy diversos e inaugura desafíos, a la vez que oportunidades, a una nueva concepción de cooperación cultural. Existen ejemplos venturosos de ese afán colaborativo, por ejemplo el software de código abierto cuyos creadores iniciales permiten la intervención de otros especialistas en informática que depuran, mejoran o trastocan esos programas de cómputo. Pero también hay, desde luego, experiencias de elaboración colectiva en diversos órdenes disciplinarios y artísticos que no siempre son de calidad reconocible y cuyos resultados conducen a añorar la creación a cargo de un solo autor.

Las redes sociales

Además de vincular contenidos las redes digitales también –y ahora, posiblemente antes que cualquier otra cosa– enlazan personas. El tránsito que se ha experimentado desde los ya viejos tableros de discusión de los años 80 a las ya no del todo funcionales listas de correos de los 90 y ahora a sitios que acopian millones de páginas personales que pueden ser organizadas y consultadas de acuerdo con las preferencias de cada quien y según los permisos que cada usuario otorgue para la divulgación de sus datos, señala el recorrido de la comunicación en línea hacia una mayor diversidad de opciones de sus usuarios. Esa flexibilidad creciente para colocar contenidos de cualquier temática y en formatos diversos está ceñida, sin embargo, a las reglas de cada red social.

Los usuarios de Facebook, MySpace, Hi5 o Netlog, entre otras más, construyen comunidades, transitan por ellas, se exhiben y miran, intercambian y discuten o solamente contemplan lo que otros dicen, según el apetito participativo de cada quien. En un sentido amplio, allí hay reproducción y circulación –y eventualmente creación– de cultura en variadas manifestaciones. Pero además allí se establecen, aunque a veces resulten tan efímeros como la permanencia de un post en la portada de Facebook, los cánones que con frecuencia influyen en el gusto musical, literario, fílmico, plástico, etcétera, de millones de usuarios de estas redes. Esos reconocimientos o reconvenciones que se acuñan en línea, experimentan rápidamente la prueba de la popularidad o el descrédito medidos en accesos a cada página y en ocasiones transitan a los medios de comunicación convencionales.

En tales redes se manifiesta una parte del interés social por la cultura en sus más misceláneas dimensiones. La utilidad que pueden tener en una estrategia de promoción y cooperación, parece evidente. Sin embargo, igual que en otros temas relacionados con la cultura y el entorno digital, resulta preciso no exagerar sus capacidades. En tales redes, salvo excepciones, es difícil propagar contenidos literarios o artísticos salvo que sean muy estruendosos o que se divulguen en pequeños circuitos de personas ya interesadas en ellos. En otros casos, los formatos a los que deben ajustarse los usuarios resultan refractarios a la deliberación o a la circulación de contenidos sistemáticas y amplias. Resulta difícil decir algo más que una exclamación cargada de dos o tres adjetivos en los 140 caracteres que, como máximo, se pueden difundir en cada entrada de Twitter.

Atisbos a la infraestructura digital en Hispanoamérica

Casi no hay áreas de la vida pública, así como de la privada, que no se desarrollen hoy en día en clave digital. La creación y el intercambio culturales, las transacciones y la especulación económicas, la propagación así como la trivialización de los asuntos públicos, la formación y difuminación de consensos políticos, la educación y las fuentes de su menoscabo cotidiano, las relaciones entre las personas, se realizan en buena medida con recursos de esa índole.

Las redes digitales, Internet antes que nada y como columna vertebral de ellas, propagan y facilitan –también jerarquizan, magnifican y en ocasiones enmascaran– contenidos de toda índole. Se trata de redes que conducen y comunican, pero cuyo efecto va más allá de informar y enlazar.

La expansión global de las telecomunicaciones ha creado un nuevo entorno digital. Su limitación más elemental se encuentra, precisamente, en las insuficiencias que aún experimenta esa infraestructura. En todo el mundo, e Hispanoamérica no es la excepción, la propagación de las telecomunicaciones reproduce desigualdades sociales y económicas. En el campo de la cultura y la educación, la disponibilidad o la ausencia de computadoras e Internet significa rezagos adicionales a los que ya padecen las zonas más desprotegidas de nuestros países y sociedades.

La brecha digital cambia constantemente, de la misma manera que se modifica la definición de ese concepto. La brecha digital ya no manifiesta solamente la diferencia entre los que están conectados a las redes digitales y quienes no disponen de tales servicios.

La apropiación que las sociedades de nuestros países hacen de estos recursos es diversa y también cambiante. Todavía prevalece el consumo de contenidos muy por encima de la producción de sus propios contenidos por parte de los usuarios, incluso entre los más jóvenes. La incorporación de los recursos informáticos sigue siendo una tarea que despliegan y aprovechan las empresas dedicadas a proveer tales servicios pero no parece que constituya una prioridad de los sistemas educativos en muchos de estos países.

Hay mucho por aprender acerca de estos nuevos y cambiantes hábitos. El diseño de cualquier estrategia para la cooperación en materia de cultura y comunicación tendría que partir de un diagnóstico puntual acerca de tales usos. El entorno digital podría favorecer la cooperación multilateral particularmente cuando los desajustes financieros, que son otra expresión de la interacción global, agobian a las sociedades de todo el mundo. Para ello hace falta identificar realidades y tendencias como las antes apuntadas y comprender al contexto digital no sólo como una plataforma tecnológica sino como un entorno que propicia interacciones y apropiaciones nuevas. Para aprovechar y entender ese contexto es preciso dejar de pensar de manera analógica.

El anterior artículo debe citarse de la siguiente forma:

Trejo Delarbre, Raúl, «La Red en sus circunstancias», en
Revista Mexicana de Comunicación, Num. 119, México, noviembre 2009/ enero 2010

Fecha de consulta: 12 de mayo de 2010