Díganle a todos que fui periodista
- José Luis Esquivel reflexiona sobre su vocación de ser periodista.
- Ha colaborado en medios como El Norte, Tribuna de Monterrey y Más noticias.
- «Díganle a todos que fui un modesto periodista. Que, idealista al fin, creí en el periodismo como defensor de la verdad y la justicia, al servicio de los que no tienen voz, y que siempre busqué servir a través de los medios con toda dignidad», dice Esquivel.
Por José Luis Esquivel Hernández
Siempre quise ser periodista. Desde niño estuve predestinado al mundo de la comunicación, porque escribía noticias y muchos poemas, quizá horrorosos pero decía yo que eran poemas; leía como loco periódicos y revistas además de ganar concursos de oratoria y de dibujo, sin que me faltara jamás una vieja cámara fotográfica para mis gráficas que hoy considero históricas. Me gustaban mucho los espacios informativos y me embelesaba con la radio de la década de 1950.
Pobre o casi miserable, en el bajo estrato social en que viví, veía muy lejano el día en que pudiera llegar a ser «alguien» en mi comunidad y sabía que tenía un camino muy cuestarriba en mis sueños de alcanzar una profesión a través de la cual pudiera luchar por la justicia y defensa de los más desprotegidos.
Y como soñar no cuesta nada, eché a volar la imaginación y desde mis primeros años puse mucho empeño en leer con gran concentración y redactar textos para mí mismo, así como hacer mis propios álbumes fotográficos con una modesta Kodak.
Después, por mi práctica en los medios masivos, y tras obtener el título profesional, ingresé a la academia como profesor en la Universidad Autónoma de Nuevo León, y más tarde a la Universidad de Monterrey, que fue una extensión de mi vocación docente desde que en 1965 inicié impartiendo clases en cuarto año de primaria y luego en preparatoria, además de ser fundador de la Escuela de Enfermería de la Cruz Roja en Monterrey, allá por septiembre de 1967, con las clases de Etimologías grecolatinas y Comunicación.
De niño me gustaba mucho el olor de la tinta y vibraba con el papel de los diarios que arrastraba el aire por el rumbo de las colonia Industrial, al grado de ser un lector asiduo de números atrasados de El Norte y El Tiempo así como de Vidas ejemplares que mi madre conseguía entre amistades con mejor posición económica, adictas a este tipo de publicaciones religiosas.
Mi afición por la letra impresa encontró rumbo al entrar a estudiar al Seminario de Monterrey, donde empecé a colaborar a los 14 años en la edición de Omnes in Unum que se publicaba con mucha calidad y fue una distinción de dicha institución católica por muchos años, pues significó la plataforma de estupendos alumnos de los cursos más avanzados de Teología y Filosofía.
Yo estudiaba para ser sacerdote pero en mis adentros latía la llama periodística y empecé siendo lector voraz de cuanto material valía la pena para mí, lo cual me llevó a encuadernar cientos de textos en ejemplares únicos que aún conservo como muestra de mis primeros «libros» que yo decía en aquella época eran para la historia por rescatar poemas, dibujos, fotografías, chistes, sucesos, historias y narraciones que se volvieron memorables.
Como periodista en ciernes, desde mi adolescencia me hice de una cámara fotográfica para retratar personas y lugares que, al contrastarlos ahora con la realidad actual, tienen un valor inigualable, pues aún respiran el aroma de mi espíritu con que capté cada escena y al contemplar tantas imágenes en mis álbumes de aquella época, sostengo que nada más estaba respondiendo a una prístina vocación.
El trato con la pluma, las noticias, los acontecimientos cotidianos, los comentarios y opiniones de lo público, fueron formando mi mundo y avivaron una pasión que me consumía, a pesar de que mis estudios me encaminaban con aparente facilidad al ejercicio sacerdotal, dado el carácter de las materias que me tenían embelesado en el Seminario de Monterrey.
Pero un día de 1965, la recoemendación de un compañero me llevó a su padre, Augusto Zenizo Rojas, quien era funcionario en la Sociedad Cuauhtémoc y Famosa, donde empecé mi labor en el entonces semanario -y ahora mensuario- Trabajo y Ahorro, fundado en 1921, llegando a ser director editorial a mucha honra, al mismo tiempo que en 1972 me vi en la necesidad de incursionar en los medios masivos, como corrector de pruebas nocturno en el hoy desparecido diario Tribuna de Monterrey, y luego seguí de reportero, hasta llegar a Más Noticias y en 1976 a El Norte de la familia Junco de la Vega.
Tres noticias de impacto
Hace poco más de 40 años justamente llegué a los medios masivos cuando tres hechos noticiosos sacudieron a nuestra sociedad estruendosamente, pues en los Juegos Olímpicos de Munich se suscitó el ataque de un grupo terrorista en contra de los competidores judíos, y ya se imaginarán las nuevas generaciones cuánto dio de qué hablar tal atrevimiento a nivel mundial.
Fue el 5 de septiembre de 1972, a las 04:10, cuando tuvo lugar el ataque del comando palestino «Septiembre Negro» contra las habitaciones en que se encontraban los atletas israelíes; once de ellos fueron tomados como rehenes, y dos cayeron inmediatamente asesinados, pero el resto más tarde.
Durante aquella tragedia, los terroristas demandaron la liberación de 232 palestinos que se encontraban en prisiones israelíes, así como de los líderes terroristas alemanes Andreas Baader y Ulrike Meinhof, y del terrorista japonés Kozo Okamoto, mientras que al frente del gobierno israelí se encontraba Golda Meir.
Asimismo, en Monterrey vivíamos los estertores de una lucha políticouniversitaria en la Universidad de Nuevo León, cuya conquista de la autonomía produjo la renuncia del Gobernador Eduardo A. Elizondo en junio de 1971 pero que tuvo repercusiones serias todavía un año después cuando el nuevo titular del ejercutivo estatal, Luis M. Farías, sorprendió al polémico rector de la UANL, Héctor Ulises Leal Flores, al grado de conseguir su destitución para nombrar a un amigo: Lorenzo de Anda y de Anda.
Y cómo olvidar el secuestro de una nave de Mexicana de Aviación que fue llevada a Cuba por un grupo de guerrilleros, en noviembre de 1972, y que fue de un gran impacto mediático porque ahí viajaban familiares del Gobernador Luis M. Farías.
Llegué a los medios masivos entre esas sacudidas noticiosas y la pasión que empezaba a despertar el futbol soccer profesional en Monterrey –después del Mundial México 70–, porque los «Rayados» de Alberto Santos de Hoyos cambiaron su sede del Tecnológico al Estadio Universitario, al conjuro de las hazañas de los Jabatos de Nuevo León y de los pasos firmes de los Tigres para llegar a la máxima categoría en 1974. Ahí andaba yo, en la cancha de los felinos, con mi cámara y el aval de Tribuna.
El periodismo me bautizó con la cobertura de algunas elecciones polémicas de presidentes municipales y de gobernador justo cuando estaba en su apogeo el partido hegemónico y casi único en todo México, pero mi orientación deportiva poco a poco me consolidó entre los protagonistas de las canchas y los balones por indicaciones de mis jefes en El Norte.
Cuestionamientos y críticas
Hoy, en medio de serios cuestionamientos y críticas al periodismo profesional, sostengo que si volviera a nacer optaría de nuevo por «el mejor oficio del mundo» (como dijera el gran Gabriel García Márquez), por el embrujo de salir a la calle e ir a los campos deportivos para encontrar historias y contárselas al público, bajo el rigor de la precisión y la verificación, o para documentar pruebas y evidencias en denuncias que sean testimonio de que la sociedad no está indefensa frente a las fuerzas del mal. Para dar paso a la crítica o para aplaudir lo plausible de los funcionarios públicos.
Quiero que mis hijos y mis nietos digan con plena satisfacción que fui periodista, a pesar de que mucha gente me increpa cómo puedo defender a algunos medios de la rampante frivolidad y corrupción de sus dueños, y a varios periodistas poco éticos que utilizan su «pluma» para la difamación y la descarga de odios vesánicos.
Sí, sí me duele que alguien cuestione si es periodismo el que practica en TV Azteca Ricardo Salinas Pliego cuando se ensaña con un ex socio de apellido de la Garza Evia, en un negocio inmobiliario en Monterrey, de suerte que al romperse el trato de negocios el magnate se dedica a exponer en la pantalla chica los riesgos de compra en Céntrica de Monterrey, justamente por haberse fundado ahí, hace un siglo, la famosa American Smelting (Asarco), «por lo cual es un sitio muy contaminado de sustancias peligrosas», decían sus reporteros por consigna.
Cómo puede salvarse ese mismo dueño de TV Azteca de los juicios severos en su contra por los ataques intencionados que ordenó a nivel nacional para desacreditar a los hermanos Junco de la Vega González, de Grupo Reforma, por difundir la noticia de la posibilidad de una nueva televisión abierta, igual que, por el mismo motivo, había procedido con furor en la persecución de la familia Saba por atreverse a apoyar a la General Electric en la intención de competir contra el duopolio mexicano. En el último caso, los reportajes simulaban una sana intención de impedir el aumento de precios en los medicamentos controlados por laboratorios de esta familia millonaria.
Los hermanos Junco de la Vega González, igualmente, fueron feamente exhibidos en TV Azteca cuando Grupo Reforma criticó la fusión entre Televisa y Iussacel, al grado de que Salinas Pliego no cejó en su cruzada de limpiar los medios impresos capitalinos de anuncios que promovían el comercio sexual, y aunque se vio como una campaña positiva, en el fondo fue la sed de venganza de Ricardo la que lo llevó a desquitarse así de su rival mediático.
Tampoco hay argumentos para decir que el periodismo es limpio si se considera que Televisa ha sido un aliado incondicional del poder político –desde que lo declaró impúdicamente Emilio Azcarraga Milmo, «el soldado del PRI»– y ordena a sus ejecutivos, funcionarios, reporteros y presentadores de TV a lanzarse como perros de caza y defender sus intereses a costa de su propia credibilidad y sin importarle el derecho a la información imparcial de sus audiencias.
La sarta de acusaciones que cae como huracán maldito sobre los medios y el periodismo en el ejercicio de su función social es un aliciente para sacar la casta más que una barrera para dar la espalda a la vocación y desanimarse en la carrera por la ética y la objetividad profesional, no importa que haya seudoinformadores que venden espacios comerciales como si fueran noticias con el fin de engañar a la opinión pública ni que muchos aprovechen el oficio para cultivar a los poderosos y luego ser parte de ellos en su explotación del hombre por el hombre.
A todos consta que tampoco es un periodismo digno el que explota el morbo de las audiencias para hacer de las noticias una mercancía sensacionalista o amarillista, ni el que hurga en la intimidad o vida privada de los personajes públicos simplemente por ser públicos, ni mucho menos merece respeto la información tendenciosa y que tergiversa la realidad con fines aviesos, o la conducta de quienes ocultan la realidad a la opinión pública con propósitos manipuladores.
Hay mucho qué hacer en el periodismo para rescatarlo del descrédito en que cae cuando sucumbe ante el temor del poder del mal y apega su agenda a los ordenamientos de grupos criminales, así como al poner los espacios y tiempos al servicio de los dueños del dinero por el solo hecho de que los medios son un negocio, aunque hipócritamente esos mismos negociantes reprueben los sobornos («cochupos» o «chayotes» o «payola» en lenguaje coloquial) de los reporteros y de la tropa que ni así se vale justifiquen sus pobres salarios.
Igualmente sabemos que no es aceptable la postura muchas veces protagónica de algunos periodistas que en lugar de difundir una noticia quieren ser el centro de esa noticia, ni la de aquellos soberbios y prepotentes que se creen eso del «cuarto poder», sobre todo si se sabes vistos por las grandes audiencias de la TV.
Díganle a todos que fui un modesto periodista. Que, idealista al fin, creí en el periodismo como defensor de la verdad y la justicia, al servicio de los que no tienen voz, y que siempre busqué servir a través de los medios con toda dignidad.
Por eso, al reposar en el sitio definitivo que me preste esta tierra no habrá mejor epitafio que reconocerme como periodista, sin amarguras ni resentimientos. Y ya.