Corrupción y transparencia

El Economista, 18 de octubre de 2004.

Acceso a la información

 Issa Luna Pla

Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

 

A Latinoamérica la sigue el fantasma de la corrupción. O como diría Augusto Monterroso: Y cuando despertamos el dinosaurio todavía seguía ahí.

Renuncia el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Miguel Ángel Rodríguez, expresidente de Costa Rica. ¿Escándalo, decepción, sorpresa o vergüenza?

No es la primera vez que algo así sucede en la OEA. Según fuentes de medios de comunicación, el diplomático argentino Alejandro Orfila salió envuelto en un escándalo similar. El analista antropológico diría con facilidad que la corrupción no es una cualidad exclusiva de nuestra región hemisférica, pues el fenómeno se presenta en Estados Unidos, Ruanda, Albania e Italia, por ejemplo. Sin embargo, nos llena de vergüenza que los políticos latinoamericanos abandonen sus puestos por motivos de corrupción ante los ojos de la comunidad internacional.
La noticia es abrumadora, pero también resulta terrible que en el caso de Rodríguez México haya sido uno de los más fuertes promotores de su candidatura. Diremos como está de moda decir en estas tierras: «No teníamos conocimiento de tales antecedentes». Ahora el Canciller mexicano fija la postura de México como una mediadora o facilitadora de acuerdos para elegir al siguiente secretario general. Es la reacción tibia lo que estorba en tal declaración: la postura de avestruz del gobierno mexicano. Hay una pregunta que se antoja en estos temas de corrupción: ¿qué tanto es tantito? Parece que tenemos que entrarle al tema de la revalorización de los actos de corrupción después de los drásticos cambios políticos que nos ha tocado vivir en nuestro hemisferio.

Allí está Fujimori, expresidente peruano, cuyo «umbral» de tolerancia de corrupción se compara con el umbral de tolerancia al dolor de una mujer en parto natural. Fuerte, sólido, concreto hasta el final aunque duela. Para ese actor, el delito era otra cosa diferente al ser corrompido y corromper. No vayamos tan lejos: los políticos no son los únicos que caen en estos actos, ni los únicos con una escala de valorización desajustada cuando se trata de reconocer un acto de corrupción.

Se ha demostrado en algunos estudios de percepción, entre los que figuran los realizados por la Secretaría de la Función Pública de nuestro país, que las personas tenemos una tendencia a reconocer un acto de corrupción con base en el monto de dinero del que se trate. Por ejemplo, una mordida de 200 pesos no es corrupción en relación con la multa correspondiente de 700 pesos. Una botella de brandy al profesor para pasar un examen sin hacer esfuerzo es normal. ¿Qué pasaría si este tipo de estudios se aplicaran a los políticos de altos mandos? Sería interesante encontrarnos con la noticia de que, además de que depende del monto del botín para considerarlo corrupción, nos dijeran que depende de la circunstancia histórica (o sea: cuando nadie se quejaba de los actos corruptos no existía corrupción); y quizás dirían también que para catalogar un acto de corrupción como tal, depende del fin para el que se use la ganancia, es decir: si el beneficio no es personal sino para el bien común no es corrupción (el conocido síndrome Robin Hood).

La corrupción constituye un acto ilícito, ilegítimo y repulsivo por sí mismo, no por lo que se encuentra alrededor del delito. Es una prueba no superada de la voluntad humana cuando se encuentra en una circunstancia privilegiada de toma de decisiones empoderada.

Dentro del Continente Americano, México ha marcado pauta en torno a regulación de transparencia y acceso a la información. Sería contradictorio evidenciar umbrales de tolerancia altos que son caldos de cultivo para actos de corrupción. Eso sí nos llenaría de vergüenza.

 

El siguiente es un ejemplo de cómo debe citar el anterior artículo:

Luna Pla, Issa, «Corrupción y transparencia», en El Economista
18 –X–2004.

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