Libertad de expresión imperfecta
Un vistazo al periodismo hidalguense
Alfredo Rivera Flores
La autocensura de los comunicadores también ha estado presente en Hidalgo. Con alarmante frecuencia, las ideas han muerto in vitro, sin poder llevar su esperanza al necesitado o su grito de inconformidad y rebeldía al mal gobernante. Son las dudas, los miedos, la mediocridad o la venta del alma al diablo, los que han sellado los labios o paralizado la pluma, evitando que los comunicadores aporten el grano de arena que Hidalgo necesita para construir cada día mejores espacios de convivencia civilizada.
Hace algunos años tuve la fortuna de participar en la creación de la Unión de Periodistas Democráticos de Hidalgo (UPD). Conformaban esa organización un par de viejos periodistas y una promisoria camada de jóvenes reporteros que cotidianamente pugnaban por encontrar o crear espacios de comunicación para publicar los resultados de sus pesquisas reporteriles.
Al paso del tiempo, la danza de la vida llevó a esos reporteros por múltiples caminos, pero su historia es representativa dentro del periodismo hidalguense. Casi todos persistieron en el ejercicio de la profesión, y casi todos atenuaron los tonos de su tinta. Las revistas más combativas tuvieron vida efímera, las más complacientes o anodinas subsistieron. Los reporteros de entonces ascendieron a los puestos directivos en la prensa, la radio y la televisión; hoy día no pocos de ellos detentan sus propios medios de comunicación.
Después del breve recuento, uno puede preguntarse qué tan presente estuvo la censura en sus desempeños profesionales. Nada, tendría que ser la respuesta, si pensamos en la aplicación de medidas violentas para acallarlos. Desde luego que en el anecdotario de los últimos años podríamos encontrar algunas leves y aisladas acciones de tal naturaleza, pero casi siempre serían explicadas como la expresión individual y primitiva de un politiquillo de poca talla o de un cacique pueblerino.
La excepción la constituyó el ahora diputado federal Gerardo Sosa Castelán, quien desde siempre mostró su afán violento por acallar las críticas. En su época de líder estudiantil golpeó a cachazos a Marcos Loaiza, periodista de El Sol de Hidalgo. Posteriormente, los porros de la federación bajo su control, balearon las oficinas de El Diario Visor y la casa del suscrito. En la actualidad, Sosa Castelán, fiel a su aversión a las verdades que lo exhiben, promovió un juicio en mi contra, como autor del libro La Sosa nostra. Porrismo y gobierno coludidos en Hidalgo. El colmo es que reclama daño moral.
Dicho exdirigente estatal del Partido Revolucionario Institucional, ha llevado su encono contra la libertad de expresión, a tal grado que también demandó a Miguel Ángel Granados Chapa, autor del prólogo; Miguel Ángel Porrúa, editor; Libraria SA de CV, empresa responsable de la tipografía; Enrique Garnica, quien diseñó la portada, y a Héctor Rubio, quien tomó la foto de autor que aparece en la contraportada.
Responsabilidad compartida
Más allá de esa enfermiza forma de actuar, no se encuentran en Hidalgo intentos relevantes por acallar las voces independientes. Pero, desde luego, ello no significa que durante los últimos tiempos, los ciudadanos hidalguenses hayan gozado de la información completa y veraz a que tienen derecho. Bastaría señalar que los recursos que el gobierno derrama en abundancia para los medios de comunicación, constituye, para muchos, la única fuente de ingresos. Por ello, no extraña que los intereses comerciales de los propietarios de diarios y revistas sean una de las más significativas limitantes a la libertad de expresión.
La autocensura de los comunicadores también ha estado presente en Hidalgo. Con alarmante frecuencia, las ideas han muerto in vitro, sin poder llevar su esperanza al necesitado o su grito de inconformidad y rebeldía al mal gobernante. Son las dudas, los miedos, la mediocridad o la venta del alma al diablo, los que han sellado los labios o paralizado la pluma, evitando que los comunicadores aporten el grano de arena que Hidalgo necesita para construir cada día mejores espacios de convivencia civilizada.
Hay, desde luego, una responsabilidad no cumplida de parte de los comunicadores, pero sin duda también existe una responsabilidad social compartida. Siete décadas de absoluto dominio priísta y extrema debilidad de los opositores, elevados índices de analfabetismo, y uno de los primeros lugares de pobreza en el país, así como ser el estado donde hasta hace muy pocos años un partido de oposición ganó por primera vez un puesto de elección popular, son algunos de los elementos que han configurado una sociedad incapaz de exigir con firmeza la vigencia de los derechos democráticos fundamentales, como elecciones limpias, transparencia en la información, respeto a los derechos humanos, protección al medio ambiente y una prensa profesional.
Mención aparte merece la responsabilidad de la universidad estatal. Durante mucho tiempo, la máxima casa de estudios –manejada por porros o sus testaferros– postergó la aparición, en sus planes de estudio, de disciplinas sociales, y nunca fomentó un espíritu crítico entre los jóvenes, necesario para impulsar los cambios estructurales hacia una superación colectiva.
Por todo ello es posible observar cómo innumerables prácticas o ritos se siguen manteniendo tal cual, sin importar el paso del tiempo. Los primeros días de junio aparecen, de manera obligada en las páginas de los diarios locales, las declaraciones del gobernador en turno acerca de su indeclinable respeto a la libertad de expresión. Los dueños de los diarios, a su vez, reconocen en el mandatario “ese acendrado espíritu democrático” y muchos de los periodistas se forman rápidamente en la fila para participar en los festejos, tomarse la foto, recibir los regalos y aspirar a las distinciones. Pocos marcan su distancia y se permiten alguna leve crítica.
Casi siempre está ausente la reflexión y el análisis sobre las circunstancias concretas en que se ejerce la libertad de expresión y el papel que ésta desempeña o debiese desempeñar en la sociedad. Menos aún se escuchan expresiones de solidaridad combativa a las agresiones a periodistas de otros rumbos.
Nada aconteció en Hidalgo en abril de 2005 cuando nos enteramos de la desaparición de Alfredo Jiménez Mota, periodista del diario El Imparcial, de Hermosillo, Sonora. Tampoco hubo protestas cuando al paso del tiempo sus compañeros de oficio del norte del país y algunas agrupaciones gremiales fueron arrancando a las autoridades los datos que confirmaban que Alfredo había sido asesinado por miembros de la delincuencia organizada, que de esa manera pretendió acallar el resultado de las investigaciones del periodista, en las que se implicaba a grupos políticos en el poder.
Desde luego, mal hacemos en Hidalgo al pensar que la embestida contra la libertad de expresión que se hace evidente en el país, nos resulta ajena. Pues habremos de recordar la vieja y conocida historia: “Cuando vinieron por los negros, no hice nada, pues no soy negro; cuando vinieron por los judíos…” Igualmente habríamos de preguntarnos si el hecho de que en el territorio hidalguense no se hayan dado crímenes en contra de los periodistas, es suficiente para suponer que gozamos de una auténtica libertad de expresión.
PUEDE CITAR ESTE ARTÍCULO DE LA SIGUIENTE FORMA:
Rivera Flores, Alfredo, «Libertad de expresión imperfecta», Revista
Mexicana de Comunicación, No. 105, junio – julio, 16- 17pp.