Para decir México

Juego de Ojos

Miguel Ángel Sánchez de Armas

El lunes 30 de marzo participé en una mesa de “Espacio”, el singular territorio de diálogo empresa–juventud concebido por mi amigo Gastón Melo hace ya 13 años. El tema: “Para decir México”. Los participantes, Leopoldo Gómez, vicepresidente de noticias de Televisa; Carlos Marín, director de Milenio; la escritora Olga Wornat y el autor de Juego de ojos. Comparto con usted lo que expuse ante un auditorio colmado de estudiantes de prácticamente todas las universidades del país.

I. Para decir México

Confieso que el tema de este panel, a primera vista una glosa fácil de abordar, me tuvo en vela varias noches. Decir “México”, me pregunté, ¿será como el personaje de la novela de Luis Arturo Ramos quien, rumbo a la América y a la mitad de la mar océano, se pregunta en qué momento dejará de decir “Méjico”, con jota, para comenzar a decir “México”, con equis?

México, lo mexicano, son vocablos que salpican nuestra conversación pero a los que muy raramente damos más que una referencia geográfica: nacimos al sur del Bravo, crecimos en suelo azteca y esperamos que un día nos cubra “esta tierra que es tierra de hombres cabales”.

¿Cuántos de nosotros vamos por la vida con la conciencia de que estamos construyendo un país y que este país se llama México? Estudiamos para ser mejores, trabajamos para asegurar nuestro futuro. Votamos —cuando lo hacemos— por un nombre, por un rostro, por una idea, o quizá por inercia cívica. Formamos una familia para no estar solos y para trascender. Mas, ¿pensamos a México como parte de nuestra vida? ¿Es México sólo una abstracción, un trozo del planeta, el lugar en donde nos tocó vivir?

México, para decirlo en términos profundamente humanos, debiera ser un ideal que nos enlace y nos ponga en comunión con un sentido de la vida. Ser mexicano no es mejor que ser chino, indonesio, boliviano o ruandés; pero ser mexicano debiera ser reconocernos como una unidad.

El sentido profundo de lo mexicano debe trascender a la idea de que lo que ocurre en Chihuahua, en Sinaloa, en Michoacán o en Coahuila, no nos concierne; o que la solución de los problemas que agobian al país es responsabilidad única y exclusiva de la autoridad que cobra nuestros impuestos. Debiéramos convertir la palabra “México” en sinónimo de una comunidad en donde el sufrimiento de los doce millones de indígenas que viven en pobreza extrema nos duela tanto como la desgracia de un ser querido. Cada niño sin escuela, cada campesino sin tierra, cada obrero sin trabajo, cada mujer ultrajada, cada joven sin futuro, cada padre de familia sin esperanzas, están presentes cuando decimos “México”… lo mismo que cada logro, que cada triunfo, que cada paso que damos al futuro. Debemos superar la esquizofrenia de varios méxicos —estos con minúscula— que nos parcelan en estadios en donde unos tienen todo o más que todo, otros lo suficiente, y aquellos, la mayoría, desahogan sus vidas en la marginación y en la penuria.

Cuántas veces decimos “México” sin pensar, sin sentir; sin alegría o dolor. ¡Y somos tan jóvenes como mexicanos! Nuestra historia ha ido de la aflicción a la angustia por un camino lleno de espinas hacia un ideal de unidad. Nuestra historia hasta las primeras décadas del siglo XX, fue, sin duda, una de las más dramáticas de la historia universal. Hasta la Revolución de 1910, México era un país en busca de sí mismo. El México de hoy es el resultado de una evolución espiritual e ideológica, pero está muy lejos de ser una tierra prometida.

II. Activemos la tolerancia

Nos recuerdan los organizadores de “Espacio” que es más que un accidente etimológico el que las palabras “concordia”, “acuerdo”, y “cordial”, tengan una raíz común: el corazón. Y abundan: “Será sólo en concordia como logrará fraguarse una sociedad que permita el crecimiento en igualdad de oportunidades”. Bien.

A la idea de concordia yo enlazaría un concepto manido y poco reflexionado que es el de tolerancia. El término se usa mucho, especialmente en política, pero se queda en un nivel muy elemental, como en el de soportar al otro aunque tenga diferencias con mi punto de vista o mi visión del mundo.

La tolerancia es un concepto más complejo, que incluye un proceso de recomposición de mi propio punto de vista para colocar en un cierto lugar las diferencias que tengo con el otro. Por eso creo que nos hemos quedado en un nivel de debate muy elemental: “acepto -porque la ley así lo determina y no por otra cosa- que otro piense diferente; pero mi cosmovisión no lo admite y en el momento que sea oportuno intentaré arrebatarle esa opción de ser, de tener un lugar, para que sólo haya otros que comulguen conmigo”.

La tolerancia, nos dice el escritor israelita Amos Oz, implica también compromiso. Tolerancia no es hacer concesiones, pero tampoco es indiferencia. Para ser tolerante es necesario conocer al otro. Es el respeto mutuo mediante el entendimiento mutuo. El miedo y la ignorancia son los motores de la intolerancia.

La “Declaración de principios sobre la tolerancia” de la UNESCO, promulgada en 1995, dice: “La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de expresión y medios de ser humanos. La fomentan el conocimiento, la actitud de apertura, la comunicación y la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. No sólo es un deber moral, sino además una exigencia política y jurídica. La tolerancia, la virtud que hace posible la paz, contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz.

La tolerancia, dice Teresa de la Garza, “es la virtud indiscutible de la democracia, y la intolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de las costumbres y formas de vida”.

De la pluma del escritor nigeriano Chinua Achebe, comparto con ustedes un hermoso ejemplo de tolerancia. Es una leyenda de los ibo —una de las naciones africanas aherrojadas por el colonialismo inglés— y tiene lugar en Ogidi, el pueblo natal de Achebe, en los primeros tiempos, poco después de que los dioses pusieran al hombre en la tierra:

En los inicios, una tribu llegó de otras tierras y sus integrantes pidieron permiso para establecerse ahí. En aquellos tiempos había espacio suficiente y los de Ogidi dieron la bienvenida a los recién llegados, quienes poco después presentaron una segunda y sorprendente solicitud: que les enseñaran a adorar a los dioses de Ogidi. ¿Qué había sucedido con sus propios dioses? Los de Ogidi al principio se asombraron, pero finalmente decidieron que alguien que solicita en préstamo un dios ajeno debe tener una historia terrible que es mejor no conocer. Así que presentaron a los recién llegados con dos de las deidades de Ogidi, Udo y Ogwugwu, con la condición de que los recién llegados no debían llamarlas así, sino Hijo de Udo, e Hija de Ogwugwu… para evitar confusiones.

III. El valor de la decisión personal

Por estos días recorre el mundo, y entre nosotros, la imagen de que México es un país en problemas. A la brutal desigualdad, a la criminal impunidad, al asfixiante centralismo, ahora se suma la violencia del crimen organizado en sus diversas facetas. ¿Siete mil muertos? ¿Miles de secuestrados? Debía bastar uno solo para generar una gran alerta nacional.

Sustituir la cultura de la guerra por la cultura de la paz
. Detengámonos unos instantes en este concepto. México, escuchamos a diario, está en una guerra contra el crimen organizado que se ha ramificado en toda la sociedad. Pero hay otra guerra en la que hemos fracasado: la guerra contra la pobreza que agobia a nuestro pueblo. “El mal que causa mayor sufrimiento —dice H. Cohen— es la pobreza. La pobreza es la figura histórica en la que se concreta el sufrimiento de la humanidad; pero la pobreza no es una fatalidad, un destino: es causada por el ser humano. Por ello es histórica y por ello es una injusticia. Si la desigualdad entre los seres humanos es resultado de la acción humana, ¿tiene sentido hablar de igualdad? No, si no asumimos la responsabilidad de la injusticia. El pobre no es pobre porque pague una culpa, sino porque vive en una situación de injusticia creada por los otros hombres… y por lo tanto, éstos tendrán que responder por ella”. Aquí está, jóvenes, la verdadera guerra que debemos librar. El crimen organizado es sólo una consecuencia. La raíz profunda de nuestros males es la pobreza y la injusticia que no hemos sabido solucionar.

Al decir “México”, debiéramos abrir los ojos y el corazón al momento que vive la nación. Nos horrorizamos con las imágenes en el noticiario y las narraciones de los diarios, pero somos autistas para lo que no nos afecta directamente. No pensamos, como lo advirtiera Martin Niemöller, que la inacción frente al mal pavimenta su camino a nuestra puerta. Todos recordamos la última línea de aquel doloroso verso: “Y entonces vinieron por mi… pero ya no había nadie que alzara la voz”.

Me parece que la reconstrucción —o construcción, como lo prefieran— de la idea de “México”, pasa por recuperar el sentido y el valor de la acción individual. Los asesinatos en Juárez nos indignan, pero no nos mueven a la acción. Leemos las cifras de los muertos en el combate al narcotráfico como las de las bajas en Irak o las cifras del genocidio en Ruanda. La conducta indignante de gobernadores y altos funcionarios de la Federación y la presunción de que han delinquido, apenas nos merece un alzamiento de hombros. Que doce millones de mexicanos sobrevivan con diez pesos al día ha dejado de ser noticia.

“¿Qué puedo yo hacer?”, se preguntan el hombre en su trabajo, los jóvenes en las escuelas, las madres en sus hogares. La respuesta es casi siempre: “¡Nada!” Mas si pensáramos a México como un cuerpo, como una totalidad, como una idea superior, llegaríamos a la certeza de que, al ser parte de un todo, nuestra acción individual adquiere sentido, fuerza, peso específico.

Se me agolpan los ejemplos de acciones individuales que han cambiado al mundo. Mencionaré algunos:

Indignado por un gobierno que mantenía la esclavitud y libraba una guerra injusta contra México, Henry David Thoreau se negó a pagar impuestos y fue a la cárcel. En 1849 publicó “Sobre el deber de la desobediencia civil”, en donde dice: “Hay miles cuya opinión es contraria a la esclavitud y a la guerra con México, pero nada hacen para poner fin a estos males… y esperan que otros pongan remedio para así tranquilizar sus conciencias”. En 1906, inspirado en gran medida por Thoreau, Gandhi inició la lucha no violenta llamada satyagraha, que ya sabemos a dónde condujo. Siguiendo el ejemplo de Gandhi, en los sesenta Martin Luther King encabezó el movimiento por los derechos civiles de los descendientes de los esclavos del siglo XIX. Vean ustedes cómo una acción individual sí puede tener consecuencias que muevan a la sociedad y cambien al mundo.

El 1 de diciembre de 1955 en Montgomery, una costurera negra de 42 años, Rosa Parks, decidió no ceder su asiento en el autobús a un patán blanco como ordenaba la ley de segregación. Presto llegaron los gendarmes y echaron a un calabozo a la peligrosa mujer. Acto seguido fue enjuiciada por “desobediencia civil”. Esta sencilla determinación, esta decisión de gritar “¡ya basta!”, y actuar en consecuencia, detonó uno de los más grandes movimientos pro derechos civiles del siglo y convirtió a la costurera en un icono mundial.

En México tenemos bizarros ejemplos de conductas personales que hicieron una diferencia. Dos o tres, entresacados de nuestra historia:

Cuando en 1812 en el sitio de Cuautla el general Almonte rompió una barricada y avanzaba para tomar la plaza, un niño de 12 años, Narciso Mendoza, desafió a las balas y logró disparar un cañón que frenó el avance realista y puso a Morelos a salvo. En septiembre de 1810, Juan José de los Reyes Martínez, a quien llamaban “El Pípila”, se arrastró a la Alhóndiga de Granaditas con una losa en la espalda y prendió fuego al portón, abriendo así el paso al ejército de Miguel Hidalgo. Bien recordamos las hazañas de los cadetes de la Escuela Naval de Veracruz y del Colegio Militar que se negaron a dejar la plaza y perdieron la vida luchando contra el invasor norteamericano en 1857 y en 1914.

¡Tenemos tantos ejemplos!

Gaby Brimmer pasó la vida en una silla de ruedas afectada de parálisis cerebral. Sólo podía mover el pie izquierdo. Y con esta gran capacidad, que todos los demás tenían por limitación, estudio literatura y se hizo poeta. Escribía señalando las letras en una tabla con el dedo del pie. Gaviota –como le decían- promovió la causa de las personas con parálisis cerebral. Su vida fue llevada a la pantalla. Se creó un premio nacional de rehabilitación con su nombre y su ejemplo fue el motor para atender a muchos seres humanos antes condenados a vegetar en espera de la muerte.

El 18 de marzo de 1938, el general Lázaro Cárdenas expropió las empresas petroleras extranjeras que desde fines del siglo XIX sangraban al país. México pasaba por uno de los momentos más difíciles de su historia. Se puede decir que la nación se jugaba el futuro. Un gobernante menos decidido, con menor enjundia y patriotismo, o sencillamente ayuno de compromiso, hubiese reculado ante las empresas y la amenaza de una invasión norteamericana. Cárdenas, y su amigo y mentor Francisco J. Múgica, decidieron correr el riesgo en contra de la opinión generalizada del momento, por la sencilla y profunda convicción de que ése, y no otro, era su deber.

IV. La Orden de la Cucharita

Pregunté a mis alumnos en qué piensan cuando dicen “México” y les pedí que describieran en breve su país. Algunas respuestas fueron:

Un país que olvida lo que tiene que recordar…

Un país del ‘ya merito’, del ‘mañana’…

Uno de los países más ricos… en donde la pobreza es cada vez mayor.

Falta de identidad, sin motivos de progreso para las mayorías y con una minoría teniendo cada día más poder…

Mi país es fuente de trabajo, mi país es riqueza natural, pero mi país también es corrupción, flojera y dejar todo para mañana.

Los jóvenes tienen el diagnóstico correcto. Son ellos—son ustedes—, quienes habrán de cambiar el estado de cosas. ¿Pero cómo?, se preguntarán. Con un compromiso personal e intransferible, con la convicción de que en sus manos está el comienzo de la solución. ¿Suena utópico? Espero que no.

Termino con otra cita. Amos Oz, el escritor israelí a quien mencioné hace unos momentos, ha luchado desde 1977 por un acuerdo que permita a judíos y palestinos vivir en paz en ese pequeño territorio que llamamos Israel. Oz ha tenido el valor de asumir un compromiso para enfrentar al fanatismo, tanto el de los palestinos, como el de sus propios compatriotas. Quien esté al tanto de la situación en aquella parte del mundo estará de acuerdo en que esa no es una posición fácil. En su libro Cómo curar a un fanático nos dice:

Creo que si una persona atestigua una gran tragedia —digamos que un incendio— siempre tiene tres opciones. La primera: echar a correr lo más rápido posible, alejarse y dejar que se quemen los más lentos, los débiles y los inútiles. La segunda: escribir una colérica carta al editor de su diario preferido y exigir la destitución de todos los responsables de la tragedia; o en su defecto, convocar a una manifestación. La tercera: conseguir una cubeta de agua y arrojarla al fuego; en caso de que no se tenga una cubeta, buscar un vaso; en ausencia de éste, utilizar una cucharita –todo mundo tiene una cucharita.

Sí —dice Amos Oz—-, cierto que una cucharita es pequeña y que el incendio es enorme… pero somos millones, y todos tenemos una cucharita. Quisiera fundar la Orden de la Cucharita. Quisiera que aquellos que comparten mi visión –no la de echarse a correr, o escribir cartas, sino la de utilizar una cucharita- salieran a la calle con el distintivo de una cucharita en la solapa, para que nos reconozcamos quienes estamos en el mismo movimiento, en la misma fraternidad, en la misma orden, la Orden de la Cucharita.

Es decir, la suma de las aparentemente pequeñas voluntades y acciones es lo único capaz de poner remedio a los más grandes males. En el caso de México, esos males se llaman pobreza, desigualdad, injusticia e impunidad. Terminemos con ellos y habremos resuelto el azote de la inseguridad.

Gracias, por la oportunidad de reafirmar, en compañía de todos ustedes, mis propias convicciones.

Profesor – investigador del departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP, Puebla.
Presidente honorario de la Fundación Manuel Buendía.
Correo electrónico: sanchezdearmas@gmail.com

El siguiente es un ejemplo de cómo debe de citar este artículo:

Sánchez de Armas, Miguel Ángel, 2009: «Para decir México«,

en Revista Mexicana de Comunicación en línea, Num. 115, México, abril.

Fecha de consulta: 1de abril de 2009.

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