La conjura de los necios

La política en tacones

Pilar Ramírez

No hablaré, como podría sugerir el título, de los diputados dedicados a aprobar leyes que demuestran que los humanos tienen gran capacidad para actuar contra sí mismos, los muchísimos funcionarios que se desenvuelven con un desdén absoluto hacia los grupos con los que se comprometieron ni toda la grey humana que desmiente a cada instante al hombre como poseedor de inteligencia sino de la espléndida novela de John Kennedy Toole, cuya fama provino no sólo de su gran calidad sino de la historia que precedió su llegada a la imprenta.

Hace veinte años, mi entrañable amigo Miguel Ángel Sánchez de Armas me recomendó con un entusiasmo desbordado, que no cito de manera textual para evitar un sobresalto de las buenas conciencias, la novela de Toole; confío plenamente en su juicio literario, así que la adquirí de inmediato y estuve irremediablemente de acuerdo; el texto resultó tan alucinante como el camino que siguió para llegar a manos de los millones de lectores que ha tenido.

John Kennedy Toole fue un niño genio, ignorado como la mayoría de ellos. A los dieciséis años ya había escrito la novela La Biblia de neón que envió a algunas editoriales, pero fue rechazada. Si consideramos sólo ese dato y pensamos en el terrible letargo en que vive la mayoría de nuestros adolescentes, debemos reconocer la iniciativa y ambición literaria de Toole.

A los 17 años, el joven Toole ganó una beca para realizar sus estudios de lengua inglesa en la Universidad de Tulane y continuó después con una maestría en literatura en la Universidad de Columbia, la cual concluyó a los 23 años. Trabajó brevemente como profesor y sirvió después en el ejército. En su estancia militar en Puerto Rico recomenzó su trabajo literario que era su interés principal y lo continuó a su regreso a Estados Unidos en 1963, interrumpido sólo por un periodo de profunda depresión a causa del asesinato de John F. Kennedy.

La conjura de los necios estuvo concluida en 1964; Toole la envió a dos editores que la rechazaron. Uno de ellos fue el escritor y editor Robert Gottlieb, director varios años de la revista The New Yorker, quien en un primer momento le recomendó correcciones a la novela, lo cual hizo de inmediato Toole, el resultado le fue enviado nuevamente a Gottlieb y la respuesta fue un segundo rechazo, el editor opinó que la novela estaba mucho mejor pero no bien.

Toole no fue capaz de encarar este fracaso. No volvió a tocar su manuscrito, a partir de ese momento, y a lo largo de poco más de cuatro años, su vida fue en picada. Renunció a su trabajo de profesor ante la amenaza de ser despedido y acusado de comunista por los conceptos escandalosos sostenidos ante sus alumnas de una escuela de monjas, recurrió al alcohol y su estado emocional y físico estaba cada vez más lesionado.

A principios de 1969 se marchó de la casa materna después de una fuerte discusión con su madre y días después lo encontraron muerto en su auto al que introdujo una manguera desde el escape por la que entró el monóxido de carbono que le quitó la vida.

De manera paradójica, el mismo factor determinante en el éxito de la novela lo fue de la existencia fallida del escritor: el amor asfixiante de una madre posesiva que pretendió ser el punto focal en la vida de su hijo. La inestabilidad y el carácter de John Kennedy Toole se ha atribuido a un lazo insano de dependencia con su madre que contribuyó a perfilar una personalidad hosca y solitaria.

El suicidio del joven escritor, a los 32 años, fue un golpe demoledor para Thelma Toole, cuyo duelo parecía no terminar hasta que encontró el escrito de su hijo. La madre de Toole envió la novela a una gran cantidad de editoriales, de las que recibió otros tantos rechazos hasta que, en 1976, buscó de manera insistente a Walker Percy, escritor y profesor de la Universidad de Loyola en New Orleáns para pedirle que leyera el manuscrito de su hijo. Percy se tuvo que rendir ante la tenacidad de la madre, quien le aseguraba que la novela era una obra de arte. En el prólogo del libro narra Percy que leyó el texto de Toole “primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena”. Percy se postró ante el humor de la novela y ante el protagonista, Ignatius Reilly, a quien no supo definir ni logró desentrañar a los padres literarios que le dieron vida, pero lo atrapó ese personaje que describe como una mezcla de Oliver Hardy, Don Quijote y Tomás de Aquino.

En 1980 se publicó La conjura de los necios y sólo en el primer año vendió más de 40 mil ejemplares. En 1981 ganó el premio Pulitzer a la mejor obra de ficción. De ahí en adelante, la novela de Toole se convirtió en un suceso más allá de lo literario, fue traducida a más de veinte idiomas y se han vendido millones de ejemplares en el mundo.

Toole nos dio una novela delirante, pero con su suicidio quizá nos privó de una obra extraordinaria. Ahí está, sin embargo, La conjura de los necios, cuarenta años después de la muerte de su autor, como sombría corroboración de la cita del escritor irlandés Jonathan Swift de la que surge el título de Toole: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.


Periodista y colaboradora de la RMC

El artículo anterior se debe de citar de la siguiente forma:

Ramírez, Pilar, «La conjura de los necios» en Revista Mexicana de Comunicación en línea,
Num. 119, México, diciembre. Disponible en:
http://www.mexicanadecomunicacion.com.mx/politica.htm
Fecha de consulta 26 de diciembre de 2009.

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