Las campanas, por don Manuel
- El éxito del periodismo dependerá de la búsqueda de justicia y democracia.
- Recuerdos del columnista político más importante de México.
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
Publicado originalmente en RMC 86
Los compromisos a medias no existen. Se es profesional o se es mediocre. Y si en muchas profesiones el único peligro que acarrea el éxito es una eventual indigestión después de algún homenaje, llegar a ser el columnista político más influyente del país conlleva otro tipo de riesgos. Riesgos mortales.
Este caballero de aspecto hosco y contingente, reservado, que guarda la mirada tras gafas casi negras es, pues, don Manuel Buendía. A esta hora y en estas fechas lo encontramos siempre tras el no tan nuevo y no tan grande escritorio, las manos enlazadas sobre la pulida superficie o describiendo gestos en el aire, según sea que escuche o tenga la palabra. De vez en vez, la derecha sube hasta su cabeza, los dedos muy abiertos, y el meñique traza una línea.
Este día de verano del primer año de la séptima década atiende a un jovenzuelo que se inicia en el periodismo y oculta su inseguridad tras la arrogancia. Don Manuel escucha atento. Podría reír, pero sabe que los periodistas jóvenes son así: con el tiempo unos crecen y otros empeoran. Decide probar de qué manera está hecho este ejemplar –que ahora pide, exige, demanda, reclama información, abundante y en el menor tiempo posible; es decir, mientras vacía la taza de café– y don Manuel, el periodista, no el señor Buendía, funcionario, toma la palabra. Es cordial pero implacable:
Si usted no precisa antes que nada los términos y alcances del tema que pretende abordar, si no le pone límites claramente definidos, se va a meter en un berenjenal espantoso. Créame. No hay oficina de prensa que pueda ayudar a un reportero que no sabe desde el principio qué es lo que quiere. ¿Usted pretende ser un profesional de la información? Comience por actuar como tal.
No es posible que usted se presente aquí con una solicitud de datos más larga que la lista de necesidades del país. ¿Está usted seguro de que quiere escribir un reportaje? Porque más pareciera que anda recopilando documentación para una enciclopedia. No permita que una oficina de prensa haga el trabajo de usted, compañero, porque entonces habrá dado el primer paso en ese cortísimo camino que conduce a la mediocridad profesional.
El azoro en la expresión y un creciente rubor en las mejillas son la respuesta de este joven periodista, que balbucea una rápida despedida ya camino a la puerta. La mirada de don Manuel lo sigue y el dedo meñique vuelve a trazar un surco, de la coronilla a la nuca.
Viva amistad
Las formalidades de la cena concluyeron hace más de dos horas y durante ese mismo tiempo, en la improvisada tertulia, la última copa se ha multiplicado al calor del diálogo vehemente. ¿Tiene este país el periodismo que necesita? ¿Son los columnistas un efectivo contrapeso político? “¡Las oficinas de la prensa fueron diseñadas para manipular la información!” El joven reportero habla sin azoro o rubor. En estos últimos días del tercer año de la séptima década, su bitácora se ha engrosado. Hay aplomo en sus juicios, no importa que sean atropellados. Don Manuel, el del elegante terno azul oscuro y la corbata discretamente contrastante, asiste en silencio a esta parte de la discusión. Dos días después hará llegar un recado al joven reportero. Y en el primer mes del cuarto año de la séptima década, el señor Buendía y el reportero se convierten primero en compañeros de trabajo y después son amigos. En los años siguientes el respeto, la confianza, la cordialidad, la camaradería, la simpatía, el afecto y la devoción, van siendo otros tantos nudos en esa amistad. Hasta que al atardecer del trigésimo día del quinto mes del cuarto año de la década octava, esa amistad se vuelve recuerdo. Profundo, vivo, vehemente. Pero recuerdo al fin.
Periodista completo
Diálogo del periodista consigo mismo:
—Si un lector de don Manuel se acercara a ti para conocer su personalidad, ¿tendrías palabras para llenar el recuerdo?
—Quizás, aunque en estos momentos las palabras parecen haber perdido fuerza. Diría sin embargo que a lo largo de estos años nunca dejó de maravillarme la intensidad con que él vivía, su pródiga vida interior, la vehemencia de su compromiso profesional, su valentía, honestidad y patriotismo. Fue un enemigo declarado de la mediocridad, de la solemnidad y de la prepotencia. Solía decir:
No hay enemigo más peligroso que la secreta fraternidad de los mediocres. Están por todas partes, y como cierta clase de individuos, se reconocen entre sí como un leve movimiento de pestañas, y a veces sin pestañear siquiera. La primera ley de los mediocres es la consigna de destruir a los que no lo son. Para pasarla bien tranquilos –dicen–, no hay como ser medianos.
—Me parece que Don Manuel fue un periodista completo.
—Eso opinábamos muchos. En los últimos siete años se le tuvo por el más influyente columnista político mexicano, pero él nunca se apoltronó en esa cómoda butaca. Siempre buscaba afinar su desempeño profesional. Una vez dijo a unos jóvenes de una generación de periodistas a la que apadrinó, que la formación del periodista jamás concluye. “Un minuto antes de la muerte debemos estar contentos porque supimos algo nuevo, pero ansiosos porque quizá ya no tengamos tiempo de comunicarlo”. Él sabía que un periodista nunca puede llegar a sentirse completo.
—Entonces fue maestro de muchos…
—Pero en la medida en que supo a su vez reconocer maestros propios. Don Manuel predicaba que la responsabilidad de un ser humano es la construcción de sí mismo, y eso entraña una labor cotidiana en el estudio, en la reflexión, en la autocrítica, en el ejercicio profesional diario. Supone también acercarse a otros seres humanos y aprender de ellos. En este sentido él tuvo muchos maestros. Cuando el periodista cree haber llegado a la cima, solía decir, en ese mismo instante comienza su decadencia… entre otras cosas porque las cimas suelen ser espacios muy reducidos.
—¿Cuál sería otra de sus características profesionales?
—Que si bien destacó en la praxis, como reportero, director de un diario, columnista y funcionario, la teoría no le fue ajena. A través de la cátedra –que ejerció hasta el último día– y la reflexión profunda, aportó valiosos elementos para la edificación de una teoría mexicana de la comunicación social. No fue éste un trabajo de gabinete y, por lo tanto, el producto de sus observaciones se difundió en algunos círculos, aunque de manera no sistemática o masiva.
—Recuerdo que don Manuel insistía constantemente en que la comunicación social es un elemento constitutivo del poder. En alguna ocasión dijo que una comunicación democrática ayuda decisivamente a construir una sociedad democrática, mientras que una comunicación autoritaria es causa y efecto de una sociedad autoritaria.
—También dijo que de la clase de periodismo que tenga un país dependerán en mayor medida su éxito o retraso en la búsqueda de la justicia y la democracia, su independencia política y económica, el desarrollo de la consolidación de sus instituciones nacionales.
—Pero el señor Buendía no se limitó a declarar su interés por lograr una comunicación social al servicio de las mejores causas nacionales. Por ejemplo, durante su paso como funcionario del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, organizó un programa de formación de recursos humanos para la comunicación social que incluía desde seminarios y conferencias hasta becas de grado y especialización técnica en el extranjero.
—¿Y que me dices de los manuales y guías que entregó a dependencias oficiales y organizaciones cívicas como una contribución para ayudar a mejorar la comunicación entre gobierno y gobernados?
—Sí. Tuvo una gran capacidad de trabajo. Decía que la comunicación es el proceso humano por excelencia. Y nada que atañera al hombre y a su sociedad le fue ajeno.
Imágenes en una nuez
Buceamos en el recuerdo y vamos sacando las piezas de un rompecabezas con el que armamos una imagen que creíamos harto conocida, pero que ahora vemos que tenía más dimensiones:
“Cuando me enteré que había sido asesinado, con el dolor tuve una enorme sensación de desamparo”, dijo la escritora. Y la periodista: “Me parece como si se hubiera perdido la única garantía de que todo iba a ir bien”. Y el columnista: “Increíble que encontrara tiempo para enviarme comentarios sobre mis escritos”. Y el alumno: “Eramos once en el grupo y entregamos cinco trabajos cada uno; todos los regresó al final del curso con numerosas anotaciones”. Y el amigo: “Fui un muchacho problema; don Manuel me consiguió un empleo y me obligó a estudiar. El día que me recibí él estaba ahí, en primera fila”.
Durante mucho tiempo estuvo colgada en la pared de su despacho, montada en un sencillo marco de madera, la instantánea de un recién nacido. Al calce, en máquina, ostentaba la siguiente leyenda: “Se llama Manuel, porque gracias a usted pudo nacer. Mi compañero y yo le estaremos eternamente agradecidos. ‘N´ y ‘N´, revolucionarios…”
Don Manuel fue un patriota que creía que la grandeza de un país se construye de diversas maneras. Por ello defendió a exiliados políticos, incluso contra funcionarios del gobierno mexicano. Son historias que poco a poco se irán conociendo.
Los compromisos a medias no existen. Se es profesional o se es mediocre. Y si en muchas profesiones el único peligro que acarrea el éxito es una eventual indigestión después de algún homenaje, llegar a ser el columnista político más influyente del país conlleva otro tipo de riesgos. Riesgos mortales.
Don Manuel recibió amenazas telefónicas y escritas en diversos momentos. Un grupo extremista llegó incluso a mancillar las puertas de su domicilio privado con propaganda fascista. No se puede poner en letras de molde, en los diarios de mayor circulación, el nombre del jefe de la estación de la CIA en México, o el juramento secreto del más secretero, más fanático y más violento grupúsculo de una organización ultraderechista como los tecos, o el teléfono y dirección de un traficante internacional de armas, o las cifras –monto, reparto, números de cuentas bancarias, folios del registro público de la propiedad– de la corrupción de la industria petrolera, o los negocios privados de funcionarios públicos, o los enjuagues del clero político, sin incurrir en graves malquereres.
Cuando algunos amigos expresamos temores por la seguridad de don Manuel, él respondió: “Tengo miedo yo también, desde luego. Sólo los imbéciles no conocen el miedo. Pero no por eso voy a dejar de escribir”.
Y escribir fue lo que hizo. Dando siempre la cara. Asumiendo serenamente las responsabilidades que impone el ejercicio periodístico. El asesino lo localizó fácilmente, pues don Manuel nunca se ocultó.
Si hay un tiempo para pasar y un tiempo para vivir, resulta que lo pasado cabe en una nuez y lo vivido no se puede medir.
¿En las hojas de cuál calendario cabría toda la intensidad de un tiempo que se vuelve sobre sí mismo y se enriquece en su propia sustancia?
Los recuerdos no se pueden deshojar uno a uno cuando son hijos de un acontecer intenso y vehemente en donde todos los espacios fueron copados por el afecto. Son criaturas que se multiplican y entrelazan unas con las otras, imposibles de aislar, palpitantes y dolorosas en su existir sin tiempo, presentes e inaprehensibles a la vez, dulces y amargas, exigentes hasta dejarnos exhaustos, adoloridos, ahítos de sentir que el recuerdo es más de lo que podemos soportar y al mismo tiempo lo único que podemos tener.
Doblan las campanas, pues. Doblan por don Manuel. Pero también doblan por nosotros. Por todo el tiempo, por toda la amistad, por todo el amor, por todas las cosas que se quedaron pendientes.