Un testamento periodístico de Manuel Buendía

  • La posesión real del idioma y el desarrollo de un estilo: Objetivos del periodista.
  • El trabajo del periodista nunca termina, la actualidad es necesaria.
"Notebook". Waferboard @Flickr

«Notebook». Waferboard @Flickr

Por José Emilio Pacheco

Publicado originalmente en RMC 86

Hay por supuesto unos periodistas mejores que otros; pero sería más exacto decir que hay periodistas que estudian y trabajan más que otros. La diferencia no está, pues, en el vestir y en el andar. Lo que hace la diferencia es el esfuerzo que se ponga para alcanzar estos dos objetivos: la posesión real del idioma y el desarrollo de un estilo.

El 21 de febrero de 1984, en un seminario sobre periodismo organizado por la Dirección General de Información y Relaciones Públicas de la SEP, Manuel Buendía habló acerca del estilo. Las balas que asesinaron por la espalda al gran periodista mexicano también hicieron más vital, más valiente, más necesaria cada página suya. Su muerte es la prueba trágica e irrefutable del poder de las palabras.

Lo que Buendía comentó en aquella ocasión estuvo dirigido a un grupo de jóvenes periodistas y estudiantes de periodismo. Es válido para todos al margen de su edad y sus años en el oficio.

Constituye una gran parte del gran testamento que representa su obra en conjunto. Buendía entendió que nuestra catástrofe actual es también una crisis de lenguaje. Su autoridad en este campo no requiere ponderación: Manuel Buendía no hubiera llegado a ser lo que será siempre si no fuese también uno de los grandes prosistas mexicanos.

Excelente maestro y expositor oral, sin duda Buendía hubiera revisado la transcripción xerográfica antes de publicarla. Aquí sólo es posible ofrecer un resumen de un texto que representa su última palabra en torno a una de sus preocupaciones más evidentes y menos conocidas. Cuando se haga la indispensable recopilación de sus trabajos dispersos, aparecerá en su integridad esta conferencia la que no resulta exagerado llamar discurso del estilo.

 

Un grito de alarma

Aquel 21 de febrero Antonio Rodríguez afirmó:

Baudelaire dijo que Daumier despertaba todos los días al pueblo de París con una sonrisa… Nuestro huésped de hoy despierta también todos los días, a los lectores de la prensa nacional, ávidos de conocer lo que pasa en el país y en el mundo, con algo más tenso que una sonrisa: con un grito de alarma. El revela, denuncia, critica, pone al descubierto lo que corroe la vida de la nación y perjudica los intereses del pueblo; pero no lo hace con la voz agria del amargado, sino con la conciencia tranquila de quien está cumpliendo un deber. Por eso la sonrisa forma parte de su lenguaje: es inherente a su personalidad y a su estilo, no comprenderíamos su columna sin el buen humor que la vuelve atractiva, de fácil lectura, elegante, aunque con cierta frecuencia hiriente… Manuel Buendía despierta al pueblo de México ayudándole a crear una conciencia cívica, con un lenguaje irradiado por la gracia que hace más contundente la verdad y la crítica.

Al comienzo de su intervención, Buendía habló del periodismo como una actividad en que el aprendizaje no termina nunca. Un minuto antes de su muerte, el verdadero periodista debiera estar preocupado por tener tiempo para comunicar lo que acaba de saber y aprender. Decía Chesterton que el periodista es el hombre que se quedó sin profesión. Traducido esto a nuestro lenguaje familiar, diríamos que somos aprendices de todo y oficiales de nada.

Justo en el instante de proclamarnos dueños del saber y la perfección, se inicia la decadencia. Como ya somos perfectos, descuidamos la lectura, silenciamos la autocrítica y desdeñamos la crítica externa… si es que alguna vez la admitimos sinceramente.

Y entonces el lenguaje empieza a enmohecer; nos marginamos de las nuevas formas de expresión; nos quedamos a la zaga de los avances del periodismo que atañen a los redactores; dejamos que otros nos superen en aquellas especialidades en las que habíamos logrado destacar un poco; y, en fin, de pronto nos damos cuenta de que hemos perdido clientela, público, que ya casi nadie se acuerda de nosotros, y no importa si decimos o callamos…

Se dice que los médicos no se preocupan mucho de sus errores porque los entierran. Pero los periodistas publicamos los nuestros. Aunque lo intentemos, no es posible esconder nuestra ineficacia. Si hoy escribimos mal, o siquiera un poco deficiente, mañana se publicará tal cual o quizá peor, cuando a nuestra imperfecta redacción se agreguen erratas de tipografía, para mayor vergüenza de nosotros…

(En la última “Red Privada” que alcanzó a ver impresa Buendía insistió en este obstáculo:

Es imposible llegar al fondo de una información periodística si no se saben sortear las fallas de puntuación, los solecismos, las faltas de ortografía que cambian el sentido de las palabras y, sobre todo, el problema que representa la pérdida de líneas enteras o la trasposición de otras. Pero, después de todo, esto es lo que hace la lectura de los periódicos mexicanos mucho más emocionante).

 

El periodismo como género literario

Hay por supuesto unos periodistas mejores que otros –continuó–; pero sería más exacto decir que hay periodistas que estudian y trabajan más que otros. La diferencia no está, pues, en el vestir y en el andar. Lo que hace la diferencia es el esfuerzo que se ponga para alcanzar estos dos objetivos: la posesión real del idioma y el desarrollo de un estilo.

Con base en sus 25 años de docencia, afirmó que la primera falla de muchos estudiantes consiste en no saber ortografía. Quien la ignora desconoce también la sintaxis. A partir de un artículo del propio Antonio Rodríguez, Buendía evocó a José Alvarado. Alvarado escribió bien por vocación (Pedro Ocampo Ramírez dice que era incapaz de escribir mal), pero asimismo gracias a un oficio al que consagró la mayor parte de sus desvelos y la más severa de sus disciplinas. Alvarado escribió bien por el alto respeto que le mereció el periodismo.

No es “barata artesanía sino un género literario cuyas exigencias, si cumplidas, crean belleza”. Un ejemplo de lo que puede ser el periodismo está en el artículo de Rodríguez por “la exactitud y galanura del lenguaje”, “la precisa construcción de las frases, no mecánica sino artística” y la forma en que palabras de uso común aparecen allí bajo una nueva luz. “Está magia se llama estilo.”

Releamos, pues, a José Alvarado; busquemos otra vez las viejas crónicas y artículos de Renato Leduc; analicemos a Martínez de la Vega, a Granados Chapa, a Poniatowska, a Carreño Carlón, Aguilar Camín, Angeles Mastretta, Reyes Razo, García Soler, Luis Gutiérrez, Monsiváis, Cristina Pacheco… Hagamos esto y sabremos lo que es estilo.

Añadió el nombre de Enrique Ramírez y Ramírez, “uno de los mejores articulistas que he conocido”. Y halló características comunes en la diversidad de buenos estilos periodísticos:

Una de ellas es la antisolemnidad. Son solemnes los culteranos, los retóricos, los  zafios y los impotentes. La solemnidad es un refugio para quienes pretenden esconder su incapacidad ante el desafío permanente del periodismo, que consiste en saber enfrentar las mayores complejidades –descripción o razonamiento– con un lenguaje fresco, ágil, sencillo, ameno y perfectamente capaz de crear belleza literaria.

En rigor, “El periodismo es un género que no cede en rango a ningún otro”.

 

La posesión del castellano

El periodismo podría definirse como literatura practicada bajo presión: las emociones, las circunstancias, la tiranía del reloj aumentan la dificultad de crear con el lenguaje los valores de la exactitud, la brillantez, la eficacia y aun el disfrute estético. Un escritor puede tomarse semanas, meses y hasta años para terminar una obra. Un periodista tiene que vérselas todos los días con sus apremios. De ahí que constituya un mérito la redacción simplemente correcta de una noticia o un reportaje y se alcance un estadio superior cuando el periodista, con la simple alquimia de su estilo, crea arte literario.

La otra característica que Buendía encontró en sus ejemplos es la sólida posesión del castellano: no incurrir en solecismos, no abusar del hipérbaton, aplicar las normas sobre el régimen de los verbos, no ponerse trampas con las anfibologías. Como la arquitectura, el estilo no es adorno ni exterioridad sino un resultado final que requiere una base sustentante.

La gramática es el sustento del estilo. Si no se aplican las reglas de la sintaxis a la construcción de cada frase, no habrá estructura sobre la cual pueda edificarse el estilo. Nada se inventa: uno está siempre sujeto a normas básicas que son fuente de armonía y florecimiento del lenguaje.

Ni obra del azar ni factor hereditario, el estilo es resultado de una búsqueda personal, voluntaria, incesante. El brillo y la textura se pueden perder por descuido o indolencia. El estilo no se adquiere de una vez por todas: exige constante vigilancia, cuidado y pulimento.

 

La obligación y dicha de leer

Según Buendía, el paso fundamental para la adquisición de un estilo se halla en dos decisiones: rebelarse contra la mediocridad y lograr formas personales de expresarse, sin miedo a las responsabilidades y esfuerzos que aguardan en el camino. La búsqueda comienza con un honrado examen de nuestros conocimientos gramaticales. No importan los años consumidos en el aprendizaje y en la práctica: jamás acabaremos de entender, nunca llegaremos a dominar totalmente las complejidades de nuestro idioma: “el más hermoso, pero uno de los más difíciles”.

Sean cuales fueren su edad y su experiencia, a nadie le viene mal meterse a un buen taller de redacción y, en primer término, multiplicar extraordinariamente sus lecturas. Una receta eficaz para no salir nunca de la mediocridad es leer poco: sólo un periódico al día, una revista a la semana, un libro cada tres meses. En cambio, la lectura abundante suele dar resultados tan generosos que hasta remedia la mala ortografía. Ahora que la SEP y el FCE los han puesto al alcance de todos, no hay excusa para dejar de leer o releer a Arreola, Fuentes, Paz, Rulfo, Vasconcelos…

Debe ser deleitosa pero también crítica la lectura. Nada que llegue a nuestras manos ha de salir de ellas sin reflexión y análisis. La imitación es un camino sesgado y eficaz para construir el estilo. Hay que escoger bien nuestros modelos porque los malos modos de escribir se pegan como los cardos y, en cambio, las cualidades de los buenos escritores son difíciles de desentrañar y aprender y todavía más arduos de imitar. Una dosis controlada de imitación intencional sobre un estilo excelente puede servir de disparador al estilo propio. Buendía subrayó que no trataba de incitar al plagio, pero recordó la frase del poeta que, acusado de plagiario, se defendió diciendo: “Tomo lo mío donde lo encuentro”.

 

Redactar todo el día

La siguiente clave consiste en hacerse devotos cultivadores de la conversación, un magnífico ejercicio que se refleja en el arte de escribir. Nadie puede dar lo que no tiene: nadie será capaz de plasmar belleza literaria en las páginas de un libro o de un periódico si no se nutre constantemente con la abundancia verbal. La conversación, a diferencia de las charlas banales, afina y disciplina el léxico y lo enriquece con los destellos de otros estilos. El mejor conversador es siempre el que sabe escuchar.

Hay una última receta: Manténgase redactando todo el día. Se puede redactar en sueños o durante las faenas del aseo personal.

Cuando uno va prisionero en el taxi, el autobús o el Metro se pueden hacer preciosos ejercicios de redacción. En la pizarra de la imaginación se intentan descripciones de los objetos y personas que nos rodean: la gimnasia mental no tiene límites.

Buendía citó a James Thurber: Nunca sé con seguridad cuando no estoy escribiendo. A veces en una fiesta mi mujer se acerca y dice: “Thurber, para de escribir, maldita sea”. Por lo general, me agarra a la mitad de un párrafo. O bien, cuando está comiendo, mi hija levanta la vista de su plato y pregunta: “¿Papá está enfermo?” Y mi mujer le contesta: “No, está escribiendo algo”.

Aquí termina mi recetario –concluyó Manuel Buendía–. Si después de esto un redactor en busca de estilo no lo encuentra, será por cualquiera de estas dos causas: no servía ninguna de mis recetas, o él nació así, sin estilo. En este último caso, bastará que trate de redactar con básico respeto a las reglas de la gramática. Los lectores quedarán moderadamente agradecidos.

Retomemos su última frase para decirle: Adiós, Manuel Buendía. Tus lectores te estamos no moderadamente sino total y eternamente agradecidos. Supiste vivir y morir por nosotros. No te olvidaremos mientras tengamos vida.

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