Censura
- Sánchez de Armas recorre la historia de la censura en el arte y la política desde Voltaire hasta Presunto culpable.
- Dublineses de James Joyce, Aullido de Allen Ginsberg y La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo son algunas de las obras que han sobrevivido a la censura.
- «El momento y la sociedad actual ya no resisten estos actos de autoritarismo y opacidad», dice el autor.
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo…” dice el comienzo del famoso y provocador poema Aullido de Allen Ginsberg, producto de la creación experimental con drogas que proponía la generación beat a la que pertenecía el poeta.
El libro de Ginsberg apareció en 1956 y poco después fue prohibido. La cancelación de esta censura debió pasar por un proceso legal en el que fue invocada la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que protege las libertades de culto, de expresión, de prensa, de reunión y de petición. Cierto que para la época resultaba desafiante la propuesta estética de los escritores beat que pregonaban el rechazo a los valores estadounidenses, la libertad sexual y el uso de las drogas como vehículo creativo.
Cuando allá por 1740 don François Marie Arouet -mejor conocido por su nom de guerre: “Voltaire”-, tuvo noticias de que el gobierno de Francia había mandado incinerar en la plaza pública cuanto ejemplar de sus Cartas inglesas fue posible confiscar, exclamó maravillado: “Hombre, cómo hemos progresado: antes se quemaba a los escritores… hoy únicamente a sus libros. ¡Esto es civilización!”
Doscientos años después, James Joyce se quejaba en carta a su editor norteamericano: “No menos de veintidós editores leyeron el manuscrito de Dubliners, y cuando, por último, fue impreso, una persona muy amable compró toda la edición y la hizo quemar en Dublín —un nuevo y privado auto de fe.”
En el arte, de manera más nítida que en la construcción de las ciencias sociales, se observan los procesos de totalización, destotalización y retotalización de los que hablaba Nietzsche. Es decir, la construcción de una propuesta o cuerpo conceptual e ideológico que es negado por otro que llega a desplazarlo. La búsqueda de nuevas formas de expresión artística es un fenómeno que aparece una y otra vez en la línea del tiempo y en las que se conjugan una serie de circunstancias que permite a unas iniciativas volverse de tal modo relevantes que marcan hitos en la historia y otras, en cambio, se convierten sólo en manifestaciones efímeras o estrictamente individuales con escasa repercusión social.
Los artistas son quienes muestran el mayor gusto e inclinación por exceder los límites del comportamiento socialmente aceptado, incluso más que la disidencia política, que suele aparecer como respuesta a determinadas decisiones del poder. En esta transgresión que parece inherente al arte radica quizá la razón de la censura que una y otra vez regresa en un intento por tener, parafraseando a Antonio Gramsci, artistas orgánicos, artistas complacientes con el ejercicio del poder y cuya producción contribuya a la permanencia de aquél, lo cual, cuando sucede, condena casi siempre al artista a pasar inadvertido.
Un caso curioso y contrario de algún modo a mi afirmación anterior fue la película La batalla de Argel, producción italo-argelina del director Gillo Pontecorvo sobre el movimiento de independencia de Argelia. Este filme, auspiciado por el gobierno de Ahmed Ben Bella, primer presidente de la Argelia independiente y realizado en 1965, muestra la lucha del pueblo argelino contra el colonialismo francés. La batalla de Argel se exhibió en la ciudad de México en la década de los setenta, en el cine Diana, ubicado en la avenida Paseo de la Reforma. Las escenas tuvieron un impacto inmediato: inflamaron la conciencia antiimperialista del respetable y al terminar la función fue improvisado un mitin que terminó apedreando el edificio de la Embajada de Estados Unidos a unos metros de distancia sobre el Paseo de la Reforma. Of course, el filme fue retirado del cine Diana.
(Como dato de mi archivo personal, en 1998 localicé y entrevisté a Ahmed Ben Bella en su refugio en Suiza. El presidente, como le llaman sus allegados, tenía 82 años y una mente poderosa. Me dijo, en aquella primera conversación con un periodista mexicano desde que en 1958 Luis Suárez lo entrevistara para la revista Siempre!, que la lucha del pueblo argelino se había inspirado en el movimiento zapatista y que él, Ben Bella, había moldeado su estrategia militar en la del Caudillo del Sur. Ésa fue quizá la mejor de mis entrevistas. Naturalmente no recibí el premio nacional de periodismo, pero la dirección del grupo radiofónico dueño del noticiario matutino Enfoque de la ciudad de México, que yo conducía, quiso pagar de mi salario el importe de las llamadas de larga distancia que hice para localizar al presidente. Así que presenté mi renuncia para ir a un lugar mejor. Como bien dice mi querida amiga CM, no es bueno trabajar para alguien que ni entiende, ni aprecia ni le importa tu trabajo.)
La potencialidad disidente del arte, no obstante, siempre se ha sobredimensionado; la magnitud de los manotazos que se le asestan no tiene correspondencia con el nivel de peligrosidad de los productos artísticos sino con el nivel de autoritarismo con que se ejerce un gobierno y que corre a la par de la ausencia de mecanismos ciudadanos para contrarrestarlo. A medida que la sociedad gana instrumentos para ejercer sus derechos, la censura tosca e irracional pierde terreno. Hoy, no podemos imaginar una censura como la que sufrió la cinta La sombra del caudillo, basada en la novela del mismo nombre de Martín Luis Guzmán y realizada en 1960, pero que se pudo exhibir comercialmente hasta 1990 durante el gobierno de Carlos Salinas. Treinta años de censura que llevaron a su director, Julio Bracho, a morir sin ver exhibido el filme.
Las obras de contenido explícitamente político son blanco fácil de la censura, como sucedió con La batalla de Argel que estuvo vetada en Francia durante varios años, las mexicanas Rojo amanecer sobre la matanza en la Plaza de Tlatelolco del dos de octubre de 1968 y La ley de Herodes de Luis Estrada que caricaturiza la forma en que se ejerce el poder el México. Los resultados de la censura han sido casi siempre contrarios a los fines que llevan a impedir que una obra sea vista, por lo cual resultó incomprensible la pretensión de retirar de las salas de cine el documental Presunto culpable. El momento y la sociedad actual ya no resisten estos actos de autoritarismo y opacidad, pero como decía Nietzsche, “Hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas”. El fango que se agregó a la protección de un supuesto derecho a la privacidad, sin embargo, no fue suficiente para cubrir la intención de censurar.
El arte trasciende a las mordazas de la política. Claro que en un primer momento el puño del censor cae con estrépito sobre el escritorio y en ese mismo instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón; La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán; Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa; Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales; No me voy a casar es echada del escenario a punta de pistola y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el apando de la cárcel más cercana… y un largo etcétera para el que no tengo espacio. Mas al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que los nombres de sus verdugos, si alguien los recuerda, es con oprobio.
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