- Otros temas
- Libertad de Expresión
- Periodismo
- Manuel Buendía
- Periodismo
- Periodismo
- Violencia contra periodistas
Buendía: Maestro del retrato
- Red privada: Un medio de denuncia contra la impunidad.
Por Alejandro Gómez Arias
Publicado originalmente en RMC 86
Oponiéndose a las manifestaciones visibles e inmediatas de la corrupción absoluta luchó don Manuel Buendía. Su desaparición física parece trágicamente lógica y queda dentro de un proceso que iba –o va– cumpliéndose con inexorable exactitud: el agrupamiento de las fuerzas de la derecha mexicana o extranjera, con propósitos de dominación y consecuentemente de transformación política.
El desastre político, social, moral de la República del que el sacrificio de Buendía es solamente un capítulo –cargado de consecuencias y resonancias por la relevante personalidad del escritor– tiene significación mucho más grave porque descubre, para decirlo con un poco de humor negro, las garantías que protegen a la delincuencia. Un cuerpo de prevención prácticamente convertido en enemigo del pueblo, un ministerio público débil y teorizante, coronados por organismos judiciales lentos, no pueden alcanzar la seguridad personal de nadie ni la paz social. Cuando la comunidad vive poseída por un confuso pero real sentimiento de incertidumbre y si se leen o escuchan relatos de violencia que se pierden y olvidan, es que lo esencial está roto y el orden colectivo, un engaño que va creando nuevos conceptos de la moral y una distinta calificación del bien y el mal.
No eran otras cosas las que denunciaba, señalando no tanto al fenómeno en su conjunto, sino a numerosos personajes, don Manuel Buendía, sin que le importara la inutilidad aparente de sus trabajos, porque si es verdad que muchas de sus “Red Privada” caían en el vacío, la impunidad que esto producía era el testimonio vigoroso y la prueba indeleble de lo certero de sus juicios. Lo que en el fondo de sus denuncias quedaba era la evidencia de la impunidad, la aceptación táctica de una siniestra regla impuesta por las fuerzas dominantes a la sociedad civil. ¿Cuándo se investigaron los hechos que el gran periodista describía? Los que debían oírlo nunca lo hicieron y por ello, paradójicamente, el columnista más leído, vivo y actual, escribía para el futuro. La nómina de los primeros actores y los partiquinos de la corrupción mexicana y la lista de las organizaciones, nuestras o extranjeras, son ahora y lo serán más cuando transcurran los años, las claves para entender un momento –éste– tal vez decisivo para la nación.
Buendía no ignoraba hasta dónde podían llegar sus denuncias. Conocía los obstáculos, las limitaciones y, sobre todo, los peligros que sus palabras levantaban, pero le interesaba la verdad y cuando creía tenerla no la ocultaba. Podía equivocarse –pocas veces porque su archivo y sus fuentes eran extraordinarias– pero nunca porque dejara de ser un observador objetivo y, contra lo que a menudo se piensa, se perdiera en imaginaciones y fantasías. Su técnica se apartaba de la de los columnistas o comentaristas y se aproximaba al estilo del gran reportaje. Le atraía, con profundo sentido periodístico, lo inmediato. Los problemas de una sociedad en descomposición no eran para él material para elaborar teorías complicadas. No contemplaba el horizonte brumoso, sino lo próximo y cercano. No fue –si es posible decirlo de esta manera– un paisajista, sino un cruel y exacto maestro del retrato, que logró en su especialidad excepcionales creaciones dibujadas con mano tan firme como audaz y valiente. Trazadas para la vida breve de los diarios perdurarán porque forman una galería que los historiadores tendrán que recorrer y analizar si se atreven a explorar estos días oscuros.
Los puntos desconocidos del caso Buendía en mucho tiempo no serán despejados. ¿Se le sacrificó por cuanto había escrito o por algo que se preparaba a revelar? Lo determinante y explosivo fue, tal vez, alguna de sus “Red”, pero supongo que el conjunto de sus trabajos llegó a ser inadmisible. Se convirtió así –ahora lo vemos claro– en un escritor de la disidencia. Quedaba en ese grupo, tan reducido, el periodismo nacional cuyos escritos no son parte de una campaña de oposición ni de una protesta ocasional, sino de la inconformidad que resulta, inocultable, del análisis de los hombres y su conducta.
Todos los sistemas tienen un grado de tolerancia, un máximo que, a su juicio, la crítica no debe rebasar. Cuando escribo sistemas no quiero decir solamente los gobiernos sino ese amplio complejo de individuos, ideas o intereses, prejuicios y resentimientos que constituyen una sociedad en un lapso histórico preciso. Se escoge entonces a una víctima representativa –la vieja tesis del castigo ejemplar– cuya desaparición, se piensa absurdamente, detiene las censuras y paraliza las desviaciones heterodoxas. Es la teoría de la muerte necesaria, de la violencia como última razón que, por supuesto, siempre produce resultados imprevisibles y jamás logra el silencio.
Si se quisiera reducir a unas cuantas líneas el medio en que transcurrieron los trabajos finales de don Manuel Buendía, podrían señalarse lo que ahora se llama corrupción, que es la pérdida de la moral social; la impunidad, que es la desaparición de la justa autoridad del Estado y, por último, el miedo, que es complicidad involuntaria o pasiva. Y voluntaria cuando una parte importante de la sociedad civil se suma a la corrupción e incluso la reconoce como normal, la dignifica.
Oponiéndose a las manifestaciones visibles e inmediatas de la corrupción absoluta luchó don Manuel Buendía. Su desaparición física parece trágicamente lógica y queda dentro de un proceso que iba –o va– cumpliéndose con inexorable exactitud: el agrupamiento de las fuerzas de la derecha mexicana o extranjera, con propósitos de dominación y consecuentemente de transformación política.
Pero más allá del dolor y la indignación que el atentado provoca, es preciso afirmar que de él no resulta la derrota del periodista ni la inutilidad de su riesgosa empresa. Sus páginas no contenían motivaciones subjetivas, personales, que pudieran deshacerse. Eran observaciones de una realidad tangible. No entregaba a sus lectores opiniones controvertibles ni frágiles hipótesis. Mostraba hechos y seres reales vivos y peligrosos. Descorría el telón del gran teatro nacional y parecían, inconfundibles, los actores sin máscaras ni disfraces, con sus nombres y rostros desnudos. Realismo que el sistema no podía absorber. Tampoco ciertos individuos o instituciones. Era un estilo de crítica implacable pero también de colaboración que el Estado no supo recoger ni entender. Pero sus excelentes “Red Privada” quedan no sólo como testimonios secos y estériles, sino como posibles guías de acción para futuros regímenes verdaderamente depuradores y patrióticos.