El judío errante
Juego de Ojos
Miguel Ángel Sánchez de Armas
El jueves tres de marzo de 1983, hace 27 años, la señora Amelia Marino se presentó como cada semana en la casa número 8 de Montpelier Square en el barrio londinense de Knightsbridge. Mientras ordenaba sus utensilios de limpieza vio sobre la mesa una nota manuscrita: Por favor, no suba a la planta alta. Hable a la policía y pida que venga.
Llegaron los bobbies. En la sala de estar encontraron los cadáveres de los dueños, Cynthia Jeffries y Arthur Koestler, correctamente vestidos (él en traje de tweed y con un vaso de whisky en la mano). Dos copas de vino con restos de un polvo blanco y un frasco de miel adornaban la mesa. Se habían quitado la vida 36 horas antes, el martes en la tarde. Tuvieron la precaución de que un veterinario durmiera a David, su perro.
El New York Times del día siguiente publicó que “en su agitado viaje por la historia del siglo veinte, con frecuencia el señor Koestler parecía ir delante de su tiempo”.
Así terminaron los días uno de los autores más influyentes de la posguerra y de la guerra fría. Sus epígonos dijeron que murió como vivió, sin aceptar interferencias en su destino. Para sus detractores el suicidio fue la consecuencia natural de una vida extraviada.
Lo que nadie atinó a explicar fue por qué Cynthia, treinta años menor y en perfecta salud, hubiese decidido acompañar a su esposo de 77 años, enfermo de leucemia y parkinson. “Le guardaba una sumisión patológica”, fue el comentario de un conocido de la pareja.
Santificado por unos y denunciado por otros como agente de la reacción; criticado por advenedizo a la comunidad intelectual y ridiculizado por sus investigaciones parapsicológicas, Koestler fue sin embargo una de las mentes más originales del siglo. Fenómenos como la caída de la cortina de hierro y la globalización, fueron anticipados por él desde los años cuarenta.
Su obra es de una diversidad asombrosa. Si hay libros que no se pueden leer impunemente, Koestler es autor de varios de ellos. Textos políticos como Oscuridad al mediodía, novelas como Ladrones en la noche y volúmenes autobiográficos como Flecha en el azul y La escritura invisible, marcaron a muchas generaciones. Hoy en día, Los sonámbulos y El espíritu en la máquina siguen siendo textos obligados para estudiantes de ciencias.
Su vida estuvo marcada por relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo militante. Difuminó sus orígenes en una autobiografía cuidadosamente hilvanada para resaltar sus facetas de luchador social, intelectual, novelista y pensador y ocultar su misoginia, su misantropía, su inseguridad y su poco comedimiento con mujeres y amigos. Uno de sus biógrafos asegura que lo único que se sabe de él con precisión es que nació las 8:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1905 y pesó 4.8 kilos. No obstante, produjo un notable y profundo testimonio del siglo con el que creció.
Arthur fue hijo único del ingeniero y lingüista aficionado húngaro Henrik Koestler y de Adele Zeiteles, una mujer voluble y no muy joven a quien la quiebra de su padre parecía haber condenado a la soltería hasta que apareció en escena el guapo -y pobre- Henrik. En su vida adulta, Arthur descargó su hostilidad hacia su madre con todas las mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. Fue un Don Juan que tuvo tres esposas, Dorothy Ascher, Mamaine Paget y Cynthia Jeffries, esta última originalmente su secretaria, 30 años menor y, recuerdan quienes les conocieron, de una “tolerancia enfermiza” con un Koestler legendariamente infiel y abusivo.
Estos orígenes, combinados con su baja estatura y su búsqueda infructuosa de una patria, le allegaron un complejo de inferioridad que él calificaba como “el más grande y mejor de todos”.
A los 22 años ya se le consideraba uno de los reporteros sobresalientes del siglo XX. Estuvo profundamente comprometido con sus principios políticos. Perteneció al Partido Comunista, fue encarcelado y estuvo a punto de ser fusilado en España. Pudo ver las dimensiones y el terror de la “solución final” nazi y durante años se dedicó a organizar y financiar movimientos para el rescate de judíos, en un tiempo en que las élites políticas preferían cerrar los ojos a ese drama ya para no incomodar a una Alemania fuerte y agresiva, ya por que suponían que la “persecución” de los judíos era una maniobra propagandística del sionismo. De hecho, entre finales de los treinta y principios de los cuarenta, los principales diarios norteamericanos y el público en general no creían los informes del genocidio judío en Europa o sospechaban que eran exagerados para obtener fondos de ayuda.
Encarcelado en una prisión española y sentenciado al paredón, Koestler recibe una epifanía: comprende que todas las consignas y toda la militancia para aniquilar a los “enemigos de clase” pierden sentido al pasar de militante a víctima. Ahí experimentó lo que después llamaría la “sensación oceánica” (Oceanic feeling), algo semejante a una visión cósmica que subyace a toda su obra.
De su desencuentro con el comunismo nació Oscuridad al mediodía, libro de enorme influencia en donde el paraíso de los trabajadores es expuesto como un infierno a través del protagonista de la novela, Rubashov (basado en la personalidad del dirigente bolchevique Nikolái Bujarin), quien víctima de las purgas estalinistas, es arrestado por la policía secreta y obligado a confesar crímenes inventados.
Koestler fue un judío errante en el sentido literal de la palabra. Vivió en Inglaterra, Francia, Austria, Suiza, Hungría, Palestina, Israel y Estados Unidos. Fue un sionista convencido y comprometido, un escritor profundo en unos temas y superficial en otros a quien alguna vez se acusó de ser “gran sintetizador de ideas ajenas y pobre productor de ideas propias… un plagiario”, que sin embargo dejó una profunda huella e influyó sobre numerosas generaciones.
Un ejemplo de la originalidad de su pensamiento está en un pasaje de sus memorias en donde explica que para él, en lo político primero tiene lugar un compromiso emotivo y sólo posteriormente se inserta la racionalidad del mismo: “todas las evidencias tienden a demostrar que la libido política es esencialmente tan irracional como el impulso sexual, y condicionada, como éste, por experiencias tempranas parcialmente inconscientes”.
Sí, una propuesta original y atractiva y acorde con la personalidad de un hombre cuyo apetito sexual y capacidad de affaires breves e intensos era al parecer inagotable… y que además tenía la virtud de mantenerse en buenos términos, incluso cordiales, con sus exmujeres. En Euforia y utopía, Koestler define este rasgo: “Uno aprende a pensar a través de los libros y aprende a vivir a través de las mujeres”.
Algunos rasgos del doctor Jekyll y míster Hyde hay en esta singular persona. Pero no crea el lector que estamos ante un hombre sombrío, retraído, circunspecto y confinado a las sombras y rincones de las bibliotecas. No. Koestler tenía fama de anfitrión generoso y divertido, con una cava ad hoc, muy dispuesto a beber y conversar horas y días… siempre y cuando una de sus mujeres estuviese a mano para guisar, servir, limpiar y funcionar como pareja en la parranda. Habría que apuntar a su favor que no las obligaba a manejar. Esa era su tarea, aunque acumuló la más extensa lista de accidentes automovilísticos de que se tenga memoria en la República de las Letras y en más de una oportunidad fue confinado a la comisaría por conducir en estado de ebriedad.
Hay a lo largo de su obra, como corresponde a un hombre inteligente, una línea conductora de humor. Tomo un ejemplo de Euforia y utopía en el que Arthur atribuye los hechos a un amigo cuyo nombre se le ha escapado y sonaba algo así como “Ehrendorf”… aunque yo me inclino a creer que en realidad el protagonista de la historia es el propio Koestler. Sucedió durante el carnaval de 1932 en Berlín. Ehrendorf-Koestler conoce a una belleza de 19 años, alegre y desenvuelta, en cuya blusa destaca en rojo una cruz gamada. La convence de acudir a su departamento en donde ella accede a todos las fantasías sexuales que es capaz de imaginar un hombre joven y lleno de hormonas. En el momento de la culminación, sudorosos y desnudos en una cama vieja y ruidosa, “la muchacha se apoyó sobre un codo, extendió el brazo derecho a la manera del saludo de Roma y, en medio de un suspiro y con voz desfalleciente, pronunció un fervoroso: ¡Heil Hitler!”. Ehrendorf-Koestler es bruscamente interrumpido por el gesto y, al borde de la furia, siente que el deseo lo comienza a abandonar aceleradamente. “Cuando se recobró, la rubia le explicó que ella y un grupo de jóvenes amigas habían hecho el voto solemne de recordar al Führer cada vez que se encontraran en el momento más sagrado en la vida de la mujer”.
Es de lamentar que Koestler dejara de ser un autor leído, al grado de que durante las reflexiones posteriores al derrumbe de la URSS su nombre no figuró, pese a su obra crítica fundamental del socialismo estalinista: Oscuridad al mediodía.
Profesor – investigador del departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP, Puebla.
Presidente honorario de la Fundación Manuel Buendía.
Correo electrónico: sanchezdearmas@gmail.com
El siguiente es un ejemplo de cómo debe de citar este artículo:
Sánchez de Armas, Miguel Ángel, 2010: «El judío errantle
en Revista Mexicana de Comunicación en línea, Núm. 119, México, Febrero. Disponible en:
http://www.mexicanadecomunicacion.com.mx/magsa.htm
Fecha de consulta:25 de febrero de 2010