Instantáneas fotográficas de Manuel Buendía

  • Ética periodística del autor de «Red Privada».
  • La prosa  Buendiística: Riqueza informativa del periodismo.
Manuel Buendía

Manuel Buendía

Por Omar Raúl Martínez

Publicado originalmente en RMC 58

Pocos minutos después de las 18:20, Manuel Buendía concluyó su faena cotidiana. Salió de la oficina con andar apresurado, pues un compromiso lo aguardaba y bajó las escaleras desde el sexto piso. Juan Manuel Bautista, su auxiliar, lo alcanzó en el primer nivel para entregarle unos papeles y encaminarlo por su Mustang gris al estacionamiento ubicado a pocos pasos sobre Insurgentes Sur. Un hombre de aproximadamente 30 años de edad, 1.70 de estatura y tez morena lo acechaba desde la amplia entrada del aparcadero, y al instante de acercarse el columnista, lo sorprendió alzándole su acostumbrada gabardina por la espalda para acribillarlo de cinco tiros.

Momentos después, tirado sobre la acera de la avenida más transitada de la Ciudad de México, el 30 de mayo de 1984, cuando la luz del día comenzaba a ocultarse, expiró uno de los mejores periodistas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX.

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En su camino profesional, Buendía recorrió los más diversos quehaceres que a la postre cimentaron y alimentaron su labor de columnista. En 1954 ocupa una plaza de reportero de guardia en La Prensa, diario donde cubre varias fuentes y va abriéndose paso hasta encaminarse a la dirección del mismo cuando apenas cuenta con 34 años. Posteriormente dirige un semanario (Crucero) y más adelante, tras incursionar en el área de Comunicación Social, se integra a la docencia. De hecho, el periodismo y la docencia significaron sus dos profundas vocaciones, que alternó de tiempo completo prácticamente en los últimos ocho años de su vida. Y es precisamente a partir de 1976 cuando comienza a desplegarse su mejor obra periodística, que empieza a conquistar el interés de los lectores. Paralelamente se hacen aún más inocultables el recelo y preocupación de algunos políticos y funcionarios, de dueños de capital, de guías eclesiásticos, de espías norteamericanos, entre otros tantos. Su prestigio, notoriedad e influencia crecen y, por ende, en 1977 se hace acreedor al Premio Nacional de Periodismo en el género de comentario político.

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Como director, Manuel Buendía nunca ceja en su empeño por impulsar un periodismo sustentado en información investigada y comprobada, limpia prosa y ética inquebrantable. Para ello imprime su propio espíritu periodístico –ávido de nutrientes para la autoconstrucción personal y profesional– en la conducción del grupo de informadores de La Prensa, a quienes en febrero de 1963 envía un vehemente comunicado donde, entre otras cosas, les exigía ante la largura de sus textos:

Hemos dicho: grandes notas, sí; notas grandes, no. […] Aun cuando el espacio nos sobrara, protesto a ustedes que jamás decidiría atiborrar el diario de notas descomunales; jamás resolvería yo sustituir la calidad por la cantidad. […] Quien carezca del poder de síntesis no puede ser llamado periodista.

Más adelante, en ese memorándum resaltaría la idea –arraigada en él– de la interminable formación del periodista:

Es preciso, señores, que cada uno de nosotros admita francamente lo que, por otra parte, es realidad ineludible de nuestra profesión: el periodista no termina de hacerse. Nuestro perfeccionamiento es brega cotidiana. Hasta el último día de nuestra existencia estaremos transformándonos. Es un mentiroso ególatra el que afirme que ya alcanzó la cumbre de su perfección.

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Sus alumnos lo recuerdan exigente y severo como profesor, jovial y anecdótico en sus exposiciones, acucioso e implacable al calificar, duro y hosco con los perezosos, y generoso y cordial con los entregados a su vocación.

Como profesor –rememora Fernando Mejía Barquera–, don Manuel Buendía era extremadamente riguroso y, en ocasiones, hasta rigorista. Revisaba personalmente los trabajos que encargaba a sus estudiantes y era implacable al calificar. Por cada falla en la ortografía, en la puntuación o en la sintaxis descontaba un punto, y como para evaluar utilizaba la escala del uno al diez, no era extraño que hubiera alumnos –por supuesto, los que más dificultades tenían para escribir correctamente– que obtenían calificaciones de “menos cinco” o, incluso, “menos diez” si en los textos cometían quince o veinte errores. Pero también era muy generoso en otro sentido: nunca dejaba pasar un buen trabajo sin colocar en él una felicitación o una frase de aliento.

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De hecho, los temas que Buendía empezó a tocar con mayor frecuencia constituyeron a la postre una definición de compromisos. Es el primero en denunciar la intromisión del Fondo Monetario Internacional en 1977, y en alertar sobre la derechización del país. Devela las ocultas acciones de la CIA en México y en otros países. Pone al descubierto las irregularidades y actos de corrupción al interior del Gobierno. Arremete contra el pensamiento y las actividades clandestinas de la ultraderecha política y sus articulaciones internacionales. Cuestiona las tareas pastorales de la Iglesia por tender a modelar conductas políticas y preferencias electorales mediante la condena espiritual. En su tribuna no sólo se expresan las voces de políticos o funcionarios, sino también de los sectores mayoritarios de la sociedad.

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El reconocimiento a Buendía por el significado de su trabajo periodístico nacía esencialmente de sus fieles lectores, de quienes recibía toda suerte de comentarios. Esas cartas, sin duda, condensaban el pensamiento de muchos seguidores de sus escritos.

Yo creo –le escribió un ‘viejo’ lector en diciembre de 1981– que el interés fundamental que para mí tiene Excelsior, es leer su documentada, ágil y talentosa columna ‘Red Privada’ que además la siento sumamente nacionalista y en donde definitivamente trata usted con patriotismo y valor los problemas nacionales que más interesan a los mexicanos. Hace usted observaciones agudas, profundas, que a veces les han de llegar muy hondo a quienes van dirigidas, porque hace falta que escritores de la calidad moral de usted no cejen en sostener un periodismo digno, auténtico, orientado e ilustrativo de la opinión pública. […] Los comentarios de su columna mucho ayudarán a hacer conciencia pública y, sin ser gobiernistas, a que se tomen las mejores decisiones y el público entienda la razón de las mismas. […]

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Su concepto de ética periodística lo aplicó rigurosamente en su oficio cotidiano. Rechazaba, implacable, el mínimo indicio de verse comprometido con los tentáculos del poder político y económico.

En junio de 1979, por ejemplo, asistió con todos los gastos pagados a un encuentro internacional de comunicación en Acapulco, Guerrero, organizado por Televisa. Allá, sin embargo, decidió pagar el hospedaje y alimentación de su bolsillo pues consideró que era “faltar a las reglas de la elegancia aceptar una hospitalidad tan costosa para luego expresar críticas”. Matizaba a don Álvaro González Mariscal, publirrelacionista amigo que lo había invitado:

Espero que comprendas el significado exacto de esta acción mía. No es otro que el de sentirme completamente libre para expresar mis propios juicios, en cualquier sentido. No pude sustraerme a la idea de que era una limitación vivir a expensas de Televisa una larga semana… y luego ocuparme de la empresa en mis comentarios, que quizás algunos resultaran casi desagradables. Para no tener nada qué reprocharme, pues, tome esta decisión y la ejecuté.

Y lo hizo pese a ver menguados recursos que no tenía contemplados.

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La sola señal de verse como blanco fácil de las garras corruptoras del poder a través de los conocidos embutes, lo hacía estallar en cólera. Verdaderamente irritado, cierta vez –a principios de octubre de 1979– se vio en la necesidad de enviar un mensaje al entonces Presidente José López Portillo con objeto de clarificar algunos “detalles”. Tras agradecerle la invitación para cubrir una gira por Estados Unidos y Panamá, externó una profunda preocupación:

Durante el curso del viaje, fui informado de que –seguramente por inercia burocrática– mi nombre figuraba en la lista de reporteros y comentaristas a quienes se asignaba una equis cantidad de dinero. Yo no hago juicios de valor sobre la conducta de mis colegas; pero dentro de mi ética personal me he fijado la norma invariable de no recibir dinero ni obsequios de ninguna especie como compensación, gratificación o ‘embute’ relacionados con el desempeño de mis tareas periodísticas. Por tanto, dije a las dos personas que me informaron –miembros del equipo de difusión de la Presidencia–, que sería más saludable para todos que no intentaran poner el sobre en mis manos. Ellos tenían como antecedente el caso de la gira a España cuando me permití devolver al señor Fernando Garza un sobre con mil dólares.

Sin embargo, señor Presidente, me alarma que las inercias burocráticas sigan considerando normal incluir el nombre de Manuel Buendía en la lista de esos estipendios. Quedaría muy agradecido si por órdenes superiores, tales oficinas borrasen para siempre mi nombre. Ni antes ni ahora ni después, he recibido ni recibo ni voy a recibir, gratificaciones de ninguna especie por cumplir mi deber profesional. Envío a usted un cordial saludo.

Y los únicos nexos que llegaba a aceptar con personajes del poder se vinculaban al intercambio de información y puntos de vista. De hecho no podía desestimar tales relaciones habida cuenta que en no pocas circunstancias de ellas dependía recoger versiones y opiniones de interés público o hallar puntas de madejas que llevaban a asuntos verdaderamente controvertidos. Pero evitaba aprovecharlas para su propio beneficio personal.

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Nada magnánima, por supuesto, era la percepción que tenían varios de los sectores aludidos críticamente por Buendía, en particular la Iglesia, los grupos ultraderechistas y el poder empresarial. Tras recibir el Premio Nacional de Periodismo en el género de comentario político en 1977, al columnista se le acusó en una serie de desplegados aparecidos en Guadalajara de ser “un valor falso del periodismo nacional”, pues según sus impugnadores, las columnas que firmaba con su nombre se las escribía “un intelectual de alta cultura y vasta erudición que ha aceptado […] permanecer en la sombra, mientras Buendía cosecha honores, premios y dinero”. Aunque el obvio fin era desacreditar, dicho texto contenía asertos paradójicamente obsequiosos: “Un equipo de intelectuales y profesionales universitarios, politécnicos y sacerdotes católicos […] le escriben las diversas columnas y comentarios, según la especialidad del tema a comentar. Además, cuenta con varios redactores especializados que dan uniformidad al estilo de sus columnas”. Como los supuestos cuestionadores no sustentaban ninguna de sus aseveraciones, tal desplegado parecía aquilatar la verdadera dimensión de la obra periodística de Buendía.

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Las denuncias y críticas del autor de “Red Privada” perfilaron de alguna forma a sus adversarios más fieles. Así, un incidente que lo turbó sobremanera fue cuando, a las seis de la mañana de un día de octubre de 1980, un grupo de individuos fijó carteles en la puerta de su casa que incitaban al linchamiento de líderes sociales y otros en que se leía: “matar rojos no es un crimen, es un deporte”. Además por encima de la barda arrojaron un paquete con la misma propaganda. Al notificar de tales hechos al secretario de Gobernación, don Enrique Olivares Santana, Buendía infirió que se trataba de una clara acción intimidatoria por sus denuncias contra el fascismo y la ultraderecha mexicana. “Descubrirlos, señalarlos, exhibirlos ante la opinión pública, es algo que jamás perdonan esos grupos neofascistas”, sostuvo. Pero hacía patente su honda preocupación: “Hasta ahora las represalias de estos grupos en contra mía se habían limitado, por cuanto hace a mi hogar, a llamadas telefónicas esporádicas. El hecho de que esta mañana haya sido tocada físicamente mi casa, tiene un especial sentido en el lenguaje de los terroristas fanáticos”. No obstante las amenazas, “Red Privada” continuó echando la luz de las denuncias concretas al rostro de aquellas agrupaciones.

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A lo largo de sus últimos l4 años de vida, Buendía hizo suyo y fue depurando el género de la columna, que hizo despuntar como nadie a partir de 1976  con sus inusuales revelaciones, críticas y comentarios. Y en ese lapso fue justamente cuando en México empezó a germinar una nueva etapa de transición política y económica: se cuestiona el modelo desarrollista económico y se formulan planteamientos críticos sobre el sistema autoritario de control político.

 

En ese contexto, vivió y escribió con piel sensible, pupilas atentas, intuición detectivesca, ánimo escrutador y espíritu reformista, como si  estuviese  en el segundo lustro de los noventa, como si los gobernantes del país fuesen realmente receptivos y tolerantes, como si no tuviera temor alguno.  Lo cierto es que el autor de “Red Privada” aprovechó los más leves resquicios para abrillantar una obra periodística que trasciende por su cauda develadora, sus matices estilísticos, sus afanes profesionales y su valor personal.

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Aun enmedio del apogeo numérico de columnas políticas, “Red Privada” supo aprovechar filones del escenario sociopolítico inexplorados hasta entonces y se colocó en el gusto de un amplio círculo de lectores y a la postre irradió una influencia difícil de igualar, incluso en la actualidad. ¿Cuáles fueron esos filones?  A nuestro entender, la profunda investigación periodística en torno a temas de alguna manera soslayados,  o tibia o superficialmente abordados  por sus colegas. Todo ello, por supuesto, ribeteado con los destellos de su irónico estilo  y bajo la sombra de una postura ética inquebrantable.

Manuel Buendía –considera Francisco Martínez de la Vega– llevó el género de la columna, en el cual se especializó y consagró en la última etapa de su bien cubierta carrera periodística, a su más alta cumbre.

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Desde su paso por Crucero y su incursión en El Día, el columnista michoacano fue puliendo y depurando tanto sus técnicas de investigación como su método expositivo, y enfocando su interés hacia determinados temas.

Disponemos de tan pocos recursos los periodistas  –sostuvo en cierta ocasión–, que si no los concentramos, si no los aplicamos a cuestiones bien definidas y permanentes, caeremos en el vicio de la dispersión y dejaremos de prestar un servicio a la sociedad.

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Mientras que algunos lo describen como un periodista de oposición, otros lo ubican como un hombre que siempre aspiró a que el Sistema Presidencial fuese fiel consigo mismo. Pareciera que los matices no existen. Lo innegable es que Manuel Buendía abrió no pocas avenidas entre los segmentos progresistas del país para dejar escuchar sus voces y planteamientos. Al tratar de encuadrarlo políticamente, Carlos Ramírez anota:

No fue marxista, aunque dialogó con ellos; tampoco era priísta y tenía en las filas del tricolor amigos de verdad; nunca volvió al gobierno, aunque se sabía interlocutor de importantes sectores oficiales. Esa diversidad de relaciones le permitió, como en las buenas etapas del periodismo mexicano, convertir a la columna en un intermediario válido del poder sin entrar en componendas con él.

Para Carlos Monsiváis, el centro de la tarea Buendiística fue la develación de los “poderes invisibles”: esas fuerzas de las que no tenemos registro o cuya percepción apenas se intuye. Por ello entabló su cruzada contra la CIA, divulgó la red de conjuras y sociedades secretas de la ultraderecha, denunció las acciones fraudulentas y rapiñas presupuestales, sacó a balcón las inepcias gubernamentales, develó la corrupción y abusos del poder sindical… Por ello dibujó en “Red Privada” aquellos poderes cuyos trazos a veces no se advierten… pero hacen de las suyas cobijados por su paradójica invisibilidad.

Manuel Buendía, sin embargo, jamás se consideró juez de conciencia de nadie,  ni admitió ubicársele como parte de una corriente o tendencia política. Más bien procuró asumir su individualidad como periodista afin a causas progresistas al servicio de la sociedad.

Asumo hasta donde pueda  –precisó en una entrevista–, hasta donde lo alcanzo a entender, las causas de los campesinos, de los obreros, de los perseguidos, de los presos, de la gente que tiene necesidad de ser atendida por alguien y de que alguien tome su voz  y la amplifique para que se escuche. Otras veces expreso lo que son mis propios sentimientos, mis propias emociones, tratando siempre de que tales expresiones subjetivas vayan respaldadas por una base de información y por un tiempo de reflexión sobre el problema que abordo.

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El sello que distinguió a Buendía fue su celo por la pesquisa y la eficacia de su prosa periodística. Y es que aparte de mostrarse como un buen escritor, jamás dejó de ser un reportero en el sentido más logrado del término: no se dormía en sus laureles esperando la información que comentaría al día siguiente, sino que acudía al escenario de los hechos, entrevistaba a gente, y nutría y consultaba su rico archivo.  Su hambre reporteril de investigador acucioso combinada con actitud reflexiva, cotejo de archivos, capacidad analítica y método expositivo, hicieron del autor de “Red Privada” uno de los primeros periodistas de investigación en México.  Porque  más que artículos o simples columnas opinativas, muchos de sus textos adquieren el perfil de breves pero documentados reportajes.

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Entendía el empleo del archivo como un arte de paciencia e intuición. Se compenetraba, observador acucioso, en la lectura de informaciones, documentos, discursos, con la idea de atar cabos o discernir nuevas pistas, pues sabía que “el lenguaje y los actos del poder son como criptogramas, como palabras y frases que hay que saber ir descifrando”. Y equiparaba ese ejercicio al de su deporte favorito: la cacería, de la que había aprendido la tenacidad y el ánimo paciente:

trepado siempre en el macho, picado de mosquitos, mordido a veces por alimañas, sacudido de miedo ante el cercano reptar de una víbora, pero con el dedo puesto en el gatillo de la vieja escopeta de chispa, que a veces, cuando el rocío de las madrugadas no le ha humedecido la pólvora, dispara y de vez en cuando acierta.

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El oportuno aprovechamiento de todo ese bagaje informativo hizo de “Red Privada” la columna política más documentada y reveladora de secretos –políticos, sociales, económicos, religiosos, etcétera– que hasta entonces nadie había intentado abordar en México. Emprendió tal brega, por supuesto, apoyándose en una amplísima “red privada” de relaciones tanto al interior del aparato de gobierno como en el seno de organismos y entidades de la más diversa gama. Quizá su experiencia como funcionario de prensa en el sector público le permitió el establecimiento de innumerables contactos, que a la postre le mostrarían puntas de madejas cuyos enredos las más de las veces pudo descifrar  con el respaldo de su legendario archivo. Un reportero sin una agenda de teléfonos y direcciones –expresó cierta vez Buendía al periodista Antonio Rodríguez– sencillamente está perdido. Por eso el columnista se esmeró en cuidar y estimular una extensa e intensa vida de relación social encaminada a rastrear opiniones o posibles informantes en todos los ámbitos que pudieran redituar frutos a su quehacer periodístico.

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La prosa periodística de Manuel Buendía esplende riqueza informativa, vigor expresivo y poder argumentativo. Sin duda supo conquistar la peculiar naturaleza de su expresión interior para engarzarla con la sustancia nata del periodismo.  Por ello no fue gratuito el que José Emilio Pacheco dijera que el columnista “no hubiera llegado a lo que será siempre, sino fuese también uno de los grandes prosistas mexicanos de este fin de siglo”.  En sus textos es posible advertir tanto una certera construcción de las estructuras gramaticales como un rico arsenal lingüístico, que emplea en diversas formas discursivas del periodismo.  Incluso, hay tambien un enfoque  –inusual en el escenario de la prensa mexicana– que oscila entre la ironía y los juicios reflexivos, que juguetea con el humor y lo solemne del tema, que escudriña y cuestiona con sustento argumentativo.  En suma: se trata de columnas en las que el caudal informativo se adereza de una prosa construida con limpidez, análisis concienzudo del problema y buena puntería para explicar o poner al descubierto fenómenos de interés social y político.

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Después de casi cuatro años de infructuosas e ineficaces investigaciones judiciales en torno al asesinato del periodista michoacano, una presunción se refuerza de manera natural: la del involucramiento de José Antonio Zorrilla en el narcotráfico. El ahondamiento en esa vertiente se intensifica una vez que el nuevo gobierno federal ratifica al fiscal especial en su encomienda. Es así como para mayo de 1989, la recopilación de indicios y testimonios hacen vislumbrar de manera más fehaciente que la responsabilidad apuntaba hacia los altos mandos de la Dirección Federal de Seguridad.

En consecuencia, el 11 de junio de ese mismo año, la Procuraduría General de Justicia del DF halla a José Antonio Zorrilla Pérez, JAZP, como probable autor intelectual del asesinato de Manuel Buendía y del funcionario José Luis Esqueda Gutiérrez,  por el conocimiento que ambos tenían sobre sus nexos con narcotraficantes y que temía se hicieran públicos. El juez trigésimo cuarto penal solicita, por ende, la orden de aprehensión contra JAZP también por enriquecimiento ilícito como servidor público y por acopio de armas reservadas para uso esclusivo del ejército.

Dos días después,  el inculpado se entrega en su residencia tras un tiroteo sin consecuencias con agentes de la Policía Judicial que buscan aprehenderlo. De los largos interrogatorios –cuya duración fue de más de 26 horas–  a que es sometido Zorrilla nada se da a conocer a los medios informativos, razón por la cual comienza a tejerse un mar de suspicacias sobre las probables implicaciones de quienes fueran los jefes inmediatos del autor intelectual: el presidente Miguel de la Madrid y el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz. Es tal la presión de la opinión pública nacional que la Comisión Permanente se ve en la necesidad de rechazar se gire una  cita a ambos personajes para que declaren en torno al caso.

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Más de tres años y medio después de su captura y posterior proceso judicial, el 16 de enero de 1993 son setenciados JAZP y Juan Rafael Moro Ávila a 35 años de prisión por ser autores intelectual y material, respectivamente, del homicidio del periodista Manuel Buendía. Asimismo, el juez 34 de lo penal, Roberto Hernández, también sentencia a los ex comandantes Juventino Prado Hurtado, Raúl Pérez Carmona y Sofía Naya Suárez, por su coparticipación en grado de autoría material. Pese a ello, los dos últimos son liberados pocos años después. Sofía Naya sale libre a principios de 1996, y Raúl Pérez dos años más tarde,  debido a que la acusación contra ellos no estuvo bien fundamentada.

Aunque se supone que el caso se cerró, lo cierto es que la resolución final jamás ha estado exenta de hondas dudas y sospechas interminables. Moro Ávila, por ejemplo, ha expresado que funcionarios de alto nivel estuvieron involucrados en el asesinato. En tanto que el propio Zorrilla Pérez, en su declaración preparatoria, el 20 de junio de 1989, asentó unas palabras que abren inmensas lagunas de mayores aunque inciertas conjeturas: “Yo dependía de Barlett. Nunca fui autónomo. Era parte del sistema. Recibía órdenes del secretario de Gobernación”.

Pero con el curso de los años, las suspicacias también han invadido los terrenos internacionales de la mano con implicados de origen mexicano. Una hipótesis que comienza a sobresalir a inicios de los noventa fue la de que Manuel Buendía sabía o estaba cerca de descubrir las rutas en México para el tráfico de armas a la contra nicaraguense que tenía tendidas las CIA y la Agencia para el Combate a las Drogas de Estados Unidos  (DEA), con la colaboración de narcotraficantes y de miembros de la extinta DFS.

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Aunque desde el 14 de marzo de 1984 ya había inferido la probable vinculación del ex jefe de la Policía, Arturo Durazo Moreno, con el tráfico de estupefacientes, no es sino hasta el 4 de mayo siguiente que Manuel Buendía esboza un panorama preocupante: reproduce el contenido de una Carta Pastoral donde nueve obispos denuncian el avance del narcotráfico en varias regiones rurales  de Oaxaca y Chiapas. En ese documento los prelados manifestaban:

Tenemos el temor, no infundado, de que en México llegue a suceder lo que en otros países hermanos, donde estas redes de narcotraficantes han llegado a tener influencia política decisiva.

Entre los cabecillas de tales grupos estaba “gente que se ha dado de baja del ejército”, añadía el informe. Diez días después, al no advertir ninguna reacción gubernamental,  Buendía escribió:

El procurador general de la República y el secretario de la Defensa no deberían ignorar por más tiempo la advertencia que hicieron desde marzo los nueve obispos del Pacífico Sur, respecto al significado político que puede tener el incremento del narcotráfico en nuestro país […] Tal como lo plantean –y como se desprende también de otras informaciones–, este asunto involucra la seguridad nacional […] Los nueve dirigentes eclesiásticos coinciden con lo que saben otros observadores. Dicen que en este sucio negocio ‘existe la complicidad, directa o indirecta, de altos funcionarios públicos a nivel estatal y federal’. […] La denuncia no parece exagerada al decir que existe para México el peligro de la interferencia extranjera en nuestros ‘asuntos patrios’ por la vía de las mafias internacionales. Más bien se quedaron cortos. Ellos debieron haber señalado que en México ya se dio el caso de que ciertos hechos políticos, en el pasado inmediato, fueran marcados por la influencia de un notorio traficante de narcóticos. La corrupción, que es un fenómeno  esencialmente político, fue incrementada durante el sexenio pasado, en una medida de realidad incontrastable, por los intereses de ese traficante que ejerció su actividad casi a la luz pública.

En esta ocasion vuelve a citar a Durazo Moreno, pero lo refiere como alguien que abrió las compuertas al narco. Si leemos con atención, el columnista sugería que él mismo había investigado en torno al asunto y tenía, quizás, mayor información: las palabras en cursivas (resaltadas de esa manera por quien esto escribe) así lo permiten inferir.

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Manuel Buendía sabía de los riesgos que implicaba tocar intereses delicados en su columna, pero los asumía con orgullo… y miedo. Pese a ello nunca se arredró. “Mi trabajo –sostuvo cierta vez– es muy parecido a la faena que realiza un torero: como él, yo me juego la vida cada día”. Como aficionado a las armas y buen disparador, solía decir: “Si quieren matarme, tendrán que hacerlo por la espalda, porque de frente me llevo a varios”.

Y así fue: su última faena reporteril la vivió el 30 de mayo de 1984. De eso, hace ya tres lustros.

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