Scherer memorioso

Páginas de la experiencia vívida

Junto  con  Los  presidentes,  La  terca  memoria de  Julio  Scherer  García  es  de  sus  mejores  libros.  Escarba  en  sus  recuerdos  para  ofrecernos  la cara  pocas  veces  vista  del  algunos  personajes de  la  vida  pública  pasada  y  reciente.  Por  momentos,  con  una  prosa  quirúrgica,  a  varios los  desnuda  implacablemente.

Omar Raúl Martínez

El  escribir en primera persona, al margen del gran valor testimonial, le da a Scherer una verosimilitud a toda prueba, pues ese manejo del “yo literario”, confiesa, “implica un acuerdo con  uno mismo en la soledad y de ahí una relación más auténtica con los demás”.

Las páginas schererianas emergen de la experiencia vívida y cobran el matiz de reportaje personalista (por darle un nombre) cuando aporta otras voces documentales o resultado de su incansable afán reporteril. Con ello es clara su intención de evitar caer en visiones excesivamente parciales o evidentemente prejuiciadas. No obstante jamás abandona su calibre puntilloso.

Fueron varios los pasajes que atrajeron mi interés. Uno de ellos es el que relata su relación con Carlos Hank González, donde el fundador de Proceso revela la estrecha relación de amistad que llevaba con el político mexiquense. Aparecen las polaridades de un Hank obsequioso y sombrío, voraz y generoso, agresivo y vulnerable. Cuenta Scherer que cierta ocasión un hijo del Hank fue acusado de cuantiosos robos de dinero en el sureste del país, en una región azotada por un vendaval.  Encolerizado por la supuesta infamia, exigió a la PGR una profundísima investigación. Y se confirmó el señalamiento. Más adelante plasma Scherer un relato que mueve a la aguda reflexión:

La noche de ese día amargo, cené con Vicente Leñero y Enrique Maza. Quería conocer su punto de vista acerca de la historia que acababa de vivir. Preguntarles acerca de los deberes del periodista cuando tiene en sus manos los desmanes de personas, las verdaderamente amadas.

Vicente estalló:

—Yo a mi hija  –son cuatro sus hijas– no la pongo en manos de nadie, nunca. Como sea, la encubro, la cubro, la envuelvo.

Enrique sostuvo que en casos como el narrado, se impone un deber íntimo, deber de conciencia.  Afirmó, sencillo como es, sentencioso como no puede dejar de serlo:

—Si no hay compasión para la persona amada como ninguna otra, la vida se extingue.

—¿Qué entiendes por “extingue”, Enrique?  –le pregunté.

—La vida se derrumba, pierde sentido, cae rota.

Conversé con García Márquez. Me dijo que la sangre es sagrada y quien la ensucia se vacía sus venas. Pasa a ser otro, gastado, débil. Frente a los hijos, los padres, los hermanos, los amores bien, los nietos, las personas por las que somos personas sólo subsiste un deber: cuidarlas, y cuidarlas quiere decir ver por ellos en los momentos extremos, los que cuentan.

No tengo duda. Los escuché y actuaría como Vicente, Enrique, el Gabo, pero una cierta perplejidad me acompaña.  Y los otros, qué, ¿qué se las arreglen como puedan?

Otras de las escenas recurrentes en la obra de Julio Scherer son las relativas a las entretelas del binomio políticos-periodistas. Ahora recupera los retratos de algunos jefes de prensa y el del reportero Carlos Denegri. Describe a éste último en pocos pero fulminantes párrafos:

Denegri, dotado como ninguno para nuestro oficio, protegido de sus borracheras sin control por el gobierno que lo usaba a su antojo, se comportaba como le venía en gana. En la redacción sabíamos por cierto que más de una vez se había presentado ante un funcionario para mostrarle dos textos sobre un asunto delicado. El reportaje de izquierda costaría tanto si se publicaba y el de la derecha tanto sino aparecía en letras de molde. El funcionario elegía.

De los lazos, complicidades o condicionamientos entre la prensa y el poder, que se veían como parte de los “usos y costumbres” de una “cordial relación”, rememora:

Algunas ocho columnas, nuestra bandera que ondeaba cada amanecer, tenían precio. Era dinero secreto, sin factura, misteriosos su destino. Las gacetillas, publicidad embozada como información, costaban caro. Su presentación exigía sutileza, estilo, el gato ofrecido con la salsa apetitosa del conejo. Los reporteros teníamos libertad para contratar gacetillas y desplegados del tamaño que fuera, asegurado el 11 por ciento de comisión. Sólo nos obligábamos a respetar las fuentes de trabajo asignadas a cada reportero.

El dinero constante de las oficinas de relaciones públicas del gobierno y de la iniciativa privada, el chayote que espina pero alimenta, había que considerarlo con la naturalidad del agua que humedece la ropa en la temporada de lluvias. Si había protestas, que fueran personales. A nadie se obligaba a guardar en el bolsillo el sobre con su contenido viscoso.

Una faceta que aflora en las letras schererianas es el trazo por momentos más intimista con los que se muestra como un hombre más completo y a la vez vulnerable. En sus primeros pasos como periodista se mira a sí mismo con sus altibajos en la autoestima y los sonrojos del sexo y el amor. La timidez, reconoce, era su problema. Cuenta:

Acudí al doctor Alfonso Quiroz, entendido en la materia. Me dijo que a la timidez no se le puede vencer, pero si esconder. Nadie es tímido frente al espejo, argumentaba. La timidez es un problema social, un problema frente a los demás.

—Ocúltala, que no se note. Si una señora te turba, alude a tu sonrojo y a tu descompostura. Te ríes de ti mismo y quedas listo para enfrentar a cualquiera. Frente a la timidez uno entrena todos los días, como los boxeadores.

Pasó mucho tiempo para que pudiera distinguir entre la timidez y el apocamiento, los guantes colgados, sin gana de pelea, muerto el ímpetu. La timidez, en cambio, lleva a formas de soledad y la soledad concita a la reflexión. A la soledad y a la reflexión se les agrega normalmente el dolor, el sufrimiento.  Pienso ahora que sólo cuando están unidos la soledad, la reflexión y el sufrimiento hay maneras de intentar una transformación o al menos un cambio personal.

En suma: en La terca memoria Scherer nos dibuja sus propias reminiscencias para recordarnos que para trazar nuestros tiempos públicos es menester revisar lo ocurrido desde nuestra trinchera personal.

Director  de  Revista  Mexicana  de  Comunicación, presidente  de  la  Fundación  Manuel  Buendía  y profesor  de  periodismo  en  la  FES  Acatlán  de  la UNAM.

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