Un té con Monsiváis

  • Disecciona y analiza la sociedad que le rodea
Fotografía: "Carlos Monsiváis en FIL 2010" por TheLittleFX @ Flickr

Fotografía: «Carlos Monsiváis en FIL 2010» por TheLittleFX @ Flickr

Por Raúl Godinez Cortés

Es ante todo un hombre observador. Carlos Monsiváis toma el fenómeno social, cultural, popular o literario, y con rápido bisturí lo disecciona, analiza y replantea. A partir de ese análisis, lo redescubre. Nació en la Ciudad de México en mayo de 1938, y  es hoy ya reconocido como su cronista por excelencia. Su trabajo periodístico lo ha llevado a colaborar en diversos medios de comunicación, entre ellos Radio UNAM, Excélsior, El Nacional, El Día, Novedades, Proceso, La Jornada, El Universal  y Nexos.

Se ha hecho merecedor a más de 10 premios de periodismo y literatura y ha sido nombrado Doctor Honoris Causa por cuatro Universidades.

Entre sus principales obras se encuentran: Días de guardar, Amor perdido, Nuevo catecismo para indios remisos, Escenas de pudor y liviandad, Entrada libre, Los mil y un velorios, Los rituales del caos, Cinturón de castidad y Aires de familia: libros todos ellos imprescindibles dentro del panorama literario nacional.

La cita se concerta y concreta en un salón de té de la Zona Rosa, donde el escritor acostumbra acudir y coincidir con varios escritores más. Toma un té de manzanilla mientras conversamos. No luce como en otras ocasiones el cabello despeinado y el semblante somnoliento; más bien, lo contrario. Cabello cano, camisa de manga corta y lentes redondos. Suéter gris al hombro y una pluma en mano moviéndose constantemente.
Durante la entrevista, Monsiváis va de la sociología al periodismo; analiza los medios de comunicación y cuestiona la literatura latinoamericana; sin embargo, sus comentarios quedan circunscritos a su óptica personal en torno a la sociedad contemporánea. Al pasar de la crítica al discurso, el escritor patentiza sus conocimientos, su ironía punzante y un agudo acercamiento a la cultura popular.
Lo más complejo en Monsiváis es su forma de hablar, sobre todo por la asociación de conceptos que maneja. Toma una idea, la descontextualiza, la arranca de su espacio natural, y luego desparpajadamente la inserta en otro mundo de ideas que pudiera parecerle ajeno. Y es precisamente este lenguaje, que podríamos calificar de barroco, por lo aglutinado y sobrepuesto, lo que caracteriza el habla de Monsiváis como un medio nuevo y chispeante. Esto es aún más notorio cuando se ocupa de los diferentes tópicos que integran a la sociedad contemporánea. Ahí su lenguaje se inflama.

Metamorfosis urbana

Comienza por señalar que existe un proceso de deshumanización que caracteriza a la década que vivimos y que genera, en primera instancia, un nuevo comportamiento de las clases populares.
—La cultura de la sobrevivencia ha sido lo propio de las clases populares –comenta–, es su hábitat natural y su manera de sobreponerse a la escasez de recursos. En el momento en que esto ya no funciona y ya no hay tal estrategia de sobrevivencia, simplemente se da el aplastamiento de las clases populares del modo más furibundo. Entonces vemos a las mujeres prematuramente envejecidas, a los jóvenes confinados en el alcoholismo, y a los señores, que podrían tener la posibilidad de un uso creativo del tiempo libre, aplastados por el oprobio de trabajos brutales que matan cualquier desarrollo imaginativo interno. Se ha extremado tanto el desastre económico, que la estrategia de la sobrevivencia ha reemplazado el rostro de la vida popular por una simple máscara; con una sola excepción, que es la estructuración en torno a la familia, único sitio probable de la seguridad. Todo lo demás habla de una sobrevivencia al azar, ya sin los ritmos de continuidad anteriores.

—¿Y esta situación social también se refleja al interior de la pareja?
—Yo creo que en nada varía, porque siempre habrá la necesidad de constituir parejas; lo que cambia es la forma en que se integran. El concepto de la honra o de la virginidad como cuota de pureza, tan dominante todavía en la primera mitad del siglo XX, simplemente ya no opera, salvo en casos patológicos. Y al igual que esto, muchas otras cosas se han resquebrajado. Pero creo que aún en este momento, las relaciones interpersonales es lo más parecido a un seguro de vida: si tengo pareja tengo con quien enfrentar los problemas. Supongo que mientras más avance la monstruosidad urbana, los desencuentros se precipitarán, y esto no es sólo cuestión de actualidad, sino que tiene que ver con el agobio de una sociedad que ya no le dedica tiempo a sus integrantes.  Ello se proyecta también en nuestra relación con el entorno. Antes mi uso de la calle era confiado, solía caminar extensamente, porque me fascinaba observar cómo el paisaje urbano se renovaba y como surgían personajes y desaparecían estereotipos. Ahora continúo haciéndolo, pero ya con una sensación de desconfianza. He perdido el gusto por la calle. Para mí ha desaparecido una parte importante del día, que era cuando me reconciliaba con la ciudad y cuando experimentaba esa mínima aventura de ver en un sólo recorrido aspectos, escenas y personajes. La violencia urbana me arrincona.
Carlos Monsiváis se obsesiona con el tema de la metamorfosis urbana. A lo largo de la entrevista irá precisando que nació en el centro de la Ciudad de México, “casi en la Guerrero”. Comenta además que no le gustaría vivir en otro sitio  y no lo cambiaría por nada.

—Aparte de esos procesos degenerativos en la sociedad, la pareja y la seguridad, ¿qué otros cambios ha observado en sus 70 años?
—Ahora se están abandonando los ideales, las ilusiones, las grandes esperanzas. Es una época de orfandad de mitos. Sin embargo, todavía quedan los mitos del consumo y la globalización, que son formaciones que tienen que ver muy poderosamente con lo imaginario colectivo. Basta admitir el éxito de la literatura de autoayuda, donde sobresalen frases como “Tú puedes” o “Querer es poder”, para ver hasta qué punto la mitología del consumo se ha enraizado en nosotros. Y esto es una respuesta a que, por otro lado, la mitología revolucionaría ya no daba para más. Ya no era posible toda aquella esperanza que se depositó en el Che Guevara, por ejemplo. El caso del Che a mí me parece muy ejemplar porque es un mito muy poderoso que, sin embargo, de modo alguno se sustentaba en la racionalidad o en la democracia. Era un mito autoritario, muy despreciativo de la vida intelectual y muy convencido de la religiosidad de las armas. Me parece que es mejor, en todo caso, que haya una visión escéptica y no seguir sumergidos en un mundo latinoamericano lleno de símbolos y mitos.

—En sus crónicas y ensayos yo percibo una propuesta acerca de cómo observar los fenómenos sociales, ¿es real esto? ¿Usted tiene una propuesta metodológica para analizar las manifestaciones culturales del país?
—No, eso es imposible. Cada fenómeno demanda su propio método de observación, por lo que no pueden existir reglas generales. No puedo juzgar el rock subterráneo de Perú, por ejemplo, con la perspectiva con que veo el rock marginal de México; son situaciones que aunque tengan puntos de coincidencia son enteramente distintas. Lo que sí es posible, es ver unificadamente el proceso de americanización que están sufriendo las clases medias en todo el mundo latinoamericano, pero ya en el mundo popular es más variado. Ahora, respecto a cómo contextualizo mis análisis, eso es una vertiente de mi forma de estudio, pero nada que yo me atreva a pregonar como método viable. Cada uno asume la forma en que desea acercarse y explicarse la situación en que vive. Además, toda sociedad es diferente. Claro, en macro, habrá algunos referentes comunes; el gran referente que determina a nuestra época es, sin duda, el neoliberalismo. Porque no hay tanta distancia entre los gobiernos de los países de Centro y Sudamérica con el gobierno de México. Existe el mismo desprecio hacia la opinión pública, la misma idea de que no tiene sentido conocer la opinión de aquellos que lo ignoran todo sobre macroeconomía y el mismo sometimiento al Fondo Monetario Internacional. Todos esos referentes los tiene tanto el presidente de Argentina como el de Colombia. Es una clonación latinoamericana del autoritarismo.

Energía dilapidada

Monsiváis tuerce la comisura de los labios; el tono de sus palabras cambia de la erudición al sarcasmo; la ironía prende detrás de los cristales de sus lentes.
—Y esta clonación sólo puede dar como resultado el que las sociedades decidan organizarse, viendo hasta qué punto combaten o repelen ese destino perentorio y trágico que les espera bajo la forma de los regímenes neoliberales. En ese aspecto, creo que lo único que nos queda es la organización civil; no le tengo mucha fe, pero es lo único. En fin, dentro de un análisis de la sociedad actual, hay profesiones o modos de acercarse al tema que ya han quedado rebasados. Entonces habría que pensar más en la multidisciplinariedad, en el trabajo conjunto de diferentes profesiones y áreas.

—Y dentro de esa multidisciplinariedad, ¿qué papel juegan los medios de comunicación?
—Actualmente hay una gran carga de frustración en la gente, una energía dilapidada y reducida a sus mínimas posibilidades expresivas, y toda esa falta de mitos, todo ese caudal de energía, no tengo la menor idea de hacia dónde puedan canalizarlo. Supongo que parcialmente va al contentamiento que da el saber que, pese a lo que uno pueda estar viendo en televisión, se siente a gusto. La mayoría de la gente en este momento ha elegido como equivalente del confesor o del psicoanalista, a la televisión; a la cual se le confiesa a través de bostezos, carcajadas o estados de ánimo. De la tele se desprende el núcleo de seguridades o insatisfacciones de la gente. Esto no quiere decir, sin embargo, que la televisión lo sea todo; lo que quiero decir es que ante el despojo de las alternativas, la televisión es, en esa ausencia y en ese vacío, el único mueble seguro.

—Sin embargo, en el periodismo que se desarrolla actualmente por televisión hay una gran explotación del morbo, un exhibicionismo en pleno del amarillismo…
—A mí el amarillismo no me preocupa en demasía, porque está tan presente en lo cotidiano, que el que se objetive en la tele me da un tanto lo mismo. Me irrita, eso sí, el clasicismo que se manifiesta en algunos programas, la falta de respeto a las personas y la humillación sistemática de los pobres. Pero por lo demás, el crimen, el machismo y la violencia están ahí irrecusablemente, y que la televisión los registre no quiere decir que los amplifique. Los amplifica la realidad, y los somete a un proceso de normalización el impacto televisivo. Pero la televisión no magnifica la violencia; en todo caso, la violencia le da un sentido contemporáneo a la televisión.

—¿También le darían ese sentido contemporáneo, programas como los de formato de público presente hechos en Estados Unidos, que llegan a una banalidad extrema?
Monsiváis detiene su andanada de conceptos, sentencias y señalamientos. Recuerda viejas preferencias televisivas y hacia ellas dirige el comentario.

—No habría que ser tan rígidos. Para analizar los talk shows, primero habría que delimitarlos. Por ejemplo, Jonny Carson o David Rosto eran toda una institución para presentar artistas, deportistas o políticos. Era como estar dialogando en público. Así que un programa como el de Cristina no es una innovación, viene de varios talk shows norteamericanos, donde lo que se explota es la confesión coral. Ese programa en particular tiene una gran ventaja, que aunque ciertamente es de un escándalo moral triste, Cristina ha sido muy útil respecto a la capacidad de enfrentarse al prejuicio. En ese sentido, sé que Miami no es Latinoamérica, pero estoy convencido de que Latinoamérica va a ser como Miami. En ese ritmo de cosas lo que hace Cristina es muy útil, pese a ella misma, porque demuestra que paulatinamente el prejuicio y los dogmas sobre los cuales se establecen las conductas admisibles, están pulverizándose. Se abordan los asuntos más escabrosos e íntimos en una discusión de una normalidad que sería impensable hace 20 años. Temas que antes hubieran sido imposibles en la conversación de la clase media, ahora se ventilan y se vociferan desde la televisión. Y esto es un avance. Todo lo que contribuya a resquebrajar el absurdo sentido inhibitorio latinoamericano, me parece un logro. Por más que uno no lo quiera reconocer, cuando uno ve lo que hacen los norteamericanos, entiende lo que es la supresión total del sentido del ridículo. El sentido del ridículo ha hecho las veces de censor y de decapitador de impulsos. El qué dirán ha sido un gran instrumento de control.

Libros y escritores

—¿Y que otros medios de comunicación podrían estar contribuyendo a esta superación de la inhibición latinoamericana?
—Sin duda, la producción literaria, los libros que se están escribiendo actualmente en América Latina. Sin embargo, aunque sí veo una producción importante, no la percibo tan significativa como la que existió en décadas anteriores, desde el punto de vista del impacto de la transformación de los lectores. No veo libros que funcionen entre su público como lo hicieron Pedro Páramo, El llano en llamas, Rayuela, Paradiso, La ciudad y los perros, Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la mamá grande, Otras inquisiciones, Ficciones, El aleph, La invención de Morel, Coronación, El lugar sin límites o La casa verde. No veo libros que estén funcionando a ese nivel.

—¿Y de los escritores latinoamericanos, cuáles considera que están haciendo un relevante aporte cultural?
—Muchos. Me interesa muchísimo lo que está haciendo Tomás Eloy Martínez: La novela de Perón y Santa Evita me parecieron formidables. Me gusta mucho lo que están escribiendo algunos poetas jóvenes de México y Argentina. Me interesa también el tipo de literatura marginal, por así decirlo, que se está haciendo en Latinoamérica. Jaime Baile y los numerosos novelistas gays. Me interesa la literatura femenina, sobre todo Laura Esquivel e Isabel Allende, que tantos lectores tienen. Y aunque puede que esta literatura no me guste tan declaradamente como otras, no dejo de reconocer su valor. El que yo sea un lector distante no me convierte en un lector condenatorio. Aunque sí puedo decir que al estilo de Isabel Allende le sobra García Márquez, y que si tuviera 90 por ciento menos de él y siquiera uno por ciento más de su propia visión del mundo y de su técnica, sería magnífica. Además, también le está sobrando mercadotecnia. Ya lo de su hijo o su hija era el preámbulo de este último horror de gastronomía y sexualidad, llamado Afrodita, que no es más que una derivación ostensible de Como agua para chocolate. En fin, lo que pasa es que un escritor actual primero examina los índices de venta y luego se sienta a escribir; esos son los riesgos de que exista el mercado. Además el tiempo de los lectores se ha restringido. Y, entonces, si uno sabe que puede ser leído masivamente, pero que necesita ser leído con rapidez y facilidad, pues necesariamente modifica el ritmo y sentido de su escritura. Porque no sólo se escribe para un mercado, sino para un mercado escaso de tiempo. Aún así, hay que reconocer que ese mercado no está desnaturalizando la esencialidad de la literatura. Porque seguirán siempre existiendo quienes, pese a todo, se dan su propio tiempo, escriben sus propias ideas y no piensan en el lector como un comprador sino como un individuo interesado en la calidad y profundidad de un tema. Esos son los escritores que para mí valen la pena.
—¿Ha incursionado usted en otros géneros literarios, aparte del ensayo, la crónica y el cuento?
—Bueno, he escrito muchísimos ensayos. También intenté de joven escribir poesía. Pero en un momento dado me pasó como ese pasaje bíblico, cuando Saulo de Tarso escucha la voz de Dios que le dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, y que lo llevó a partir de entonces a convertirse al cristianismo. A mí me pasó algo similar. Estaba un día escribiendo un poema y de pronto oí una voz, que era inequívocamente la voz de la poesía, que me decía: “Carlos, Carlos, ¿por qué me persigues?”, y entonces revisé lo que había escrito y vi que tenía razón. Ahí acabó mi relación con la poesía; fue un rayo celeste el que me iluminó. Ahora, respecto a la crónica creo que no se debe de entender como una obligación de denuncia social. La obligación de género sólo le corresponde a cada practicante, quien debe ejercerla de la mejor manera posible.

Plumas maestras

Paulatinamente la charla cambia de rumbo, deja de lado el aspecto sociológico y literario para centrarse en la técnica periodística.

—Dentro de una historiografía del periodismo nacional, ¿qué periodistas y qué medios de comunicación valdría la pena recordar?
El escritor repasa mentalmente un remolino de trabajo. Finalmente detiene su agitado ritmo, da un sorbo al té de manzanilla y contesta:
—Son muchísimos. El primero sería José Pagés Llergo, quien desde la revista Siempre! ejerció e hizo suyo un periodismo de confluencia y de oposición de los puntos de vista de las libertades que permitía en aquel momento la relación del periodista con una sociedad amplia, que incluía políticos y artistas. Es decir, Pagés Llergo llegó a crear una época en la cual el periodismo estaba en el centro de una vida social, restringida, pero poderosa y dinámica. Rescato también a José Alvarado: un cronista excepcional, de una prosa finísima y que fue muy valerosa y digna frente al poder.
Otro sorbo al té y otra hojeada al catálogo de recuerdos: nombres se suman a los nombres y la lista de Monsiváis se agranda:
—También, por supuesto, habría que rescatar a Francisco Martínez de la Vega, que fue un periodista muy arraigado en las tradiciones liberales y revolucionarias, gran creyente en la libertad de expresión y auspiciador de nuevos periodistas. Otro que no se puede dejar de mencionar es Julio Scherer, que en Excélsior primero y en Proceso después, ha dado una continua lección de rigor, honestidad y actitud insobornable. Al igual que Pagés, Scherer está en el centro de la vida social y tiene una vida amistosa muy fértil y variada, pero eso no ha limitado su rigor crítico ni lo ha hecho complaciente. Alguna vez oí una discusión entre Pagés y Scherer, donde Scherer le preguntó que entre perder un amigo y perder una noticia qué elegiría, y Pagés le contestó: “Yo perdería la noticia, y tú elegirías perder al amigo”. Y eso es muy extremo, pero marca las actitudes. También, no podría dejar fuera a Manuel Buendía, un amigo entrañable, un hombre en quien se podía confiar siempre; absolutamente enterado, maniático de la información y muy valeroso. Buendía nos enseñó a sus amigos la congruencia y la noción del poder del periodismo. Creía plenamente que el periodismo era, en efecto, un cuarto poder. Y eso en un tiempo en que ya nadie lo creía.
Monsiváis detiene el avance de su lista personal. Retrocede en busca de un nombre, un amigo: un maestro. Y apenas lo encuentra, lo extrae de entre los recuerdos y lo agita extasiado:

—Perdón, me faltó mencionar a Fernando Benítez, que es mi maestro indiscutible. Benítez desde los suplementos culturales me enseñó a creer apasionadamente en el hecho cultural como fuente de dones. Benítez ha sido un hombre extraordinariamente generoso, pero además didáctico, de una manera que él mismo no lo sospecha. En un momento en que la cultura era vista como complementaria y ornamental, Benítez creyó en ella como un género de primer orden, y esa es una gran lección. Habría que agregar, además, a varios periodistas más jóvenes que yo, como Raymundo Riva Palacio, Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Marín, Carmen Lira y Arturo Cano. En ellos he visto cómo se renueva el profesionalismo periodístico, que es algo que le hizo mucha falta a mi generación.

—¿En lo que se refiere a la relación Prensa-Estado, qué evolución ha visto?
—La he visto evolucionar positivamente, porque ya no hay esa sensación de culpa o de linchamiento que querían hacernos sentir hace 40 años. En el 68 quienes intentábamos la crítica al Estado éramos vistos como herejes, no como críticos. Había en ese entonces todavía una noción teológica del periodismo, que estaba conectada con el servilismo ante el poder. Incluso, todavía esto se dio con profusión durante el régimen de Carlos Salinas, donde vimos a muchísimos periodistas e intelectuales postrados ante su gloria, y que prescindían de todo filo crítico. Esto ya actualmente es imposible. Aún así, afirmar que hay una mejor relación entre los medios de comunicación y los elementos democráticos, creo que es mucho decir. Lo que hay actualmente es la convicción por parte del periodista de que si es obsequioso y rendido ante el poder, no le va a creer nadie, y de que la mejor manera de perder lectores es no ser crítico. Ya lo otro, lo democrático, creo que es una etapa siguiente.

—¿Y el hecho de que existan mejores condiciones para ejercer un periodismo crítico, implicaría también que hay más espacios para el periodista cultural?
—La respuesta sería: Sí y no. Sí hay mayores espacios en cuanto a la posibilidad de publicar, pero no lo hay en cuanto a la posibilidad de ser vistos o registrados. Son tantos los periodistas, que la mayoría no consigue individualizarse. Antes eso era más fácil, precisamente por el menor número. Pero ya en este momento, para que un periodista cultural se singularice, necesita el concurso de varias condiciones no frecuentes. Muestra de ello es que no ha surgido un gran periodista cultural en los años recientes, y no porque no lo haya, sino porque el sistema de reconocimientos no lo admite. La mayor amplitud de los medios y la restricción de las posibilidades de reconocimiento, es lo que caracteriza al periodismo actual.

—Finalmente, ¿cuál es el principal cambio que ha vivido el periodismo mexicano?
—El ejercicio natural y democrático de las libertades de expresión, el recelo crítico frente al poder, la convicción de que se vive en una sociedad integrada mucho más democráticamente y la sensación globalizada de que todo lo cultural, en cualquier parte del mundo, le pertenece ya a uno por derecho propio.
Apenas levantada la tasa de té, Monsiváis la aterriza de nuevo sobre el plato. La sentencia final estalla:
—Pero lo mejor de todo, lo fundamental, es la seguridad de que el periodismo oficialista existe y seguirá existiendo. Pero ya no importa. Ya no puede interesarle a nadie.

Así concluye la charla con quien ha sido calificado como uno de los intelectuales más importantes de nuestro tiempo. Y quien desde la sociología, la literatura y el periodismo, se ha ocupado de la idiosincrasia mexicana, de los movimientos sociales y las figurillas del espectáculo.

De este modo, el derrumbe de los ideales, el alcance de los medios y la pasión literaria, son elementos que al rodear al escritor, le entregan el material necesario para su análisis. Por ello al escuchar a Carlos Monsiváis, no se puede sino comprender un abrazo fuerte y sincero entre el pensador y su espacio, entre el crítico y su tiempo. Setenta años de vida abrazando, irrecusablemente, a la sociedad que habrá de saturar y conformar al escritor de nuestros días.

Periodista y escritor. Fragmento del libro
Como si sólo de letras se tratara, que aparecerá próximamente editado por el Conaculta en la Colección de Periodismo Cultural.

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